Recuperando el tiempo perdido

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Recuperando el tiempo perdido Experiencia, memoria y aprendizaje Interpretaciones de En busca del tiempo perdido


Índice: Recuperando el tiempo perdido

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¿Dónde conduce el camino?

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La fulgurante estética adolescente

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Recuperando el tiempo perdido


Estamos ante los siete tomos de la novela de Marcel Proust En busca del el tiempo perdido1. Narrativa y prosa sorprendente por ser una prolífica, minuciosa, detallada reflexión sobre el acontecimiento social, sus sedimentaciones profusas y entremezcladas, sus temporalidades abigarradas, sus memorias actualizadas; pero, también, sus olvidos. Gilles Deleuze nos enseñó los signos de Proust2. Empero, no parece circunscribirse la novela solamente a los signos que emite y pone en juego; va más lejos, al encontrarse también en el más acá de todo, de la trama, de los personajes y sus intrincados laberintos cotidianos, personales, mundanos. No son solamente signos; antes de ellos, están los espesores de las experiencias individuales, familiares, grupales y sociales. Entonces no estamos solo ante el desafío de descifrar los signos, sino, anticipadamente, ante el desafío de interpretar los espesores de la experiencia. Desde esta perspectiva, resulta más adecuado hablar de la memoria, que es precisamente de lo que habla Proust en su novela. La manera de entrar de Deleuze, a través de los signos, dificulta la aproximación a la memoria, pues la interpretación aparece más estructural, más bien, semiológica; cuando no es exactamente esto lo que atormenta al personaje central de la novela, que es precisamente el mismo autor; el que narra la novela. Las preocupaciones del personaje central, el escritor, son, mas bien, de carácter estético; tanto relativos al arte pictórico, así como al arte musical. La interpretación entonces, más adecuada, no es de los signos, sino de los colores, de las composiciones de colores, de las figuras que aparecen, se presentan, y también se ocultan, en estas composiciones cromáticas; que se hunden en el cuerpo como sensaciones; se presentan en los cuadros, se alargan, repiten, reproducen, en la historia de los cuadros; su sentido inmanente también tiene que ver con el momento, de cuando fueron pintados, de qué pintaron, cómo adquirieron las formas expresivas de la figura, que no imita al referente, sino lo transforma. Así también, la interpretación más adecuada no es la de los signos sino la de las tonalidades, de las vibraciones, de las cuerdas, por así decirlo, de las composiciones musicales, que no se expresan en signos, aunque se escriban en signos, sino se expresan en movimientos sonoros, que develan las matrices profundas del universo. La novela de Proust es reflexiva, iluminadora en esta reflexión minuciosa, perseverante, crítica. Se podría decir que se expone filosofía existencial en la forma de la narrativa de la trama de novela, 1 2

Marcel Proust: En busca tiempo perdido; tomos I-VII. Alianza Editorial; Madrid 200. Gilles Deleuze: Proust y los signos. Anagrama. Barcelona 1995. Págs. 12-13.


de la prosa que compone el mito, en el sentido aristotélico del término3. Podríamos sugerir que hay un género de novela, que podríamos llamar filosófico. En busca del tiempo perdido no es una novela biográfica, como se podría esperar, en un principio; no es la historia del escritor, contada en prosa, conformando una trama de la trayectoria de vida. Es otra cosa, es la historia del mundo, contada en la experiencia vibrante, conmovedora, corporal, del escritor. En esta perspectiva, en la percepción del mundo, aparecen distintos planos y espesores de intensidad; uno de ellos es la problemática sugerente de las mimesis mundanas; las puestas en escena de la sociedad, de las clases de la sociedad. El espectáculo, también el teatro, montado por los grupos dominantes y en concurrencia. El escritor nos muestra los cimientos prejuiciosos de estos montajes, de estos escenarios. Devela la artificialidad de los dramas en los que se involucra la gente, representados en los personajes. No por ser artificiales dejan de ser importantes; al contrario, en estas superficies aparecen los increíbles vaivenes de la vida, lo que hace la vida, sus juegos de azar y necesidad. Para los grupos del teatro mundano, lo importante es trascender, perdurar, ser reconocido y señalado, aparecer en las reminiscencias de las conversaciones de otros grupos. Hacer de referencia de este mundanal ruido de las palabras. Ponen todas sus ansias y esfuerzo en ello, para lograr este efecto de fama provisional. Sin embargo, el límite que encuentra el escritor a estas pretensiones ingenuas de eternización es la muerte. A todos llega. La muerte muestra lo banales que han sido sus pretensiones de perdurar en la recurrencia de los conversatorios mundanos de los grupos, que para nada se parece a los profundos espesores de la memoria. Por eso, otra de las preguntas del personaje central, el que narra, es si la vida, el sentido de la vida, está en otra parte, dónde está la vida y el sentido de esta vida. A lo largo de la novela intenta distintas hipótesis filosóficas; unas más relativistas, otras más entrelazadas, como si todo avanzara, en sus decursos, a develar sus secretos. El juego o combinación entre los escenarios mundanos narrados y los oasis de distanciamiento, de silencio musical, de meditación solitaria, muestra, también, que se busca las condiciones de posibilidad de las respuestas en los paisajes; en unos casos, paisajes urbanos, en otros casos, paisajes “naturales”, por así decirlo. La novela comienza con Por el camino de Swann; sigue con A la sombra de las muchachas en flor; después, con El mundo de Guermantes; 3

Ver de Raúl Prada Alcoreza Signo-movimiento. Dinámicas moleculares; La Paz 2015.


continúa con Sodoma y Gomorra; sigue con La prisionera; para continuar, en contraste, con La fugitiva; y concluye, con El tiempo recobrado. Hasta cierto punto, se puede decir que se trata de un ciclo narrativo, un ciclo que logra encontrar su propia curva en El tiempo recobrado. Sin embargo, ésta es apenas una impresión; hay más que eso. Cada uno de los tomos se asienta en un periodo, en un conjunto distinguible de problemáticas mundanas, subjetivas y existenciales, aunque también, corresponden a etapas o fases, por así decirlo, del escritor o, si se quiere, posicionamientos literarios de la narración. Al principio, Por el camino de Swann, se establecen las bases de la novela misma, las piezas que van a entrar en juego, en composiciones y combinaciones, también en devenir. Quizás sea el tomo de más difícil lectura, pues requiere paciencia, hasta de cierto diferimiento, dejando que las figuras que se afincan en la narrativa, se siembren en nuestro propio cuerpo, en su percepción y memoria. Es a partir del segundo tomo, A la sombra de las muchachas en flor, cuando asistimos a una lectura más fluida, que se hace asimilable y encantadora, donde entra en juego, una parte de lo que se afincó como base configurativa de la narración. Se puede decir también que, en el primer tomo, se colocan las preguntas, las dudas, las posibilidades de recorridos, las primeras impresiones, emociones, composiciones de imágenes, incluso codificaciones; en cambio, en el segundo tomo, comienzan las primeras aventuras, el descubrimiento del mundo de las muchachas en flor. La emergencia de la sorpresa, del encanto, del amor a la belleza femenina. Así como la experimentación de la complicidad de grupo, también la experiencia de la amistad. Las formas de reconocimiento; primero, en general, del colectivo de muchachas, a quienes se ama indistintamente; después, mediante individualizaciones, reteniendo rasgos, analogías y diferencias. Reconociendo la espontaneidad de la adolescencia reverberante. El tercer tomo, se ocupa de una de las obsesiones más constantes e irradiantes del escritor, descifrar el mundo de la nobleza, que se encuentra ya en su decadencia, ante la emergencia masiva, mercantil, de la burguesía y las clases medias. Cuando experimenta ese mundo, cuando conoce a personas que había idealizado, engrandecido, mitificado, se encuentra que estos mitos encarnados no eran otra cosa, no hacían otra cosa, que repetir los dramas ordinarios de la gente común, solo que lo hacían con elegancia. En este tomo, podríamos decir, aparece, como ironía y crítica, la interpretación de la sociedad, del Estado, del poder, del chauvinismo, en la narración del caso Dreyfus. En los tejes y manejes, en los entramados, de este caso, se develan las miserias de la nobleza, de la burguesía, de la burocracia,


de la oficialidad del ejército. El antisemitismo y la xenofobia, que es como una exteriorización de las profundas debilidades y miedos de estas clases. La derrota en la guerra contra Prusia lleva a justificar la misma buscando chivos expiatorios, buscando al traidor. Esta parte de la novela es exquisita; obviamente, no se trata de una denuncia política, por más que se comenta la denuncia de Emile Zola J'accuse. Se trata de una prosa que describe escenarios anecdóticos, comportamientos llamativos, que hacen, esta vez, de signos del poder, signos que significan las miserias del poder. La novela ilumina mejor los enredos del poder y de la política de lo que hace el análisis político.

En Sodoma y Gomorra asistimos a las prospecciones más hermosas de los mundos paralelos, ocultos, de las subjetividades y sexualidades otras. Las descripciones literarias, metafóricas, en este caso, son elocuentes, sobre todo, por su sensibilidad, su capacidad de decodificación y desciframiento, de los comportamientos enmascarados, en contraste de los comportamientos descarnados. El escritor no solo mira, observa, describe lo que mira y observa, sino se sumerge en las subjetividades, busca comprender los dramas internos de estos personajes, obligados a ocultarse, a enmascararse, a colocarse antifaces, en lo que respecta a las conductas y apariencias. En contraste, describe también el mundo de los prejuicios de la sociedad institucionalizada; observa también, en sus comportamientos, la formalidad de actos mecánicos, que al alardear de sus desprecios y descalificaciones, no hacen otra cosa que encubrir sus vacíos, desasosiegos y tristezas; pues tampoco logran la felicidad, sino alcanzan solamente simulaciones inútiles. En La prisionera, el escritor nos descubre sus propias miserias, sus celos, que también aparece en el resto de la gente, salvo, quizás, en personajes que se encuentran en más allá del bien y el mal. Tiene cautiva a Albertina, de quien se enamoró en la etapa de las muchachas en flor; en una espera diferida al matrimonio. Describe los métodos del cautiverio, que aparentan también tolerancia y libertad; sin embargo, los celos son persistentes, policiales, profusos e imaginarios. En contraste, Albertina abre sus líneas de fuga; miente espontáneamente. Si en un principio, los celos corresponden a las posibles relaciones con hombres; después, los celos más tormentosos son los que corresponden a las posibles relaciones con mujeres. El personaje central se mueve y sufre un dilema; separarse definitivamente de Albertina o atraparla para siempre. Ambas posibilidades parecen


inciertas, ambiguas, pues, el amor y el odio se mezclan, la ternura y los celos se entrelazan. El escritor, que aparece como abierto, condescendiente, incluso de avanzada, termina rendido ante los celos, termina atraído por la gravitación conservadora de las dominaciones masculinas. En La fugitiva, Albertina se marcha, se libera, escapa a su prisión. El escritor queda desolado, afectado por el dolor hendido en el cuerpo. Devastado por el desenlace, que es, en parte, inesperado. En el tiempo recobrado, no es el lugar narrativo del balance; un poco quizás, se parece a un cierre de ciclos, más que de ciclo; ciclos de la experiencia, ciclos de la memoria, ciclos de clausuras de historias; por ejemplo, el retorno a Gilberta después de la ausencia, el vació y el dolor que inscribió en el cuerpo la huida de Albertina. Empero, como dijimos, no se trata tanto de cierre de ciclo, sino, de lo que nos enseñó Deleuze, en su interpretación de la novela de Marcel Proust; se trata del aprendizaje y de la enseñanza de la experiencia y la memoria. Se puede decir, interpretando mejor, que es cuando el personaje central de la novela, el escritor, por fin aprende, por fin comprende las enseñanzas mundana, también existenciales de la vida.


¿Dónde conduce el camino?


El primer tomo de la novela En busca del tiempo perdido se titula Por el camino de Swann; la pregunta que viene al caso es: ¿Dónde conduce el camino de Swann? La novela comienza con las meditaciones del niño, el escritor cuando era todavía un niño. La descripción de su cuarto oscuro, sobre todo de la oscuridad del cuarto, que no es lo mismo. Oscuridad extendida de la noche, que se comunica con sus ruidos, el silbato del tren, que mide la distancia, como lo hace el canto del pájaro, develando a la imaginación la extensa región abordada por el tenue espesor nocturno. El niño se acuerda que tenía en la mano un libro; se encuentra en el limbo, entre el mundo del sueño y el mundo real, todavía entremezclando las figuras de ambos mundos. Escucha los murmullos de las conversaciones, en el patio, están sus padres, su abuela, las tías, y la visita de Swann, al que tanto estimaban su abuela y sus padres. Desea que su madre venga a verlo, a darle un beso; pero, sabe, que este reclamo, aunque no sea dicho, la molesta. Incluso inventa una treta para llamar a su madre por medio de un mensaje que llevará Francisca, la empleada de la casa; tan impregnada en la casa y con la familia, que forma parte de esta institución, tanto arquitectónica como social, en su condición familiar. Empero, este ardid no resulta.

Este comienzo de la narración no está solo, mas bien, se encuentra acompañado, por multitud de comienzos posibles. La memoria se interna en el laberinto de los recuerdos y las sensaciones, que los sostienen. Puede ser ese comienzo u otros, puede ser esa habitación u otras; incluso, la alteridad, puede ser ese tiempo u otro. Puede ser la casa del abuelo en Combray o, mas bien, la casa de la Señora SaintLoup en Tansonville. La memoria no tiene una relación lineal, no memoriza linealmente, para la memoria no existe el tiempo, como pensaba Henri Bergson, que concebía el tiempo como duración, como pasado, circunscribiendo la memoria a la actualización del pasado. En Proust, la memoria, es, mas bien, simultaneidad dinámica. Está en todas las partes, en todos los territorios, que han quedado, se han inscrito en sus espesores movedizos.

La que narra en la novela es la memoria; no se trata, entonces, de una escritura lineal, que respeta el tiempo, que transcurre en un movimiento que hace secuencial el pasado, el presente y el futuro. Es una composición entrelazada de tejidos, que se mueven en todos los tiempos, a la vez, por así decirlo, para ilustrar. Es la memoria la que permite las comparaciones, la que interpreta, en estas comparaciones, la que usa los recuerdos como códigos para otros códigos, usándolos


como signos; pero, también como decodificaciones. Es el sustrato de la memoria y su intervención en la reflexión el que sitúa, el que logra situar la experiencia, que no llamaremos presente, por lo que dijimos, sino la coyuntura de la simultaneidad del acontecimiento. ¿Qué clase de acontecimiento es éste? Se trata del acontecimiento vital del cuerpo interpretando al mundo, y se trata, complementariamente del acontecimiento del mundo instalándose en el cuerpo.

Alguien preguntaría, con toda justeza y razón, ¿por qué entonces nombrar a la novela En busca del tiempo perdido? ¿Es un tiempo perdido para el escritor, pero, no para la memoria; por eso, busca el tiempo perdido para encontrarlo en la memoria, para recobrarlo en la memoria? Nos inclinamos por esta respuesta. A lo largo de la narrativa de la novela, vemos que el escritor se encuentra constantemente vinculado con los tejidos, con el conjunto de tejidos entrelazados de la memoria, que devela, mas bien, la simultaneidad. Si bien la narración se sitúa en distintos periodos, escenarios, contextos, amistades y relaciones, amores y celos, la narración también sitúa estos sitios temporales y contextuales concretos, en la complejidad de los tejidos de la memoria, que parece que serían, desde una interpretación de la novela, lo único real, para decirlo categóricamente.

Se puede decir, hasta cierto punto, que el primer tomo tiene como eje al itinerario de Swann, sus recorridos. Ahora bien, aquí hay varias connotaciones metafóricas. El camino de Swann es el camino por donde llega Swann a la casa, de visita. Es un lado de Combray, que tiene un paisaje particular, propio, distinto a otros paseos, que también tienen su personalidad, sus colores y formas propias. Así mismo, el camino de Swann connota la búsqueda de Swann; quién es, cuál es el otro mundo que esconde, al que no accede la familia; ese mundo que lo tiene atrapado a Swann. En tercer lugar, la metáfora connota los recorridos de Swann, sus historias, sus trayectos de vida, hasta quizás, mejor dicho, sus recorridos, los recorridos por el arte, distintos a los recorridos del amor, a los recorridos de los celos, a sus recorridos mundanos.

Por el camino de Swann, entonces, nos lleva por todos estos caminos, por todos estos recorridos; narra la experiencia del paisaje en el paseo por el camino de Swann, en el primer sentido. Narra las preguntas y las imágenes que deja Swann, una vez que se ausenta, dejando la visita; sobre todo, en las conversaciones de la casa, entre las tías, la


abuela y los padres. Narra los destellos, como en un rompe cabezas, que dejan los pasos lejanos, los hechos extraños, que inscribe Swann en el mundo de París, que llegan como ecos. Estos distintos caminos de Swann también se entremezclan, se entrelazan, haciendo de la narración una trama densa, compleja, donde los distintos entramados se cruzan componiendo una novela que reflexiona sobre sí misma, sobre su propia complejidad desafiante. Los distintos recorridos tejen, por así decirlo, no solamente sus posibilidades abiertas, sino el mismo mundo compuesto por distintos planos y espesores de intensidad, entrelazados y en movimiento.

El perfil de Swann no se aclara en el primer tomo, en Por el camino de Swann, sino después, en los otros tomos; por el camino de Swann se camina, por los distintos caminos y recorridos, por así decirlo, en el entramado tejido del camino. Sera después, cuando se retome el amor de Swann y sus celos, como recuerdo y comparación con otros amores, el de su amigo, el amigo Roberto de Guermantes del escritor. Sin embargo, antes, en el primer tomo, aparece un perfil de Swan, dibujado por la historia de amor, no necesariamente recompensado, sino, mas bien, descompensado; un amor sufrido, más que placentero. Inhibido en sus cualidades, entregado a su amor y a sus celos Swann renuncia a su mundo, el de la nobleza, para instaurarse en el mundo de su amada, con quien, al final se casa.

La novela, que tiene distintas escalas, se retiene, en la narración, en ellas, en estas escalas, en sus espesores. Una de ellas, es la que corresponde a las historias de vida, que comprende también, la descripción de las relaciones no solo mundanas, sino también íntimas, de los personajes involucrados en esa parte del relato. La tarea, en este caso, de la narración, es descifrar estas vidas singulares, decir quiénes son estos protagonistas del drama cotidiano, interpretar el significado de sus vidas, sus relaciones, el decurso de sus destinos. Todo esto se hace, sin perder el contexto complejo del entramado del tejido. Por eso, la parte del relato, que corresponde a esta escala de las historias singulares, adquiere la tonalidad en la sinfonía completa, o, mejor dicho, su tonalidad resuena y compone, como parte de la sinfonía completa.

También, se puede decir, hasta cierto punto, que el primer tomo, corresponde a la historia de Swann, historia nucleada, en el drama de su amor. Sin embargo, esta narración, la que corresponde al camino


de Swann, en el sentido de su propio itinerario, se encuentra ligada, entrelazada, a los otros relatos concurrentes. Haciendo que el propio drama amoroso de Swann se muestre en todo su espesor, no pueda ser interpretado como la historia lineal de un drama amoroso, sino como parte de los tejidos sociales, que al concurrir, de manera competitiva, terminan, internalizándose en las subjetividades, repitiendo la condición incompleta del mundo, desgarrado por la concurrencia de mundos menores. Haciendo, entonces, de los sujetos, que padecen la historia mundana, sujetos desgarrados, sujetos desdichados.

La novela En busca del tiempo perdido, no es pues una novela de costumbre, no es una novela que se mueve en el tiempo, sino en la memoria. No es una novela cuya lectura lineal nos llevaría de la mano en un viaje cuya trama responde a la estructura del mito, de la composición de figuración, configuración y re-figuración: principio, mediación y desenlace, el mito aristotélico; es decir, la trama. No es pues esta trama, que ha sido analizada por Paul Ricoeur en Tiempo y narración4. En todo caso, sería un entramado, donde las tramas, que lo componen, no solamente se entrelazan, hacen mutar la narración, los contextos y textos de la narración, sino que no culminan en ningún desenlace, sino, de manera muy distinta, en un aprendizaje.

Se habría aprendido de la memoria, en los viajes por los espesores, en la simultaneidad dinámica de la memoria. Habría aprendido la reflexión, la búsqueda, que en todo caso, parece tener la forma de una retrospección, que parece lineal. Sin embargo, la reflexión tampoco es lineal, pues si lo fuera, no podría internarse por los laberintos de la memoria. Sino que emplea un método, por así decirlo, de análisis, que ausculta por tramos. Al final, la memoria y la reflexión se encuentran; no es que la reflexión adquiera la complejidad de la memoria; no puede, la complejidad de la memoria es mayor a la complejidad de la reflexión. Sino que se encuentran en un espacio-tiempo definible, que podríamos llamarlo conceptual, del saber, de la madurez, que se afincan en el substrato de la intuición.

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Ver de Paul Ricoeur Tiempo y narración; tomos I-III. Siglo XXI; México 1996. Paúl Ricoeur: Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato histórico. Siglo XXI; México 1995. http://mastor.cl/blog/wp-content/uploads/2015/08/tiempo-y-narracic3b3n-i.pdf.


La fulgurante estĂŠtica adolescente


No es que cada tomo de la novela En busca del tiempo perdido tenga definida sus fronteras, distinguiéndolos por temáticas abordadas, por periodos, por problemáticas; de ninguna manera. Mas bien, se conectan, se atraviesan, se entremezclan, borrando delimitaciones; se retoman, se abordan, a pesar de desplegar hilos transversales, que los hacen propios y distintos. El segundo tomo, A la sombra de las muchachas en flor, tiene como su núcleo en el descubrimiento de la adolescencia femenina, reverberante y espontánea, exponente de la belleza juvenil, en la gracia cándida y traviesa. Este descubrimiento, este brotar de sensaciones, que se emocionan ante estas revelaciones; este encontrar la estética no solamente en el arte y en la lectura sino en las formas, las expresiones, los rasgos, las figuras, los rostros, de las muchachas primaverales, muestra los encantos del mundo, que hace circular sus climas, los ciclos de la vida, la presencia de esta alegría explosiva y espontánea, juguetona, de las muchachas adolescentes.

El escritor, en un principio, se sorprende, se obsesiona, quiere conocerlas; pero, le parecen distantes, aunque atractivas. En la medida que va dándose lugar la relación de amistad y de conocimiento casual; sobre todo, cuando, imprevistamente, una de ellas, Albertina, es también amiga del pintor Elstir, a quien el escritor y su amigo Roberto, admiran. Se encuentran en el estudio del pintor. A partir de ahí, Albertina es como la puerta de ingreso al mundo de las muchachas en flor. Se hace amigo de ellas, participa en sus travesuras, en sus conversaciones, asombrándose de esa otra manera de ser, de la mujer, sobre todo joven, adolescente. Para quienes las emociones dirigen la palabra, el lenguaje, acompañada por expresiones corporales, que extienden la emoción en la cadencia de los movimientos, dándole a la palabra una atmosfera seductora y una irradiación sonora acariciante.

El escritor se enamora de todas, del conjunto, donde las singularidades de rostros, de bellezas propias, adquieren el compás en movimiento del devenir. Quizás, en un principio, por eso, no distingue rostros y nombres, figuras y personas. Sera, después, cuando por experiencia, las vaya individualizando; distinguiendo rasgos, incluso perfiles de sus caracteres; diferenciando imperceptiblemente su encanto en cada una de ellas. Es con Albertina y Andrea con quienes comienza un acercamiento mayor y mayor complicidad. Las dos amigas, que además de quererse, se apoyan, sobre todo Andrea a Albertina. Sera con Albertina, más tarde, con quien comience un romance, viva en


pareja, sea feliz y viva atormentado al mismo tiempo, sobre todo por los celos.

Sin adelantarnos a los otros tomos, si esa es la perspectiva, como quien dice, lo sugerente, en el tomo dos, es esta aventura de las sensaciones, este compartir con la alegría juvenil, esta complicidad amistosa y cariñosa con las muchachas. Los juegos y las travesuras inocentes, que llegan al borde de las insinuaciones. Quedan en el umbral. Una especie de posibilidad y de promesa. Lo sugerente también es comprender el cuadro de estas relaciones, el cuadro del mundo de las muchachas en flor; distinguir, por ejemplo, el papel que cumple cada una de ellas; la que hace de inteligente, mejor dicho, más sabia; no solo por sus notas en el colegio, sino por la manera de responder, de interponer una meditación, por más rápida que sea, por más suave que acontezca. Quién hace de audaz, hasta un poco atrevida, llevando su carácter hasta la intrepidez. Quién, en su silencio recatado, a pesar de su participación en el grupo, en los juegos y en las conversaciones, esconde una sensualidad elaborada. Quienes, en el fragor de las vacaciones en Balbec, aparecen como relámpagos, mostrando su identidad particular, su singular manera de componer, en el grupo, una combinación donde dejan huella.

Cuando las vacaciones culminan, el escritor se queda solo en Balbec, meditando sobre esta experiencia novedosa, recordando a las muchachas, sus nombres, sus rostros, sus caracteres, sus diferencias y analogías. Es cuando se da cuenta ante la playa, donde dejaron sus pasos indelebles las muchachas, ante la vista del extenso mar y su horizonte, confundido con el horizonte de la bóveda celeste, embrollando, ambos horizontes, sus colores en un continuo de acuarela, dando lugar a los cambios de la entonación del paisaje, de la composición de colores, por lo tanto, del sentido inmanente mismo de este acontecimiento pictórico, inmanencia de la expresión intensa de estos paisajes, mutantes en distintas horas, que todo está ligado, comunicado, todo se entrelaza. Las muchachas participaron con sus voces, sus encantadoras alegrías, sus primaverales bellezas, en este acontecer vital de los paisajes integrados.

Ciertamente, este relato, aunque nuclear, no es el único relato que aparece en el tomo mentado. Al comienzo de la narración, se cuenta, con minucioso arte descriptivo, dibujando en prosa, el mundo de las relaciones de influencias. Se describe al Señor Norpois, autoridad en la


Cancillería, amigo del padre, interesado en aconsejar a los padres y al hijo a seguir la carrera de literatura, hacerse escritor, cuando los padres esperaban una continuación de la carrera del padre, en la Cancillería; una carrera diplomática. El padre cambia rápidamente de opinión; la madre no; le apena, pensando en el porvenir del hijo. Al hijo le sorprende, pues es un implícito reconocimiento a una redacción que él hizo y leyó Norpois. Sabemos que es este el destino que toma, por así decirlo. Otro relato sugerente es cuando describe su amor e idealización de la música, también de sus interpretaciones por las artistas. Berma es toda una figura, próxima a la maravilla, si es que no es ya esta forma de belleza estética, por la fama y por saberse una excelente interprete. Sin embargo, cuando la escucha, se sorprende que, aunque exponga y realice muy bien la obra, a su modo, no coincide del todo con sus expectativas. Esto lo deja asombrado y obligado a entender estas diferencias entre expectativas y efectuación. No es tan fácil resolver estas preguntas. Emocionado tanto por el reconocimiento de Norpois, como por haber escuchado a Berma, interpretando a Fedra, con todas sorpresas que trae la exposición dada y escuchada, decide hacer una carta a Swann; en ella, se refere a los padres de Gilberta, Swann y Odette, a quienes admiraba, confesando en la carta este aprecio y devoción; sobre todo a Swann. La carta es entregada a la misma a Gilberta, para que le entregue al padre. Swann toma la carta con cierto desdén, hace muy pocos comentarios; es como confirmara la opinión que tenia del futuro escritor, también cierto desagrado de la amistad entre él y su hija. Vemos, que desde un principio, fueron un tanto complicadas las relaciones y el enamoramiento del personaje central de la novela, el narrador, respecto a Gilberta.

Observemos que en la secuencia de la narración, en el tomo en cuestión, el desarrollo de una frustración, la relación con Gilberta, antecede, por así decirlo, al gozo y la alegría de la amistad con las muchachas en flor, que es como el núcleo de esta narración. Esto suena a un análisis estructuralista de la novela; sin embargo, este esquema estructural. Esta estructura binaria, por así decirlo, y de contrastes, en la composición estructural, solo es como una herramienta provisional, quizás, mejor dicho, como un andamiaje, para remarcar ciertos rasgos; empero, para podernos adentrar no a su estructura, sino, a lo que dijimos antes, al tejido complejo de la narratividad exuberante, compleja, entrelazada, de los tejidos de la obra. Independientemente de que se trate no de una trama, una construcción del mito, es decir, la construcción de sentido, a la manera aristotélica, sino de entramados, cuyos tejidos no avanzan al desenlace, sino al


aprendizaje, la experiencia del enamoramiento de Gilberta, del romance truncado, lo prepara para valorar la amistad con las muchachas en flor. Es como si el cuerpo se templara, afinara sus cuerdas, para vibrar mejor, acústicamente, ante la experiencia primaveral del gozo de la belleza adolescente.

No es pues, desde nuestro punto de vista, el análisis estructural, el que puede explicar esta narrativa en devenir, sino, mas bien, el devenir de la experiencia, que se convierte en memoria. Es la experiencia la que aprende, donde se aprende, la que enseña, la que hace madurar, la que apertura el mundo, abriendo horizontes de emociones y sensaciones; también de comprensiones; entonces de saberes. Es en el devenir memoria de la experiencia, en el devenir saber de la memoria, donde podemos encontrar interpretaciones del entramado narrativo de En busca del tiempo perdido.

La experiencia no es o no se reduce a la definición instrumental de empírea, que los positivistas han convertido en la premisa del método. La experiencia es mucho más, es el acontecimiento del cuerpo como espesor de la fenomenología de la percepción. La experiencia no es solamente el abigarrado plegamiento de mapas de huellas, sedimentaciones, estratificaciones, en movimiento, que inscribe el mundo en el cuerpo que lo percibe, es la matriz inicial, por eso vital, además de inaugural, de las interpretaciones posibles del mundo. No solo como registro vivo, sino como composiciones de sensaciones, de imaginaciones, de razones, inmediatas, que comparan formas, espesores, olores, sabores, colores, irradiaciones, expresiones, dando lugar a una musicalidad primordial del cuerpo que interpreta el mundo sin gramática y palabras.

Lo sugerente de las reflexiones del escritor en la novela es que no medita en base a proposiciones o premisas filosóficas; no es a la razón a la que se pregunta; sin descartarla, de ninguna manera; mas bien, somete a la razón al tribunal, usando el término metafóricamente, de las sensaciones. Se pregunta, en el fondo, sobre la armonía musical y la armonía pictórica lograda. No se trata de una reflexión autorreferente, sino de una reflexión que recurre a otros planos de intensidad para apoyar la reflexión con la memoria de las sensaciones.


Si bien la narrativa de la novela es un entramado de tejidos en devenir, lo que parecería una configuración compleja y hasta abigarrada, es, más bien, transparente, por la honestidad del escritor con todo su cuerpo, con el acontecer de la percepción, por esa manera de conectar reflexión y sensaciones, por ese modo de articular reflexión y vivencias, sobre todo reflexión y experiencia integral del cuerpo. Ninguna meditación concluye, ninguna reflexión se cierra, todas quedan abiertas, como las ventanas abiertas a la brisa. Obviamente, no se trata de la duda de René Descartes, sino de una meditación inacabada, sobre todo de una meditación que medita la mutación misma de la vida; por lo tanto, meditación que se transforma. Por esto, también, no estamos ante la trama de la novela de costumbre, esta es la razón por la que no se avanza a un desenlace, ni se lo busca, sino estamos ante un entramado de posibilidades abiertas.

Bergotte es el escritor referente del futuro escritor, a quien ha leído y admira, por su prosa. Con emoción lo llega a conocer; empero, cuando lo conoce, no es que se desilusiona, sino vuelve a experimentar el contraste entre la idealización y la presencia concreta, efectiva, practica, de la persona que se admira. No era lo que esperaba. En vez de viejo sabio, imagen construida por su imaginación, aparece un joven de baja estatura, miope y con toda la elocuencia manifiesta de su piel, de sus venas, de sus vasos y de sus ganglios. Un hombre común de negra perilla. Estas experiencias de contrastación entre idea y realidad son las que enseñan. Es cuando se aprende que el mundo no pertenece a las ideas sino que las ideas pertenecen al mundo; que el mundo efectivo aproxima todo, todas las singularidades, a todos los humanos, a lo que son plenamente, formas singulares, individualizadas, de la vida que compartimos. Después, la prosa de Bergotte va ser encontrada como repetitiva, que no alcanza la belleza que el mismo había imaginado encontrar. Sin embargo, reconoce todo lo que le ha enseñado y dado apertura la escritura de Bergotte.

Con las muchachas en flor le ocurre algo distinto, que como experiencia y aprendizaje le enseña algo diferente. No esperaba encontrar la belleza idealizada en el arte, en la escritura, en la historia, en la arquitectura de las construcciones antiguas, de las iglesias legendarias, revelado magníficamente en el mundo cotidiano de las adolescentes. Le sobresalta descubrir una belleza no elaborada, no trabajada, salvo, claro está, socialmente, una belleza espontánea y reverberante en la elocuencia traviesa de los comportamientos, en la pronunciación corporal de movimientos de los cuerpos rutilantes, de figuras delicadas


y voluptuosas. No esperaba encontrar la belleza en los juegos del grupo y en la amistad temprana de esas complicidades inocentes.

Quizás por esto, podemos decir que Marcel Proust no es exactamente un psicólogo, como todo novelista, de alguna manera, lo es, con distintos alcances y tonalidades, sino un intrépido explorador de la inmanencia plural de las múltiples formas de la potencia de la vida, en la reverberación de sus singularidades proliferantes. En sentido clásico de la palabra, no es pues una novela, sino la interpretación acuciante de las narrativas a-gramáticas de la vida, también, por esto, de las vidas singulares.


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