No duermas en la habitación de la torre

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La serie negra de Quipu

Antología

No duermas en la habitación de la torre Selección y traducción de Olga Drennen Ilustraciones: Pablo Tambuscio


7 La doncella 19 La habitaciĂłn de la torre La granja Croglin 41 49 La verdadera historia de un vampiro 63 Vera 79 El abrazo frĂ­o

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La doncella

Hume Nisbet

Era exactamente el tipo de residencia que yo había estado buscando durante semanas, porque estaba en ese estado mental en el que renunciar por completo a la sociedad era una necesidad. Me había convertido en un inseguro y estaba cansado de mi suerte. Sentía un extraño malestar en mi sangre y el cerebro vacío. Los objetos y las caras familiares se habían vuelto desagradables para mí. Quería estar solo. Este es el ánimo que tiene toda mente sensible y artística cuando el poseedor la ha sobrecargado con exceso de trabajo o vivió mucho tiempo en la rutina. Ese estado es una señal de la naturaleza para que salga en busca de nuevos lugares; la señal de que un retiro se ha convertido en necesario. Si no descansa, la mente se descompone, se vuelve caprichosa, hipocondríaca e hipercrítica. Siempre es una mala señal cuando un hombre se convierte en demasiado crítico y censura su propio trabajo o el de otras personas, porque significa que está perdiendo las partes vitales de la tarea, que son la frescura y el entusiasmo. 7


Antes de llegar a esa etapa funesta, armé mi mochila a toda prisa, tomé el tren a Westmorland y comencé mi vagabundeo en busca de soledad, de aire fresco y de un escenario romántico. En el comienzo de aquel verano errante, encontré muchos lugares que parecían tener las condiciones requeridas, sin embargo, algunos pequeños inconvenientes me impidieron decidirme. A veces era el paisaje que no me caía bien. En otros sitios, sentía una antipatía repentina por la casera o el dueño del lugar y, una semana antes de alquilar una vivienda me parecía que los aborrecía. En otros sitios que podrían haberme satisfecho, no querían tener un inquilino. El destino me condujo a esta casa sobre la colina, y nadie puede resistirse a su destino. Un día me encontré en un gran páramo sin caminos, cerca del mar. Había dormido en una pequeña aldea la noche anterior, pero estaba a ocho millas de distancia y desde que había dado la espalda a esa aldea, no había visto ningún rastro humano. Estaba solo con el cielo sobre mi cabeza, un viento suave soplaba sobre las piedras y los brezales, y nada perturbaba mis meditaciones. No podía imaginar hasta dónde se extendía esa soledad, solo sabía que si caminaba en línea recta llegaría a los acantilados del océano, y, tal vez, después de un tiempo, a un pueblo de pescadores.

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Tenía provisiones en la mochila, era joven, no me daba miedo pasar una noche bajo las estrellas. Ya inhalaba el aire delicioso del verano y, una vez más, volvería a tener el vigor y la felicidad que había perdido. Así, las horas se deslizaron ante mí una tras otra. Había caminado cerca de quince millas desde la mañana, cuando frente a mí, a la distancia, vi una solitaria casa de piedra con techo de pizarra. Voy a acampar allí si es posible, me dije y aceleré el paso para llegar a ella. Para alguien que busca una vida libre, tranquila, nada podía haber sido más adecuado que este chalet. Se encontraba en el borde de altos acantilados, su puerta de entrada daba al páramo y la pared del patio trasero tenía vista al mar. Al acercarme, el batir de las olas pareció una canción de cuna en mis oídos, ¡cómo atronarían cuando los vientos del otoño se encendieran y las aves huyeran gritando hacia el refugio de juncos! En el frente, crecía un pequeño jardín rodeado por un muro de piedras lo bastante alto como para que uno pueda apoyarse perezosamente en caso de desearlo. Este jardín era una llamarada de color, con predominio del rojo, con otros tonos suaves como el que tienen las amapolas cultivadas en plena floración.

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Mientras me acercaba, tomando nota de esta variedad singular de amapolas y de la limpieza ordenada de las ventanas, la puerta principal se abrió y apareció una mujer que me impresionó favorablemente cuando caminó con calma hacia la verja y la retiró como si fuera a darme la bienvenida. Era de mediana edad y, de joven, debe de haber sido muy hermosa. Era alta y todavía, bien formada, con la piel suave, clara, facciones regulares y una expresión serena que me dio una sensación de paz. Al preguntarle, contestó que podía darme tanto un dormitorio como un cuarto de estar, y me invitó a verlos. Mientras miraba su delicado pelo negro y ojos marrones serenos, sentí que no iba a ser muy exigente con el alojamiento. Con una casera así, estaba seguro de encontrar allí lo que buscaba. Las habitaciones superaron mis expectativas, delicadas cortinas blancas y ropa de cama con perfume de lavanda, una sala de estar familiar, acogedora y sin gente. Con un suspiro de alivio infinito tiré al suelo la mochila y di por cerrado el trato. Ella era viuda, tenía una hija, a quien no vi el primer día, porque no estaba del todo bien y se había quedado en su habitación. Pero al día siguiente mejoró un poco y nos conocimos. La tarifa era accesible. Eso también me convino en ese momento y, después de un té con leche delicioso, bollos caseros con manteca, huevos frescos y 10


tocino, me fui temprano a la cama en un estado de perfecta satisfacción con mi cuarto. Sin embargo, feliz y cansado como estaba, de ninguna manera tuve una noche cómoda. Atribuí esto a mi extraña cama. Dormí, sin duda, pero mi descanso estuvo lleno de sueños perturbadores así que me desperté tarde y lleno de inquietud. No obstante, una larga caminata por el páramo me devolvió el bienestar y volví para desayunar con buen apetito. Ciertas condiciones de la mente, con circunstancias agravantes, se requieren antes de que un hombre joven caiga preso del amor a primera vista, tal como Shakespeare lo demostró en su Romeo y Julieta. En la ciudad, nunca me había sucedido antes, sin embargo, no hice más que entrar en la casa después de ese paseo por la mañana, que me enamoré al instante de los extraños encantos de Ariadna Brunnell, la hija de mi casera. Se sentía algo mejor esa mañana y podía reunirse conmigo a desayunar porque teníamos que comer juntos mientras yo fuera su huésped. Ariadna no se veía bella en el sentido estrictamente clásico. Su expresión era bastante agradable a primera vista, pero tenía facciones irregulares, el pelo y los ojos, demasiado negros y los labios, muy rojos. Además, su piel lucía extrañamente pálida. Atenuó estos defectos el hecho de que su madre me informara que había estado enferma desde hacía algún tiempo. 11



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