ORACIÓN DE UN PASTOR DEL SIGLO XXI Ahora que tengo el corazón herido y velo mi rebaño en la llanura de este mundo de horrores y basura, como si de él, de pronto, fueras ido; ahora que estoy tan persuadido de que el dinero ocupa la andadura de aquellos que han perdido la cordura en busca de un tesoro corrompido, rompe las vallas que levanta el frío, arropa con tu llanto el pensamiento, llena la noche con tu algarabía, une a los pueblos, salva el desvarío de este desamor que corta el viento, y regresa, Jesús, al seno de María. (Pedro Miguel Lamet)
UNA ORACIÓN CON SABOR A CARTA DE REYES Un niño de 10 años descalzo y temblando de frío contemplaba el escaparate de una tienda de zapatos. Una señora se acercó al niño y le dijo: “Mi pequeño amigo, ¿qué miras con tanto interés?”. “Le estaba pidiendo a Dios que me diera un par de zapatos”, fue la respuesta del niño. La señora, tomándolo de la mano entró con él en la tienda. Deme media docena de pares de calcetines para el niño, y si es tan amable, un recipiente con agua y una toalla. El empleado le trajo lo que pidió. La señora lavó los pies del niño y se los secó. Justo en ese momento llegó el empleado con los calcetines, le puso un par al niño y le compró un par de zapatos. Juntó el resto de los calcetines y se los dio al chiquillo. Le acarició la cabeza y le dijo: “Te sentirás más cómodo, pequeño”. Cuando ella daba la vuelta para irse, el niño le agarró la mano y mirándola con lágrimas en los ojos, le preguntó: “¿Es usted la esposa de Dios?”.
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¡Soy amado por Dios!
Domingo I
T. Ordinario Bautismo del Señor
11-01-2015
La fe cristiana no es una receta para encontrar felicidad. Ser creyente no hace desaparecer de nuestra vida los conflictos, contradicciones y sufrimientos propios del ser humano. Pero en el núcleo de la fe cristiana hay una experiencia básica que puede dar un sentido nuevo a todo: Yo soy amado, no porque sea bueno, justo y sin culpa, sino porque estoy habitado y sostenido por un Dios que es amor inimaginable y gratuito. Contra lo que algunos puedan pensar, ser cristiano no es creer que Dios existe, sino que Dios me ama incondicionalmente tal como soy y antes de que cambie. Ésta es la experiencia fundamental del “bautismo en el Espíritu” que nos recuerda el relato evangélico y que tanto necesitamos los creyentes de hoy. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5). Si no conocemos esta experiencia, desconocemos lo decisivo. Si la perdemos, lo perdemos todo. El sentido, la esperanza, la vida entera del creyente nace y se sostiene en la seguridad inquebrantable de saberse amado:
“Tú eres mi hijo amado...”.
Q
ue tu Palabra se haga Vida en Mí
Isaías 42,1-7: “mirad a mi siervo a quien sostengo” Hechos 10,34-38: “Jesús... que pasó haciendo el bien” Marcos 1,7-11: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto” LA VOCACIÓN DE JESÚS DE NAZARET
En el Jordán Jesús acabó de percibir su vocación. Jesús, ya un hombre adulto, había estado escuchando a Juan el Bautista. Le había impactado. En el fuero interno de Jesús “algo” importante se estaba cociendo. Es muy posible que Jesús anduviera por esos días con un rún rún en su corazón, conectando con su deseo profundo, y una pregunta estuviera resonando con fuerza en lo más íntimo de de Él: ¿Quién soy?... ¿Para qué he nacido?... ¿Qué sentido quiero que tenga mi existencia? Entonces, experimenta la presencia de Dios de un modo claro y contundente. En ese momento, siente confirmado lo que ha estado aprendiendo y estudiando toda su vida, lo que le han enseñado y lo que él mismo ha ido captando: que Dios es un Padre amoroso y cercano. Y no sólo experimenta la presencia amorosa de Dios, sino también la respuesta a su pregunta: “Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto”. ¡Ya está! Ya ha descubierto la verdad decisiva. ¡¡Es el Hijo Amado!! A partir de aquí emerge su proyecto de vida. Quiere vivir siempre siendo Hijo amado, que ama a su Padre y, por lo tanto, que ama lo que su Padre ama. Quiere dejarse apasionar por lo que le apasiona al Padre: La vida de la creación, la vida digna de la humanidad a la que con tanto cariño ha creado. Desde entonces, todo lo que Jesús es y todo lo que hace, lo vive como Hijo del Padre amoroso. El mayor anhelo de Jesús, su pasión, consiste en que se realice la voluntad de ese Padre al que tanto quiere. Su pasión será que la humanidad viva feliz, con justicia y paz, desde este amor. Cuando captamos en profundidad esta verdad “Dios me ama”, entonces la vida adquiere un sentido tan esplendoroso que se convierte en una historia apasionada. Las crisis o las tormentas no nos harán perder el rumbo. Sé lo que soy: Hijo amado de Dios. ¡Casi nada…!
La tradición narrativa del Nuevo Testamento atribuyó el carisma personal de Jesús a una vivencia religiosa acontecida en el bautismo. Jesús no es un hijo, es… el Hijo. El ser Hijo es para él toda su realidad, toda su vida. No se trata de una relación ligera, es la relación esencial, la relación que le distingue y le identifica. Jesús es pura conciencia y vivencia de su SER HIJO”. Cuando dice Abbá -Padre-, no sólo está rezando, está VIVIENDO, está AMANDO, está SIENDO lo que es: HIJO. Es su razón de ser. La experiencia del bautismo, en la que es ungido por el Espíritu y el Padre le proclama como su Hijo amado, es una vivencia histórica y toma de conciencia de ello: revela su identidad y aflora como acto programático de su vida. Y ya se sabe qué clase de unción es la suya. Podía ser un Ungido/Mesías al estilo de los antiguos reyes o sacerdotes. Así, más o menos, le esperaban. Pero el Espíritu mueve a Jesús en otra dirección: Ungido/Mesías para volcarse sobre las dolencias y miserias del ser humano; Ungido/Mesías para manifestar la misericordia divina; Ungido/ Mesías para combatir las fuerzas del mal; Ungido/Mesías para traer la vida, la justicia, la paz, la liberación; Ungido/Mesías para hacer presente el reino de Dios... También nosotros hemos sido bautizados como Jesús. Hemos sido ungidos por el Espíritu para servir y hacer el bien, para continuar su obra liberadora. Sin embargo, a veces, nuestro bautismo no parece haber sido unción del Espíritu sino mero acto social, y nuestra relación filial parece tan ligera que ni nos distingue ni nos identifica: no es esa marca o sello indeleble del que nos habla la Iglesia.