“¡Listo! Ya no soy un bebé”, pensó Leo cuando cumplió dos años. Estaba ansioso por ser grande. Ya no soportaba más esa horrible costumbre de su familia de querer ayudarlo todo el tiempo. —¡Ya soy todo un nene! –dijo, después de soplar las velitas–. ¡Ya puedo solo!
Pero, a la mañana siguiente, su mamá lo ayudó a bañarse, a vestirse y a peinarse, como todos los días. Y no sirvió de nada que Leo se resistiera y gritara cien veces:
—¡Yo solo!
Leo estaba enojadísimo. —¿Por qué mamá no entiende que puedo solo? –le preguntó durante el almuerzo a su hermana mayor, la persona que más entendía de madres y padres de toda la casa. Pero como Leo todavía no sabía hablar, su hermana pensó que le estaba pidiendo ayuda para comer. Y lo ayudó, a pesar de que Leo gritó mil veces...
—¡Yo solo!
Esa noche, Leo estaba tan cansado de luchar contra la ayuda de los demás que no pudo impedir que su papá le lavara los dientes, le pusiera el pijama y lo ayudara a taparse bien con la manta. Apenas tuvo fuerza para repetir un millón de veces, en voz bajita...
—Yo solo...