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Podrías decirme cómo duermes // Gabriel Contreras

EL HECHO es que solemos compartir espacios sociales al tiempo que ponemos el acento sobre valores más o menos materiales. Como si se tratara de caminos paralelos pero inconexos. En nuestro cerebro, transitamos por la vida social cotidiana, y al mismo tiempo peleamos como perros por un poco de bienestar, prestigio, dinero o fama.

Así, nos vemos de pronto sometidos por el afán —urgencia en ciertos casos— de acumular dinero, o por la tentación de viajar, y obviamente pocos o nadie descartan la posibilidad de compartir las imágenes derivadas de ese vuelo y esa estancia tantas veces mencionados en las fiestas. Igualmente, nos atrae formar parte de tal o cual cuerpo directivo, algún club, tener un montón de diplomas colgados en la pared, y presumir todo lo presumible. Porque en realidad nadie se apena por eso, y nadie se arrepiente en momento alguno de esa clase de acciones, y con ello equiparamos exceso con satisfacción y abundancia con equilibrio. O sea, que mucho de lo que está en juego hoy entre nosotros nos remite a la obligada costumbre de esforzarse, ganar y alardear logros. Y la meritocracia, por cierto, es algo que se juega más o menos así…

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Veamos el tema un poco en perspectiva. Tanto en algunas sociedades americanas como en ciertos países europeos, y sobre todo en Japón y en otras comunidades orientales, el furor por competir todos contra todos está de moda, y destacar en medio de la batalla por el dinero y los méritos es en realidad algo menos que una obligación.

Es notorio cómo se dedican muchísimos documentales y reportajes a los nuevos superhéroes de nuestras sociedades, y sucede que esos superheroes son los millonarios, los llamados “famosos”, los líderes políticos, los mentados influencers, cantantes, así como los programadores y diseñadores, que ostentan ahora mismo la condición social de un Superstar.

El placer y el prestigio parecieran existir ahora como los meros sinónimos de una cargada cuenta bancaria y sus correspondientes posesiones inmobiliarias, independientemente de que su búsqueda nos conduzca a la gastritis, el llanto inexplicable, las úlceras, el infarto cerebral o la insuficiencia renal. Esos son solo efectos colaterales de una modernidad en rotunda decadencia que en su momento fue clasificada por Lipovetsky como hipermodernidad, una era dominada por el simulacro, el lujo, el narcisismo y el individualismo.

Y el hecho es que los efectos colaterales no importan tanto en esta batalla sin fin. Porque en el fondo, el dinero y el estatus parecieran merecer cualquier esfuerzo, ganarlo todo, la vida misma, y la muerte misma, y es por eso que las páginas de La Red nos informan de los lujos a raudales, pero no dan cuenta —prácticamente nunca— de los fatales desenlaces generados —en las cumbres de las élites— por la guerra del dinero.

Al cabo, queda poco o nada para poner sobre la mesa. Y entonces, factores clave tan esenciales como comer despacio, meditar, descansar o simplemente dormir sin una alarma activada, son vistos como poca cosa, tonterías, nimiedades, filosofía de hippies.

Y curiosamente, estas son todas actividades radicalmente benéficas y saludables, actividades fundamentales, capaces de mejorarnos esencialmente la vida, pero lo cierto y lo triste es que siempre las cancelamos o las posponemos, porque primero, antes que todo, están las imágenes impuestas por el mainstream, y después, allá en un rincón, alejada, difusa, olvidada, allá está la vida misma.

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