El espejo
Eugenia entró en el Gregorian como interna en marzo de 1986, a los 13 años. Sus padres creyeron que era la mejor educación secundaria que podían darle. El Gregorian era un colegio de señoritas ubicado en las afueras de Capilla del Señor, provincia de Buenos Aires. Fundado hacia 1910, ocupaba un predio de siete hectáreas con pista de atletismo, canchas de hockey y pileta de natación. El edificio central, donde se dictaban las clases, era una enorme casona construida en el estilo inglés de fines del siglo XIX. Al igual que el resto de las alumnas, Eugenia estaba toda la semana en el colegio. Los viernes a la tarde, los padres pasaban a buscarla para llevarla a su casa en Buenos Aires, y los domingos, al caer la noche, la conducían de regreso a la escuela. Lo primero que le molestó a Eugenia en el Gregorian fue el mal gusto en el uniforme: camisa blanca, jumper y medias grises, zapatos, blazer y corbata marrones. Lo segundo, más que molestar, la intrigó. ¿Por qué en el colegio no se podía disponer libremente de un espejo?
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Todas las pertenencias de las alumnas eran revisadas periódicamente. Si las celadoras encontraban algún espejo, lo confiscaban de inmediato. Además, los espejos de baños y vestuarios eran colocados cada día al amanecer y retirados a las cinco de la tarde. Las empleadas de mantenimiento los guardaban en un cuarto bajo llave. Un día Eugenia preguntó por los espejos a una celadora. “No es bueno que las señoritas pasen mucho tiempo contemplándose a sí mismas –fue la respuesta–. Podrían caer en el vicio del narcicismo, de quien se admira y se presume hermosa. Eso genera valores negativos: la soberbia, la altivez, el orgullo, la arrogancia”. Repitió la consulta a otras preceptoras e incluso a algún profesor. La contestación fue siempre la misma. Los espejos, si bien eran necesarios, estaban para ser usados lo mínimo indispensable. ¿Por qué?, se preguntó Eugenia. Era una prohibición absurda. ¿Qué pasaría si alguien se rebelara? Entre las compañeras de curso, Eugenia recogió otra versión. Se decía que el rígido control de los espejos estaba relacionado con la desaparición de dos internas, ocurrida muchos años atrás. La historia tenía diferentes variantes. La más repetida aseguraba que a una de las chicas se la había tragado un espejo y desde entonces vivía prisionera del otro lado del cristal. La otra alumna, que enloqueció al presenciar la pérdida de su compañera, había terminado sus días en un manicomio. 8
Según otras versiones, tras realizar una extraña prueba con un espejo, las internas se habían escapado del colegio y nunca más se había vuelto a saber de ellas. *** Al mes de estar en el Gregorian, Eugenia no se acostumbraba a la férrea disciplina y a la exigencia de estudio, y fue reprobada en un importante examen de francés. Como castigo, sus padres resolvieron dejarla sin salir durante dos fines de semana. Cuando se enteró de la noticia, tanta era su angustia y su mal humor que Eugenia le contestó mal a una preceptora que la reprendió por tener las medias caídas. La jefa de celadoras le impuso una penitencia: durante los dos sábados y domingos que iba a permanecer en el colegio, trabajaría en el archivo, limpiando y ordenando papeles. El archivo era una sala situada al lado de la Administración. El panorama que vio Eugenia al entrar allí fue desolador. Había pilas y pilas de papeles encima de estantes, sobre mesas y sillas y hasta en el piso. También se acumulaban cuadernos antiquísimos de hojas amarillentas y carpetas ajadas y desteñidas. Todo cubierto de polvo, pelusa y más polvo. Eugenia comenzó su tarea con resignación, pero a los pocos minutos le encontró el lado positivo. Estaba sola y podía husmear documentos de los primeros años del Gregorian. La mayoría eran notas administrativas sobre el funcionamiento y las 9
finanzas del colegio. Luego, en una caja, encontró un montón de papeles manuscritos, de naturaleza muy diferente. Al leerlos, se dio cuenta de que eran cartas de amor confiscadas a lo largo de los años a varias generaciones de alumnas. En el Gregorian estaba prohibido que las internas mantuvieran correspondencia romántica. En el fondo de la caja, debajo de las cartas, Eugenia descubrió un cuaderno. Estaba muy bien conservado. Con letra caligráfica, en la primera hoja estaba escrito: “Diario íntimo de Laura Martínez”. Las anotaciones comenzaban en enero de 1937 y se cortaban abruptamente a principios de noviembre de 1939. Al menos una o dos hojas habían sido arrancadas. Después quedaban muchas páginas en blanco. Eugenia encontró de pronto una palabra que le llamó la atención. Picada por la curiosidad, pensó que la resolución del misterio podía estar en ese diario y leyó con avidez, de un tirón, las últimas entradas: 22 de octubre de 1939 Ayer las chicas estaban secreteando en el dormitorio. No sé de qué trataba la conversación, pero de pronto empezaron a hablar de un tema que me atrajo: el miedo. La insoportable de Inés mencionó una prueba para saber si una es miedosa o no. Según ella, la demostración de valor consiste en encerrarse en una 10
habitación a oscuras y pararse frente a un espejo con una vela encendida en la mano. “¿Se imaginan, chicas?”, decía Inés. “Verse en el espejo con la cara apenas iluminada por la vela. Sentirse sola en medio de la nada, con temor a que algo o alguien aparezca a nuestras espaldas”. Me pregunto si yo me atrevería.
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25 de octubre de 1939
¿Tendré valor para enfrentarme a la prueba del espejo? La idea me atemoriza, pero a la vez me atrae. ¿Seré capaz de hacerlo? Por ahora va ganando la curiosidad. Hoy conseguí una vela. ¡La robé en la capilla!
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26 de octubre de 1939
¡Lo hice! Todavía estoy agitada, con el corazón en la boca. Tuve miedo, mucho miedo, pero lo soporté. Eso es lo importante. Las otras ni siquiera lo han intentado. Me levanté en medio de la noche. Fui hasta los baños y descolgué de la pared uno de los espejos chicos. Después saqué de mi casillero la vela y unos fósforos que había conseguido en la cocina. Caminé en puntas de pie hasta la salida de los dormitorios, crucé el patio y entré al edificio principal. Sin perder tiempo, me 11