La serie negra de Quipu
Las vueltas de la muerte Guillermo Barrantes Ilustraciones: Silvio Kiko
La sentencia de Onorat
La Ruleta de las Condenas había comenzado a girar. Sus casilleros eran castigos. En cada uno de ellos habitaba una pena diferente para aquel que había quebrado la Ley Última. Abel Onorat, el infractor, veía bailar sus destinos en aquella enorme rueda. Aunque de nada sirviera, aunque nadie se las hubiera pedido, volvió a dar las razones de su delito. —Los controles no funcionaban. Intenté no sobrepasar los límites, pero fue imposible. Apenas pude evitar estrellarme. —¿Hace falta, señor Onorat, que le enumere una vez más los artículos de la Ley Última que violó a bordo de su aeronave? No, la verdad que no hacía falta. Abel, como cualquier ciudadano, sabía que estaba terminantemente prohibido traspasar los límites del Gran Reino, salvo que tuviera un permiso especial del Tribunal del Azar. Y él no lo tenía. La Ruleta de las Condenas seguía girando, pero ahora lo hacía a menor velocidad. Muy pronto el infractor sabría su castigo. —Su error pudo haber provocado una fisura en el escudo protónico de la ciudad, señor Onorat. Y esta conversación no habría existido, porque tanto usted como yo estaríamos muertos a causa de la radiación, al igual que cada habitante del Gran Reino. Era verdad. El Gran Reino era una de las pocas ciudades que quedaba en la Tierra. El resto del planeta estaba contaminado por la radiación. Una radiación tan poderosa que destrozaba las células vivas en cuestión de segundos. 5
¿Pero cómo hacerles entender que su desvío había sido involuntario, que de repente todos los instrumentos de su aeronave se habían vuelto locos? PLIC... PLAC... PLIC... PLAC... El indicador había comenzando a hacer ruido marcando cuando un casillero de castigo entraba y salía de su dominio. Eso significaba que en menos de un minuto la Ruleta se detendría. Los últimos que se habían animado a vivir más allá de las fronteras, en fabulosos palacios construidos con materiales antiradiactivos, habían sido los Jueces del Azar. Ellos decían que los escudos protónicos eclipsaban la pureza de las cosas, por lo que no podían vivir bajo uno. Pero la radiación se hizo tan peligrosa, que sus palacios dejaron de ser seguros, y ellos también tuvieron que refugiarse en la ciudad. PLIC… PLAC… PLIC… PLAC... La Ruleta de las Condenas se detuvo. —Regla 9 –anunció una voz robótica. —¡Nooooooo! –gritó Abel Onorat. b
—Sí, señor Onorat. Usted mismo ha hecho girar la Ruleta de las Condenas. Existían miles de posibilidades diferentes, pero su destino quiso que fuera la Regla 9. Y así será. ¿O hay algo más justo que el destino, señor Onorat? Por lo tanto, y según lo determinado por el incuestionable Tribunal del Azar, usted deberá cumplir la Regla 9. Y tiene exactamente treinta horas para lograrlo. —¡Pero la Regla 9 es imposible de cumplir! —Entonces lamento comunicarle que como dicta la Ley Última del Gran Reino, su esposa y su hija serán ejecutadas en su presencia. —¡Tenga piedad, por lo que más quiera! 6
—Lo que más quiero es la ley, señor Onorat. Treinta horas. No lo olvide: el tiempo corre. b
—Es imposible, Abel... ¡es imposible! —No llores más, Carmen, por favor. Tenemos que pensar en algo. —Sabes muy bien que con la Regla 9 no hay esperanzas. Es una condena a muerte encubierta. La muerte de tu familia. Nadie pudo vencerla en toda la historia de la Ley Última. Y nadie lo hará. Abel escondió la cara en las manos temblorosas. —Consulté el Manual de Reglas –ahora era él quien lloraba–. Pensé que tal vez podía hallar alguna salida, alguna posibilidad escondida. Pero no encontré nada. —Ya me mataron, Abel. Y a Leia también. La Regla 9 era muy clara. Abel la recordaba perfectamente: el condenado debía construir algo eterno. El Tribunal del Azar era taxativo en sus definiciones. Al decir “eterno” se refería, concretamente, a un objeto sin principio ni final, que hubiera existido siempre y para siempre. No eran válidas las soluciones relacionadas con lo abstracto o lo sobrenatural: la invención debía tener un cuerpo material. Si aquellos requisitos no eran cumplidos en su totalidad, la sentencia sería ejecutada. —Es una trampa, Abel. No se puede inventar algo que no tiene un comienzo. ¿Cómo se construye algo que siempre estuvo construido? —No pueden matar a mi familia. —Sabes que sí. Y lo harán delante de ti. Y se abrazaron como si fuera la última vez. Cuando solo quedaban diecinueve horas para la ejecución.
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b
Abel dejó a su esposa y fue al cuarto de su hija. —¿Qué va a pasar, papito? –dijo Leia sentada en el borde de la cama. —Nada, mi amor. Un juego, solo un juego. —¿Y por qué esta mami llorando, entonces? —Mamá está practicando. Llorar es parte del juego. —Yo no quiero jugar a ese juego, papi. —Yo tampoco. b
Abel entró en el baño, abrió el cajón y agarró el arma. Era muy vieja, un recuerdo de familia. En la culata llevaba grabado "Hospertatto", el antiguo apellido de los Onorat. El arma disparaba balas, una verdadera reliquia. Al morir, su padre le suplicó que la conservara. Así lo hizo. Pero no podría seguir con la costumbre familiar. En horas ejecutarían a su hija. Se fijó en el tambor del arma. Ahí estaba aquel pequeño proyectil, la única bala que quedaba, quizás en el mundo entero. Colocó el tambor en su lugar. Rogó que el arma aún funcionara. Se apoyó el cañón en la sien y cerró los ojos. A punto de disparar recordó imágenes maravillosas: el momento en que conoció a Carmen, el día en que se recibió de piloto, el nacimiento de su hija. Apretó los dientes. Se contuvo. Otra imagen acudió a él, una imagen no tan lejana: la bala en el tambor. Observó el arma. Pasó su dedo sobre el antiguo apellido mientras una extraña idea tomaba forma en su cabeza. Me estoy volviendo loco, pensó. Apoyó el arma en el cajón, tenía que guardarla. Un eco en su cabeza: la bala en el tambor... la bala atrapada en su cavidad. Tomó el arma nuevamente. Desplegó el tambor. 8
Ahí seguía la bala. Atrapada en su cavidad. Sus manos temblaban. Trató de tranquilizarse. El tambor gira. Abel hizo girar el tambor del arma. La bala gira, siempre en su lugar. Abel, inspirado, poseído, hacía girar y girar el tambor, no podía detenerse. La bala, la bala siempre en su lugar. ¡No puede ser! Va y viene, va y viene. La clave. Gira, gira. La solución. Siempre. b
Los Agentes del Azar vinieron a buscarlos. El plazo se había cumplido. —¡Condenado Abel Onorat! –la voz de mando detrás de la puerta se mezcló con el sonido de mil bastones de acero desenfundándose. —¡Salga ahora! Abel sabía que, si no lo hacía, los Agentes echarían la puerta abajo. Apenas unas horas atrás hubiera dejado que las bestias destrozaran su cuerpo, esperando el milagro de la muerte. Hubiera sido una esperanza: que los Agentes lo mataran con sus magníficos bastones. Pero ahora era diferente. Fue así que se dejó arrastrar por aquellas moles uniformadas, llevando solamente un bolso. Detrás de él, su esposa y su hija se abrazaban. —Mami –escuchó–, este juego no me gusta. b
En la ciudad no se hablaba de otra cosa. Hacía mucho que no tenían una Regla 9, "La imposible", como le decían. En los últimos Concilios, los condenados se habían salvado de la ejecución; algunos, consiguiendo lo que se les pedía; otros, pagando con joyas. Y la gente se había quedado sin espectáculo, sin sangre. 9
"El Azar –decían siempre los Jueces– opera bajo leyes misteriosas, insertas en las tramas más oscuras del Universo. Pero, aunque retorcidas, tenemos la seguridad de que estas leyes son justas. Es así que cada condenado recibe la Regla que merece." Y la de aquel día, la de Abel Onorat, era una Regla 9. b
Vinieron multitudes de todo el Gran Reino. Es que el espectáculo estaba asegurado. Buscaban llegar primeros para pelear una buena ubicación. Hubo insultos y golpes y hombres arrestados que se quedaron sin aquella fiesta, llevados luego a las mazmorras, a la espera de su Regla, su condena. Los primeros que entraron en la Plaza Blanca, escenario oficial de las ejecuciones, fueron los Jueces. Vestían sus capas negras y grises, salvo el Juez Armando Deimos, que encabezaba la comitiva luciendo su clásica capa ceremonial. La gente acompañó el desfile con el acostumbrado silencio, símbolo de respeto y miedo. Los Jueces llegaron a los palcos especiales, y allí esperaron. Invariablemente, los condenados a la Regla 9 ingresaban en la Plaza Blanca en un estado deplorable, llorando a gritos, abatidos, arrastrándose. La gente se preparó para aquella temprana agonía, preludio de la masacre que empezaban a imaginar. Sonrieron expectantes cuando, lentamente, la Puerta de los Condenados se abrió. El silencio era absoluto. Los Jueces miraban severos aquella abertura en sombras. Entonces las tinieblas se agitaron, y el condenado cruzó el umbral. Abel Onorat estaba dentro de la Plaza Blanca. Pero algo extraño sucedía. La gente se movía incómoda en sus lugares, se miraban buscando una explicación. ¿Era cierto lo que veían? El condenado no gritaba por su vida, 10
no suplicaba piedad. Nada de eso: Abel Onorat caminaba seguro hacia el centro de la Plaza. Algunos hasta creyeron adivinarle una sonrisa en el rostro. —Enloqueció, el pobre –decían–. Sabe que ahora viene lo peor. ¿Qué es lo que lleva en la mano? ¿Un bolso? De pronto hubo un nuevo silencio. Por otra puerta entraba la esposa de Abel. Y no solo ella, sino también su propia hija, las dos sujetas por garras poderosas. b
Al distinguir a Carmen y a la pequeña Leia arrastradas por los Agentes del Azar más robustos que hubiera visto jamás, Abel perdió firmeza. Y en seguida, como si recordara algo, se recuperó. El Juez Deimos, inmutable, se puso de pie. Su sombra, gracias a la especial iluminación, creció hasta ser una siniestra silueta que atravesaba toda la Plaza Blanca. —Bienvenidos –dijo, y su voz, amplificada, llegó a cada rincón. De inmediato, el ruido de millares de cuerpos en movimiento subió desde las tribunas. Todos los espectadores abrieron el Programa de Ceremonias para cumplir con el Ritual. —Hoy estamos aquí –prosiguió el Juez– para ser testigos de otra muestra de la Justicia que nos brinda el Azar. —¡A él entregamos nuestro destino! –dijo la multitud, como si se tratara de una sola marioneta. —Que lo que estamos a punto de presenciar –siguió Deimos– eche raíces en nuestras memorias, y nos ayude a llevar una vida digna y ejemplar. —¡Así será! –gritó la multitud. El Gran Reino íntegro. —Y que si alguno quebranta la Ley Última, entregue su persona al Azar, alto poder con designios negros solo vistos por el Último Señor. 11
—¡El Azar será justo! –respondió la masa. —Y no sientan lástima por el condenado, porque estarán traicionando vuestra fe en el Azar. Sonrían con cada grito de las hembras, alienten a los Agentes Verdugos para que su faena sea magnífica y, sobre todo, abandónense al placer, porque la de hoy es... ¡una Regla 9! —¡Así será! –aplausos ensordecedores y gritos de ansiedad atronaron en la Plaza. Entonces, la gigantesca sombra de la mano del Juez Deimos se cerró sobre Abel Onorat. Ese era el gesto que todos esperaban: el Gesto de la Garra, que indicaba el comienzo. b
Todo empezó con una vibración distante acompañada de un débil zumbido. Los pocos que seguían sentados, se levantaron. La vibración fue tornándose un temblor, y el zumbido un clamor. Todos lo sabían: las Máquinas estaban subiendo. El Azar elegiría la más conveniente, pero nadie podía evitar imaginar su Máquina preferida en acción. Cuando todo el estadio temblaba y el ruido era insoportable, una compuerta, hasta ahora oculta, se abrió delante de Abel Onorat, dejando un enorme pozo en el centro de la Plaza Blanca. El condenado se tapaba los oídos con las manos y, además, luchaba para no caer. Fue así que por la gran abertura comenzaron a salir las moles de hierro negro. Abel observaba emerger las inmensas torres retorcidas, el arco perfecto de las tenazas, las columnas relucientes. Aquellos gigantescos artilugios parecían no tener fin, y su estruendo dominaba cualquier otro sonido, incluso el estrépito de los vítores y los aplausos de la multitud.
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Una gran pantalla, en lo alto del palco de Jueces, mostraba aquel ascenso desde todos los ángulos posibles, permitiendo, al público y a las víctimas, apreciarlo en todo su esplendor. Al fin terminó aquella entrada fabulosa. Abel Onorat parecía, ahora, un mísero engranaje caído de aquellos monstruos. b
Las Máquinas eran dos. Una luz dorada iluminó la primera: consistía en una enorme caldera, en cuyo interior burbujeaba un líquido verde. Al costado del siniestro contenedor descansaba un brazo robótico, con una garra metálica en el extremo. El Juez Deimos habló para todos: —Esta maravilla es la Máquina de Dolor Blando, o simplemente Blanda, y, como recordarán, ha sido creada para ajusticiar a los pequeños pecadores. Todas las cabezas giraron hacia donde estaba Leia, que había comenzado a llorar sacudida por uno de los Agentes. Un primer plano de aquel sufrimiento apareció en la pantalla. Todos conocían el funcionamiento de Blanda. Es que se trataba de una de las Máquinas clásicas. Nada compleja, pero eficaz. La tenaza del brazo robótico agarraba a la criatura conduciéndola a lo más alto, a la boca del gran caldero. Después, la víctima, era bajada lentamente hacia aquel infierno de ácido burbujeante, y sumergida en él. Y eso era todo. Ejecución cumplida. En el idioma antiguo, blando significaba rápido. De ahí su nombre. No había Máquina que llevara a cabo la ejecución con mayor rapidez. Ahora era el turno del segundo artilugio. Bajo la luz dorada relucía un revoltijo de tubos y columnas que terminaban en cuchillas, en garras y en agujeros que humeaban. 13
El Juez Deimos tomó nuevamente la palabra: —Y esta maravilla es la llamada Máquina de Dolor Eterno o simplemente Eterna, y es el orgullo de la última generación de Máquinas. No todos conocían este ingenio y muchos, en las tribunas, consultaron sus Programas de Ceremonias. El funcionamiento de Eterna era por etapas, y estas culminaban cuando todas las filosas y humeantes extremidades eran utilizadas en alguna tarea. Cada una conseguía sacar un grito diferente de su víctima. Hasta el grito final, claro. Ambas Máquinas poseían una cabina de control de mandos. Abel vio el terror en las caras de su mujer y de su hija, y, otra vez, deseó la muerte. Los ojos se le enrojecieron, sentía la furia quemándole los músculos, quiso gritar como una bestia. A punto estuvo de abalanzarse encima de los Agentes y arruinarlo todo. Pero hubo un instante, un solo segundo del cual dependió toda la historia, todo lo que sucedería. En ese momento fugaz, Abel recordó lo del baño. La bala, la bala en el tambor del arma, el tambor girando. Y con una angustia sin nombre, se contuvo. Las palabras de Deimos le llegaron desde muy lejos, como dichas por un espectro: —El Azar siempre elige bien. Blanda y Eterna. —¡Que nos regalen justicia! –rugió la turba. b
En ese instante ingresaron en la Plaza dos Agentes de uniformes negros y bastones blancos. Abel sintió un escalofrío: eran los Agentes Verdugos. Ambos, al pasar delante del palco de Jueces, se detuvieron y se postraron ante Deimos. Luego de la reverencia siguieron con paso marcial hasta las Máquinas. Uno de los Agentes 14
entró en la cabina de mandos de Blanda mientras Leia era arrastrada hacia el brazo robótico. El otro Agente permaneció firme, junto a Eterna. —¡Abel! Onorat temblaba. Tenía la vista clavada en la desesperación de su hija. El clamor del público y su propio nombre gritado por Carmen lo estaban volviendo loco. El Agente Verdugo comenzó su labor en Blanda. Sus manos enguantadas maniobraban los controles. El brazo robótico se alzó. La tenaza se abrió y se cerró en lo alto con siniestros chasquidos. Se sostuvo así, erguida, como una serpiente metálica hipnotizando a su víctima. Y después de una rápida sacudida, se abalanzó sobre Leia. La pequeña gritó, pero la prensa terminó por atraparla. La niña se retorcía de desesperación. Entonces el brazo la alzó y la niña se fue quedando quieta, hasta paralizarse. Abel veía a su hija presa de aquella zarpa robótica, suspendida sobre los vapores del ácido. ¿Estaría inconsciente por ese calor repentino? Onorat podía oler el vaho. Entonces la tenaza sacudió a Leia por un instante, y la pequeña de nuevo pataleó y gritó. El Agente Verdugo le entregaba al público lo que ellos querían. La multitud ovacionó aquel gesto, pero, justo cuando comenzaba el descenso de la víctima hacia el ácido, un silencio absoluto dominó la Plaza. Todo el público miró hacía el palco de Jueces. Deimos no podía defraudarlos. Tenía que hacerlo. Y el Juez lo hizo. b
Deimos se puso de pie. La pantalla gigante se llenó con su figura. Leia se acercaba cada vez más al ácido. Carmen era un llanto. Abel, una furia. La multitud, un ojo que contemplaba a su ídolo. 15
Y Deimos alzó una mano. Todo se detuvo. El brazo robótico de Blanda quedó inmóvil. Abel aferró su bolso con fuerza. La voz del Juez volvió a escucharse en toda la Plaza Blanca: —Condenado. Este es tu destino. Sin embargo la piedad puede florecer en el más helado de los corazones. El Azar me ha dado el poder de concederte una última oportunidad. Temo estar siendo demasiado bondadoso. Las hembras aún pueden salvarse. Sí, Abel Onorat, eres muy afortunado, porque muy pocas veces otorgué este favor. Así que... ¡ahí lo tienes! Y el Juez Deimos señaló un enorme reloj que se iluminó en ese instante. —Diez minutos –dijo–. Eso es lo que te concedo. ¡En diez minutos debes darme la solución a la Regla 9! Y el cronómetro se puso en marcha. b
Era una costumbre ofrecer una "última oportunidad"... siempre que la Regla fuera 9. Era la mejor forma de preparase para disfrutar la ejecución: ver la desesperación límite del condenado, la agonía de no encontrar la respuesta a la pregunta imposible. Mientras corrían esos minutos de gracia, la pantalla mostraría la transformación de aquel rostro, paso a paso. El condenado debía levantar la mano para señalar que tenía la clave del enigma. Si la levantaba por pura desesperación y no presentaba ninguna respuesta, la sanción era terrible: primero se ejecutaba la pena asignada en la Plaza Blanca, y luego comenzaba una feroz persecución a cada miembro de la familia del condenado. Se los capturaba y se los castigaba también con la Regla 9. A cada uno de ellos. Así fue que jamás un condenado a la Regla 9 se atrevió a levantar la mano, aunque solo fuera para postergar la ejecución por un instante. 16
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Por eso, cuando Abel Onorat levantó la suya, pareció como si el tiempo se hubiera detenido. b
Aquella imagen hizo historia. Rodeado por monstruos de hierro, sumergido en la sombra que proyectaba el Juez, observado por la multitud que llenaba las tribunas, Abel Onorat, condenado a cumplir la Regla 9, levantaba su mano. Carmen se zafó de las garras del Agente que la sujetaba. Corrió hacia su esposo y le aferró la mano, intentando bajarla. Abel dejó caer el bolso, pero su mano siguió en alto. —Abel –dijo Carmen llorando–, te volviste loco. Baja la mano, por favor. —No –dijo Abel–, confía en mí. —Piensa en nuestra familia, Abel, tenemos que ser fuertes. —Te dije antes que había una esperanza. —Estás desesperado. ¡Baja la mano! Y Carmen cayó a los pies de su esposo. Sin fuerzas siquiera para llorar. Todo el mundo estaba desconcertado, pero siguió en silencio el desarrollo de la situación. Algo había cambiado en el rostro de Deimos. Ahora fruncía el ceño, y una sonrisa nerviosa se le adivinaba en la imagen de la pantalla. El Juez pareció vacilar. Miraba de reojo a sus colegas en el palco. Entonces su mano hizo un nuevo gesto. De inmediato, el Agente Verdugo trabajó un momento en los controles de Blanda, y el brazo robótico descendió lentamente. Al fin llegó al nivel del suelo, y la tenaza dejó a su presa. Leia quedo inmóvil, despatarrada. Carmen se arrastró hasta donde yacía su hija, y ahí se quedó, acariciándola, hablándole. [...]
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