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Perro perdido // Melisa González Aguirre
¿Por qué siempre eliges el peor día para escaparte? Llego cansada, van dos horas de tráfico, tengo que enviar unos correos, me llamaron la atención en el trabajo, no estoy siendo lo suficientemente productiva, no hubo ninguna canción buena en la radio, no he comido desde las dos y me aprietan los pantalones, para que cuando abra la puerta te entre la locura de salir corriendo a la calle buscando un no sé qué, que la vida doméstica no puede ofrecerte. La seducción del otro mundo, de un constructo que va más allá de la monotonía, de unas croquetas esperadas en platillos de tres tiempos, de un lugar que ofrezca más que las caricias con el pie de mamá. ¿Qué existe más allá de La Casa? Incluso más allá de El Parque. O bien, ¿qué existe más allá de Las Calles que rodean La Casa? Yo veo que todas estas preguntas abruman tu mente mientras pasas tu vida de ermitaño en tu casita que esconde tesoros extraños; objetos que a simple vista humana no tienen importancia, pero que tú sabes bien, son preciosos y ricos.
Ahora que lo pienso bien, creo que admiro esta actitud tuya de rebeldía. A pesar de que ando detrás de ti, a paso humano y torpe, molesta por tu escapada, pienso muy a fondo en lo divertido que es este momento. Tú corres como si se tratara de tu mera vida en juego y a mí me preocupa que de eso se trate. La dinámica es la de siempre: das una corrida con todas tus fuerzas, estirando tus patas como nunca te había visto estirarlas en casa, para detenerte en uno que otro árbol y marcar tu territorio, aún cuando sabes que ya para la tercera parada no tienes más líquido con qué trabajar. Y mi papel, el mismo: te sigo bofeada de la preocupación, corriendo sin rumbo definido, tratando de leer tus futuras movidas que te inventas según tu antojo. Cada parada tuya, ya sea una de estas, una olfateada que sientes la necesidad de dar o cualquier distracción con tu entorno, son oportunidades preciosas para mí de regresarte a la casa donde puedas seguir con tu vida segura y cómoda. ¿Por qué la rechazas? ¿Será la vida que nunca pediste?
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Finalmente, te detienes en un árbol y yo me acerco a paso lento, distraído. Finjo desdén y pretendo que de pronto me interesa algo más del lugar. Como si hubiera salido a pasear por simple gusto y el encontrarte ahí solo hubiera sido una coincidencia, como si no se tratara de un asunto de vida o muerte. Sé que, si me acerco de pronto, correrás eufóricamente lejos de mí; en parte por juego, en parte por un rencor que sabía que vivía dentro tuyo, pero jamás admitiste. El plan solo tiene una oportunidad que no puedo perder. Me acerco a una distancia razonable para ambos que negociamos con la mirada. Te detienes. Yo ya sé que las tengo de perder. Volteo hacia otro lado, no queriéndote ofender. Tú prosigues oliendo una que otra planta. Yo avanzo mis piernas sin mirar hacia delante. Ahora estás de espaldas y me das ventaja. ¿Será trampa o descuido? No importa, es ahora. Es el momento. Doy un salto sorpresa para atraparte y te cubro con mis dos manos, a lo que respondes en tono de queja (como si no te lo hubieras esperado durante todo este tiempo) y lanzas una mordida. Me detengo porque duele. No la mano, sino el hecho de que me mordiste. Sales corriendo frenéticamente para perderte de vista. Yo no te alcanzo por más que te sigo.
Durante la noche no puedo dejar de pensarte. Por más horas que pasamos buscándote en familia, por más desvelo que me di, por más que te lloré en la regadera, por más que recé tu regreso, por más que me quisieron consolar, aún así sé que no estás aquí y lo más probable es que no vuelvas. ¿Habrá sido mi culpa? La manera en que abrí la puerta, muy de golpe, muy confiada de que no pasaría nada. O tal vez pude haber corrido más rápido, tener una mejor estrategia, no acercarme demasiado, no tan pronto. ¿Qué hice mal? La mordida en mi mano se queja en gritos de punzadas y amenaza con quedarse en cicatriz conmemorando la primera vez que desafiaste mi confianza. El haberte ido de ese modo…
No solo estoy perdiendo a mi perro, sino a mi acompañante. Cuando pelearon mamá y papá y no supe qué hacer, cuando terminó esa relación con ya sabes quién, que desde entonces no he sido la misma, cuando todos los demás ya habían tomado una decisión y yo seguía estancada, tú siempre estuviste ahí. Respondías de un modo similar: primero, en silencio, escuchando como psicólogo al pendiente de variantes en las historias o momentáneos ataques de llanto, pero, sobre todo, a que no me detuviera de acariciarte porque eso sí era inaceptable. Segundo, te escapabas por un momento para pensar mejor las cosas antes de aconsejar en falso, en donde aprovechabas para despejar la mente al tomar agua, olisquear tu comida (que no sé qué tanto olías si no iba a cambiar) o marcar territorio en plantitas que tenías prohibidas, pero aprovechabas mi vulnerabilidad para tomar un riesgo que yo siempre dejaba pasar. Increíble, tu fortaleza, tu capacidad de adaptación, de seguir adelante sin mirar atrás. Siempre ha sido una lección para mí.
Ya no sé si es sueño o pensamiento cuando te veo viéndome mientras te busco. Estoy en la calle rodeando las casas que creí conocer, pero que ahora exploro como si fuera nueva en la zona. Te busco en todas las posibilidades: detrás de árboles, de esquinas, de lugares y objetos imposibles en los que podrías o no estar. Pero ya no puedo. Me entra un algo que pasa por la garganta y miro hacia alrededor para asegurarme que nadie vaya a husmear por sus ventanas con el afán de juzgar a la niña que busca al perro perdido a nunca regresar. Pobrecita. ¿Por qué sigue buscando? No, ¿pobre por qué? Si a ella se le perdió. Fue su culpa. Todos estos pensamientos atacan su mente, cuando ya no lo soporta y se echa a llorar. Como una niña chiquita, se pone de rodillas y se cubre con las manos. Desde hace mucho que no tiene ese sentimiento. Desde hace mucho que no se deja llevar totalmente y hace un berrinche a gusto, sin el peso de los ojos de la vida adulta. En cada lágrima no solo suelta el duelo de la pérdida, sino disfruta la libertad de sentir.
En eso, el cielo se nubla por completo y se oscurece poco a poco. Ella alza la mirada y se limpia un par de lágrimas, confundida. Entre las nubes, aparece un rayo de sol que le pega directamente con una delicadeza cálida. Se manifiesta así de repente: con sus bigotes bailando por el viento que conlleva tal altura y con una complexión mucho más grande de su realidad en la Tierra. No hace un esfuerzo por abrir su hocico, pero ella escucha la voz secreta que siempre supo que tenía. Con un par de palabras le hace entender que está bien y recuerda la buena vida que le ofrecieron en su hogar. El cariño con que lo acogieron, cómo lo alimentaron y la vez que se pasaron casi todo el día en el parque en familia. Ella sonríe ante el recuerdo, sí había sido un buen día. “Gracias”. Ella se despierta con este último pensamiento en mente y aún con los ojos cerrados, baja al primer piso de la casa para revisar el patio. Los entreabre para confirmar que él no está. Su casita sigue ahí, intacta y callada en complicidad. Sabe que no va a hablar ni delatar a su dueño, así que regresa a su cuarto rendida. … Le gustaría decir que tiene los ojos hinchados del descanso, pero todos saben que se pasó la noche llorando. Llega a la mesa para un desayuno triste que apenas se acerca a su boca por obligación. Todos en la familia exageran su amabilidad en detalles que nunca procuran para hacerla sentir mejor y ella lo reconoce con una sonrisa, aunque no sabe por qué le dan más ganas de llorar. Sale a la calle, de nuevo sola, pero esta vez más sola, ahora sin el arrebato de locura de él cada mañana cuando insiste en acompañarla afuera de la casa. El sonido de sus patitas rasgar la reja ya no está ahí.
Al subirse al carro, siente la seguridad de ser ella misma y de llorar más cómoda, pero justo cuando está a punto de dejarse hundir por completo, lo ve a los lejos, muy campante, oliendo unas plantas cercanas y actuando como si nada hubiera pasado. Ella cambia su semblante. Sale inmediatamente a su encuentro, y él, con sus bigotes aplastados que dejan rastro de la vida salvaje más corta de la historia, regresa a lo que conoce. Primero finge desinterés, sin querer tragarse su orgullo al pedir perdón con el fin de que acepten su regreso. Se despabila sacudiendo su cuerpo y practica algunas breves y ligeras posturas de yoga para reincorporarse. ¿Está diciendo lo que ella cree que dice? Atónita, no sabe si dar un paso más por miedo a volverlo a perder.
En eso, él se acerca lentamente midiendo su suerte y apresura el paso cuando ve que se inclinan para recibirlo. Ella lo acaricia, vuelve a sus brazos; no importa lo de ayer, hoy se tienen y es feliz. Lo regresa a la casa y terminan con un abrazo que asegura un cambio de blusa inmediato, pero que ella deja pasar. Yo la veo salir de su casa desde la ventana de mi cuarto e ir al trabajo un día más. Ahora sonríe. Desde ayer que nos preguntaron los vecinos si habíamos visto a su perro y hoy tan solo me puedo imaginar lo que sucedió después.