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Reflexiones filosóficas en torno al amor // José Luis Cisneros Arellano

SOSPECHO QUE el amor es una relación, una relación que se entiende siempre como relación, no como unidades de sentido “entificables”, es decir, como si fueran objetos o entes concretos. Empiezo esta reflexión con la “hoja” en blanco y con ideas contradictorias, inundado de emociones claras pero contundentes, y acompañado de experiencias sencillas pero forjadoras del carácter. Así emprendo la tarea de pensar un poco en torno al amor. Lo quiero hacer filosóficamente, aunque procuraré hacerlo con brevedad. Admito como premisa que emprender este camino de expresión razonada implica tener en cuenta un requisito metodológico y una clarificación teórica, pues la exposición de una reflexión filosófica debe hacer patente el método usado y dejar en claro el punto de partida desde el cual se validará la veracidad de sus premisas. ¿Qué tan evidente puede ser esto en unas pocas hojas?

Es por eso que me pregunto, ¿qué método y qué marco teórico son pertinentes para un tema como el amor? Para ello debo definir provisionalmente una noción mínima de amor desde la cual parto y determinar un objetivo, también provisional, que echa andar metodológicamente la reflexión. Con estos prerrequisitos considerados tómese nota entonces de lo siguiente. A primera vista el amor es un concepto relacionado con las actividades humanas en las que se pone de manifiesto la emotividad, el erotismo y el compromiso de, al menos, una persona para con otra. Esto sugiere que pensar en el amor posee como mínimo tres vías de desarrollo.

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La primera vía señala que la evidencia intuitiva es el primer camino para identificarlo, observarlo y tratarlo. La segunda vía muestra que existe un mecanismo de despliegue vinculado con el cuerpo y con los imaginarios estéticos que se constituyen en el marco de la condición histórico-social. La tercera vía invita a pensar en las relaciones espirituales entre pares y dispares. Pero he aquí que fenomenológicamente considero que debe atraparse, es decir, capturársele en un concepto que pueda quedar fuera de todo prejuicio. Ello consistiría en una verdadera intencionalidad que le abraza y sobrepasa. Acudo entonces a la epojé que se resiste en mi mente, no obstante, como método filosófico apropiado para pensar el amor. Pienso, entonces, lo siguiente.

Amor parece decirnos, como si se tratara de un agente, que se entiende a sí mismo como una entidad abstracta, pero no conceptual sino espiritual, que se sujeta de diversas situaciones, relaciones, momentos u objetos. Su existencia misma nos sugiere un vínculo con, o entre otras entidades. No resulta extraño, por ejemplo, que pensemos en el amor como la unión de dos voluntades (aunque alguna de ellas esté obligada), y lo ordinario de dicho vínculo invita a pensar que se despliega una cascada de eventos que llamamos compromisos; cada compromiso que se genera del amor lo entiendo como aquella interacción-fuerte que rompe fronteras y límites; algo me dice que nos fundimos en el amor, como si fuéramos dos gotas, aceite y agua, que desafían sus límites químicos y abren la posibilidad a lo imposible, podríamos decir poéticamente, a la unión absoluta más allá de lo contingente. ¿Se trata, entonces, de un acontecimiento que sorprende, que deslumbra y nos hace prometer actitudes y acciones que la realidad, nuestra realidad, no siempre permite?

¡Te amo demasiado —dice la pubertad en voz de alguien adolescente— que siento que muero! Vaya expresión, erupción pura de miedos y esperanzas. Marcilio Ficino llegó a decir que cuando amamos a alguien, nuestro pensamiento y alma se depositan en la persona amada. Morimos, porque nuestra naturaleza exige que nos pensemos como condición de vida (no biológica), sino identitaria, como personas. Si de mala suerte no nos pensamos como seres humanos, si abandonamos nuestra auto-referencia psicológica, abandonamos la condición de vida y dejamos de ser, perdemos dignidad, diría Ficino. Sólo la otra persona, y sólo ella, es capaz de regresarnos a la vida si nos hemos enamorado y no somos correspondidos, pues cuando alguien más nos piensa, aquello que nos da vida psicológica regresa a nosotros, estamos entonces en condiciones de ser amados.

Cuando dos se piensan en amor, una relación radical aparece, al grado de poder expresar apasionadamente “Tu vida depende de mí y yo de ti”. El vínculo que nos une genera un entrelazamiento que, mientras más bello sea, más nos acerca a la belleza de un Dios creador, diría Ficino.

Soy y vivo por ti en comunión, en armonía. ¿Qué otra realidad más compleja que esta? —podríamos preguntarle a Ficino—.

Otras propuestas filosóficas no piensan tan diferente, pero sí marcan diferencias. El amor del que hablaba Ficino es, en realidad, amistad, es vínculo de almas afines, sin concupiscencia ni contacto físico. Quizá por eso Ficino planteaba una tesis que hoy se escucharía misógina: el verdadero amor existe sólo entre varones, pues la mujer incita al deseo lujurioso. Lejos de ser misoginia de Ficino, la idea plantea una abstracción intelectual entre iguales (aunque debe reconocerse que las mujeres no tenían acceso a la educación, por eso no podían llegar a ser iguales y eso sí es misógino). ¿Qué otra cosa podría gustarnos sino es algo que se asemeje a nosotros? Pero Ficino no acertó con esto, pues no consideró que lo igual, al nivel intelectual que él proponía como único campo de expresión del verdadero amor, no se vive de sexo ni de roles de género. Lo intelectual puede ser neutro, como el lenguaje, pero la carne y el hueso, la sangre y el suspiro no son neutrales. Quizá en lo único que desearíamos que atinara Ficino es en considerar que el amor es también expresión pura de la Belleza, es decir, desearía que este filósofo renacentista atinara en su juicio cuando afirmaba que el amor humano es un primer indicio de la Belleza con mayúscula, aquella que es en sí misma. ¿Pero es acaso que la fealdad no puede ser amada?

La mujer de Mantinea, Diotima, planteó algo similar —de hecho ella es la fuente de inspiración de Ficino, que leyó apasionadamente a Platón—; éste, nos relata que Diotima supo con claridad qué es el amor, y lo supo tras haber contemplado (teoreticós) la Belleza en cuanto belleza. Afirma, según relata el ateniense, que el amor, lejos de limitarse a lo erótico se despliega hacia la amistad y culmina en la cáritas, es decir, el amor totalmente desinteresado por la Verdad y el prójimo, ¡y sin que éste deba ser correspondido! Los medievales entendieron que el primero (que los griegos llamaron eros) es necesario para la reproducción sexual, que el segundo (filias) es indispensable para conformar la comunidad política (bien intencionada y sin dobles discursos) y el tercero (charitas) es el amor de Dios, necesario para sostener la creación, quizá también sea el amor de los Santos si asumo alguna postura religiosa o espiritual —aunque no soy religioso—. Análogamente, estos últimos podrían acaso aspirar a vivir en el ágape, amor por la Verdad, con mayúscula, es decir, un amor por Dios y sus criaturas.

Pero nada de esto, de estas reflexiones fuera de la carne resultan significativas cuando esa sensación en el estómago y esa sonrisa en la cara invaden nuestro ser. Nos interpela como espejo, nos desafía sin que nos demos cuenta. Arranca la tranquilidad de nuestro pecho y mente, incluso de las entrañas… quizá más de las entrañas cuando hace presencia ese movimiento emocional por primera vez. Y nos sentimos miserables cuando no todo sale bien, porque sospechamos, trágicamente, que no podemos amarnos, sino que sólamente es posible el amor hacia algo distinto de nosotros, como sentenció Simone Weil, la filósofa; sobre todo porque parece que, en ese estado, el amor, si no quiere manchar o mancillar, deberá consentir de lejos… a la distancia, y en ese momento es cuando comprendemos que estamos amando a un ente imaginario a través de un cuerpo, un cuerpo que exige su espacio y su frontera y nos dice, no. Entonces caemos en cuenta que amar implica relacionarse con una realidad que se resiste, que reclama su existencia plena sin necesidad de nosotros. Aún y cuando exista pleno consentimiento, cada cuerpo y cada alma exige su propia indiferencia; y es que no nos damos cuenta que incluso uno mismo termina por exigir un espacio propio frente a lo que amamos. El amor así entendido, cuando lo asumimos con estas condiciones, lo abrazamos en ejercicio de libertad y de verdad, y no podemos en cambio, amar la verdad de algo o de alguien; lo que sucede es que al amar, vivimos la verdad de la relación, y no del otro amado.

Pero ¿cómo negar que el primer encuentro con el amor es como un relámpago que golpea? Piensa la filósofa alemana Hanna Arendt, que amar concede cierto tipo de lucidez, aquella que nos permite conocernos a nosotros mismos… quizá porque expone lo que más nos pertenece, aquello que se vincula con nuestra alma… y con nuestros más complejos sentimientos. Es entonces un estado, un acto y una confesión íntimas. Y saben… concuerdo. Es tan íntima, que no podemos mantenerla en la intimidad… contradiciendo a Arendt, esa experiencia de amor la hacemos pública, ¿quién no busca mostrar al resto de sus semejantes que cuando se está enamorado de alguien más, lo gritamos? Piénsenlo, nos agarramos de la mano, nos besamos, nos casamos… ¡Lo publicamos en las redes!

No sé qué sea el amor esencialmente, pero sí sé que se trata de una realidad con forma de relación; esa relación trascendental, de la que habló mi querido maestro Pedro Gómez Danés. Quizá el amor es una relación que se estudia fenomenológicamente, pero se vive hedonista y estoicamente, con entrelazamiento y mezcla plena hasta confundirse en el tiempo, ese que mientras se vive, es tan claro como el agua de un manantial.

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