Nada de luz Ruth Kaufman
Ilustraciones Federico Combi
La Shuca
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Una vieja bajo la lluvia
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Nictรกpoles noctรกmbulas
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La Shuca
A La Tricota
1. La casa vacía era la pasión de Nabuco. Padres y hermanos, en el club; los empleados, de paseo. Sin madre ni criada ni profesores. Sin escuela, club o clases particulares. Desde chico, se había acostumbrado a que un cuidador rondara cerca noche y día. Por eso, había inventado la treta, una forma de librarse de los otros: sacar una mala nota en Historia, Geografía o Matemática. Mostrarla con vergüenza, soportar los retos con cara de bronca (la mímica era una parte fundamental del asunto), insistir en las ganas de ir al club. Y cuando el padre dijera: “Te quedás solo a estudiar, te quedás todo el día en casa; a la noche, te tomo la lección y, ¡ojo, si no la sabés!”, protestar y gritar y poner cara. Después, dejarlos ir con la conciencia tranquila de padres que cumplen con su deber. Estudiar la estúpida lección de Historia en una hora o menos y tener el día entero para el sótano. Nabuco abrió la puerta que daba a la escalera y fue bajando los escalones lentamente. Le encantaba ver las formas que las ranuras de goma dibujaban 9
sobre el polvo. Arriba, en cambio, los pisos, las ventanas, las mesadas, todo brillaba tanto que era como caminar por una casa de espejos. Pasó la mano por la baranda y se le enredaron los dedos entre los hilos pegajosos de una telaraña. Volvió a sonreír. En el décimo escalón, se detuvo. Desde esa media altura tenía una vista panorámica del sótano, bajando más, ya todo se perdía en una enorme confusión de cosas amontonadas. Nabuco marcó un rumbo para el paseo: el sillón rojo, derecho hasta el armario del espejo quebrado; luego, a la izquierda hasta el cuadro de la madre y el bebé; luego, a la derecha hasta el otro ropero. Se hizo una especie de mapa mental, como un caminante en la ladera que, antes de bajar al valle, graba en su memoria los árboles y las piedras que distingue desde la altura, porque sabe que serán marcas necesarias cuando, abajo, no sepa por dónde seguir su camino. Había muebles como para decorar y llenar de objetos, por lo menos, tres departamentos: armarios, –enteros y desvencijados– montañas de sillas con tres y cuatro patas, sillones, cuadros y marcos dorados, valijas de otros tiempos, ¡algunas de cartón!; cajones, mesas, camas, lámparas, percheros, espejos, taburetes, cajas. Pasó junto a los cajones de vinos que estaban cerca del final de la escalera. Eran el único motivo por el que su papá bajaba al sótano; desde los 10
últimos escalones, sin siquiera tocar el piso, estiraba las manos y tomaba las botellas. Hacía dos o tres viajes hasta que llenaba la bodega de arriba y, por meses, no volvía a bajar. Su mamá, todos en la casa lo sabían: antes de buscar algo en ese lugar, lo compraba de nuevo. Con los dos pies en el suelo del sótano, Nabuco se lanzó a su recorrido. Como un topo que cava galerías, empezó a andar. A los pocos pasos, tuvo que tirarse para pasar por debajo de una mesa que tenía un sillón encima. En ese hueco, sacó el queso y el pan de su bolsillo y los desparramó. Quiso seguir, pero un escritorio que estaba pegado al borde de la mesa le cerró el paso. Quiso empujarlo hacia atrás para que quedara un espacio finito en el que pararse, pero era muy pesado o tenía algo grande atrás. Sentado debajo de la mesa, Nabuco volvió a hacer fuerza con los brazos, pero el escritorio no se movió. Mientras se recuperaba, abrió un cajón. Vio unas fotos que no le interesaron y, entremezclada con ellas, una llave. Se la guardó en el bolsillo. Abrió los otros cajones, pero estaban vacíos. Intentó correr el mueble que le cerraba el paso, aceptó la derrota y dio marcha atrás buscando otro camino. Saltó, trepó, volvió a arrastrarse. A medida que se alejaba de la entrada, las cosas estaban más dispersas, bajaba la intensidad del amontonamiento. 11
Esquivándolas, llegó hasta la pared del fondo; lejos de la escalera. Trepó a otra mesa y miró todo de nuevo. Respiró el olor de la humedad y del amontonamiento, el moho que crecía en las maderas y en las telas. Oyó el cricricri de las ratas que masticaban el pan y el queso. Cuando metió la mano en el bolsillo y se reencontró con la llave recién descubierta, sintió la necesidad de usarla. Usar una llave es un gesto muy simple si se sabe cuál es la cerradura que le corresponde, pero, ¿qué hacer cuando se tiene una llave en la mano y más de cincuenta cerraduras alrededor? Trepó y se arrastró para llegar a cada ropero. Intentó inútilmente en cinco, seis puertas. Algo lo divertía, quizá la improbable chance de ganar: había muchas razones para pensar que lo que esa llave abría –ropero, arca, puerta– ya había sido sacado de allí. De pronto la llave giró sobre su eje dócilmente. Nabuco abrió dos puertas de madera. El ropero no estaba vacío. Desde adentro, un maniquí de mujer, con tetas muy grandes que sobresalían de un vestido floreado y corto, lo miró. Su sonrisa de labios rojos, algo descosidos, dejaba ver una fila de dientes pintados. Nabuco se quedó mirándola tanto rato que perdió la noción del tiempo. Hasta que un ruido lo sobresaltó. Se quedó quieto, alerta, intentando oír. 12
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