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IGNACIO CABALLERO GARCÍA BLANCA GAGO DOMÍNGUEZ
Rara Avis Retablo de imposturas
Montesinos
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SUMARIO
Roberto Bolaño y las actas Belano Fernando Pessoa en A boca do Inferno El Clan Ulrich Las otras muertes de Sherlock Holmes Sylvia Beach & Co. La peau blanche de Juan Goytisolo El Club del Expurgo Ciudadano Breton El pacto de los manuscritos Cierta conjura Dadá Charles Baudelaire, poeta visionario malgré lui La bala errada El inventor delirante Epílogo Dramatis Personae, por Tolliver O’Neill
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A Juan Goytisolo
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Epílogo
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Notas para componer una biografía sobre Carla Bodoni Cesare Pavese escribió con lúcida emoción que los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien ama los libros pero no ama a los hombres, consideraba el italiano, es un fatuo o un réprobo. Carla Bodoni, respondiendo a las preguntas que en 1948 un periodista francés le realizaba en la Fundación, habló del Lector-Perseguidor en contraposición al Crítico-Lector. Carla opinaba que ambas figuras, enfrentadas al texto de Poe La carta robada, extraerían conclusiones dispares. El Crítico cantará elogios sobre la calidad deductiva de Monsieur Dupin, definirá a Poe como creador indiscutible del género policíaco y posiblemente exhumará a Holmes, Marlowe o el Padre Brown a modo de guinda argumental. En cambio, un Lector-Perseguidor, afirmaba Carla, no logrará esconder el ardiente deseo de conocer el contenido exacto de la carta, protagonista absoluta del relato. Este lector necesitará leer esa carta. No hay duda, zanjaba Carla dando por finalizada la entrevista, otra forma de conocer a los hombres es rastrear las som171
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bras que se ocultan en los bordes de la literatura. *** En Ginebra consigo una fotografía de Carla. Gundamiën aparece junto a ella, que apenas sonríe al objetivo, entre confusa y sorprendida. Ambos están sentados en torno a una mesa, con el servicio de té a medio retirar, en el porche de una bonita casa de madera al norte de Basilea. Henry, que aún no ha reparado en el fotógrafo, mantiene el empeño de convencer a alguien que se sitúa fuera del encuadre con la aparatosa ondulación de su gestualidad. La mujer que me ha cedido esta fotografía era una niña cuando conoció a Carla en 1940, en una fiesta que sus padres dieron en honor de Robert Musil. Carla había sido invitada por la esposa del escritor, Martha Marcovaldi, de la que era íntima amiga. Me cuenta que después de aquello, la presencia de Carla comenzó a hacerse familiar en la casa de sus padres. Además de la fotografía, la mujer me ha mostrado una felicitación que Carla Bodoni le envió por su decimotercer cumpleaños; una tarjeta verde olivo mecanografiada donde le deseaba muchos y apasionantes libros felices. Asegura que la felicitación acompañaba a un libro cuyo título, aunque se ha esforzado, ha sido incapaz de recordar. ***
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Jean Benoît, hijo de Auguste Benoît, tipógrafo de la NRF A mi padre, Monsieur Gide le daba miedo. Evitaba en lo posible hablar con él y procuraba cumplir con todo lo que éste le encargaba sin rechistar. Carla comenzó a frecuentar la redacción de la Nouvelle Revue Française hacia 1919, en calidad de lectora. La pequeña oficina de la Rue du Vieux Colombier siempre estaba atestada de manuscritos originales procedentes de los lugares más improbables. Mi padre recordaba que no daban abasto ni para archivarlos ordenadamente. Carla paseaba sonriente entre las montañas de papeles y, mientras charlaba con los empleados sobre cualquier cosa, elegía un manuscrito como al azar y lo hojeaba despreocupadamente. Le gustaba hablar con mi padre, y solía preguntar su opinión acerca de los autores que aparecían en la revista. Mi padre opinaba modestamente; no era un hombre letrado, pero sí un gran lector, y ella siempre lo escuchaba mientras hojeaba aquellos manuscritos como si fueran revistas de moda. Al final se llevaba unos cuantos mientras salía precipitadamente de la redacción. Imagino que fue precisamente en la redacción de la NRF donde Carla conoció a André Gide. Tuvo que ser allí o en las fiestas de Sylvia Beach, gran amiga de ambos. Por lo que sé, su relación perduraría hasta la muerte del escritor. Gide y Carla chocaban en muchos aspectos, no sólo literarios. Así que la mayoría de veces, en la víspera del cierre de un número, volvían loco a mi padre con continuos cambios en los textos y su ordenación. Según creía mi padre, los directores de turno, llamáranse Rivière o Paulhan, no tenían ninguna im173
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portancia en esos momentos. Aún conservo una estrella dorada y reluciente que Carla regaló a mi padre en agradecimiento por algún trabajo. *** Durante años, el rastro de Carla Bodoni queda oculto por falta de referencias o, en algún caso, exceso de noticias apócrifas y desconcertantes. Una posible línea de investigación se encuentra en Dawson City, en el Klondike canadiense del Gran Norte. En 1898, el Klondike Nugget, uno de los periódicos del populoso lugar, publica un listado con la venta de las concesiones de oro realizadas durante la temporada. Entre los cientos de referencias de adquisiciones aparece una concesión sobre el río Stewart a nombre de C.W. Bodoni. Otro punto, tan sensible como imposible de confirmar en el oscuro mapa biográfico de Carla a lo largo de estos años, sería su posible llegada a París en 1910 junto a Eduardo Valfiemo. Valfiemo, estafador argentino, convenció a un antiguo empleado del Louvre, Vincenzo Peruggia, de que la Gioconda había sido arrebatada al pueblo italiano por el gobierno francés. En el verano de 1911, Peruggia entra en la sala vacía que expone el famoso cuadro de Leonardo, lo descuelga, se deshace del marco y sale tranquilamente del museo. Peruggia se esconde unos días en París y después parte hacia Italia. El brillante plan de Eduardo Valfiemo consistió en realizar seis copias perfectas de la Gioconda, a cargo del falsificador Yves Chaudron, y venderlas a coleccionistas por todo el mundo, convencidos de que adquirían 174
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la obra recientemente robada. Mientras Valfiemo se hacía inmensamente rico —se sabe que el precio de cada una de estas reproducciones fue absurdamente astronómico—, un desolado Peruggia intentaba sin éxito vender el lienzo verdadero a compradores italianos que invariablemente dudaban de la autenticidad del cuadro. Años después es detenido en Florencia. La investigación de este entramado siempre apuntó a que el fraude fue financiado desde el principio por una mujer desconocida que provenía de Canadá. A partir de 1914, la figura de Carla se hace pública e indispensable en la vida cultural de París. La Fundación Rara Avis realiza una constante labor de mecenazgo con artistas de toda índole, convoca multitud de concursos y certámenes, y contribuye a crear espacios que más tarde serían clave en la consagración de París como referente artístico. La Maison des Amis des Livres de Adrienne Monier o la Shakespeare & Company de Sylvia Beach contaron entre sus benefactores iniciales con Carla Bodoni. Revistas como 391 o Proverbe también consiguieron la ayuda de la Fundación. Carla Bodoni, Stephen Vincent Benet y Sylvia Beach fotografiados en 1921
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Fidelino Sabino Boucós, dueño de la librería Owl Creek en el Chiado portugués. No entiendo la razón por la que el poeta Pessoa sigue visitando mi librería, a veces hasta dos y tres veces al mes. Es extraña la ocasión en la que dispongo del libro por el que se interesa. Tampoco creo que sea el ambiente lo que le agrada; tras un breve recorrido por los pasillos, siempre el mismo, noto que comienza a sentirse incómodo. Después de hojear algún libro, más que nada, creo, por no hacerme un feo, se encamina hacia la salida arrojando un fugaz gesto de despedida con la mano. Tampoco viene hasta aquí buscando mi conversación, dudo que cruce conmigo más palabras de las que intercambia con su sastre. La primera vez que entró en la librería decidí que no haría ningún comentario, que lo trataría como a cualquier otro cliente. Deduje que importunarlo con mis muestras de admiración no sería de su agrado y que eso lo espantaría para siempre. Es extraño, pero aquel día fue el único en que el poeta Fernando Pessoa casi obtuvo el libro que buscaba. Preguntó por los Poemas de Marianne Moore. No me resultó fácil ocultar mi orgullo. Disponía de ese libro desde hacía años, en una edición de 1921 que nunca imaginé que llegaría a vender. Al oír el título, una señorita que llevaba un buen rato dando vueltas por los pasillos se dirigió al poeta Pessoa. Ese libro, le dijo con un extraño acento que no conseguí situar, hace tiempo que busco ese libro, me robaron mi ejemplar en París; no tengo dudas acerca de la personalidad del ladrón: un malvado modernista sin escrúpulos amante del béisbol. El poeta Pessoa respondió que él mismo podría encajar en esa vil categoría. La señorita sonrió y 176
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el poeta Pessoa comenzó a hacer girar el sombrero entre sus manos. Mientras me encaminaba a buscar el libro escuché cómo la señorita comparaba los poemas de Moore con partículas en suspensión o piezas fragmentadas que el lector nunca llega a encajar de forma exacta. Verá, le contestó el poeta Pessoa, no creo que las emociones encajen en piezas perfectas, más bien creo que se trata de alcanzar estadios de proximidad; Petrarca afirmaba que leer raras veces evita los peligros a no ser que la luz de la verdad divina ilumine al lector, enseñándole lo que tiene que buscar y lo que tiene que evitar. Para entonces yo ya había dejado el libro sobre el mostrador, al alcance del poeta Pessoa, que apenas le echó un vistazo. Sabe, continuó, es como cuando Lou Gehrig batea en el tercero; en ese momento la espera transforma las posibilidades en infinitas, todo puede ocurrir, la carrera perfecta o el perfecto desastre. La señorita alegó sentir más afinidad por Babe Ruth. Go Yankees, dijo ladeando la cabeza mientras emitía un leve chasquido. Antes de cederle el libro, el poeta Pessoa recomendó a la señorita seguir la carrera del joven Jimmie Foxx de los Philadelphia Athletics. Magnífica temporada, dijo calándose el sombrero mientras salía por la puerta. En todos estos años, ella no ha vuelto. Tras adquirir el libro de Moore cruzamos unas palabras, me dijo que partía de Lisboa en barco aquella misma noche. En realidad, sí que entiendo la razón por la que el poeta Pessoa vuelve una y otra vez a mi librería. Pero si le dijera que nunca la volverá a encontrar entre los pasillos, ¿continuaría visitándome? *** 177
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Carta de Carla Bodoni a Muriel Farnsworth Esta mañana he asistido a una de las matinées organizada en París por la revista Littérature, ya te he hablado de ellas en alguna ocasión. Sus responsables han montado un espléndido espectáculo —créeme cuando te digo que me apena no ser capaz de denominarlo de forma menos obvia— que ha contado con la presencia de los jóvenes más creativos del panorama actual. Se han llevado a cabo lecturas de Aragon, Breton, G. Ribemont-Dessaignes, Soupault y otros. He contemplado a Picabia dibujar con tiza en una pizarra una obra magnífica que ha terminado borrando al final del encuentro. Me acompañaba Monsieur Lalande; al pobre le ha sido tan difícil ocultar el rechazo hacia todo lo que allí estaba ocurriendo. Entiendo que su trabajo defina su forma de entender el arte y la creación; el grado de perfección y control que precisa está demasiado alejado de la explosión de caos que hoy hemos contemplado. Pero de verdad aprecio el gran esfuerzo que ha llevado a cabo al no marcharse, sabedor de que yo estaba disfrutando. Tristan Tzara, que acaba de llegar a la ciudad, ha subido al escenario. Un insoportable timbre eléctrico ha comenzado a atacar sin tregua la paciencia de los asistentes; mientras, el rumano ha comenzado a leer un texto que nadie entre el público hemos acertado a entender debido al estrépito. Tras la extraña lectura se ha acercado a nosotros y nos ha saludado de forma educada. Se ha interesado por las actividades de la Fundación —él ha sido quien me ha invitado hoy al evento— y ha prometido pasarse algún día por allí. Antes de irse, se ha quedado mirando el paraguas que Guy llevaba colgado del brazo y le ha pedido por favor si 178
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podría prestárselo para una acción, bajo promesa de devolución en unos días. Aunque a regañadientes, Guy se lo ha cedido. Estoy segura de que el señor Tzara no piensa hacer con él ninguna acción, simplemente se lo ha robado de una forma elegante y dadá. Cuando nos dirigíamos a casa dando un paseo, se ha puesto a llover y Guy se ha negado en rotundo a que compartiéramos mi paraguas. *** Abel Zamarripa Obtuve la beca de la Fundación Rara Avis a finales de los sesenta, cuando apenas pasaba los veinte años. Como cualquiera, al principio estuve varios meses rotando de un departamento a otro, ayudando en tareas de edición, de investigación o simplemente realizando labores administrativas. La Fundación poseía varios pisos en París que ponía a disposición de los empleados llegados de fuera. Compartí junto a otros tres becarios, cerca de Place de la Bastille, un piso bastante amplio para la zona. Tras el periodo de rotación fui asignado al grupo de estudios latinoamericanos, de reciente creación. El día que conocí a la señorita Bodoni yo apenas había dormido. Entró en la reunión con el grupo y nos pidió que nos presentáramos. Tras mi intervención algo temblorosa pidió un café para ella y nos preguntó al resto si deseábamos otro. Hablaba un español y un francés perfectos, pero nunca conseguí saber cuál era su lengua nativa. En realidad, nadie sabía mucho acerca de ella y, durante el tiempo que trabajé para la funda179
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ción, no llegué a averiguar demasiado. Eso sí, me divertía escuchando las estrafalarias historias que se creaban en torno a la vida de la fundadora. Recuerdo algunas de ellas como joyas de la especulación. Alguien propuso que la señorita Bodoni era en realidad la hija de Mata Hari y que algún gobierno o alguna estúpida agencia gubernamental había simulado su muerte en Holanda para utilizar las posibles dotes que hubiera podido heredar de su madre. Escuché también que podría haber sido una pieza clave en la masacre de París. Según esta historia, Carla, que comulgaba con la causa argelina, colaboró en algo llamado Operación Amigo, cuyo objetivo era acabar con la vida de Maurice Papon, prefecto de policía de París. Ya le digo, todo tipo de historias absurdas y contradictorias circulaban por las sedes de la fundación. *** Opernplatz. Berlín, 10 mayo de 1933 11:13. Bertolt Brecht, Die Dreigroschenoper 11:21. Max Brod, Heidentum, Christentum und Judentum 11:32. John Dos Passos, Manhattan Transfer 11:52. Sigmund Freud, Massenpsychologie und Ich-Analyse 12:11. Klaus Mann, Mephisto: Roman einer Karriere 12:24. Friedrich Wilhelm Förster, Autorität und Freiheit 12:49. Ernst Glaeser, Jahrgang 1902 12:37. Alfred Kerr, Caprichos 11:25 Vladimir Lenin, Die Diktatur des Proletariats 12:15 Jack London, The Iron Heel 12:33. Karl Marx, Das Kapital 12:12. Thomas Mann, Von deutscher Republik 11:03. Jakob Wassermann, Geschichte der jungen Renate 180
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Fuchs 12:40. H.G. Wells, The Outline of History 12:20. Stefan Zweig, Brief einer Unbekannten 12:28. Helen Keller, Wie ich Sozialisten wurde 12:21. Emil Ludwig, Genie und Charakter 12:30. Vicki Baum, Menschen im Hotel 11:59. August Bebel, Die Frau und der Sozialismus 12:43. Friedrich Engels, Kommunismus und Bakunismus 12:09. George Grosz, Das Gesicht der herrschenden Klasse 12:51. Rosa Luxemburg, Die Akkumulation des Kapitals 12:09. Ernest Hemingway, A Farewell to Arms El 11 de mayo de 1933, tras asistir horrorizada a una Bücherverbrennung, Carla parte a Ginebra. Escribe este listado en las guardas de un volumen de Marianne Moore. *** Tolliver Jacob O'Neill, entrevista en el D.F Verá, responder esa pregunta me obliga a citar a Hemingway, algo de lo que no soy tan partidario como el resto de mis compatriotas, no sé si me entiende. Hemingway y Bertolt Brecht solían pasar el rato en Dresde, o en Brasil. Jugaban al Juego de los Autores Muertos. Se trataba de un clásico divertimento en que el retador propone un autor, y el retado debe aventurar el último baile ejecutado por el mismo; así, por ejemplo, llegaron a la conclusión de que Laurence Sterne se despidió de este mundo con un adorable floreo al ritmo de los altibajos de un yodel; o que el fornido Chesterton elaboró para sus allegados en Buckinghamshire una antológica rumbatela; o que Ibsen y Eça de Queirós, sin duda, serían más partidarios de 181
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la cumbia panameña. En resumen, y regresando a su pregunta. Uno de los primeros trabajos que realicé para la Fundación Bodoni consistió en hacer de chofer para su fundadora en el D.F. Llegó de París acompañada de un joven mexicano que parecía recién salidito al mundo. Dijeron que venían para asistir a un congreso. Pero que me frían si recuerdo alguna sede cultural, alguna cena o cocktail con personalidades. Y en realidad, ¿a mí qué me importaba? Era en algún momento a finales de los sesenta y yo recién llegaba de San Diego; a lo único a lo que le prestaba atención era a finalizar mi estúpida primera novela y a hacerme con el suficiente español como para que no me pegaran un tiro por pinche gringo, no sé si me entiende. Si no tienes un cigarrillo, ofréceme la suave cadencia de tu voz o la suave deriva de tu mirada, decía el swing. ¿O era una guaracha? El caso es que durante algunos días los llevé de acá para allá. A la fundadora y al mexicanito. No se creería la gente que viajó sentada en la parte de atrás del coche. De verdad que aunque yo le dijera, no se lo creería. Y esto nos trae de nuevo a Catulo. Recuérdeme que le explique si encontramos ocasión. Se asombrará al descubrir que soy capaz de relacionar cualquier idea que Ud. crea original de los llamados ismos con una propuesta que ya hiciera el divino poeta veronés: futurismo, dadaísmo, contrapuntismo, fauvismo, giocondismo. Una de las atribuciones durante aquellos días fue la de llevar a un joven chileno flaco de enormes lentes desde su casa hasta la Librería Porrúa. Supongo que no tengo que explicarle a usted quién era el chilenito de voz suave y amigos extraños. Pero antes de continuar, permítame que le diga que Edith Wharton fue una mujer ex182
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cepcional por el revolucionario erotismo que encontramos en sus obras. Creadora orgullosa, por cierto, del legendario porro colombiano o tapao, se va el caimán, se va para Barranquilla. De la fundadora oirá usted toda clase de historias que el tiempo ha transportado, le irá bien si cree la mitad nomás. Aquí van algunas que ha de considerar ciertas por el espíritu de mis hijos: que ayudó a morir a Jeanne Duval, amante de Baudelaire, en un hospicio de París; que trabajó para Lacroix y editó a Lautréamont; que fue íntima amiga de la mujer de Barrie. Que..., pero apuesto a que la búsqueda que usted hace se quedará en un amable y bien intencionado artículo dominical sin estas incómodas verdades. ¿Está familiarizado con el concepto de Lector-Perseguidor? *** Guy de Lalande Virtuoso falsificador de incunables nacido en Córcega que, a principios de siglo, ya era famoso en el gremio por haber participado en el grupo que elaboró el Manuscrito Voynich. Fue un exquisito creador, especializado en codices rescripti de los siglos VII y VIII. Además de innumerables trabajos encargados por Juan Rodolfo Wilcock, el corso realizó para Raymond Queneau multitud de falsificaciones en los años treinta: folletos y pequeñas obras impresas que lograba introducir de forma subrepticia en la Biblioteca Nacional de París. Gracias a las falsificaciones de De Lalande, Queneau consiguió hacer pasar por reales, a través de su Enciclopedia de las ciencias inexactas, los 183
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más ingeniosos locos literarios conocidos hoy día. Algunos de ellos fueron Pierre-Lucien Le Barbier, que se creía capaz de controlar los elementos meteorológicos con su bastón hueco de cobre y se autodenominaba "Dominatmosferizador"; o el campesino católico y bonapartista Vernet, redactor de Los viajes alrededor del universo; e incluso el ínclito higienista Lutterbach, que analizó los perfeccionamientos del sombrero y cantó las prodigiosas virtudes de andar hacia atrás (extraído de Le fraude au long de l'histoire, París, 1988, Éditions de l'Anathème). *** Katarina Fisher, hija del titiritero a cuyas representaciones asistía Joseph Roth cada domingo en Berlín. Sí, Roth detestaba el teatro, pero le encantaban las representaciones que hacía mi padre todos los domingos cerca de la Volksbühne. Llegaba puntualmente acompañado de una mujer menuda y risueña. Se sentaban en primera fila con una bolsa cargada de pan y salchichas, cerveza y cigarrillos, y no dejaban de reírse durante todo el espectáculo. Formaban una curiosa pareja, ella tan elegante y él, de aspecto tan debilucho y triste; pienso que no disfrutaba su estancia en Berlín. Años más tarde leí una de sus novelas, estoy convencida de que Roth ponía en boca de su protagonista estas palabras: soy un hombre solitario y no puedo escribir en nombre de todos. Creo que fue en 1933 cuando Roth se marchó a París y la mujer, supongo, se marchó con él. Nunca más los volvimos a ver. Supimos de la muerte de Roth por los periódicos. Mi padre de verdad se apenó. 184