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El maestro Israel Cavazos y el Señor de la Expiración // Adrián Cruz Martínez
El maestro Israel Cavazos Garza creció en un hogar católico: “Soy católico, pero no de esos recalcitrantes”, recuerdo me dijo en cierta ocasión. En su juventud formó parte de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) y fue catequista en la capilla de San Sebastián en la década de los 40. Todos los días a las 8:30 de la noche subía la escalera rumbo a su cuarto para dormir, no sin antes despedirse ante una fotografía de su esposa Lilia que se encontraba en el vestíbulo. Celia, su amiga y asistente tendía su cama y con unas oraciones concluía su día. Un cuadro de la virgen de la Asunción, pintado por su padre don David, le daba los buenos días al descender la escalera, y tras persignarse solía decir: “Lléname de ti, Señor”.
La historia de su pueblo natal, hoy ciudad Guadalupe, Nuevo León, está ligada a lo religioso, en especial a la de un Cristo, El Señor de la Expiración, así como dicha imagen a la del Maestro; sus primeras investigaciones históricas fueron sobre él y fue gracias a sus tías abuelas que se conservó un ejemplar de la Novena del Señor Crucificado con la Advocación de la Expiración escrita por fray Juan Antonio Manuel del Álamo, vicepárroco de Guadalupe en 1827; incluso la edición actual de la novena incluye una pequeña biografía del padre Álamo, y al adquirirla le causó risa cuando le cuestioné sobre el firmante de ésta : “¿Quién será I.C.G?”.
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En alguno de los paseos que hicimos por la plaza principal de Guadalupe lo acompañé a orar ante el Cristo, donde además tomamos algunas fotografías de la imagen: “¡Haces bien en cargar tu cámara, yo también lo hice muchos años!”. El jueves 11 de agosto de 2016, en uno de los desayunos a los que tuve el privilegio de acompañarle en el Casino Monterrey, le pregunté si asistiría a la fiesta del Señor de la Expiración a celebrarse el domingo 14: “¡Ya veremos. Hablamos el sábado!”.
Para mi fortuna aceptó vía telefónica la invitación. Aquél domingo, una torrencial lluvia se presentó durante la mañana, tal vez ante las plegarias al también conocido como Señor de la Lluvia, confieso que a pesar de haber leído su libro publicado en 1973, no había asistido a la tradicional celebración.
Llegué puntual a las 2:30 de la tarde al centro de Guadalupe, calle Zaragoza, en donde formó su hogar desde 1963, lo encontré sentado en el vestíbulo y fui recibido amablemente con su característico: “Hola, Hola, ¿Qué tal?”, me esperaba además con un ejemplar de El Señor de la Expiración del Pueblo de Guadalupe: “Es el último que me queda. Solo ayúdame a buscar mi corbata”, al decirle que sería un día caluroso me respondió: “Nací con corbata”. Buscamos su “bastón de mando”, como yo le llamaba en tono de broma, en alusión al que portaban las primeras autoridades tlaxcaltecas de Guadalupe como señal de autoridad, y no muy convencido (ya que prefería caminar) lo llevé en la silla de ruedas a la plaza principal.
Al llegar, le pregunté si quería hacer todo el recorrido, el cual daba inicio a las 3 de la tarde y concluía cerca de las 7 de la noche, respondiéndome: “Tal vez sea mi último regalo de cumpleaños”, confieso que no entendí sus palabras, o pretendí no entenderlas. Platiqué con uno de los encargados que inmediatamente nos dijo que avanzaríamos al frente de la procesión junto a los sacerdotes; le colocaron al maestro un sombrero con una cintilla morada y una medalla como la que portaban los cirineos. Tan solo habíamos avanzado una calle cuando me dijo: “Quiero ir viendo al Cristo, ¿podemos colocarnos atrás?”, a lo que sin duda accedí.
Gracias al doctor José Eleuterio González “Gonzalitos” sabemos que para 1715, año en que fray Antonio Margil de Jesús visitó la entonces villa, la imagen ya era venerada; la fiesta antiguamente celebrada cada 9 de agosto, hoy se realiza el segundo domingo de dicho mes. El Cristo, de tez morena, como la de los indios tlaxcaltecas fundadores y de una vara y media de altura (1.33 metros) es sacado de su templo, colocado en una peana y llevado por los cirineos en procesión solemne por las calles de la ciudad implorando la lluvia.
Los “matachines” y la banda con tambora y flauta que acompañan a la procesión recuerdan la herencia tlaxcalteca de la ciudad, mientras los asistentes que recorren las calles decoradas con imágenes religiosas, flores amarillas y moradas rezan el rosario y gritan: ¡VIVA EL SEÑOR DE LA EXPIRACIÓN!, ¡VIVA EL SEÑOR DE LA LLUVIA!.
La maestra Lilia Eunice Villanueva de Cavazos señalaba en Leyendas de Nuevo León que:
es fama que “cuando no quiere salir” del templo, la imagen “se hace pesada” y ni el mayor número de integrantes de la Hermandad del Señor logra levantarlo. Es fama también que en tiempos de sequía era llevado a Monterrey a solicitud del Ayuntamiento de la Ciudad o por el Gobierno de Nuevo León, a fin de implorar la lluvia, que nunca se hizo esperar. Como tampoco se llegó al templo después de la procesión, sin haberse mojado los asistentes por el aguacero.
Un carro alegórico representando la leyenda del Cristo llevó al maestro a recordarla, la cual fue transmitida de generación en generación hasta quedar plasmada en una de sus primeras crónicas titulada El Santo Cristo de la Expiración y publicada en El Tiempo, de Monterrey, el 2 de diciembre de 1945, así como más tarde en su libro:
Sucedió en una mañana, cuando se percibían apenas las primeras luces del alba. Los indios despertaron sobresaltados, y corrieron presurosos a la capilla, porque oyeron tañer la campana. Y su sobresalto fue mayor aún, al darse cuenta de que no era el indio sacristán quién la sonaba, sino un asno, que movía el cuello atado a la cuerda (otra versión asegura que el asno tiraba de la cuerda con el hocico).
Pesada carga traía sobre sus lomos la bestia —algún mercader la habrá extraviado— se dijeron. Pero, en vano buscaron en el camino. Ni siquiera huella reciente encontraron de alguna recua en el sendero. Aunque con el temor consiguiente, libraron de tal peso al borrico. Y, cuando pusieron en el suelo el largo cajón de toscas y mal enclavadas tablas, notaron que su contenido era una imagen del Señor, crucificado, en tamaño natural.
Postrándose de hinojos ante visita tan providencial. Lloraban unos, conmovidos por la expresión del rostro del Señor. Otros se santiguaban con ademán de asombro y regocijo. Introdujeron al Cristo en la capilla, sustituyendo con él la gran cruz de madera que destacaba en el fondo, y que había sido venerada hasta entonces como titular de la hacienda primitiva.
Tan desbordante fue el júbilo, que nadie supo más del cansado jumento que habían dejado junto a la puerta. Lo buscaron mucho por entre matorrales y sembrados. Todo fue inútil. No lo encontraron. Sin embargo, es pública voz y fama que, muerto de cansancio, lo encontraron cerca de la puerta norte de la capilla, y que allí mismo le dieron sepultura.
El recorrido, el cual hicimos completo, fue toda una cátedra sobre la historia de Guadalupe, recordó su niñez, a sus antepasados, dónde vivía tal o cual persona, me habló de Juan y Diego Solís primeros pobladores y fundadores de las Haciendas de la Santa Cruz y de San Marcos y por supuesto de Francisco de Barbadillo y Vitoria. Observó todo, incluso me señaló las pésimas condiciones de las calles, banquetas y la falta de placas que indicaran el nombre de las calles, unas semanas más tarde en la presentación de Don Israel Cavazos Garza. Memoria Viva de Monterrey, su último libro, y en el que me invitó a participar, se lo hizo saber públicamente al alcalde.
El lunes 7 de noviembre de ese año fue la última vez que visitó el Templo del Señor de la Expiración, no puedo expresar qué sentí al ver su féretro entrar por el pasillo de dicho lugar mientras se entonaban las “7 palabras”, sin duda sentí tristeza, pero recordé que antes de morir me dijo: “Adrián, la vida ha sido muy generosa conmigo, no tengo por qué estar triste”, además sabía que como creyente deseaba contemplar cara a cara al Señor, a quien con sus investigaciones fomentó su devoción y que esta vez le daba la bienvenida al reino de los cielos.