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Bienvenido a la jungla // Gerson Gómez
Pulsa la herida. Aquí es donde debes estar. En medio del caos. Rodeada de conocidos ocasionales.
Das un trago al vaso plástico pletórico de cerveza. Levantas la vista. Tu hombre empuña el taco para el tiro en la mesa de billar. La bola toca par de bandas. Cae en la buchaca. Casi por accidente. Acelera la emotividad del triunfador.
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Le lanzas sonrisa y besos. Quinceañera de la tercera edad. Enamorada por penúltima vez. Arde por debajo del vendolete. El puñetazo limpio. La consigna en la Cruz Roja. El médico de guardia duda mucho de la versión del accidente en la cocina. La anestesia local. Los puntos uniendo las dos partes de piel en la frente. La aguja entra y sale en la carne. Gesticulas adormecida y mareada.
Das otro trago al vaso. Ya solo queda la mitad. Se vacía la caguama. Sonríes. Te duele de vuelta. Aquí es donde debes estar. No en casa. Al cuidado de los nietos. Sino con tu nuevo viejo hombre. En la misión suicida.
La mesera despacha la nueva ronda de cervezas. Algunas manos de los parroquianos se desplazan acrobáticas por la cintura extraviada. Bajo el sostén lleva el teléfono celular. Las actualizaciones de las redes sociales encienden la pantalla. De colores su ropa interior. Los pezones oscuros y amplios.
Mujer por respetar cuida siempre de las formas. No se exhibe tan libertina. Eso enseña una en casa. La orilla de los marginados. El gusto salobre de la derrota. Estás exhausta de las escenas de celos. Los infundios. Ya no tienes edad para andar cuidando borrachos. Alimentarlos con tus caricias a deshoras. Prender el boiler. Desnudarlos con paciencia, mientras caen en contradicciones. Lavarles sus vergüenzas. La ropa orinada y la trusa con manchas de mierda e incontinencia.
Nadie te puede llamar huevona. Diste a luz ocho hijos. Cuatro hembras y cuatro varones. Los enviaste a la primaria y la secundaria. Luego cada uno se ganó la vida como mejor le dio a entender su inteligencia.
Tampoco te pueden decir jacalera. Siempre estuviste al pendiente de tus parejas. De sus necesidades. Les lloraste cuando te cambiaron por otra. Si no llegaban a dormir. Al descubrir aromas nuevos en su ropa. Los cuellos de las camisas marcados de lipstick.
A tus hijos jamás les hablaste de las pesadillas del hambre. Humilde y sumisa remendaste cada una de las piezas de ropa. Las heredaste por edades y tamaños. Los mayores siempre estrenaron. A los menores les hiciste saber sobre la cantidad de pasos de esos zapatos, imaginen hasta dónde llegarán.
Le das otro trago a la cerveza. Se ha cerrado el juego y queda solo la número ocho. Tu hombre te sigue con la mirada. Entran a la cantina los vendedores de burritos de harina de la misión salvacionista. Agradeces la cortesía: “A la otra, a la otra”. Te observan con tristeza.
Entregan el folleto con una dirección para sus reuniones cotidianas. “Cristo Salva”, te dicen. Lo guardas apenada. Tu pareja juega las ganancias del día. La de cuidar los autos en la zona aledaña del Mesón Estrella. Todo o nada. En el lance por resolver está el pago del recibo de la luz, el gas y el agua. Con tanto calor, la sed insoportable. Tiene suerte. El ocho negro cae donde debe.
Quieres ir a tomar el camión. Dormir sin sobresalto. Con el miedo de los asaltos en los taxis. Lo has visto en el noticiero de la mañana. Cada día son más frecuentes los actos delictivos.
Le piden la revancha. Los machos calan el tamaño de su hombría. Te sabe amarga la cerveza. Abulta el estómago. Piensas en la colitis. Maldita sea. Otra hora y media en un solaz interminable.
Sumergida en ese galerón verde, decorado con palmeras cargadas con cocos, atardeceres perpetuos, mujeres a medio vestir, arenas y un mar infinito. La Jungla de Monterrey.
Entonces recuerdas a Omar, ese hondureño de color, quien llegó deportado desde California. Te pidió un vaso con agua cuando pasó por el zaguán de tu casa. Nunca se le niega el agua a nadie, les enseñaste a tus hijos. Esa es una ley básica de vida.
Comenzó a frecuentarte por las mañanas. En las ausencias de tu pareja. Le serviste de consuelo con los magros almuerzos. “Me recuerda mucho a mi madre. Una santa dondequiera se encuentre. Ya me quiero devolver a mi tierra. Agarrar el camión de regreso en la central. Aprendí la lección. Me regreso en una sola pieza. No en bolsa negra, en la morgue o despedazado por el paso del tren, como muchos de mis paisanos. No existe el sueño americano. Es una mentira de las películas de Hollywood. Le hacen creer a uno sobre el dinero creciendo en los árboles”.
Se te movió la entraña de madre, pero también la de mujer. Determinada le hiciste dos entregas el último viernes del mes de agosto: el frasco de café con tu dinero de la pensión básica solidaria de vejez y el segundo, de tu cuerpo, en la recamara, decorada para esa única ocasión.