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Y la brass band siguió tocando NUEVA ORLEANS: UN LEGADO ÚNICO
Centro prolífico de irradiación musical, Nueva Orleans ha sabido recomponerse de varios azotes de la naturaleza, y, dicen, ha aprendido a sacarle la lengua a la tragedia. El siglo veinte le debe a esta histórica ciudad, ubicada a orillas del Misisipi, en el sur de Estados Unidos, algunos de los cambios fundamentales en la música popular global, con los gérmenes y desarrollos del blues y del jazz. Hoy sigue en pie reivindicando una rica tradición parida en los mestizajes de músicas, formas de ser y estar en el mundo. D
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Por
Alexander Laluz
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n el verano boreal de 2005, cuando el huracán Katrina arrasaba Nueva Orleans, Antoine Dominique Domino, entonces de setenta y siete años, y su esposa, Rosemary, se quedaron en la casa que tenían en el distrito de Lower 9th Ward. Pese a que los pronósticos eran terribles, y a que los llamados a evacuar eran urgentes –especialmente en ese distrito–, la pareja no tenía muchas opciones: Rosemary estaba enferma y esa casa era todo lo que la pareja tenía. En medio de la locura, la desesperación, nadie supo de ellos por varios días, y Al Embry, representante y amigo personal de Domino, dio la alarma en los medios: Fats, el hombre gordo, leyenda del rhythm and blues, creador de piezas como ‘Blue Monday’ y ‘The fat man’, que lucía la sonrisa contagiosa bajo aquella gorra marinera, había desaparecido mientras el azote de agua y viento más duro ahogaba la ciudad. Embry y otro familiar habían hablado por última vez con el músico el domingo anterior a la tragedia. Después, no tuvieron ninguna noticia de él. Días más tarde, una foto publicada en el diario Nueva Orleans Times-Picayune dio una pista. En ella se veía a un hombre corpulento, mayor, que bajaba de un bote cubierto por una manta. Karen Domino White, hija de Fats, lo reconoció: era su padre, que –se supo después de varias horas– había sido rescatado junto a su esposa y ambos trasladados en helicóptero a un refugio en Baton Rouge junto a otros tantos sobrevivientes. De la casa, los muebles, las fotos, su famosa National Medal of Art, los discos, los instrumentos, sus discos de oro (de los veintiuno que cosechó en su carrera, le quedaron sólo tres) habían desaparecido bajo el agua. Otros vecinos, colegas músicos, amigos, los clásicos locales dedicados al jazz, al blues, corrieron con igual suerte. El agua y el viento se llevaron todo. Cinco años después, el dramaturgo Rob Florence, también de Nueva Orleans, le decía a una periodista de El País de España: ‘‘El arte ha sido terapéutico. La veta artística de la ciudad ha resurgido con un sentimiento de furia y venganza’’. El agua por fin se retiró de las calles, las casas, los bares, los teatros, los locales nocturnos, pero los surcos que dejó el Katrina perviven en una memoria hecha de relatos fragmentados, que también se apilan, como capas desordenadas, intensas, en los sonidos de la supervivencia cotidiana, que no hace gala de las intrincadas elucubraciones sobre los límites estilísticos entre blues, jazz, rock, cajún, rap, soul o funk. Lo que importa –resuena en el inconsciente– es vengar el despojamiento, darle un lenguaje a la furia que provoca, y que provocó en 2005 en Nueva Orleans, la negligencia de los manejos políticos de una administración nacional que estaba más enfocada en combatir el ‘terror’ fuera de fronteras que en paliar el dolor interior.
Imágenes de Treme, el documental de HBO sobre Nueva Orleans después de Katrina.
Aun así, otra vez, las brass band funeral fueron a tocar en 2005 a los funerales de sus vecinos, los cercanos y los lejanos, para catalizar el efecto de la muerte al amparo de una historia urbana única, monumental, urdida con sonidos (los mismos de otrora: los del blues, los del jazz, los de las bandas de vientos; los mismos de ahora: el rock, el rap), igual que en 1915, cuando otro huracán azotó las costas del Misisipi, luego con la inundación de 1927, la embestida del huracán Betsy en 1965, las nuevas (y trágicas) inundaciones de 1995. Alguien anotó entonces con buen tino: en Nueva Orleans le volvieron a sacar la lengua a la tragedia. Fats Domino, un año después del Katrina, ya tenía su casa en pie, pero redujo considerablemente sus actuaciones en vivo por razones de salud. Sin embargo, se sacó las ganas con Alive and kickin, el disco que grabó a impulsos de la fundación Tipitina, de Nueva Orleans, y cuyas ganancias por ventas se destinaron a los trabajos de reconstrucción de la ciudad. En 2007, llegó otro disco que completa una cadena simbólica con Alive and kickin, el Goin’ home: A tribute to Fats Domino, para el que se reunieron Neil Young, Robert Plant, Paul McCartney, Tom Petty, Elton John, BB King, Herbie Hancock, entre otros, con el plan de revisitar los éxitos del hombre gordo del piano; las ganancias de este tributo fueron donadas para sostener los programas de formación musical en las escuelas públicas neorleanas. Y Fats, como las brass band, siguió tocando.
Goin’ home Nueva Orleans es sonido de cornetas, trompetas y trombones, también de pianos a la Domino, guitarras eléctricas, rapeos. Y lo es con sus músicos famosos o los que tocan en la calle o en los locales nocturnos, o en las históricas bandas de soplo. Ciudad, río y música en una asociación tal que, además de indisolubles, se han vuelto evidencia y hasta esencia. La potencia de esa asociación, ciertamente, está por encima de cualquier ensayo explicativo. Lo que hay efectivamente es una constatación
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primera, simple: tal nudo se estableció en la conjunción de las dinámicas sonoras de los propios géneros, estilos y las formas de recepción y circulación de los productos sonoros. Y ahí, en esa tensión de fuerzas, se construye otra evidencia: que la música puede movilizar, con inigualable simpleza y poder a la vez, las memorias colectivas y tejer así las relaciones entre sonido, espacio y tiempo. Es difícil explicar con palabras, de manera clara y sencilla, qué pasó concretamente en Nueva Orleans para que diera a luz toda esa música que, por suerte, está disponible para los oídos que quieran escuchar. Eso sí, seguro es que una de las claves para entender la potente conexión entre la música y la ciudad es la mezcla de razas, estilos, lenguajes y tradiciones que se procesaron en ese punto del mapa durante más de dos siglos. Allí está desde 1718: latitud: 29º 57’ 15" Norte, longitud: 90º 04’ 30" Oeste, con el bello y amenazante Golfo de México como límite Este, flanqueada por el río Misisipi y el lago Pontchartrain. Primero, como el asentamiento estratégico de los colonos franceses. Luego creciendo al influjo de otras corrientes migratorias que llegaron de Europa, de la propia Norteamérica, de las Antillas, de África en los contingentes de esclavos negros. Los procesos de hibridación –tal como lo planteaba Néstor García Canclini, en uno de sus textos más importantes: Culturas híbridas– son aquí el núcleo vital de un complejo nudo de prácticas musicales (lo mismo podría aplicarse al amplio espectro de la gastronomía local, otro de los principales atractivos de la ciudad): una nutrida trama de discontinuidades, expresiones vigentes, formas de mezcla e interacción, que se fueron gestando mucho antes de que el jazz o el rock adoptaran la etiqueta ‘fusión’. En fin, un imperativo natural (o naturalizado, mejor) de la escucha, de la creación, antes que un programa estético conscientemente proclamado y defendido.
At the beginning, Buddy Bolden Los lugares comunes sintetizan, por lo general, una verdad (o relativa verdad) pese a la hipercodificación de sus
La Preservation Hall Jazz Band tocando en el escenario del mítico club del mismo nombre.
Robert Plant y Fats Domino.
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referencias. Por tanto, recurrir a la manida frase: es harto complejo definir y caracterizar con precisión el origen del jazz, o de cualquier otro género, no es del todo descabellado ni una fuga por la tangente del enunciante ocasional. Sin vueltas: es así. Hay quienes señalan que cuando se realizó la primera grabación categorizable como ‘jazz’, hacia 1917, el género ya estaba gestando su protohistoria desde hacía por lo menos dos décadas, en una suerte de caldo de cultivo donde tenían cabida distintos lenguajes de la llamada música culta europea, la de las bandas militares, los spirituals, las canciones tradicionales de trabajo (o work songs) de las plantaciones, minas, cárceles, el ragtime, el blues rural. Tal ebullición de músicas tuvo en Nueva Orleans un escenario privilegiado, con sus legendarias bandas de instrumentos de viento, a la histórica usanza de las bandas militares, donde predominaban los llamados metales: trompetas, trombones, cornetas... Estas agrupaciones, que incluían en sus filas a muchos afrodescendientes, a músicos que ‘‘no sabían leer una partitura’’, solían participar de las fiestas populares, los casamientos, los desfiles, y, también, de los funerales. La amalgama de lenguajes llegaba a ellas (o desde ellas) de forma fluida, con la misma dinámica que otros fenómenos de transmisión oral: en la integración al juego de variaciones sobre una melodía dada (quizás aprendida ‘de oído’, como se dice en la jerga musical informal) de las formas sonoras que poblaban el paisaje musical de la época, catalizados, sin dudas, por las experiencias e historias personales de cada músico. Ya en ese tiempo un nombre comenzó a descollar en el ambiente de Nueva Orleans: el señor Charles Bolden (18771931), conocido popularmente como Buddy, nacido en el distrito negro de la ciudad. Este virtuoso ‘cornetista’, cuya vida personal estuvo plagada de problemas con el alcohol, la esquizofrenia, la violencia, de día se ganaba la vida como peluquero y barbero, y por las noches lucía sus artes con la música en eventos tan dispares como fiestas familiares y entierros. Según algunos documentos, Buddy formó su primera banda en 1895, pero del trabajo de esa agrupación, considerada como pionera del jazz, no ha quedado testimonio sonoro alguno. A él le siguieron otros nombres de este sonido emergente, como Freddie Keppard, King Oliver, que por varios años más quedó circunscripto casi exclusivamente a esta costa del Misisipi. Ya en el siglo veinte –el 30 de enero de 1917– la historia dio un paso enorme, un mojón que además generó confusiones: una orquesta de músicos blancos, conocida como The Original Dixieland Jazz Band, realizó la primera grabación de dos piezas de jazz para el sello Columbia, con las cuales pasó casi nada. Es que para el gusto dominante en la época esa música resultó demasiado ‘rara’, ‘arriesgada’. Pero el quinteto neorleandés, liderado por el cornetista James La Rocca, no se dio por vencido. Fue así que meses después logró grabar un par de composiciones en los Studios Victor de Nueva York, una de los cuales se convertiría en notable éxito: ‘Livery jass blues’ (sic). El movimiento emergente de Nueva Orleans ganaba así otra notoriedad, y no faltó quien le atribuyera entonces a los blancos la paternidad del jazz, ya que los músicos afrodescendientes recién varios años después pudieron
El piano de Fats Domino después de Katrina.
acceder a los estudios de grabación y a publicar sus primeros registros, pese a que ellos efectivamente le aportaron el principal material genético al nuevo género. Entre los nombres que fueron ganando notoriedad en ese efervescente comienzo de siglo figuran los de Mamie Smith (aunque su estilo estaba más volcado al blues), la New Orleans Rhythm Kings, la King Oliver’s Creole Band que tenía en sus filas a quien a la postre sería una bisagra fundamental para el jazz: Louis Armstrong (1901-1971), luego conocido como Satchmo o Pops. Ésta también fue una época de gran movilización de la comunidad negra en pro del reconocimiento y defensa de sus derechos civiles, lo que llevó a que muchos músicos, igual que otros militantes, se trasladaran a otras ciudades estadounidenses. Uno de ellos fue Armstrong, que en Nueva York se unió a la formación que dirigía Fletcher Henderson, a la que aportó un nuevo sonido cargado de emotividad, densidad expresiva, vuelo melódico en las improvisaciones. La figura de cornetista y trompetista de Nueva Orleans, ya en los años veinte, junto a sus Hot Five y Hot Seven, sentó las primeras bases formales para el ya difundido jazz, y uno de sus subgéneros: el swing. La ciudad que continuaba a merced de los vientos huracanados y el agua devastadora, mientras tanto, seguía como un activo volcán de músicos que salían a sus calles, sus locales nocturnos, sus servicios fúnebres, sus casamientos.
Do you know what it means to miss New Orleans? A poco más de cinco años del paso del Katrina por Nueva Orleans, la vida de esta prolífica urbe mantiene su pasión por un arte porfiado ante la adversidad, generoso con la riqueza de su historia. Buddy Bolden, Satchmo, el gran Fats Domino, Louis Prima, Mardi Gras Indians, Mahalia Jackson, Professor Longhair, John Boutté, Guitar Slim, Eddie Bo, Irma Thomas, Rebirth Brass Band, Allen Toussaint, son algunos de los testigos de esa realidad que hizo y hace la vida cotidiana de Nueva Orleans. Todos ellos sufrieron al Katrina, vieron sucumbir bajo las aguas sus casas, sus lugares habituales de trabajo, sus D
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Una de las tantas Brass Band Funeral de Nueva Orleans.
familiares, amigos, allegados. Se quejaron, sufrieron, y quedaron como los sobrevivientes que hoy ya no abrevan de las lamentaciones, y suman sus historias de vida a las otras tantas narradas por músicos, cocineros, artistas ambulantes anónimos del paisaje citadino. Nueva Orleans, pese a las negligencias del sistema político, volvió a estar de pie. Quizás por eso mismo, por esa realidad que encierra inevitablemente sus contradicciones, por hacer gala de un valor único en la historia de la música contemporánea, los realizadores David Simon y Eric Overmyer (creadores de la premiada serie de televisión The wire) se reunieron otra vez, en 2008, para encarar un nuevo proyecto: Treme, que también es el nombre de uno de los barrios populares de Nueva Orleans. La idea de estos creativos de la pantalla chica era colectar los testimonios de quienes vivieron directamente el paso violento del huracán y mostrar, justamente, la riqueza cultural de la región –a través de sus músicos populares y chefs–, a la vez que las tensiones étnicas y políticas que la atraviesan. De este proyecto resultó otra valiosa serie documental de televisión que comenzó a emitirse el año pasado en la señal de abonados HBO, y ya tiene asegurada su segunda temporada. En los capítulos de Treme han quedado los registros únicos, personales, de tradiciones como el llamado Desfile Zulú, las canciones del Mardi Gras, las dinámicas krews o comparsas, las bandas de vientos; todo un complejo que en parte se integra cada año al festivo paisaje del célebre Carnaval de Nueva Orleans, que es un punto en el calendario que concentra un gran interés turístico y artístico; los músicos que desde el anonimato (o el desconocimiento de los medios masivos) se ganan la vida con los dólares de los turistas, del desprevenido extranjero que llegó a buscar exotismo. Otra de las figuras de la serie es el popular Professor Longhair (o Fess), uno de los pianistas más influyentes de
la ciudad, ícono de la Crescent City y dueño de un estilo original en el que se amalgaman el rhythm and blues, el jazz tradicional, giros y gestos de las músicas afrocaribeñas. También están los músicos de la familia Neville, como el cantante Aaron y el pianista Art, que continúan este linaje artístico típico de la zona. Las canciones ‘I wish someone would care’, interpretada en vivo, sin mucho edulcorante técnico, y ‘Agent doble-o soul’, de Edwin Starr, se suman a la banda sonora que hace de factor de cohesión a la trama de cada capítulo. En el último episodio de la primera temporada, Simon se da el gusto de reunir en una edición especial a los talentos de varias generaciones paridas en las calles neorleanas. Sin aliento: Irma Thomas, Allen Toussaint, Lloyd Price, Art Neville, Dave Bartholomew, Clarence Frogman Henry, Donald Harrison Jr., John Boutté, Big Sam, The Soul Rebels, John Mooney, Steve Earle, Lois DeJean, la Treme Brass Band. Los locales de referencia para la noche musical son otros de los componentes sustanciales de este valioso trabajo documental, con los que se termina de pintar ese mundo de inacabable mestizaje musical. El Tipitina’s, el Preservation Hall, templo jazzístico que el Katrina redujo a la nada pero hoy ha vuelto a abrir sus puertas, el Vaughan’s, el D.B.A, el legendario House of Blues, el Howlin’ Wolf, el Bullet’s. Dicho está: Nueva Orleans fue protagonista de algunos de los cambios más importantes en la música popular contemporánea, desde el blues al jazz, desde el rhythm and blues al rock and roll, del soul a las nuevas vertientes del rap. Todo está ahí: asfalto, agua, fiesta, tragedia, música en una simbiosis única, en un laboratorio creativo que ha resistido a los vientos huracanados y las corrientes líquidas descontroladas. D
Alexander Laluz. Licenciado en Musicología. Docente y periodista cultural.
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