La noche olía a jazmines, los amantes a traición

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CAPÍTULO I

Invierno

A Encarnación Urnín Cortés, Mamita para sus hijos, le dolió el frío de aquel invierno, pero el silencio le dolió más. Mucho más. Las pajareras habían enmudecido como si no tuvieran ni un solo canario y, a pocos pasos de donde estaba ella, hasta los chicos de la escuela hablaban en voz baja. Le dio la impresión de que trataban de no molestar. La mujer tuvo un escalofrío en su vieja mecedora. Los ojos, detrás de la montura de sus lentes, se le iban a los dos dedos rígidos en la mano izquierda de Ernestina. Dos dedos rígidos. Era increíble. ¡Pobre muchacha! ¡Pobrecita querida! —Mamita, ¿no quiere que le traiga la pañoleta? –preguntó Panchita, la menor de sus hijas. Encarnación le miró la mano también a ella. La tenía desnuda, sin alianza. Que no, le contestó, pero se arrepintió enseguida porque tenía frío. Sí, tenía tanto frío. Hasta su gata Ondina parecía no soportar la temperatura. No había más que verla. A cada rato se le acercaba para refregarse contra sus piernas. Ella notaba la tibieza del cuerpo de la gata a través de su enagua. Linda minina, le gustaba. Le gustaba también acariciarle la cabeza y oír el ronroneo. De golpe tuvo un escalofrío y levantó al animal para acurrucarlo en su falda. —Pucha que hace frío –dijo. Fue cuando llamaron a la puerta. 3


—Yo abro –avisó Panchita mientras atravesaba el patio delantero. Al rato volvió, pálida, despeinada. Lloraba como loca. Ernestina corrió a ver qué le pasaba. —Hermana –dijo Panchita y se abrazó a Ernestina– ¡Guillermo...! —Guillermo, ¿qué? –preguntó Encarnación. —Está muerto, mamá.

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CAPÍTULO II

Recuerdos de familia

“Cuando estas líneas lleguen a su casa yo ya no estaré vivo”. Juliana leyó y releyó el párrafo más de cien veces con horror. Se guardó la nota en el bolsillo de la pollera y se sentó a contestarle mientras no dejaba de llorar.

Estimado Guillermo: He recibido sus líneas, ruego que el cielo permita que esta respuesta llegue a tiempo. Por favor, piense en su madre y no cometa ningún desatino. Tal vez fui egoísta, perdóneme. Se hará como usted quiera. Viviremos en su casa si ese es todavía su deseo. Por favor, no se aleje, venga a verme. Lo espero con el profundo cariño de siempre.

Juliana

Y desde ese momento, no hizo más que esperar la respuesta de Guillermo entre suspiros y lágrimas. En su casa todos insistían en que se quedara tranquila, pero ella no podía contener su pena. Había querido a Guillermo desde siempre. Recordaba cuando eran chicos los dos. Fueron años de naranjas, asombros y tramways relucientes tirados a caballos. Años en los que las noches de San Juan ardían hechas un muñeco prendido fuego. Y la luna, ¡qué linda! Parecía una máscara sonriente. Al verla, había imaginado que les guiñaba el ojo. 5


Juliana recordaba la última noche de San Juan que habían compartido de chicos. Como siempre, los chicos de la cuadra habían formado una pirámide con ramas y papeles. Encima, colgado de un palo largo, el muñeco de paja con un sombrero viejo ondeaba feliz. Giraba como si no le importara el final que le esperaba. Esa noche, Guillermo y su papá se acercaron a Juliana y a su padre. Él, Guillermo, tenía las mejillas coloradas. Traía una batata de esas que los chicos cocinaban en la hoguera. —¿Puedo? –le preguntó al padre de la chica con los ojos brillantes. El hombre le contestó que sí mientras el otro padre sonreía cómplice. Cuando ella mordió, confiada, se quemó la boca, pero no le importó. Le sintió gusto a humo, a Guillermo, a felicidad. Estuvieron los cuatro juntos hasta que la fiesta callejera terminó. Al despedirse se sonrieron. Ninguno de los dos supo que se trataba de la última sonrisa de la infancia, porque después, el señor Urnín Cortés murió y ellos dos dejaron de verse por varios años. Cuando volvieron a encontrarse, todo fue rápido, miradas, cartas, flores a escondidas y el noviazgo. Un noviazgo feliz, sin contratiempos. Hasta que decidieron casarse y la madre que se empeñó en que fueran a vivir con ella y sus hijas en la casa-escuela. Juliana no sabía cómo se había animado a negarse. Lo que sí supo fue que esa negativa le había acarreado no pocas amarguras y aquella carta de su novio que tanto la angustiaba. Aquella tarde, secó sus lágrimas más de cien veces con el dorso de la mano. No dejaba de preguntarse si Guillermo Urnín Cortés sería capaz de cumplir su palabra y cometer ese terrible disparate. La sola idea de que lo hiciera le provocaba tanta angustia que no podía dejar de llorar. 6


—¿Qué le pasa m´hija? ¿Llora otra vez? ¡Quédese tranquila! No va a pasar nada. Son peleas de novios. Tienen poca importancia. Usted ya contestó esa nota. Ahora déjelo tranquilo al hombre que ya va a volver. —Si usted lo dice, papá... El padre la miró, caminó con dificultad hasta la puerta cancel y desapareció en el zaguán rumbo a la calle. Al rato volvió con una gran sonrisa. —¡Juliana! Venga –llamó– que los muertos que usted mató gozan de buena salud, ja, ja. Ahí viene el suicida. Recién dobló la esquina y trae un ramo de flores. Deben ser las que le pusieron en el cajón. ¿Quiere un consejo? No acepte flores de velorio. Ja, ja, ja. —¡Ay, papá! Ja, ja, repito mi respuesta de recién: Si usted lo dice... –contestó ella desde su habitación. Cuando el novio llamó a la puerta, ya tenía cintas nuevas en la cabeza y se había perfumado con agua de colonia. —¿Recibió las líneas que le mandé? –preguntó con timidez no bien lo tuvo frente a ella. —Sí, Juliana, por eso estoy aquí. Vine a hablar con sus padres para que fijemos fecha de casamiento –contestó él. Y le clavó los ojos azules en el cuerpo y en el alma.

Mucho antes de que pasara lo que pasó, una mañana, no bien se levantó, Alcira Urnín Cortés subió a la glorieta de su casa. Quería cortar algunos jazmines. Pero antes de empezar a hacerlo, escuchó el sonido del cornetín de un tranvía fúnebre que pasaba cerca con destino al Cementerio de Chacarita y se le hizo un nudo en la garganta. Por suerte, el viento arrastró la pelota de Mariquita, su hija, y la distrajo.

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—Este Guillermo –dijo en voz alta como si alguien pudiera oírla– pensará que las diabluras de la muy malcriada de mi hija son pocas que fue y le trajo, ¡una pelota de esas para jugar contra la pared! ¡Para que la nena juegue a la pelota vasca! ¡Santo cielo! ¿Cómo se le pudo ocurrir semejante cosa? En ese momento, las campanas de la iglesia llamaron a misa de ocho. Entonces, recordó que tenía que confesarse. La semana pasada no lo había hecho. “Este sábado” decidió mientras cortaba algunas flores para poner en la sala. Escondió la bendita pelota de cuero entre dos macetas lo mejor que pudo y bajó enseguida. Bajó en puntas de pie para no despertar a nadie. Una vez en la cocina, con las flores todavía en la mano, miró, distraída, el almanaque: jueves 12 de mayo de 1904. Al ver la fecha recordó que esa noche iba a ir el fotógrafo a sacarles un grupo. —Un grupo, sí –había dicho su madre– quiero que nos quede un recuerdo de todos tal como somos ahora porque después del casamiento de Guillermo con Cara de nalga, seguro que vamos a cambiar. La mujer rió para sí, ¡qué ocurrencia había tenido su madre al llamar Cara de nalga a Juliana! —¡Mamá! ¿Me preparaste el café con leche? –gritó Mariquita desde su dormitorio. Café con leche. Las palabras pusieron puertas y ventanas en movimiento. Alcira dejó su mate cocido con leche preparado en la cocina y corrió a la escuela, en la parte de delante de su casa. Tenía que dejar las cosas organizadas en el grado. A las nueve, llegaban las alumnas. La luz del sol cayó sobre su escritorio con la fuerza de un chorro de agua. El libro estaba abierto. “Quedé un rato contemplando la obra que los años y las inundaciones habían 8


completado abriendo más caudaloso lecho...” decía el texto. Al llegar a este punto, la aldaba la hizo saltar de la silla. El panadero. Oyó que su hermana preguntaba por la canasta. —¡Ernestina! –gritó sin moverse desde donde estaba sentada– ¡no compres pan tostado por de más! Es muy cascarudo y a Mamita no le gusta. Al rato, los cascos de los caballos del carro del panadero se perdieron en la esquina. Alcira volvió a su trabajo como quien carga una piedra. No sabía qué le pasaba esa mañana que le costaba tanto concentrarse. Los minutos volaban y ella que no conseguía prestar atención al libro con el que tenía que dar la famosa clase del sur argentino. Quiso volver a la lectura, pero la revista que asomaba del cajón derecho de su escritorio le impedía prestar atención. “Las fajas del Establecimiento Ortopédico de la Casa Porta” leyó con interés “siempre quedan bien” siguió la lectura con cuidado. Lo de las fajas le interesaba porque la suya estaba hecha un trapo. Ofrecían “...fajas abrochadas adelante, con ojalillos y cordón atrás. Colores delicados, en blanco, rosa y pajita”, y prometían “precios equitativos”. Pensó que cuando por fin se decidiera, iba a tener en cuenta a Casa Porta. Alcira sonrió divertida con la siguiente oferta: “¡Secreto!”, lindo secreto, pensó, si lo publicaban con grandes letras. “¡Secreto! Para la higiene femenina, Saidol. ¡Mata hasta 200 millones de gérmenes en 15 segundos y, además, desodoriza las cavidades...!”. —¡Alcira! Las chicas ya están formadas en el patio, vos no tenés cabeza –le reprochó Ernestina. Su hermana tenía razón. No tenía cabeza. “Y bueno”, decidió, “en lugar de hablar del sur argentino, tomo un examen, y sanseacabó”.

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Eran más de las siete de la tarde cuando llegó el fotógrafo y, a pesar de que el día se les había ido volando, el hombre encontró a los integrantes de la familia Urnín Cortés todos vestidos con ropa de domingo. Diez minutos después, Mariquita tenía al recién llegado a maltraer. A pesar de que habían dejado atrás el verano, el pobre empezó a transpirar mientras corría detrás de ella que no hacía más que investigar su valija, el trípode y los otros elementos de trabajo. Alcira, echaba fuego por los ojos. “¡Vení conmigo!”, le dijo mientras trataba de tomarla del brazo, pero lo único que consiguió fue arrancarle la puntilla que adornaba una de las mangas de su vestido. Cuando pudo alcanzarla, Mariquita tenía deshechos los moños de la cabeza y el vestido desacomodado. La madre le peinó los bucles, alisó su vestido y la llevó a la rastra con los demás sin prestar atención al berrinche que tuvo. Por fin, consiguieron formar el grupo: Alcira, Guillermo y Ernestina de pie, detrás del sillón de brocato azul. Sentadas Panchita, la hermana menor, Mamita y, entre las dos, como una muñeca de porcelana, Mariquita con sus flamantes botas de media caña. —¡Sonrían, por favor! –pidió el fotógrafo con la cabeza tapada–. ¡Ahora, miren el pajarito! Los Urnín Cortés quisieron hacer lo que les pedía, pero en ese momento, una paloma de Guillermo, la buchona, entró en la sala y provocó un desborde general. —Chicos, colaboren, por favor –ordenó Encarnación, Mamita para los suyos, y su familia le obedeció de inmediato. El hombre salió de la casa bien entrada la noche. Al salir, se cruzó en la esquina con el vigilante vestido de uniforme oscuro que pasaba de ronda. Lo saludó mientras acariciaba la cámara en la que llevaba las tomas de los Urnín Cortés como si fueran un trofeo de guerra. 10


A medida que se alejaba de la casa, le parecía escuchar la voz de Encarnación cerca de su oído. —Lo espero el sábado dieciocho de junio, porque quiero tener algunos recuerdos del casamiento de mi hijo. No se olvide. Horas después, a solas en su cama, Encarnación recordó la tarde aquella en que Guillermo llegó con la noticia. —¡Mamita! –dijo más contento que un cascabel–. ¡Me caso con Juliana! La miró como quien espera un aplauso, pero ella perdió el equilibrio del disgusto. Era difícil mantenerse en pie con semejante noticia. Igual que alguien que cae el mar y no sabe nadar, empezó a manotear frases hechas. “Por fin”, “qué bien” y “me alegro”, le sirvieron en un principio para salir a flote, pero en cuanto consiguió hacer pie, un poco más segura, se animó a tartamudear un par de cosas inteligentes: —Me imagino que van a venir a vivir con nosotras, ¿no? Digo, como la casa es grande, hay lugar para todos. Al hijo, la idea le gustó, contestó que sí de inmediato. Pero la muy zorra de Juliana no quiso. Entonces, Encarnación se dio cuenta de que había llegado el momento de pelear. De pelear por su hijo a brazo partido. Por eso, cuando Guillermo le dijo que Juliana prefería un lugar para ellos solos, empezó a arrastrar su tristeza por la casa, después remolcó un largo silencio y, al final, una noche se tiró al piso entre estertores como si estuviera al borde de la muerte. Esa noche, mientras ordenaba la cocina, tiró platos, vasos y cubiertos al piso, enseguida, se acostó sobre las baldosas con la boca torcida. —¡Mamita! –gritó sorprendida su hija más chica, que estaba con el resto de sus hermanas en el vestíbulo–, mamá, ¿qué pasa? 11


Pero ella se quedó callada. —Mamá... –insistió Ernestina. Volvió a no contestar, apretó la boca para que el silencio fuera cómplice de sus planes. —¡Vamos! –dijo Ernestina con la voz deformada por el miedo. Ahora, sí, irían a buscarla. Casi al instante, Encarnación vislumbró las polainas grises de Guillermo y los vestidos con volados de sus hijas a ras del suelo. —¡Traé agua! –ordenó su hijo. Clap, clap, clap, resonaron con urgencia los tacos de Alcira mientras se dirigía a la canilla. —Tome, tome un trago, por favor. Y ella, nada, dura como una piedra, más callada que un mueble. Muerta, muertita. Ciega, sorda, muda. Inmóvil. —Mamá, mamá, por favor –habían dicho “mamá”. Ahora sí estaban asustados. Entonces, fingió un esfuerzo para moverse, suspiró y abrió los ojos para encontrar la cara de sus hijos, que la miraban con miedo. Tragó un poco de agua como sin ganas y dejó que dos de las chicas la ayudaran a llegar a su cuarto. El resplandor amarillo del velador rodó por el cubrecama al crochet que Panchita, la menor de sus hijas había hecho para ella. Los bordes azules y verdes tejidos en cadeneta se amalgamaron por efecto del juego de luces cuando Alcira la arropó. Las dejó hacer y esperó a que se fueran. En cuanto estuvo segura de que la puerta había quedado bien cerrada, se levantó y aplastó la oreja contra la pared. Quería oír lo que decían sus hijos. Al principio le costó porque la conversación le llegaba entrecortada, pero pronto pudo captar algunas frases sueltas que le dieron idea de lo que hablaban.

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—Mamita... triste –decía Alcira. —Somos grandes... caprichos, no –esa era la voz de Ernestina. Después, un cuchicheo y, enseguida, le llegó clara la voz de Guillermo. —Buenos..., nada más... razón. Mi novia... y si no entiende, rompo el compromiso. Escuchó con toda claridad la última frase. Con eso le alcanzó. Se retiró de la pared para ir a la cama. Al pasar frente al espejo del ropero, se detuvo y saludó a su propia imagen; la saludó con una reverencia. —¡Faltaba más! –se dijo. Así fue como Cara de nalga, como llamaban a Juliana entre ellas, al final tuvo que someterse a la voluntad de Encarnación, Mamita para sus hijos.

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