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Un regiomontano en la embajada de la URSS // Francisco Villarreal
En junio del año 1964 me gradué en la Escuela Normal del Estado de Nuevo León, la cual lleva el nombre del insigne educador ingeniero Miguel F. Martínez. En esos tiempos mi aspiración era obtener una plaza de profesor en la ciudad de Monterrey o en alguno de los municipios de la zona metropolitana, ya que deseaba realizar estudios superiores, fuera en la entonces Universidad de Nuevo León, o en la recientemente fundada Escuela Normal Superior del Estado. Por tal motivo, recurrí al profesor Serafín García, quien fue condiscípulo de mi tío materno Alfredo González Vargas, y se encontraba ocupando un cargo directivo en la Dirección de Educación del Estado, para tratar de concretar mi aspiración. Tras examinar las posibilidades y habiendo revisado mis documentos, me informó que por el momento no había la menor posibilidad de encontrarme una plaza en Monterrey o sus alrededores, sino en algunos municipios algo distantes de la capital.
Mientras sopesaba las perspectivas de dicho panorama, tan alejado de mis deseos primigenios, el doctor Mateo A. Sáenz Garza, con quien había cultivado una estrecha relación amistosa y política, me invitó a trasladarme con él y otro fraternal compañero, Gerardo Olvera Corral, a la Ciudad de México, para participar en un proyecto cultural y político. Sin dudas acepté esa invitación, con lo que mi vida dio un vuelco que a mis casi 20 años se antojaba inconcebible. Ese proyecto incluía la superación del sistema de producción capitalista y una transformación radical del sistema jurídico y social; en otras palabras, se trataba de acabar con el sistema capitalista y establecer el socialismo, es decir, crear un futuro luminoso para hombres y mujeres.
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Mis ilusiones al momento de trasladarme de una ciudad de provincia, a pesar de las dimensiones de Monterrey, a la capital, provenían de algunas confusiones, propias de la inmadurez y de la falta de experiencias. Si bien la Ciudad de México ponía a mi alcance las mayores fuentes de conocimiento, entretenimiento y cultura que hay en el país, también los vicios y los problemas sociales se ven multiplicados. Para mí, la principal confusión consistía en comparar lo grandote con la grandeza, que son dos cosas muy diferentes, como constataría en pocos años.
En la calle de Escobedo entre Aramberri y Modesto Arreola estaba ubicada la Sección Monterrey del Instituto de Intercambio Cultural Mexicano-Ruso, que por esos tiempos estaba a cargo de don Tomás Cueva, legendario líder sindical, y a sus manos llegó un sobre enviado por la Embajada de la URSS, el cual contenía una invitación para que una persona asistiera, en representación de dicha Sección, al acto conmemorativo del aniversario de la Revolución de Octubre, que tendría lugar en la embajada, ubicada en Avenida Revolución, en la capital del país. Don Tomás, sabedor de que Mateo A. Sáenz Garza estaba radicando en la Ciudad de México, acudió al doctor Mateo A. Sáenz Treviño, para decirle que acaso su hijo podría atender esa invitación. El doctor Sáenz Treviño hizo llegar a su hijo dicha invitación. En esos tiempos había el temor de que “agentes de gobernación” o de la Dirección Federal de Seguridad filmaban o fotografiaban a cuanta persona entrara a todo establecimiento relacionado con los países socialistas, con lo que la ficha política de uno estaría en manos de las autoridades. Y desde luego que Mateo A. Sáenz Garza tenía ese temor, por lo que decidió no atender personalmente la invitación mencionada. Gerardo Olvera también quiso eludir toda posibilidad de que “Gobernación” pudiera rastrearlo. Y a los 20 años yo creía que podía masticar rieles, por lo que eché sobre mis hombros la tarea de asistir a la embajada de la URSS el día 7 de noviembre de 1964. Pero de mi parte no era una actitud descuidada, sino que partía del hecho de haber visitado varias veces la oficina de la Sección Monterrey del Instituto de Intercambio Cultural México-Ruso, donde funcionaba una librería y se vendían obras soviéticas, tanto políticas como técnicas y literarias, y nunca sentí amenaza alguna a mi integridad física o persecución de alguna clase. Partiendo de esa experiencia personal, era casi natural que no sintiera miedo alguno en apersonarme a la embajada de la URSS en la Ciudad de México.
El hecho de encontrarme en la Ciudad de México me permitió conocer muchos lugares y sobre todo algunas personas notables. Al pasar frente a un edificio con alguna placa adosada en sus paredes, siempre procuré enterarme de qué se trataba. Acudía, cada vez que me enteraba de un acto público en que participaran las organizaciones de la izquierda proveniente del ahora desaparecido Partido Comunista Mexicano y sus satélites. Así, me era posible identificara algunos de los personajes más connotados de la izquierda mexicana de esos tiempos, aunque había quienes estaban fuera de las nóminas del PCM y no asistían a esos eventos. También en conferencias tuve la oportunidad de conocer a otras personas notables, así como en algunas reuniones privadas que tendían a coordinar los esfuerzos de algunos grupos, entre los cuales estaba la organización que Mateo, Gerardo y yo habíamos decidido formar, que si bien aún era reducida, tenía la misma dinámica de los otros grupos y estaba en vías de crecimiento. Igual trabé relaciones amistosas con algunos maestros extraordinarios, pero no ahondaré sobre ello, porque eso sería materia de otro artículo.
Así, el día 7 de noviembre, en horas de la tarde, acudí al edificio que ocupaba la embajada de la URSS. A pesar del poco tiempo de estar viviendo en la Ciudad de México, merced a que ya reconocía a algunas personas, me sentí como pez en el agua, conversando con el doctor Jorge Carrión, quien publicaba un artículo quincenal en la revista Política que dirigía Manuel Marcué Pardiñas, e intercambiando puntos de vista con el profesor Otón Salazar, quien había sido el principal dirigente del Movimiento Revolucionario del Magisterio y que recientemente había salido del palacio negro de Lecumberri, donde fue uno de los principales presos políticos del régimen lopezmateísta (1958-1964).
Varios de los funcionarios de la embajada, encabezados por el mismísimo señor embajador, recibían a cuantos llegábamos a la sede de la representación soviética en México y tas el saludo de manos alguno de esos funcionarios me preguntó por el pin que yo llevaba puesto en la solapa del saco y a lo que contesté: “me lo regaló Anastas Mikoyán cuando visitó Monterrey”. Todo mundo deambulaba por los amplios salones de la planta baja de la Embajada e intercambiaba saludos con cuantos se cruzaban con uno. A una señal de la cual yo no me percaté, todos los visitantes empezamos a subir a un mezzanine; ahí estaba dispuesto un buffet para una opípara cena, con jamones, frutas asadas y una multitud de platillos deliciosos, y al terminar de consumir tan ricos alimentos la gente empezó a retirarse.
En los años subsiguientes llegué a visitar las embajadas de Cuba, Checoslovaquia y de Albania, pero a la embajada de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas nunca tuve la oportunidad de regresar. En años recientes sentí el deseo de acudir a la embajada de Bolivia, con la finalidad de saludar al embajador de esa nación andina, el doctor Marcos Domich Ruiz, quien a principios de la década de los años setenta estuvo varios días en la Ciudad de México, y tuve el agrado de alojarlo conmigo en el departamento que tenía rentado en la Unidad Loma Hermosa. No omito manifestar que desde hace cuarenta años resido en la ciudad de Mérida, Yucatán, y antes de que se concretara ese deseo, la encomienda del doctor Domich Ruiz en México terminó.
Abundando sobre un comentario anterior, con el paso del tiempo conocí a muchas personas destacadas, extraordinarias, algunas de ellas maestros de la Escuela Normal Superior, otras del grupo de transterrados de la guerra civil española y algunas más periodistas y literatos. Compartí con muchos de ellos principios y esperanzas, cuya realización no ha devenido con el simple transcurrir del tiempo, y aunque esfuerzos hemos brindado para su consecución, esos sueños no han cristalizado. Tal vez la vida no nos alcance para verlo, pero la humanidad tendrá el futuro luminoso por el que hemos luchado.