La serie negra de Quipu
Donde viven los fantasmas Selecciรณn y traducciรณn de Olga Drennen Ilustraciones Ochopante
El gato blanco de Drumgunniol
11
El fantasma de Fisher
27
La boda de John Charrington
39
El grabado en la casa
51
El retrato oval
65
Janet, la torcida
71
Sobre los autores...
87
7
10
El gato blanco de Drumgunniol Joseph Sheridan Le Fanu
Hay una famosa historia de una gata blanca que todos escuchamos de niños. Pero la que voy a contar aquí es la historia de un gato blanco muy distinta de la amable y encantada princesa que tomó esta forma durante un tiempo. El gato blanco del que voy a hablar es un animal mucho más siniestro. El que viaja desde Limerick a Dublin, tras dejar atrás las colinas de Killaloe a la izquierda, cuando el monte Keeper se alza a su vista, se ve rodeado gradualmente, a la derecha, por una cadena de colinas más bajas. En medio, se extiende una llanura ondulada que se hunde, de modo paulatino, hasta un nivel inferior al del camino, cuyo carácter agreste y melancólico alivia algún que otro arbusto disperso. Una de las pocas viviendas humanas que proyectan hacia lo alto sus columnas de humo de turba en medio de esta llanura solitaria es la construida con tierra y de techumbre mal cubierta de paja de un “granjero duro”, como llaman en Munster a los labriegos más prósperos. Se levanta en medio de un grupo de árboles junto al borde de un riachuelo ondulante, a medio camino entre las montañas y la carretera de Dublin, y durante muchas generaciones, ha sido arrendada por una familia de apellido Donovan. Lejos de allí, yo, deseoso de estudiar varios legajos irlandeses que habían caído en mis manos. Después de preguntar por algún profesor capaz de enseñarme la
11
lengua irlandesa, me recomendaron a un soñador, inofensivo y muy instruido, señor Donovan. Descubrí que había sido educado como becario en el Trinity College de Dublin. Ahora se ganaba la vida dando clases, y supongo que la índole especial de mi estudio debió de estimular su patriotismo porque me confesó muchos de sus pensamientos largo tiempo guardados, recuerdos de su hogar y de sus primeros años. Él me contó esta historia que intentaré repetir de la manera más fiel con sus mismas palabras. He visto muchas veces esa vieja granja con su huerto de enormes manzanos cubiertos de musgo; la torre sin techo, cubierta de hiedra, que doscientos años atrás había servido de refugio contra agresores y bandidos, y que aún ocupa su antiguo emplazamiento en la esquina del granero; los arbustos, tan frondosos, a ciento cincuenta pasos de distancia, testigos de los trabajos de una raza olvidada; la oscura línea como de torres del antiguo monte Keeper al fondo; y, cerca de allí, haciendo barrera, la solitaria cadena de colinas cubiertas de brezales, con grupos de rocas grises y de robles enanos o abedules. Una predominante sensación de soledad hacía de todo aquello el escenario ideal para un relato salvaje y sobrenatural. Y pude imaginar perfectamente cómo, visto en el gris de una mañana invernal, cubierta de nieve a lo largo y a lo ancho o en la melancólica belleza de una puesta de sol otoñal o en el frío esplendor de una noche de plenilunio, aquel escenario había contribuido a predisponer a la superstición y a las fantasías a una mente soñadora como la del honrado Dan Donovan. Es verdad, sin embargo, que jamás he encontrado en mi vida a una persona más sencilla y de más buena fe que él. —Cuando era chico –me contó–, y vivía en Drumgunniol, solía llevarme la Historia romana de 12
Goldsmith a mi lugar favorito, una piedra lisa protegida por un espino junto a un lago bastante profundo, similar a lo que en Inglaterra he oído llamar “lago alpino”. Se encuentra en un barranco limitado al norte por el viejo huerto, y por ser un lugar solitario, me parecía de lo más apropiado para estudiar con tranquilidad. Un día, después de leer como de costumbre, me cansé, por fin, y miré alrededor de mí, pensando en las escenas heroicas que acababa de leer. Estaba tan despierto como en este momento cuando vi a una mujer que asomaba por un extremo del huerto y empezaba a bajar la cuesta. Usaba un vestido gris claro y muy largo, tan largo, que parecía barrer la hierba; su apariencia me resultó tan singular en aquella parte del mundo donde la ropa femenina estaba inflexiblemente pautada por las costumbres, que no pude quitarle los ojos de encima. Atravesaba diagonalmente el enorme campo con paso uniforme. Al acercarse, noté que llevaba los pies desnudos y parecía estar siguiendo un punto fijo, como si le sirviera de guía. Su itinerario debería haberla hecho cruzar –de no ser por el lago– a unos diez o quince metros de donde yo estaba sentado. Pero en lugar de detenerse al borde del agua, como imaginé, siguió adelante, en apariencia, inconsciente de la existencia del lago, y así la vi, con la misma claridad como lo veo a usted, señor, caminar sobre la superficie de agua y pasar, al parecer sin verme, a la distancia aproximada que yo había calculado. Estuve a punto de desmayarme de puro terror. Tenía solo trece años entonces, y recuerdo cada detalle como si hubiera ocurrido hace una hora. La figura atravesó el lago y se dirigió al ángulo más alejado del campo y en aquel lugar, la perdí de vista. Apenas tuve fuerzas como para volver a mi casa y me sentí tan asustado que me encerré allí 13
durante tres semanas sin poder estar solo ni siquiera un minuto. Nunca más volví a aquel campo, tal fue el horror con que recordé cada detalle. Ni siquiera ahora, después de tantos años, se me ocurriría pasar por allí. Enseguida relacioné aquella aparición con un suceso misterioso o, más bien, con una singular calamidad que durante casi ocho años afligió a nuestra familia. No es ninguna fantasía. Todo el mundo en esta región sabe de qué hablo. Y todo el mundo relacionó lo que sucedió con lo que había visto. Trataré de contarle cada cosa tan bien como pueda. Cuando estaba a punto de cumplir los catorce años –es decir, un año después de aquella visión del lago–, nos encontrábamos esperando a que mi padre volviera de la feria de Killaloe a casa. Mi madre tomó asiento para darle la bienvenida y yo, con ella, porque aquel tipo de vigilias me encantaba. Mis hermanos y hermanas así como los criados de la granja, salvo los hombres que volvían de la feria con el ganado, dormían. Mi madre y yo estábamos sentados junto a la chimenea charlando y vigilando que la cena de mi padre se mantuviera caliente en el fuego. Sabíamos que volvería antes que los jóvenes que traían los animales, porque venía a caballo y nos había dicho que se detendría a ver los seguros en el camino y después, se apresuraría a volver a casa. Por fin, oímos su voz y sus potentes golpes en la puerta y mi madre le abrió. No recuerdo haber visto nunca a mi padre borracho, cosa que, en toda la comarca, muy pocos chicos de mi edad hubieran podido decir de los suyos. Lo cual no significa que no se tomara su vaso de whisky tanto como los demás; y, cuando había feria o mercado, volvía a casa algo alegre y con las mejillas sonrosadas. Esa noche se veía deprimido, pálido y triste. Entró con la montura y las riendas en la mano, las dejó junto a la pared, 14
cerca de la puerta, y luego rodeó con los brazos el cuello de su mujer y la besó tiernamente. —Bienvenido a casa, Meehal –dijo ella besándolo con cariño. —Que Dios te bendiga, querida –contestó él. Y, después de abrazarla de nuevo, se volvió hacia mí, que le tiraba de la mano, celoso de su atención. Yo era menudo y liviano para mi edad, y él me levantó, me besó, y, con mis brazos aún en su cuello, dijo a mi madre: —Echa el cerrojo, mujer. Ella lo hizo, y él, después de bajarme con aire muy deprimido, se dirigió hacia el fuego y se sentó en un banco con los pies extendidos hacia las brasas candentes y las manos apoyadas en las rodillas. —A alegrarse, Mick, querido –dijo mi madre, que estaba poniéndose nerviosa–, y dime cómo se vendió el ganado y si todo fue bien en la feria o si has tenido algún problema con el dueño de la tierra, o cualquier otra cosa que te haya pasado, Mick, tesoro. —No, nada, Molly. Las reses se vendieron bien, gracias a Dios, y no hay ningún problema entre el dueño de la tierra y yo, y lo mismo con lo demás. No hay ningún problema. –Bueno, Mickey, entonces, si es así, mira la cena, ¡a comer!, y dime si hay alguna otra novedad. —Ya cené en el camino, Molly, y no puedo probar ni un bocado –contestó. —¡Cenaste en el camino y sabías que la comida te esperaba en casa, con tu mujer levantada y todo lo demás! –le reprochó mi madre. —No entendiste lo que dije –contestó mi padre–. Es que pasó algo que me quitó las ganas de comer, no voy a ser reservado contigo, Molly, porque, tal vez, me quede poco tiempo de estar aquí y te diré lo que pasó. 15