MAYO 2021 D OSSIER ESPECIAL M A T E R N I D A D E S D E S A PA R E C I D A S
Samadhi, técnica mixta, Carolina Garza, Durango
IRASEMA ORONA • ANA COMPEÁN • ERNESTINA YÉPIZ SILVIA MICHEL • ALMA VITALIS • SOFÍA MAGALLANES MARÍA GUADALUPE ROJAS • PAULA CALZADA
Índice No conocí tus manos, Ana Compeán…...................... 3 Mantícora, Irasema Orona…........................................ 4 La casa azul, Alma Vitalis..........................................… 6 Dos poemas de María Guadalupe Rojas Garay.......… 8 Rastreadoras, Silvia Michel......................................… 10 Palimpesto, Ernestina Yépiz....................................…. 11 Son las tres de la mañana, Paula Calzada...............… 13 Pitágoras tuvo la culpa, Sofía Magallanes...............… 14
INTRODUCCIÓN Y AGRADECIMIENTOS Este trabajo reúne la labor poética y narrativa de las autoras Ana Compeán y Sofía Magallanes, de Durango; Silvia Michel, Alma Vitalis, Irasema Orona, Ernestina Yépiz, Paula Calzada y Guadalupe Rojas Garay, de Sinaloa. Autoras de dos regiones que, a pesar de las diferencias climatológicas, se unen en un dossier dedicado a un tema que nos compete a todos como humanidad: la maternidad.
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En el tratamiento del tema, algunas directa, otras indirectamente, queda visible la atención, preocupación y reconocimiento, en un entorno íntimo y/o social, de la maternidad. Tema complejo por sí mismo, que se duplica en un país como el que vivimos, en donde hay muchos desaparecidos y el aborto seguro y gratuito no es un derecho y además es ilegal. Es por ello que comprendemos lo importante que puede llegar a ser esta publicación y respetamos los enfoques de cada una de ellas.
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Agradecemos que gentilmente hayan accedido en apoyar el proyecto de la Revista Alcantarilla, aportando su valioso trabajo que, siendo invaluable para los lectores y para nosotros, no tenemos palabras para pagarles su aportación. Tan sólo recordar que tienen un espacio de expresión siempre abierto. Revista Alcantarilla Colectivo literario La Ballena Literata
No conocí tus manos pero las sostengo Ana Compeán (Durango) Hundo mis dedos de mi centro emerge una voz que no sabe nombrarte Crisálida te tomo entre las manos te entrego con el asco de no ser un lugar de no tener las raíces adentro aferrándose (aferrándote) de no ser el sitio donde tu aleteo descansa No cruzas el azul y los cirros siguen formándose La ruta de tu vuelo
Hace años
en mis ojos cerrados
desde antes de mi nacimiento
Es mi cuerpo
no se me permite llorar(te)
y el tuyo
el que te llora
porque no supe ser casa
animal herido
y el río me ahoga
Me pregunto: cómo sigo caminando
Cómo son tus manos
con el útero
me pregunto segura de poder verlas
vacío.
y sigo andando detrás de la imagen.
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cada mañana
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Mantícora
Irasema Orona Que si temo, me han preguntado. Sí. Temo al tiempo. Al odio La locura. A todo lo que depende del otro… Lo inevitable. A las decisiones estúpidas
–esas, que legislan sobre un cuerpo como una propiedad pública
Le temo a las palabras ambiguas [que naufragan como retazos de navíos] que terminan en el peor lado de una isla Para hacer justicia, para decir: La adrenalina da fuerza proporcional a la de un hombre armado. Para gritar: Se defiende el derecho a la vida.
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Le temo a las palabras sin rostro
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[Que andan con nombres diversos] A esas que acusan de culpable a quienes les cae el silencio de la muerte,
a esas, que esclavizan a cientos de mujeres –dando invitación al festín de nuestra carne– A las que juzgan por amar, andar, hablar [en lo que esta cultura de mierda nos enseña]. Le temo a veces a todo, a todos. A la palabra que hiere –Porque se nombra puta como un género específico donde verter el odio– Porque de la boca salen golondrinas negras; Y entre el grito y el silencio, crece una suerte de monstruo [Que no deja de mirarnos] Que saborea la zozobra de nuestros días, la que nos fragmenta –Y que va asestando golpes– para recordar que nos acecha.
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La casa azul
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Alma Vitalis
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La compraron en ruinas, era entonces solo bardas desnudas y húmedas, con un pasillo al lado que daba al patio, techado todo a dos aguas entre madera, clavos y láminas de cartón. Un muro central de tabiques pesados y antiguos, lo único que ha permanecido y ahora divide la estancia del dormitorio. En aquel entonces había un gran patio con tres árboles al fondo, un guamúchil, dos papayos, y un melón rastrero de fruto enorme y dulce. Era solo uno de decenas de predios vendidos en concesión por los herederos de una familia pudiente. Lotes marismeños de dudosa procedencia, eso contaban los vecinos en las reuniones que se daban de vez en cuando en los abarrotes o por las tardes en cualquier esquina. Tener una guarida que se pagaría en abonos era un gran logro para una familia de diez integrantes donde el padre era músico y la madre, ama de casa. Siete hombres y una mujer sin contar los fallecidos. Dos mujeres, madre e hija al servicio doméstico de ocho hombres. Ninguno de los vástagos llegó a la preparatoria salvo uno de ellos que se casó dejando una licenciatura trunca. Cuando se hubieron casado los primeros cinco, entre ellos la única hermana; las ruinas pasaron a ser de a poco una decente casa rescatada de tierras movedizas con una linda estancia, un lindo piso, comedor, una modesta cocina, tres dormitorios, una banqueta alta y un patio pavimentado. La casa estaba pagada sin un documento donde apareciera el nombre del dueño, solo un puñado de recibos que probaban la deuda saldada. Había un temor perenne que aparecía en los sueños de la madre donde un grupo de hombres vestidos de saco y portafolios, policías y otras personas los desalojaban de su casa, la hipotética propiedad pagada en abonos con la ilusión de que algún día sostuviera en sus manos un documento con la firma de la cabeza de ese hogar, su marido. Nunca lo pudieron ver sus ojos porque muy pronto y con dos jóvenes adolescentes todavía, una mañana de marzo el padre murió repentinamente de una congestión alcohólica. Hábito que habrían de heredar los dos varones mayores. Casados todos, la llegada de estos dos hijos después de cada juerga se volvió frecuente a la casa de la madre. Con el tiempo las visitas y las llamadas se espaciaron con la excepción de la hija que además de cumplir distintos roles en su vida se daba tiempo para atender a la madre. Hubo buenos tiempos en que la visita sorpresa de cualquiera de sus hijos la ponía feliz sin embargo los compromisos existenciales hacían cada vez más difícil estos momentos. Cada uno de los personajes de esta familia tenía siempre un motivo ineludible que no permitía el regreso a casa, la casa donde nacieron, la casa que la madre mantenía erguida ante todo tipo de tempestades, donde cuidaba de sus plantas, de ella.
Lo más difícil fue aquel invierno en que la madre visitó al doctor con un dolor abdominal. Fue la hija quien pudo acompañarla, después de la consulta el médico general que después de estudios profundos indicó su traslado a su servicio médico familiar de la manera más urgente con la orden de cirugía y un diagnóstico aterrador. Una estancia larga en el hospital después de una favorable intervención donde las esporádicas visitas dulcificaban un poco sus días y el cuidado permanente de su única hija permitió que pronto regresara a casa. La casa que lucía ahora más escueta, la casa que al fin tenía un documento que se fue pagando mes a mes con la mísera pensión de viuda que recibía la madre, un documento que la convertía al final en propietaria. Ahora sí podría realizar su sueño, un testamento donde heredaba por partes iguales, el derecho a la casa para cada uno de sus hijos una vez que ella ya no estuviera.
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Dos poemas de Guadalupe Rojas Garay (Mazatlán)
Mujer dadora de vida En el hambre de ser mujer Dispuesta Con los ojos cerrados Con la sangre encendida Con esperma alimente el vientre, Sembré vida, de noche mientras aullaba en las sombras, glorifique Concebida, florecida, en esa enredadera En el hambre eterna parí Soy madre, soltera, como tantas otras sobrevivo Escarchada en el delirio de no ser defectuosa.
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Algunas veces tengo tiempo, y de noche suspiro Cuando cargo los deberes, en el vértigo, bendiciones a Dios pido En este diez de mayo, entiendo la razón de la vida.
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De modo fastuosa sola sobre el camino formo parte de la historia Me veo en los ojos de mis hijos, espejos del alma mía Alivian penas con gracia y honra. Visto la esperanza en el orgullo mío.
Diez de mayo Día de celebrar la maternidad Parir es sublime Hoy cara al viento En el siglo veintiuno, en libre albedrío escribo Un poema diferente No soy abnegada, basta ya de esa letanía Diez de mayo Celebración a la maternidad ¿Por qué y para quién? Si el día de las madres se vuelve eterno Con un ramo blanco, invadida bajo la tierra Ser madre, es cansado, complicada esa batalla Deberes que desnudan el alma Con los años, la fortaleza emigra Te vuelve débil aderezando la esperanza Es pobre esa veneración al sueño que carga Descubran el destino de quien les dió la vida, Que vive dando su propio cielo En su dolor profundo, oliendo el follaje, guardando la lluvia en las nubes Repartiendo el corazón en mil pedazos Viviendo el sigilo en otoño Cortando su mitad al tiempo Fatigada empuja la proa en la costumbre de la oración En el reino actual, cada año repitiendo perpetuidad viviente En la fragata sobre los ojos, admito hasta la medula de los huesos que sueño diferente
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Un poema diferente
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RASTREADORAS Silvia Michel (Mazatlán)
Las hay de todas las pieles, tamaños de vientres y brazos poderosos. Son Lunas Rojas Tonantzil Catanas y estampidas de tambores. Danzan en espiral con palas, picos y manos metidas en la tierra. Fluídos cardinales mojan las esperanzas. Son Madres Búfalos Noche Cuatlicues Metztlis Rastreadoras
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Van del llanto al silencio Del latido a la muerte No saben si están vivas Solo saben que están solas.
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Rastrean como sabuesos, escarban como máquinas Buscan almas Buscan cuerpos Buscan a la muerte que les regrese a sus hijos. Los nubarrones al golpe de la pala manipulan las glándulas sostenidas en la esperanza. Sin descanso duermen en habitaciones vacías A golpes de sangre con el estertor del olvido. Habrán de buscar sin tregua al segundo latido de su corazón.
Dos poemas de Ernestina Yépiz Los Mochis
Alguna vez quise creer en esa frase —por demás pueril— de que el primer beso no se olvida jamás; y con la intención de comprobarlo —por algún tiempo— me di a la tarea de besar todos los labios que se ofertaron a mi paso. Un beso me llevó a otro y unos labios a muchos otros. Visto a la distancia el precepto no deja de parecerme un lugar común. En realidad pienso que todo beso es siempre un primer beso; pero cierto es también que todo par de labios es como un pergamino en el que se escribe un texto sobre otro texto. Esto significa que cada beso se imprime sobre el anterior y los nuevos van borrando a los más añejos: hasta que llega el momento en que es imposible encontrar vestigio alguno de aquel llamado primer beso. Muestra de ello es que ahora que por enésima vez hago un recuento de los labios que se han besado con los míos: no encuentro ni primeros ni segundos ni terceros ni cuartos.
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Palimpsesto
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Asumo entonces —como ya lo dije— que todo beso es siempre un primer beso y por contradictorio que parezca también el último.
Nada higiénicos
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No son nada higiénicos los pájaros, suelen defecar en cualquier sitio; e incluso en donde no deberían de hacerlo, como por ejemplo: encima de las hojas y frutas que cuelgan de los árboles; en las sillas y mesas de los jardines y cafés a la intemperie; en las cornisas de las ventanas, las bancas de los parques o las paredes de cristal de los museos; ya no se diga, en los asientos de las bicicletas, los techos de los autos estacionados en la calle, o en las estatuas —no importa lo feas que estas sean— que adornan las amplias avenidas. Tampoco se salvan las prendas de vestir —íntimas y no tan íntimas— expuestas al sol en los tendederos instalados en el patio, los balcones, las terrazas y las azoteas, entre otros muchos sitios que —tal vez— no tiene ningún caso nombrar, porque los pájaros nunca se darán por aludidos y si nos encuentran a modo defecarán también sobre nuestros hombros y cabeza.
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Son las tres de la mañana El perro ladra a la luna como si presintiera que lo va a pintar de plata. El ave nocturna extravió su sombra absorta en el horizonte. Las piernas dueles desde el metatarso hasta volverse insania. La confusión de esas horas drena paisajes indivisos que hacen perder el apetito. Son las tres de la mañana. El perro equivocado deja de ladrar el silencio hace presencia. Morfeo se compadece y me acuna un momentito ----- solo para soñarte ----la luna quedamente derrama su azogue en el tintero de mi ombligo. …. Tengo que escribir mi sueño …. Tu boca llega a mis ojos. vacía nubes de saliva hasta inundarlos. Orondo caminas por la calle de mis labios hasta libra la euforia sin freno y sin sosiego, luego bajas al pecho a escuchar arritmias y descubrir como duermo entre las noches largas, grises, cuando tú no estás. Después, despacio, hasta la punta de mis manos ---- dormidas aun --formas un abismo en cruz con ellas y luego las coronas con flores de amapola. Ahí es donde comienzo a acomodar tu piel centímetro a centímetro en la mía que destila rayos minúsculos de miel hasta quedar como dos embalsamados. ¡Son las tres de la mañana todavía me quedan sueños!
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Paula Calzada
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Pitágoras tuvo la culpa
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Sofía Magallanes (Durango)
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Éramos estudiantes, yo había “elegido” arquitectura (en realidad no encontré otra carrera más cercana al arte) y ella psicología. Recuerdo lo cálido del segundo piso de la casa de sus padres y la luz en sus ojos cada vez que hablaba de los temas de las clases. Terminamos de ver una película sobre un investigador del siglo pasado que se puso a clasificar los comportamientos sexuales de los estadounidenses. Obviamente tuvo un fin desastroso. Ahora que recuerdo quizá ahí nació mi aversión a ese afán de clasificación del espíritu científico. Pitágoras tuvo la culpa, su enamoramiento hacia el número nos salpica. ¿Qué otro desenlace pudo tener ese “experimento”? El Dr. Kinsey se volvió loco antes que comprender, que los comportamientos sexuales son como las huellas digitales. Como las palomitas y los refrescos sobrevivieron a las más de dos horas del filme, nos pusimos a platicar de la liberación sexual de la mujer, se atravesaba un grave problema: la maternidad. Mi amiga fantaseó con una crianza en tribu, como algunas que había estudiado en sus materias. Claramente esas hordas eran objetos raros que el hombre científico civilizado blanco y patriarcal observaba con reticencia. Hace poco, o sea muchísimos años después, casi veinte, vi un post con ese maravilloso título que me ha perseguido por años “crianza en tribu”. Y es que la frase ha caído en mi cabeza en repetidas ocasiones, como una sentencia y una quimera. Cuando vi mi vida prácticamente reducida a nada en el primer parto. Cuando me sangraban los pechos toda la noche. Cuando las desveladas de mi segundo parto se extendían a mi pequeña estudiante de primaria y le interferían en sus estudios. Cuando algún colega se mostraba frustrado por no poder tener más tiempo para leer. En este punto, aparte de la crianza en tribu, también se instalaba en mi boca, rumiando en mis dientes, rozando mi lengua: “la habitación propia”. Cuando el dinero no alcanzaba más que para pañales. Cuando el cansancio me abrumaba. Cuando caí en depresión post parto.
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Cuando otro amigo se quejaba de no poder concentrarse para escribir. Aquí además de la habitación propia y la crianza en tribu, se apoderaba de mí una rabia soterrada. Lo imaginaba en su departamento, solo, con aparatos de audio y una biblioteca, su afición por la pintura, es decir su caballete y sus oleos y acrílicos. Sus lápices de dibujo, su espacio para dormir en la planta alta. Y luego, algunos kilómetros más al sur, mi casa, dos habitaciones y tres mujeres. En una mi hija entrando y saliendo, en sus quehaceres juveniles, en otra yo, intentando leer mientras vigilo el arroz y la pequeña me pide que vea sus dibujos. ¡¿Qué te parecen, mamá?! ¿Me escoges un color? Quiero ir al baño. ¿Mañana me llevas con David? ¡Ponme una peli! ¡Mírame mamá! Ni siquiera volteas. Supuestamente, según la cultura, somos capaces de atender varias cosas a la vez. Creo que soy muy hombre. Pero soy supuestamente mujer, y en esos momentos respiro hondo, se que no hay a quién dirigir mi rabia, cuando quiero concentrarme y sucede todo al mismo tiempo y no hay silencio y hay líquidos en el piso y la realidad con su multiplicidad ocurre. La crianza en tribu, la habitación propia, la rabia soterrada. Todo eso puedo concebir, añorar, odiar, despreciar y todo eso también puede seguir intacto. La multiplicidad, cuando escapa de las manos, cuando no se puede contar, porque esto implicaría detenerse, racionalizarlo y eso es parar, frenar la realidad: lo imposible, deriva en multiplicidad simultánea. Esa tarea que nos dejaron a las mujeres, mientras Pitágoras se sentaba a contar y a rendir culto al número. ¿Qué diría el filósofo al saber que entre mi amigo y yo no hay una diferencia de hijos? También él tiene dos. Aquí los números poco dicen de las realidades. Pitágoras tuvo la culpa, digo, a alguien tendré que dirigir mi rabia.
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Este dossier es parte del cuarto número (mayo 2021) de la Revista Alcantarilla, una revista mensual de difusión de arte, con enfoques literarios, impresa en Mazatlán, Sinaloa, México, de alcances globales vía internet, organizada, impresa y difundida de manera independiente por el colectivo literario La Ballena Literata.
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