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ACERVO CULTURAL Y PATRIMONIAL

TEATRO BARTOLOMÉ MACCIÓ

CELEBRANDO UN SIGLO DE VIDA

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Juan Carlos Barreto

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a caída del sol, reflejada en la fachada de la Catedral de San José de Mayo, destaca los bajorrelieves realizados por Zorrilla de San Martín. El color casi rojizo acentúa aún más sus cúpulas recubiertas con azulejos Pas de Calais, bajo las cuales, en el interior del templo, se conservan los bellos frescos que el maestro italiano Lino Dinetto estampó en el pasado siglo XX. Muy cerca de la iglesia, y en una reducida área del centro de la ciudad, se puede disfrutar de un corredor imaginario con elementos artísticos y arquitectónicos de alto valor

patrimonial: la Pirámide a la Paz de Abril de 1872 –obra del escultor Juan Ferrari– ubicada en la cruz central de la Plaza de los 33 Orientales, los bancos revestidos con la particular obra del genial Hugo Nantes, el Museo Departamental con su rica pinacoteca de arte nacional, el edificio del ex Banco San José convertido hoy en el Espacio Cultural, y el principal signo urbano, orgullo de los maragatos: el Teatro Bartolomé Macció. Pero más allá de su materialidad, estas construcciones tienen alma, algo que se descubre observando, escuchando, sintiendo que detrás de cada piedra, de sus paredes o de sus ventanas, se resguarda su memoria. En el caso del teatro, no es difícil intuir las emociones de las personas que salieron a escena, transitaron sus pasillos o habitaron fugazmente sus camarines, signos que –si se quiere– pueden ser decodificados en silencio. Sentarse por primera vez en la nueva cafetería del teatro resulta atrapante. Al poco tiempo, el visitante experimenta la extraña sensación de sentirse un parroquiano más que disfruta de un café solitario o de una de las tantas tertulias a la tarde. Estar allí, sentado junto a una de sus mesas, puede significar la excusa perfecta para preguntarse cómo y por qué se gestó este magnífico edificio.

Un poco de historia Cuentan las crónicas que don Bartolomé Macció fue un italiano que llegó a Montevideo por 1840 y que luego se transformó en hacendado con sus actividades ganaderas en el departamento de San José, donde se afincó generando una importante fortuna. Tras su muerte, en octubre de 1900, surgió entre los herederos la idea –común en esa época– de comprar una parcela en el cementerio local y construir allí el panteón familiar. También se ha dicho que fue su yerno, don Rafael Sienra, quien convenció a su suegra de honrar al difunto “entre los vivos y no con los muertos”. Y es así que, contemplando los gustos por la ópera y la zarzuela de la viuda, doña Filomena Servetto, se le encargó al arquitecto Leopoldo Tossi un proyecto que comprendía, además del teatro, un edificio para administración de rentas, correos, telégrafos y teléfonos. Y en la planta alta, un instituto musical y gimnasio con sala de armas. Hace pocos meses, en febrero de 2010, el Teatro Bartolomé Macció reabrió sus puertas con todo su esplendor. Tras casi un año de sueño profundo despertó con el mismo brillo que el miércoles 5 de junio de 1912, cuando la Orquesta Nacional dirigida por el maestro Luis Sambucetti regaló los primeros acordes musicales. Aquella noche inhóspita –como recuerda la prensa de la época–, Juan Zorrilla de San Martín fue el encargado de la parte literaria, recitando textos de La leyenda patria. En una crónica de El Imparcial se lee: “A las 9.30, el aspecto de la sala era, sencillamente, soberbio, deslumbran: palcos, platea, cazuela, la belleza de la mujer maragata, radiante de luz, policromía de trajes, ambiente de distinción”. Después de aquel comienzo a toda orquesta, la vida del teatro en los siguientes años tomó un rumbo no deseado; la familia Macció no pudo hacer frente a los altos costos de mantenimiento y decidió alquilarlo a una compañía. En el año 1959, los descendientes de la familia vendieron el edificio al recién fundado Banco San José que tiene su sede central contigua al teatro. Pero el 19 de diciembre de ese mismo año las autoridades del banco donaron el teatro 78 DOSSIER

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Carlos Gardel en el Macció.

mediante escritura pública al gobierno departamental. Con el paso del tiempo, nuevamente el edificio sufrió un deterioro muy importante, hasta el punto de que en 1965 se decidió cerrarlo. Hubo que esperar hasta los años setenta para que se pusiera de manifiesto la voluntad de restaurarlo. Desde entonces se fue realizando una intensa labor cultural que llevó a que el Estado uruguayo lo declarara Monumento Histórico Nacional el 27 de diciembre de 1984. El año pasado, transcurriendo ya el siglo XXI, se pensó en el desafío de planificar y concebir un teatro ‘vivible’, a la vez de despojarse de los miedos y generar en la conciencia popular la necesidad de readecuar, remodelar y reparar el centenario Macció. Observando la obra concluida, se ve que por fortuna la realidad refleja lo expresado por el arquitecto Diego Nery en su proyecto de remodelación: “Se mantendrá un minucioso respeto hacia la estructura original defendiendo la puesta en valor y restauración del teatro”. Así lo comprueba el visitante al contemplar detenidamente cada uno de los arreglos en la

fachada, sus molduras y elementos ornamentales o al ver la cuidadosa restauración de los elementos patrimoniales, como el telón, la luminaria, el frente de los palcos y el mobiliario. Hoy alcanza con charlar con cualquier habitante de San José para darse cuanta de que el corazón del Macció late con el sentir de una comunidad que permanece celosa del cuidado de su principal emblema. Un ‘signo’ que atesora su identidad pueblerina en una remozada imagen que le sienta muy bien.

Visitantes ilustres Desde su inauguración, personalidades del mundo cultural y político han dejado su huella en el teatro. Entre los hombres de letras se destacan las presencias del ‘poeta de la patria’ Juan Zorrilla de San Martín, la poetisa Juana de Ibarbourou, el poeta Rubén Darío, por entonces célebre en todo el mundo hispanohablante. En el plano del teatro, resulta imposible olvidar figuras de la talla de Margarita Xirgu, China Zorrilla y Estela Medina, tanto con elencos oficiales como independientes.

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ACERVO CULTURAL Y PATRIMONIAL Músicos y compositores del ámbito de la música clásica como Eduardo Fabini, Agustín Barrios, Clemente Colling y Witold Malcuzinski pasaron por el proscenio del Macció, así como directores de primera línea como Eric Simon y Juan José Castro, al frente de importantes orquestas sinfónicas. De las múltiples galas de tango que tuvieron lugar en el Macció, es inevitable mencionar las interpretadas por los maragatos Francisco Canaro y Juan José Artola. Y qué decir del poeta y compositor Enrique Santos Discépolo, la voz de Roberto Goyeneche, Tita Merello, Libertad Lamarque… Pero sin duda que el hito que acapara todos los recuerdos son las veladas que tuvieron lugar en octubre de 1933, cuando ‘El Mago’ Carlos Gardel cautivó al público josefino en lo que a la postre sería su última actuación en el Río de la Plata antes de partir a la gira en la que perdió la vida. Si nos enfocamos en las actuaciones de cantautores y músicos de raigambre folclórica, vienen enseguida a la mente la interpretación que Ariel Ramírez hiciera de su Misa Criolla junto a Jaime Torres, Domingo Cura y Zamba Quipildor, la llegada de don Atahualpa Yupanqui y la voz del gran Alfredo Zitarrosa.

Como se verá, son muchísimos los artistas destacados que con su presencia le han dado prestigio a este espacio patrimonial de la cultura uruguaya. En la actualidad, el Macció ha sido equipado con nueva tecnología para brindar mejor iluminación escénica y una respuesta de calidad acústica a todas las obras teatrales y musicales que se presenten. En sus diversas salas tienen cabida también exposiciones de artes pláticas, así como actividades relacionadas con las letras, que amplían la oferta cultural que el principal escenario de la ciudad exige. Últimamente, expresiones más populares –como el Carnaval– o instancias juveniles como las estudiantinas generan nuevas propuestas que le otorgan más vida a un espacio cuya construcción fue realizada con fondos que en su origen estaban destinados a un monumento mortuorio. D

Juan Carlos Barreto. Diplomado en Gestión Cultural, Patrimonio y Turismo Sustentable (Fundación Ortega y Gasset de Buenos Aires). Publicista Gráfico (Escuela de Artes Pedro Figari). Artista Plástico.

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DOCE TEATROS QUE MONTEVIDEO PERDIÓ (Y LOS MIL RECUERDOS QUE QUEDARON)

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ecuperar los ecos de la vieja vida teatral montevideana y devolvernos, en esos ecos, la memoria de un patrimonio casi olvidado es el difícil desafío de una muestra sobre teatros montevideanos desaparecidos que puede verse en el espacio de exposiciones del subsuelo del Solís. Doce teatros que Montevideo olvidó rescata la diversidad del mundo del espectáculo entre fines del siglo XIX y mediados del XX, a través de doce salas, desaparecidas hace casi un siglo o que funcionaron hasta hace unas pocas décadas, donde los montevideanos acudían religiosamente a ver teatro, ópera, zarzuela, music hall, circo, shows de magia y hasta boxeo, además de conferencias, convenciones políticas y, por supuesto, cine. Figuras como Sarah Bernhardt, Josephine Baker y García Lorca desfilaron por ellas, y vuelven a hacerlo aquí, a través de programas, fotografías, recortes, objetos y antiguas filmaciones. Documentos históricos, pero también pequeños guiños que el pasado parece hacernos, como pidiéndonos que imaginemos cómo pudo ser. El visitante es introducido en esta Montevideo teatral del pasado a través de un mapa que ubica los doce teatros, cuya imagen es pareada por una del lugar en su estado actual. Una serie de paneles y vitrinas expanden la historia de cada una de las salas, con variada información sobre algunas de las figuras que pasaron por ellas. Y no sólo las que pisaron sus escenarios. También nos encontramos, por ejemplo, al famosamente adusto José Batlle y Ordóñez, “en una de las pocas fotografías en las que aparece sonriendo” (según apunta, discretamente, el texto de Reyes). Como dijo un viejo actor: “Lo que no pasaba en el teatro, no pasaba en ningún lado”.

Aquellos tiempos y su discreto encanto Hay muchas formas de asomarnos al pasado. El anticuario busca a veces ese objeto que, como un talismán, le permita tocar, tener ante sus ojos algo de ese mundo que fue y ya no es. Esa relación con el pasado puede tener algo de mágico o de fetichista. Del historiador académico se espera casi todo lo contrario: un análisis desapasionado y predominantemente conceptual. Y después está el divulgador. Carlos Reyes, responsable de la exposición, es las tres cosas: investigador, coleccionista y periodista cultural. Y en Doce teatros que Montevideo olvidó combina esas tres formas de acercarse –y acercarnos– al pasado. De la investigación histórica, el rigor y la conceptualización en la selección y análisis de los documentos. De la mirada anticuaria, el gusto y la sensibilidad ante aquello que nos permite evocar, ya sea melancólica o risueñamente, un tiempo ido. Y de la comunicación, la capacidad de que una muestra donde lo que más abunda son viejos programas de teatro (!) destile un discreto encanto y pueda resultar entretenida incluso para aquellos poco interesados en el tema. Doce teatros que Montevideo olvidó es el proyecto

Emilio Irigoyen

ganador de un llamado que realizara el Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas del Teatro Solís. Para un arte intangible y en un país donde por tanto tiempo los archivos públicos solían estar librados a la buena de Dios, o de algunos nombres, la creación del Ciddae, que acompañó la reapertura del Solís en 2004, es un hito en lo que hace a conservación y difusión del patrimonio. Las tres palabras apuntan a una función conjunta de preservación, análisis y difusión del mismo, algo que esta muestra también ejemplifica. Varias exposiciones montevideanas recientes de temas históricos han reunido la seriedad del investigador y la capacidad expresiva de artistas y comunicadores, logrando que el visitante sienta, de algún modo, que se asoma un poco a un pedacito de pasado. Es el caso, además de ésta, de la dedicada al tango en el Bazaar de las Culturas de la IMM, o la que se montó en el CCE sobre Ángel Rama, para citar dos de las más recientes. Estas exposiciones no pretenden ‘reconstruir’ el pasado, intento que reconocen imposible o, mejor dicho, tramposo. ¿Qué menos ‘egipcio’ puede haber que esas dramatizaciones (ya sea con actores o animadas por computadora) de los últimos momentos de Tutankamón? Raramente tal intento de ‘revivir’ un pasado escape al ridículo, por más que la grandiosidad de los efectos especiales logre darles –es cierto, pero en el peor sentido– algo de faraonesco... Muestras como Doce teatros…, Tango, un patrimonio montevideano o Ángel Rama, explorador de la cultura no funcionan con base en pirotecnia sino desde la delicadeza. Sin esa soberbia que a veces despierta la tecnología, ellas se limitan a acercarnos imágenes, objetos y palabras en los que podamos escuchar como un eco del pasado. También tratan de seducirnos, claro. Intentan que al detenernos ante un panel o una vitrina nos parezca sentir que el pasado suena todavía, como nos parece que el mar suena en el oído cuando acercamos a él un caracol. Pero lo hacen, por así decirlo, discretamente: aceptan, y nos hacen aceptar, que no podemos recuperar lo que pasó. Podemos, a lo sumo, escuchar un reflejo lejano y quizás no muy confiable de su música.

Entre mecánico y ritual En cualquier exposición de tema histórico, combinar una visión históricamente rigurosa y la necesidad de interesar e incluso entretener a alguien más que los especialistas representa todo un desafío. Cuando el tema es, además, teatral, el desafío es doble. El teatro es un arte tan fascinante como huidizo: se desvanece en el momento mismo de su ejecución. Quizás por eso mismo algo de su magia queda asociada al sitio donde se lo presencia. Los teatros cobran, en la memoria de los espectadores, una vida distinta a los sitios donde se disfruta de otras artes. Las salas de concierto, por ejemplo, raramente producen DOSSIER

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algo así en la memoria colectiva, salvo aquellas que han sido también ‘salas de espectáculos’. Los viejos teatros han tenido siempre algo de templos. Algo queda de ellos hasta mucho después que han desaparecido. En el panel introductorio de la exposición, Reyes lo describe en estos términos: “El público aplaude y se retira. La sala queda nuevamente vacía. Entre ritual y mecánico, un espectáculo sucede a otro, hasta que un día el teatro deja de funcionar. Un incendio, la muerte de un empresario, o simplemente la ecuación económica que no cierra. El hecho es que el escenario no recibe más artistas, luego desaparece, y paradójicamente, lo sobrevive un puñado de papeles que da cuenta de su actividad, de las

compañías que en él se dieron cita, de los actores que allí trabajaron, de los precios que pagaron los espectadores”. Doce teatros que Montevideo olvidó busca reconstruir parcialmente la historia de algunos escenarios de la capital a través de reunir viejos programas de mano y otros documentos que el azar trajo hasta nuestros días. Algunos visitantes, de los que peinan canas, quizá encuentren en la muestra recuerdos indelebles que creían perdidos. La noche de la inauguración, desconocidos se acercaban a Reyes a contarle sus experiencias como espectadores o meros vecinos del universo que giró en torno a estas salas. Uno se quejaba de la ausencia de cierto famosísimo cantante español, cuyo nombre no

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recuerdo, al que conoció de niño, pues el teatro donde actuaba llevaba a limpiar los trajes a la tintorería de sus padres. Los de mi generación, algo más joven que la de ese espectador, quizás recuerden sus tardes de matinée de cine. Si no fuera por Cinema Paradiso, ¿cómo explicarle a alguien de veinte o treinta años por qué la demolición de los cines de barrio es, para muchos de mi edad, el adiós a una parte de su mundo? “Si vos hace veinte años que no entrabas a ese cine”, nos decían. Es cierto, pero aquellos momentos, mágicos o escalofriantes, vividos en la penumbra absorta o revoltosa de las dos y media de la tarde, no pueden ser cambiados por ningún otro. Y por

eso ese cine, o ese teatro, para nosotros, no podrá ser cambiado por ningún otro.

De aquel a nuestro presente Más allá de las experiencias personales de algunos montevideanos, la exposición llama la atención sobre un aspecto fundamental del desarrollo de la cultura uruguaya. Fundamental y, en gran parte, olvidado. Los historiadores del teatro uruguayo, así como varios artistas, podrían repensar algunas de las convicciones arraigadas sobre el lugar de la llamada “cultura popular” o el teatro comercial hasta mediados del siglo XX. Valga DOSSIER

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ACERVO CULTURAL Y PATRIMONIAL que Lorca hizo en Montevideo, cuando visitó la ciudad en 1934. Para mí, el clímax de la muestra es un collage de impresos casi desbordante, el panel más grande de la exposición, dedicado al Teatro 18 de Julio. Ésta gran superposición de docenas o cientos de programas atrae el ojo casi como sin quererlo, y casi sin que uno se dé cuenta, pues a primera vista tal profusión parece fruto de esa peculiar euforia que el hallazgo de un objeto despierta en el coleccionista. Pero una segunda mirada muestra que el efecto materializa, más bien, el lugar que ocupó el 18 de Julio, según Reyes, como momento de eclosión y, a la vez, canto del cisne. El panel sirve de bisagra a la exposición, como lo fue de toda una época. Con este célebre teatro, explica Reyes, se llegó a uno de los momentos más intensos de la vida teatral montevideana. Las oleadas de estrellas, espectáculos, funciones y espectadores que pasaron por el 18 de Julio nunca serían igualadas. Y con su decadencia y desaparición, ligadas a la de los empresarios “a la vieja usanza” y al cambio en los consumos culturales, se cierra la época dorada del teatro comercial y popular en Uruguay. Poco después, el campo teatral sería transformado por la creciente influencia del teatro independiente y la Comedia Nacional. El grueso del público se volcaría más al cine. Y los presidentes dejarían de ir al teatro.

de ejemplo una anécdota contada por Reyes el día de la inauguración, sobre el célebre empresario Domingo Messuti. Messuti, uno de los varios hermanos que por varios años fueron, probablemente, las figuras más influyentes de la escena uruguaya, había vendido las localidades para una función del cantante de zarzuela Luis Sagi Vela, a quien fue a buscar a Buenos Aires. El barco en que ambos venían quedó varado en el Río de la Plata. Artista y empresario decidieron tomar un bote salvavidas para llegar a nuestra costa, pero la niebla hizo que se extraviaran. Cuando al fin dieron con tierra, estaban lejos de Montevideo, pero consiguieron un coche y llegaron a tiempo para la función. Ésta y otras anécdotas, de las muchas que ha recogido Reyes en su investigación, nos pintan un mundo donde el teatro era un asunto serio, incluso si se trataba de ‘mero’ entretenimiento. Un tiempo en que los tranvías extendían sus servicios por la noche para recoger a los espectadores después de las funciones. Un mundo donde los presidentes iban al teatro. A partir de los pocos objetos “que el azar trajo hasta nosotros”, los breves textos entre evocativos y analíticos de Reyes y el sensible trabajo del diagramador Gabriel Kardos nos van abriendo pequeñas ventanas a ese mundo. En esta recorrida por doce teatros y docenas de artistas, el visitante puede tejer sus propias historias. Los gardelianos apreciarán quizás, más que ningún otro, el anuncio del “Importante Debut”, en el Royal, del que es presentado como “Dúo Nacional”: Gardel-Razzano. Los batllistas, la citada foto de don Pepe. Otros, un dibujo

De aquellas salas y de quienes poblaron sus escenarios y auditorios, toda una época del arte y de las formas de vivirlos, se podría pensar que casi no quedó memoria. Que su antigua música fue olvidada. Y sin embargo, parece decirnos esta muestra, algo de ella todavía podemos escuchar, si afinamos el oído, en un simple objeto o en un papel. D Emilio Irigoyen. Doctor en Letras y docente de Teoría literaria en la Universidad de la República. Ha publicado un libro y varios artículos sobre arte y literatura. Fue periodista cultural de Brecha y Búsqueda entre otros medios.

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