El Club del Expurgo (Fragmento)

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IGNACIO CABALLERO GARCÍA BLANCA GAGO DOMÍNGUEZ

Rara Avis Retablo de imposturas

Montesinos



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SUMARIO

Roberto Bolaño y las actas Belano Fernando Pessoa en A boca do Inferno El Clan Ulrich Las otras muertes de Sherlock Holmes Sylvia Beach & Co. La peau blanche de Juan Goytisolo El Club del Expurgo Ciudadano Breton El pacto de los manuscritos Cierta conjura Dadá Charles Baudelaire, poeta visionario malgré lui La bala errada El inventor delirante Epílogo Dramatis Personae, por Tolliver O’Neill


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A Juan Goytisolo


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Si me pregunta usted por qué no traté del Club del Expurgo en mi novela El péndulo de Foucault, le diré que el principal motivo fue el miedo. Además, ¿cómo podría, precisamente yo, reírme de la organización? Pero, ya verá, en esta época donde los hijos tarados de El péndulo saturan las librerías, algún imbécil abordará el tema. UMBERTO ECO, expulsado del Club del Expurgo en 1980 Este artículo se publicó en Departamento de Estudios románicos de la Fundación Rara Avis, Revista de Filología española, Madrid, CSIC, vol. LXXXXVIII, 2007, pp. 179-190.

En 2007, la Biblioteca Nacional Española adquirió, gracias a la generosidad de un particular, la nutrida selección de actas de una extraña organización llamada el Club del Expurgo. La noticia generó un natural revuelo en la comunidad intelectual y no pocos son los que se han lanzado a especular acerca del contenido de dicho material. Este artículo nace con la intención de ofrecer a los interesados un breve acercamiento, en forma de crónica, a la historia de tan excepcional grupo y debe tomarse como un mero anticipo al completo y detallado estudio de los documentos, que verá la luz el año próximo bajo el auspicio del CSIC. La fundación quiere agradecer a Alejandra Beltrán y Casal, conservadora de la Biblioteca Nacional, así como a los empleados de la Hemeroteca Municipal de Madrid, su paciencia y bondadosa disponibilidad. 71


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En abril de 1917, El Duende de Carrere y Aragón, seudónimo de un columnista de marcada índole sensacionalista de Mundo gráfico, entrega el siguiente escrito al editor de la revista: Este cronista de la vida literaria madrileña fue hace algunas noches oportuno testigo de la más extraña confesión que sus generosos lectores puedan imaginar. A fuerza de repetidos, los rumbos en la vida noctámbula de la corte acaban pareciéndose y, de un tiempo a esta parte, pocos son los despistados moradores de la noche que no finalizan su peregrinar en un conocido cafetín de escaso renombre y sobrada tradición bohemia. Mientras departía con el habitual compadreo, distrajo mi atención la figura de un hombre que rumiaba en la soledad de una apartada mesa al fondo del salón. Por fuerza habría sido producto de bromas y chanzas de los bohemios y vaudevillistas asiduos, pues el singularísimo personaje vestía negra levita y centelleante castora con la naturalidad con que cualquiera lleva un traje de mañana. Mi olfativo instinto periodístico y la curiosidad asociada al oficio no tienen hora de cierre, por más sueño y extenuación que el día ocasione, así que, decidido a desvelar las razones de tan estrambótico individuo, me encaminé hacia su mesa. Aunque desconfiado y reticente al principio, muy pronto el vino que consumía sin freno consiguió abrir la caja de sus penurias, y ya no hubo manera de contenerlo. Aseguró llamarse Profesor Silvestre Fuenteclara y Nocturno, y declaró que su diaria dedicación era la de corregir textos para varias casas editoras de Madrid. Alegó ser viudo, contar sesenta y cuatro años, poseer un perro, un gato y tres periquitos que suplían con creces cualquier compañía humana. Interrogado por la cuita que lo consumía y por su extra72


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ño atuendo, más propio de un funeral de estado que de un café, el anciano profesor confesó, no sin un lastimoso temblor en la voz, que hacía poco rato había sido expulsado con suerte de deshonor del Club del Expurgo. No sientan vergüenza, apreciados lectores, si nunca han oído hablar de tal cofradía, puesto que el periodista que escribe estas líneas, en todos sus años de dedicación a la vida cultural de la villa, tampoco escuchó nunca tal cosa. Según pudo explicar el estrafalario personaje, el susodicho grupo ejerce desde hace más de un siglo la tarea de ofrecer o denegar el paso franco a aquéllos que intentan acceder a la honorable república de las letras. Al abrigo de secretas galerías del subsuelo de nuestro Madrid, entre humedades y negras sombras, estos rufianes expurgan obras y deciden qué autores, entre los ensalzados por sus contemporáneos, no son merecedores de publicar. Para cubrir su perversa acción se engañan razonando que la calidad de los manuscritos, por encima de cualquier interés económico, moral o político, prima en sus decisiones. El siniestro club tiene ojos y oídos en todas las tertulias de Madrid, dispone de un ejército de infiltrados que corren prestos a informar en cuanto un autor de los considerados expurgables anuncia orgulloso el término de una obra. Enseguida, estos villanos de la literatura trazan un plan de acción para robar el manuscrito, sirviéndose para ello de cualquier artimaña. Una vez al año, el club realiza un ritual de fuego en el que libra al mundo de todas las nefandas obras sustraídas durante la temporada. Los infames miembros del cenáculo, crueles cancerberos que con altanería resuelven qué libros deben acceder al parnaso literario, ejercen su poder en las sombras, embozando sus rostros ante una opinión pública que, con su indudable sabi73


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duría, no dudaría en reprobar tan vil acometer. Antes de marcharse del café, cuasi vencido por la mona, el profesor me refirió que su expulsión de tan extraordinaria organización se había producido tras infringir las normas y tratar de rescatar del ritual de quema una obra secuestrada al mismísimo Don Benito, por algunos malintencionados llamado el Garbancero. La postrera y desconocida obra, llamada La sencilla de Alcocer, era una novela costumbrista que relataba la llegada de una joven a la capital y su posterior caída en las oscuras sinuosidades de la más abyecta mendicidad. Nuestro sabio profesor, admirador del inmortal autor canario, no encontró cordura en la decisión del club y, pese al obvio peligro, trató de esconder el manuscrito bajo su camisola, magro propósito que enseguida se tornó evidente ante sus compañeros de secta. Antes de presentar estos hechos al editor, he tratado de dar con el paradero del Profesor Silvestre Fuenteclara y Nocturno en las señas que él mismo me proporcionó. Al interrogar a su portera, ésta ha declarado que aquella noche en que salió con negra levita fue la última que supo de tan agradable caballero; desde entonces, nadie se ha topado con el honrado corrector. Haciendo uso de este espacio, la compasiva mujer apela al corazón de cualquiera que desee hacerse cargo de un perro, un gato y tres periquitos huérfanos. Puesta la desaparición en conocimiento de las autoridades competentes, tan sólo resta desear alguna noticia del buen profesor o del chocante club del que asegura llegó a ser asociado. Testimonio veraz de su fiel amigo y servidor El Duende de Carrere y Aragón.

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El texto, que no llegó a ver la luz ya que a última hora se retiró de la edición, fue archivado. Asimismo, la columna de “El Duende” desapareció para siempre de Mundo Gráfico. El documento es revelador, ya que se trata de la primera referencia que menciona el Club del Expurgo. Aunque repleto de incorrecciones, medias verdades e indudables exageraciones, la esencia y la voluntad del grupo aparecen perfectamente detalladas.

La Fundación del Club del Expurgo Encontramos el germen que daría lugar al Club del Expurgo en la Universidad de Salamanca, en 1755. Aquel año, Diego de Torres Villarroel se disponía a publicar una nueva ampliación de su Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del Doctor Don Diego de Torres Villarroel, catedrático de prima de matemáticas en la Universidad de Salamanca, escrita por él mismo. Un grupo de hombres relacionados con la universidad consideraron esta publicación un despropósito, teniendo en cuenta la cantidad de ampliaciones, revisiones, modificaciones y añadidos que Villarroel venía realizando de forma periódica a su descomunal artefacto biográfico. El círculo resolvió aunar sus esfuerzos para evitar que la obra viera la luz. Todos en Salamanca conocían de la afición de Don Diego por las causas adivinatorias, astrológicas y mágicas. Sirviéndose de esta “sensibilidad” hacia el mundo de los espíritus, el grupo de airados lectores trazó un excéntrico plan que se inició con el soborno a varios criados del Palacio de Monterrey, lo que per75




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