Revista Alcantarilla No. 6

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ALCANTARILLA

Las lagrimas se disimulan con la lluvia Sahara Cygnus, Guanajuato, 1995

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VERANO

SAL VAJE

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NÚMERO 6 • SEPTIEMBRE 2021


contenido TODA PALABRA ES AGUA PRONÓSTICO EN EL TRABAJO HAY COMPAÑEROS DETESTABLES LLUVIA SALADA DOS POEMAS LOS OLVIDADOS LOS CAUQUES LAS TORMENTAS NO SUCEDEN EN LOS CIELOS LOS INEXISTENTES DE TILTOMET LA CUEVA DEL DIABLO IN MEMORIAM LLUVIA DE AMOR ARENA FINA SARA FERNÁNDEZ AKUALI SYD BALAM

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SACRIFICIO AL DIOS DE LOS SAPOS

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VERANO SALVAJE

TORMENTA HISTORIAS DE Dedicado a quienes los ha partido un rayo o se los ha llevado el alcantarillado.

“Todo lo grande está en medio de la tempestad”. Martin Heidegger

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Toda palabra es agua

FERNANDO CUERVO, PUEBLA, 1992

No hay esfuerzo suficiente esta noche para recibir el canto de tus huesos No tengo silencio Hay demasiados abrazos sin sentido Nadie dice las palabras correctas Es inútil, lo sé: Padre, han llamado desde la tarde para inundar mi casa de luto

Caen sobre mí una a una tus palabras el descontento de no tener respuesta el voltear a ver un auto verde y no hallar tu rostro Caen sobre mí los días hondos planos, llenos de un color que desconozco como si viviera dentro de una televisión vieja

Tengo ese sueño donde estamos tú y yo en la furia del océano intentando ir a contracorriente No te preocupes, flaco, me dices con una sonrisa que se eleva como una luz El niño más callado, bajito, anteojos y la tormenta de frente No te preocupes, resuena enmedio del caos y me aferro a ti sólo que de un momento a otro tú dejaste tu cuerpo y te volviste un leño Despierto

Cada rugido del cielo me arroja una punzada en el estómago y pienso que es verdad ese sueño donde estamos tú y yo sobreviviendo a la lluvia incesante que nos regresa y nos agita y juega con nosotros como si fuéramos de tela Cierro los ojos y pienso, te juro que pienso que me aferro a ti aunque tu cuerpo no respire y sea poroso, húmedo y me astille toda el alma.

Tus manos hechas lijas Tus arrugas sin movimiento Tu pecho sin respiración El aroma de una habitación sin ventanas REVISTA ALCANTARILLA •

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Pronóstico

BERENICE CISNEROS, DURANGO, 2000 Inunda el amor. Una lluvia de caricias toma lugar y pacientemente espera la señal. Caen gotas salobres entre los muslos, el vientre. Aún hay mucho tiempo para hacer magia nocturna, llovizna o tormenta. Una vorágine de amor, juventud serena, pasión. En unas horas dejará de llover. -Es mediodía, hace calor y entra luz tierna en cada rincón. Amanecieron con el gorjeo ofreciendo melodías dulces. Cuatro paredes con vida, aun cuando ayer estaba lloviendo. Podría sobrevivir a otro ocaso, otra tormenta. Sale por la puerta.

No ha llovido en varios días. Tocan el timbre de la casa pero el amor de verano no es perenne, está destinado a morir en invierno. Dicen que mañana lloverá.

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En el trabajo hay compañeros detestables JAVIER PACHECO, QUERÉTARO, 1995

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pero también hay compañeros que caen bien. Este es el caso de la fuente fuera de la biblioteca. Siempre enfocada en derramar agua por su cuerpo de cantera, y producir el soundtrack de los pájaros y los árboles. No tiene tiempo de meterse en chismes ni asuntos triviales de la escuela. Me cae bien, insisto. Y sus húmedas labores, me hacen pensar que los buenos trabajos existen. La relación que hemos llevado los últimos meses se resume en acompañarnos en la hora del almuerzo. Y ahí estoy, sentado en su orilla, comiendo tacos de huevo. Pero ella no almuerza, sigue imparable, incansable. A veces le leo poemas sobre el mar para que no se aburra, y espero, de buena fe, que le paguen bien las horas extra.

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Lluvia salada

DANIEL CANALS FLORES, ESPAÑA, 1973

La Tierra dio un giro inesperado, derramándose toda el agua de los mares, océanos y ríos, en el espacio exterior. Daba la sensación de haberse roto una gran pecera. Las consecuencias fueron catastróficas: los surfistas no podían surcar las olas, se interrumpió el tráfico marino, morían peces... Los ingenieros y científicos, de todo el mundo, trataban de revertir la situación pensando en la forma de rellenar las áreas vacías con agua embotellada, cisternas, pozos, piscinas... Mientras discutían acalorados cómo solucionar el problema, con algunos pesimistas dándolo todo por perdido, aparecieron unas enormes nubes grises y comenzó a llover a mares.

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DOS POEMAS

YULEISY CRUZ LEZCANO, CUBA, 1973

TORMENTA DE ARENA Se cuela entre los dedos la arena fina, se levanta el viento del desierto, seguramente está cambiando el tiempo y el horizonte sereno se vuelve una tormenta que no me deja abrir los ojos. La arena entra en la boca y rompe el silencio, pincha la carne y el tentativo de eliminarla salta la palabra y llega hasta el gesto de basta, la oleada blanca cubre el pensamiento y la bestemia infinita revienta en la idea. Se levanta un torrente de arena enfuriada, que sacudida y contrariada, rompe el latido del viento, rueda por la garganta, la boca, con una palabra atrás de otra, parece que canta, y descubre términos nuevos sin saber lo que dice.

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LLUVIA Y TORMENTA La lluvia trabaja, confiadamente, para el olvido de las huellas. Con las alas mojadas las aves de eternidad ya no vuelan. Se levantan las espigas de la cruda semilla, rechazan el despojo frío vuelto en ondas por el viento. Retroceden las voces dobladas de la gente, corren hacia sus casas, en un mar sin formas, sin eco, sólo palabras cortadas como ramas rasgadas en sus troncos por el viento.

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La lluvia son mil palabras abiertas en el pensamiento. Las nubes color de guerra, con fuegos en las entrañas, amenazan, con formas extrañas y con aire de tormenta, la ceiba corpulenta protegida por las montañas. Las nubes bajas se dejan caer en las calles ahogadas, Ya no hay caminos, ni huellas, ni nada, la tormenta ha dejado la tierra deshojada.

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LOS OLVIDADOS

JOEL MENDOZA, MAZATLÁN, 2000

Todo el tiempo había creído que Dios podía cobrarse los pecados con cualquiera de sus castigos. Pero ahora que lo pienso, creo que ese día hizo caso omiso dejando todo a merced del mal. Desde entonces hago un rezo todas las noches antes de dormir para que mis sueños no sigan atormentándome con el recuerdo: la tormenta y los olvidados. Esa noche de septiembre, hace cuarenta años, quedó marcada en mi memoria. No dudo que también en las personas más viejas que aún viven. Si decides preguntarles por la tormenta, cada uno te contará una historia distinta. Todos nos vimos afectados de diferente manera. Por entonces, mi única dedicación eran las tierras heredadas por todas las generaciones de la familia. El terreno tenía tan marcado el apellido que todos los habitantes sabían de quién era la parcelita detrás del panteón. Me habían visto trabajar en ella, así como también habían mirado a mi padre y, en su momento, al abuelo. Sigo viviendo en la misma casa y aunque mi mujer se me adelantó hace dos años, seré capaz de darle alcance desde aquí. Últimamente he recordado a detalle el suceso que me marcó en los años posteriores y que aún me provoca escalofríos y malos sueños por las noches. Fue en la madrugada cuando nos despertó un estruendo en el corral. Salí a mirar por la puerta trasera y me quedé sorprendido por los exagerados movimientos de REVISTA ALCANTARILLA •

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los árboles golpeados por el viento. La alta palmera que teníamos se doblaba tanto que casi golpea la barda del vecino. Se escuchaban las ráfagas de lluvia al caer cuando golpeaban los techos, las hojas y los charcos que se formaban. El techo de cartera de las gallinas había salido disparado hasta el corral de los cerdos. Ese fue el escandalo que nos había despertado. No recuerdo cómo, pero en menos de cinco minutos saqué del corralito en una caja a las gallinas y las metí en la casa. Las gotas de lluvia impactaban en mi torso, el lodo se adhería a mis pies y el aire no me permitía moverme con facilidad. Pensamos que era un ciclón de alta categoría, que era mejor resguardarnos en el cuarto y esperar la mañana para reparar lo daños. Pero el grito del vecino de al lado nos infundió un miedo de esos que nacen en la boca del estómago y te recorren el pecho hasta posarse debajo de la nuca, dejando espasmos y escalofríos. —¡Se va a salir el río! No estábamos preparados para ello. Sabíamos que había estado lloviendo y que el río tenía bastante agua, pero no pensamos en esa probabilidad. En un intento desesperado tratamos de poner un mueble viejo en la puerta y llenar las ventanas con bolsas de plástico. Pero cuando aquellas palabras se hicieron realidad, nada pudo detener al agua. En la mañana siguiente, el agua que inundaba la sala y la cocina nos llegaba por debajo de la rodilla. Tuvimos que esperar a que descendiera para poder limpiar el lodo del suelo. En las paredes aún permanece la marca del agua a pesar de que las he pintado en muchas ocasiones. Pasó una semana en la que las personas se dedicaban a limpiar sus casas, sacaban los muebles al sol para ver si podían ser recuperados, el agua seguía en las calles lodosa y con mal olor, perfectas para el criadero de los zancudos. También recuerdo que los que tenían ganado en las parcelas llevaron a sus animales a lugares más altos en el cerro para evitar que se ahogaran en los corrales. REVISTA ALCANTARILLA •

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Fue entonces que decidí echar un vistazo a mi parcela. Me llevé unas botas plásticas y una pala para drenar el agua que se había quedado estancada. Caminé el tramo que hacía desde la casa y cuando divisé el terreno miré que estaba inundado. Traté de rodear el cerco y buscar montones de lodo que impidieran la salida del agua y poder retirarlos con la pala. Cuando estaba a la mitad del camino me encontré con una superficie sólida que bloqueaba el paso del agua, haciendo que impactara y se regresara para buscar otra salida. Tomé la pala y comencé a golpearla. El sonido sonó hueco, como una caja de madera. Me parecía increíble que la tormenta hubiese arrastrado muebles desde el pueblo hasta donde estaba, pero tenía que quitarlo si quería que toda el agua saliera por ese lugar. Debido al paso de los días, el agua era oscura y desprendía un hedor desagradable. Cuando intenté moverlo me di cuenta de que era largo y pesado. Hice palanca con la pala para desprenderlo y retiré el lodo restante que se encontraba alrededor. No podía ver qué era con claridad porque todo estaba cubierto de agua y lodo. Me costó unos diez minutos sacarlo y cuando lo pude mover lo llevé a un montoncito para ver de qué se trataba. Es por eso que pienso que Dios desapareció aquel día. Nadie supo quién era el difunto que se encontraba en el ataúd. Era imposible identificar un conjunto de huesos y carne momificada. Después de unos días, decidieron llevárselo y volverlo a enterrar en el panteón. Desde ese día las personas acudieron al lugar para darse cuenta de que una zona se había desbordado, dejando una zanja en el suelo y llevándose muchas de las tumbas que ahí se encontraban. REVISTA ALCANTARILLA •

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Fui el primero en encontrarse uno, después apareció otro y el tercero en unos meses. Es inevitable dudar de mi cordura, que lo que vi no pudiera ser creíble, pero todos los habitantes estábamos de acuerdo en algo: nadie se acordó del panteón después de la tormenta. El rostro que mostraba unas cuencas vacías, con los huesos blancos como la cal, la ropa podrida y los gusanos recorriendo su cráneo; movió la boca, o lo que antes había sido una boca. —Nos olvidaron –dijo con una voz que no era de este mundo–. Y pronto, a ustedes también. Relaté infinidad de veces lo que había visto y escuchado sin importar lo que me hacía sentir y con la intención de sacarlo de mí. Cada vez había más miradas escépticas, incapaces de creerlo e incluso burlándose de la historia. La sensación que me provocó escuchar esas palabras no me ha abandonado desde entonces. Lo cuento una última vez porque sé que puedo irme en cualquier momento y aún tengo esperanzas de que pueda quitármelo de encima. Pronto seré de la tierra y tal vez una tormenta me arrastre hasta los confines del infierno. El recuerdo me consumirá hasta la muerte y después seré olvidado.

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LOS CAUQUES DRACO LIZÁRRAGA, MAZATLÁN, 1998

Negreaba en la sierra, a leguas se podía ver. Pero fue el sudor y la desquiciante humedad, caliente como el vaho de un dragón, lo que despertó a Tobías de la siesta que tomaba. Era sábado, cuando trabajaba tan sólo media jornada, y el resto del día lo pasaba con su madre, a quien cuidaba desde que ella había enviudado hacía tres años. No era tan vieja, pero la diabetes le había afectado mucho su salud. Ninguno de sus otros dos hijos se quiso hacer cargo de ella. Isidro, el agrónomo, se excusó con su trabajo en las granjas de tomate en Culiacán, asegurando que les convenía más que él estuviera allá para mandarles el dinero que necesitasen, lo cual cumplía puntualmente, pero era tan avaro que apenas les daba para el sustento básico de su madre. Lucía, la enfermera, vivía en Mazatlán con un gringo; se había casado con él después de un par de años de conocerlo, desde la convalecencia de una cirugía de cataratas. Visitaba un par de veces al mes a su madre, pero nunca se ofreció a cuidarla y rara vez aportaba algo de dinero para su cuidado. Tobías, el menor de sus hermanos, no era casado y nunca tuvo la menor intención de dejar su pueblo. Por otra parte, como nunca quiso mudarse del rancho, su difunto padre, don Sebastián, le heredó las pocas tierras que tenía. Muchos vecinos y amigos le decían que las vendiera, y con ése dinero se estableciera en Culiacán o Mazatlán. —No me gusta el apuro del puerto– les contestaba Tobías cuando le preguntaban sobre el tema. Los días anteriores a ésa tarde había hecho un calor asfixiante. Apenas habían caído algunas lluvias durante las semanas previas, pero el abrasador y húmedo clima anunciaba la llegada de aguaceros. El arroyo había comenzado a correr unos cinco días antes, aunque era muy poca agua como para regar las tierras o darle de beber al ganado. Desde que construyeron la presa, el caudal del arroyo casi desaparecía para fines de REVISTA ALCANTARILLA •

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mayo, por lo que tampoco se podía pescar, o siquiera lavar ropa. Apenas Tobías se levantó del catre, tomó un pañuelo, se secó el sudor y vio hacia los cerros. Oscuros nubarrones se cernían a lo largo de la sierra Después, se vislumbró un rayo a lo lejos y un leve trueno re-

tumbó a la distancia. —Va a llover –pensó para sí–. Con el agua que caerá, abrirán las compuertas chicas de la presa y el arroyo correrá. Entonces, Tobías se vistió, salió de su cuarto y se encaminó hacia la sala para tomar su sombrero y sus botas. Iría a hacia las partes altas del arroyo a pescar cauques. Su madre ya le había dicho días antes que se le antojaba comer un caldo preparado de esos langostinos, que rogaba a Dios para que ya corriera el arroyo. Si traía cauques, sabía que eso la pondría muy contenta, y no deseaba otra cosa más que eso. Su difunto padre, cuando era época de lluvias, solía pescar y traer cubetas llenas de langostinos, por lo cual eran muy apreciados por el joven y su madre. Una vez que tomó la vieja red de su padre y una cubeta, vio a su madre dormida en la poltrona del corredor. Como a ella le daba directamente el aire de un ventilador, el calor no la había despertado. Tomó un pedazo de papel y le escribió una nota donde decía que había salido al arroyo para ver qué tanto se recargaría el pozo de agua de la parcela, lo cual en parte era cierto. Pensaba llevarle los langostinos como una sorpresa, para que la pusieran todavía más contenta. Pese a que el sol comenzaba a bajar, aún quemaba bastante; sin embargo, los pesados nubarrones en los cerros se acercaban lentamente hacia los valles. El punto donde su padre pescaba los cauques estaba a una hora de distancia a pie, y como Tobías no quería gastar gasolina, decidió no sacar la vieja camioneta que tenía. Al salir del pueblo, un buen amigo de él, Rafael, quien traía dos grandes pargos junto con unas cuantas mojarras en una sarta, se le acercó y preguntó: —¿A dónde vas Tobías? —A pescar cauques al arroyo, ¿Tú de dónde vienes? —Del estero, he pasado casi todo el día pescando –respondió Rafael–. No vayas REVISTA ALCANTARILLA •

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ahora, me dijeron que está muy pesada la lluvia en la sierra, en una de esas, Dios no quiera, te da una arrastrada el agua. —No creo. Ayer todavía estaba muy bajito el arroyo, pero con las lluvias en la sierra de seguro los cauques ya se están viniendo río abajo hacia la boca del río. Si pesco muchos, te convido del caldo que salga. —Muchas gracias. Cuídate mucho. Se despidieron y cada quien retomó su camino. Cuando llegó al punto donde su padre solía pescar, lo primero que hizo fue tentar el agua. Estaba muy fresca, casi fría, ideal para paliar tan insoportable calor. Se quitó sus botas y se metió al arroyo. Ya estaba más alto el caudal, le llegaba hasta por debajo de las rodillas. A lo lejos relumbró otro rayo al que prosiguió un trueno más fuerte. El joven volteó a ver dónde había caído, y se percató que los nubarrones ya estaban cerca. Tobías sabía que tenía que apurarse. Luego de remover algunas piedras, comenzó a tirar la tarraya. Con los primeros tiros no sacó nada, pero en poco tiempo salieron los apreciados cauques. Le parecían feos en demasía; de una coloración prietuzca, con tenazas más largas que su cuerpo y llenos de espinas, además de escurridizos. Sólo le gustaban por su exquisito sabor. Para cuando sacó los primeros langostinos, empezó a caer una llovizna muy leve, casi como el sereno de febrero. Prosiguió tirando la red y sacó más, pero ahora el agua le llegaba hasta la mitad de los muslos. Otro trueno resonó, y entonces recordó el consejo de su amigo Rafael. Pero aún no llevaba muchos cauques, apenas alcanzarían para una modesta cazuela. Tiró una vez más la red, pero se enredó con unas ramas que venían río abajo. Dejó la cubeta en la orilla y se dispuso a desenredar la tarraya, pero de repente escuchó otro ruido a la lejanía. No era un trueno, era la alarma de la presa, la que sólo suena cuando van a abrir la compuerta mayor para desfogar el agua. Tenía que salir pronto. Más ramas comenzaban a golpearle los muslos, que ahora estaban totalmente bajo el agua. La red estaba enmarañada entre las ramas que bajaron desde la sierra, y tuvo que romperla un poco para alcanzar a liberarla. Ahora las gotas de lluvia eran gruesas y más copiosas, y las oscuras nubes las tenía casi encima. A lo lejos, el cielo dorado del atardecer adquiría vetas carmesí. Pensó en qué bello atardecer tendría Mazatlán ésa tarde, pero un profundo eco lo sacó de su ensimismamiento. Volteó a donde había sonado. Lo último que vio fue el inmenso caudal de agua que en un instante lo tragó. REVISTA ALCANTARILLA •

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Las tormentas no suceden en los cielos Las tormentas no suceden en los cielos JOSÉ ZENTENO AGUILAR, CHIAPAS, 2001

ANTONIO SALMÓN, DURANGO

Mencionas que nunca has visto una tormenta, Dentro de casa todo cruje: criatura afable con la mirada al cielo, muebles, huesos, la cabeza llena de sueños y corazones rotos el alma vacía de la vida que no es vida. de la familia al ver

que han allanado su casa y Arrecia todos los días. todo se ha arruinado Las palmas parecen bailar, pero se resisten. Benditos los ricos. El ruido blanco se adueña Pobres los pobres de teles y banquetas. atados a las calles

y en ojos del cielo Hay que estar atentos a los golpes. son un blanco más. Todos tristes: los perros lloran, Sin importar lo que pase, los techos lloran, No mires abajo los árboles lloran que ya somos muchos amenazados sin ganas de nadar. y responsables de refugiar cientos de aves.

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CESCO RAM, TLAXCALA, 2001

Los inexistentes de Tiltomet

Un día de repente, Bram comenzó a portarse raro, "¿dónde está mamá?" le preguntaba a todo mundo, aun cuando sabía que él no tenía madre, pues su padre, el señor Ronn, lo había criado solo. Al principio creí que nos estaba jugando una broma a todos, pero con el paso de los días se puso más misterioso, se veía distraído y cansado, las ojeras le habían rodeado los ojos y se notaba que había bajado gravemente de peso. Algo le pasaba y cualquiera que lo hubiese visto, se habría dado cuenta. Su padre quiso ayudarlo varias veces, pero Bram escapaba de su casa gritando por las calles que necesitaba encontrar a su madre. Cuando por fin pudieron internarlo, algo impensable pasó. En una visita al hospital, me confesó la verdad detrás de su extrañó comportamiento. —Toma esto, deshazte de él –susurró y me entregó una aguja del tamaño de su dedo índice que había escondido de algún modo en la habitación. —¿Qué es?- pregunté confundido. —Es lo que mató a mamá- miré el objeto de metal y noté que en letras diminutas tenía un nombre grabado. —Tiltomet –leí entrecerrando los ojos–. Es un dios demonio... —Pero Bram, tu creciste solo con tu papá –lo interrumpí. —No, no. Por alguna razón todos han olvidado que sí existió, pero fue esa aguja la culpable de todo. Leí en un libro de invocaciones que, si la ensartaba con la punta hacia arriba sobre la espalda, en la prenda que una persona llevara puesta, esta desaparecería.—Y eso fue lo que pasó con mamá, estaba enojado con ella, así que puse la aguja en un suéter que se puso una noche y al día siguiente se había ido. REVISTA ALCANTARILLA •

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No sabía que pensar acerca de lo que me estaba contando Bram, era solo un chico de quince años y era mi amigo, pero había cambiado totalmente, la locura lo había transformado, incluso llegó a darme miedo. Cuando quise preguntarle que de dónde había sacado tal libro de invocaciones, llegó la enfermera para pedirme que me retirara. Días después, Bram se suicidó, no sé cómo y no quiero saberlo. Ahora yo me sentía un tanto culpable por no haberle creído, pero esa sí que era una historia muy loca. La única forma de comprobarla era llevando a cabo tal misteriosa invocación, y tenía al candidato perfecto para ello. No sé qué estaba pensando papá cuando me presentó a Ferdi, mi medio hermano de 2 años, hijo de la amante con la que papá había engañado a mamá por mucho tiempo. Por cuestiones familiares, por ahora yo tenía que vivir con ellos, debía quedarme ahí mientras veía como otro niño se robaba todo el cariño y la atención de mi padre, al igual que Valena, mi madrastra. Siempre hacían todo los tres juntos, ir al parque, al cine, al zoológico... casi nunca me integraban, y si lo hacían, me ignoraban descaradamente, pero parecía que no se daban cuenta de ello, o tal vez no les importaba. Papá nunca lo notó, pero cada vez odiaba más a ese niño berrinchudo y malcriado. Y todo empeoró cuando comenzaron a agarrarme de niñera. Cuando ambos salían a sus citas románticas cada fin de semana debía cuidarlo, alimentarlo, llevarlo al baño, y además de todo, entretenerlo. Pero pronto eso terminaría. Una noche cuando mi padre y Valena salieron a cenar, yo me quedé como siempre con Ferdi y estaba más que listo para realizar la invocación de Tiltomet. Aún había sol cuando el niño me pidió que jugáramos a la pelota en el jardín trasero, entonces aproveche para decirle:

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—Espera, te pondré un suéter –puse la aguja con la punta hacia arriba en la espalda de la de la prenda y se la puse al niño. Así entonces, salimos a jugar. No sabía que estaba esperando, tal vez la aparición de algún demonio, un fantasma, o un monstruo, pero por buen rato no pasó nada. El sol ya casi comenzaba a ocultarse y el cielo se llenó de nubes gigantes y grises. Los primeros relámpagos y gotas de lluvia empezaron a caer poco después. El viento soplaba muy fuerte, y decepcionado por la farsa que había obtenido de Bram, regresé de nuevo dentro de la casa con el niño para no mojarnos, entonces repentinamente la lluvia se convirtió tormenta, una tormenta de relámpagos que sonaban con fuerza azotando su gran estruendo en la tierra. —Pelota, mi pelota –pedía el niño una vez dentro. —No, ya déjala ahí –le advertí. Sin tomarle más importancia a lo que pudiera hacer, yo me dirigí a la cocina para buscar algo de comer y con eso quitarme la desilusión que me había provocado la invocación fallida. De pronto escuché la puerta abrirse de nuevo, cuando acudí a ver qué pasaba, lo único que aprecié, fue a Ferdi corriendo hacia al jardín, bajo la gran tormenta eléctrica, corriendo hasta donde estaba su pelota. Enojado por su desobediencia le grité sin conseguir que me escuchara, por lo que comencé a caminar directo hacia él para llevarlo de nuevo dentro de la casa y reprenderlo. Pero justo cuando pise el umbral de la puerta... ¡Crish! Le cayó un rayo, el destello me lanzó de espaldas y el sonido me aturdió el oído, como el fogonazo los ojos, solo recuerdo que la cabeza me dolió tremendamente por un segundo, la vista se me puso borrosa y me desmayé. Lo que me despertó a la mañana siguiente fue el canto de los pájaros que pude ver posados en los árboles a través de mi ventana. —¡Hijo el desayuno está listo! –escuche a papá vociferar. Al levantarme noté que, en el escritorio de mi habitación se encontraba aquella aguja Tiltomet que Bram me había dado, estaba intacta "supongo que todo fue un sueño" me dije. REVISTA ALCANTARILLA •

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Aun vistiendo el pijama acudí al llamado, en la cocina se encontraba Valena haciendo huevos y papá sentado en la mesa. —Siéntate cariño, ahora te sirvo- me dijo la mujer. Obedecí, pero con el entrecejo fruncido, observando como ambos tenían una serenidad pura en el alma. —Y... ¿Dónde está Ferdi? –interrogué. —¿Quién? –me miró papá con curiosidad. Supe entonces que Bram decía la verdad, tal vez su madre si había existido, pero la invocación la había borrado de la memoria de todos, igual que había hecho ahora con Ferdi. Entonces Bram se sintió responsable, sintió que él había matado a su madre y al ser consumido por el arrepentimiento se suicidó. Pero a diferencia de él, yo no sentía ni un poco de culpa.

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PARÉNTESIS

CONCEPTO & LETRAS

LA CUEVA DEL DIABLO, MAZATLÁN Nuestro género es variado, fusionamos géneros y ritmos en cada una de nuestras canciones para darle variedad a cada pieza que sacamos gracias a las influencias de cada uno de nosotros. Procuramos que cada canción tenga su significado propio, procurando dar un mensaje directo y abierto a interpretaciones.

Memo: guitarra y voces - Kami Higareda: batería y voces Piki Higareda: batería, percusiones y voces - Pelón Higareda: voz principal y bajo

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ANTE CEDENTES

Comenzamos el 6 de mayo del 2016 con diferentes integrantes y distinto nombre, pero ya con el nombre de La Cueva del Diablo (y otros dos integrantes más) nuestro primer ensayo fue el 6 de septiembre del 2016. Actualmente, quedamos cuatro miembros que somos los fundadores de la banda y uno más que está por integrarse con una voz nueva para darle fuerza alas rolas.

"Nos divertimos tocando para que la gente se divierta"

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¿POR QUÉ "LA CUEVA DEL DIABLO"?

DOS BATERISTAS

Dos baterías fue un concepto que ideamos a partir de que mis hermanos son bateristas, los dos, así que pensamos como poder adaptar esas dos baterías con lo que queríamos hacer, así que uno de ellos también es percusionista, así que con todos los instrumentos de percusión que tiene, más la batería, pues tenemos un sonido muy particular.

Actualmente estamos en Instagram y Facebook próximamente estaremos en Spotify y YouTube, cuando nos entreguen el material que se grabó, sólo falta masterizar y estaremos subiendo las rolas por esos medios.

¿DONDE PODEMOS ESCUCHARLOS?

Nuestro género es variado, fusionamos géneros y ritmos en cada una de nuestras canciones para darle variedad a cada pieza que sacamos gracias a las influencias de cada uno de nosotros. Procuramos que cada canción tenga su significado propio, procurando dar un mensaje directo y abierto a interpretaciones.

"Incluso en el peor momento de soledad y desfalco económico, o la cruda más fatal, la música nunca nos abandonará, ya que ofrece el paréntesis necesario" Eusebio Ruvalcaba REVISTA ALCANTARILLA •

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In memoriam

AURA LUNA, CIUDAD DE MÉXICO, 1980

Tapié las puertas y ventanas sin mucho afán. Un manojo de documentos con fechas, nombres, a propósito olvidados en la mesa del comedor, son la baraja del destino resguardada en una bolsa plástica sin sellar. Las llaves en el perchero cuelgan con una mirada infantil de tristeza fingida, innecesarias como los anuncios oficiales del desalojo y la lista de albergues donde todos tenemos el mismo rostro de congoja y expectativa. Una a una apago las luces que vuelven penumbra el día gris. En la prisa del desasosiego los deberes domésticos esperan y su estampa inherente a su condición de objetos inamovibles sujeta mis zapatos en el cemento de un patrimonio que ya no me pertenece. Situada en este y otros tantos lugares, omnipresente, mis ojos se habitúan en la oscuridad. Voy nombrando en una lista interminable y burocrática los muebles, los objetos decorativos, repaso los títulos de los libros, discos y medicamentos. Nombro cada parte de mi cuerpo desde los pies hasta mi cabeza: veinte dedos dos piernas, una vulva, veinticuatro costillas, treinta y dos dientes, una nariz, dos ojos, una cabeza, ciento cinco mil cabellos. REVISTA ALCANTARILLA •

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El viento sopla, ciento cincuenta y tres kilómetros por hora, no, el viento ruge, doscientos nueve kilómetros por hora. Es un monstruo violento, agresivo, es su voz cuando llega tarde, con aliento alcohólico. Yo lo oía desde mi cuarto, de cuclillas con mis manos abrazando mis piernas susurraba o rezaba no lo recuerdo. --Ssssh no te muevas, respira lento… Es el viento que azota la puerta y cruje todo a su paso, doscientos cincuenta y un kilómetros por hora. La mano arrastrándome ahora del brazo, o de las ropas, del cabello. Llueve ligeramente, --No llores, calla, no llores lo harás enojar. Doscientos veinticinco kilómetros por hora. Llueve precipitadamente. La casa tiembla, yo tiemblo, la vida tiembla, no, yo estoy de pie sin poder moverme como un objeto más de ese lugar que no me pertenece, pero he tapiado con esmero para resguardarla, de qué, de quién. Un golpe, después otro y otro. Agudizo mi oído, no es juego pero desde mi escondite voy adivinando lo que se rompe contra las paredes, en el suelo caen ruidos metálicos, cristalinos, secos. Huesos rotos, gotas de sangre espesa y caliente con un sabor a óxido. Diluvia una tormenta por cuarenta noches, el mar escupe y grita con su aliento sobre mi cara, cierro los ojos, aprieto las mandíbulas. No tengo miedo, sí lo tengo pero él no lo sabe porque abro los ojos y lo miro directo con la frente fruncida y le regreso el escupitajo en la cara. Lo provocó para que no pare, sé que no parará hasta que se quede sin fuerzas. El huracán pasó. Vuelvo a casa, debería decir perdóname padre, pero no lo siento. La casa está destruida y entre escombros su cuerpo inerte aún atado a su lecho me mira con las cuencas vacías. REVISTA ALCANTARILLA •

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JCPOZO

Lluvia de amor La lluvia baja, sobre los rostros, tiemblan las plantas, tiemblan de gozo.

Flor de magnolia, no se deshoja cuando la lluvia besa su boca.

El viejo pozo, desborda su agua, limpiando el fondo, de tierra amarga.

Cantan las alas de la cigarra entre armonías de gotas de agua

Luego una mariposa, Luego una mariposa, llega anunciando el sol, llega anunciando el sol, y un manto de perfume, y un manto de perfume, se evapora y llega a las nubes se evapora y llega a las nubes y va cayendo y va cayendo Lluvia de Amor. Lluvia de Amor.

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SARA FERNÁNDEZ

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ARENA FINA- MARIELA DE LA PEÑA

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AKUALI

J. R. SPINOZA, TAMAULIPAS, 1990

Sigue lloviendo afuera. Escucho el sonido de las infinitas gotas de lluvia al chocar con violencia contra el techo de lámina que sólo es interrumpido por los ocasionales truenos que acompañan la tormenta. Son ya cinco días que llueve sin parar. Controlo mi respiración, me concentro en introducir aire por la nariz y calmar los nervios. No debo hacer ruido alguno. Miro la ensombrecida puerta de madera y pienso que mis ojos por fin se han aclimatado a la oscuridad del clóset. Pienso, también, en Germán y como su engaño me ha llevó hasta la situación en la que me encuentro. Es por ello que decidí tomar el trabajo que postulaban en la página de contadores. Muy lejos de casa, en la costa. Con casi el doble de sueldo y una vivienda que pagaba la compañía. Me hablaron al día siguiente y creí que mi suerte cambiaba. Después de la entrevista y de una nueva llamada para asegurarme el empleo, me hicieron elegir entre dos viviendas, una en el centro de la ciudad y la otra, en la bahía, alejada del bullicio. Yo que siempre he sido muy huraña me decanté por la segunda. Después de ocho semanas trabajando sentí como la distancia comenzaba a caerme bien. Ya no pensaba en Germán todo el día, tenía una excusa para no ver a mis padres que me querían tener en su casa los fines de semana y estaba ahorrando en serio por primera vez en mi vida. Vivía apenas con lo básico. En mi mente se trazaban viajes y visitas a centros comerciales. Después de doce meses tendría ahorrado suficiente para divertirme a lo grande en mi semana de vacaciones. Había retomado el hábito de la lectura e incluso hice por irme a correr cada mañana. Fue en una de esas mañanas de cardio cuando lo vi. Comenzó llover desde las tres y para las cinco que salí seguía lloviendo. Pensé que era una tontería romper mi rutina por un poco de agua, de cualquier manera siempre me bañaba al regresar. Corría por el estaciona-miento de la playa cuando lo vi. Mis tenis REVISTA ALCANTARILLA •

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pesaban y hacían ruido, mi cabello empapado del que escurrían gruesas gotas me dificultaba la vista. Lo hice a un lado y me tallé los ojos. No era humano. Quiero decir, caminaba erguido, en dos patas que eran como las de una rana. Tenía colmillos, delgados y dispares. Sus ojos, más de pez que de hombre y harto más de muerto que de pez, no reflejaban vida. Sim embargo, se movía. Tomé mi celular, el cual estaba dentro de una bolsa protectora que colgaba de mi cuello. Intenté grabarlo, pero apareció el mensaje de BATERÍA INSUFICIENTE y parpadeaba un 2% junto a la imagen de una pila. Sólo me distraje un segundo y eso fue suficiente para que esa cosa desapareciera. Al llegar a mi casa descubrí que no había energía eléctrica. Me metí a bañar y después de vestirme, coloqué el cargador del celular en mi bolso. El día de trabajo transcurrió de manera normal, salvo por un par de compañeros que se ausentaron. La empresa tenía planta eléctrica y pude cargar mi celular de nuevo. Al salir del trabajo extrañó que siguiera lloviendo. Tuve que sortear las calles inundadas para llegar a mi hogar. Como no había ni luz, ni internet me fui a domir temprano. Empecé a preocuparme a la mañana siguiente que seguía sin luz y que, por lo visto no había dejado de llover. No pude salir a correr y tuve que dejar mi auto a cuatro cuadras del trabajo. Llegué al baño a cambiarme de ropa. Debíamos ser menos de un tercio de los trabajadores. A la hora de la comida, don Saúl, un viejito que trababa en bodega se me acercó para hacerme una advertencia. —Debería irse, señorita. —Aún tengo algunos pendientes, pero sin duda me iré temprano. —Me refiero a irse de la ciudad, ¿por qué se piensa que casi no ha venido gente hoy? —se acercó a mi oreja, como si me estuviera contando un secreto —está sucediendo otra vez. Ya he sabido de personas que lo vieron, ¿quién huyó y quién está muerto? Es imposible de saber. Pero esta lluvia no es normal. Él la provoca, ¿o tal vez la tormenta lo atraiga a él? —¿A quién? —Akuali. Es una criatura que… —se detuvo —…ya lo has visto. Quizás estaba loco, o quizá el anciano vio el recuerdo en mis ojos, de alguna manera lo supo. —Tienes que irte… antes de que sea demasiado tarde. Recogí mis cosas a prisa y salí corriendo. Sentía mis dientes castañear y un frío recorría mis hombros y cuello. Llegué empapada a mi auto y este no quiso arrancar. Caminé a casa. Las calles parecían desiertas, dudé por un momento en regresar a la oficina, pero me resolví REVISTA ALCANTARILLA •

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por llegar a casa y empacar, antes de que el agua cubriese toda la ciudad. Una vez terminé de alistar mi equipaje a la luz de las velas, la tormenta arreció. Los fuertes vientos arrancaban las largas hojas de las palmeras. Vi a la distancia como un bote de basura se estrellaba contra el vidrio de una casa. Tomé mi teléfono y llamé al trabajo. Nadie contestó. Llamé a mi jefe, lo mismo. Decidí llamar a mi madre, y el teléfono sonó y sonó. Esa noche el torrente que caía del cielo se aplacó y el incesante golpeteó fue sustituido por una tenue llovizna. Me dio esperanza hasta que escuché los gritos. Como ecos del más allá, personas aullando de dolor, rogando por su vida, hombres, mujeres, niños, era difícil saberlo. La mañana siguiente no me atreví a dejar la casa. Hoy he visto una sombra monstruosa traspasar mi puerta. Me arrastré, repté hasta este clóset que es mi escondite. Ignoro si puede olerme o se basa por la vista. Pido a Dios que sea lo segundo. Porque si esa puerta se abre… yo no sé lo que me espera.

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Syd Balam

ARTISTA SONORO, MAZATLÁN, SINALOA

El Proyecto Sonidos Prehispánicos Experimentales surge bajo la idea de crear atmosferas sonoras, con réplicas de instrumentos prehispánicos, pedales de secuencia o loops, sintetizadores, elementos naturales y reciclados, junto a grabaciones de campo como ríos, aves, lluvia, etc., registrados en diferentes áreas naturales y otros sitios de Sinaloa, Jalisco, Sonora, CDMX, etc.

ha presentado en diferentes festivales culturales y de Este proyecto se conservación de especies de flora y fauna, tanto en Sinaloa como en diversos estados, tal es el caso del Festival del Dia del Jaguar en Álamos, Sonora, El Festival Cultural Sangre Viva en Ajijic Jalisco, en el Carnaval del Jaguar en Nayarit, así también se ha tenido participaciones en festivales de talla internacional como lo fue el Live Looping Y2K México.

Pegate un buen trip con su música: escanea el QR con tu celular

Syd Balam Syd Balam

R ER VE IVSITS AT AA LACL AC N AT N AT RA IRLILLAL A• • J UNL ÚI O M E2 R0 O 2 05 • • NJ Ú UM L IEOR O 2 0 82 1


FRANCISCO ALFARO, MÉXICO, 2000

¿Quiere saber lo que es una Tormenta?

I

Hace no muchos años, en 1936, el mexicano más egocéntrico de la historia (con el perdón de Antonio López de Santa Anna) publicaba un tomo más de lo que, tiempo después, sabríamos que sería una autobiografía bastante extensa. José Vasconcelos, misionero de la educación y cirquero electoral, trataba de explicarnos a chicos y grandes qué fue la Revolución Mexicana y, lo más importante, cómo la había sufrido él, pues filosofar inútilmente desde el extranjero no implicaba que no le doliera la causa nacional. La Tormenta fue el segundo tomo de la autobiografía del Ulises Criollo y, aunque su título fuera sumamente pretencioso, no carecía de realidad. Sin embargo, lo que sí parecía irreal era cómo un niño rico nos intentaba explicar los horrores de La Tormenta desde una casa con techo, chimenea y café caliente. Desde su publicación, la obra cayó muy bien entre el tumulto de changos aplaudidores que representaba la juventud de las ciudades, sobre todo la que se hallaba en universidades. Este círculo de aduladores que se creían paladines de la Revolución intelectual todavía tuvieron el descaro de escribir en sus espacios periodísticos reseñas que felicitaban al señor Vasconcelos, esperando su libro “como se espera una tormenta, esto es, con la seguridad de que se asistirá a un hermoso espectáculo de la naturaleza, que puede amedrentar a muchas gentes, pero que sacude y pone en juego las fuerzas físicas y deslumbra y purifica”. Qué cabrones y qué ingenuos. Utilizando metáforas como si supieran de lo que hablan. ¡Ah, señor Vasconcelos! ¿Quiere usted saber qué fue en realidad esa Tormenta de la que tanto habló? Para que aparezca en sus futuros prólogos, permítame contarle una breve historia.

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II

Mi nombre es Cayetano Ramírez y durante el periodo que el señor Vasconcelos llamó La Tormenta, yo viví en los charcos y el fango. Tenía yo mi pequeña parcela envuelta en la Sierra Madre del Sur, donde me dedicaba a sembrar, cuidar y cosechar jamaica, con lo que nos bastaba para sobrevivir a mí y a mi familia. En aquellos años, a lo que yo más le tenía miedo era a los diluvios que azotaban Guerrero durante el verano, pues me podía arruinar el cultivo. Si se estropeaba, no vendíamos y si no vendíamos, no comíamos más que quesadillas de la flor echada a perder. Pero todo cambió cuando La Tormenta llegó por nosotros y nos dio dos opciones: quedarnos en nuestra miseria pagando protección a la Revolución o que nos fuéramos con ellos a defender los ideales a punta de bayoneta (o de coa, para los más humildes como nosotros). Aceptamos la segunda opción, por miedo a no poder sostener la primera.En las filas de un tal Gómez (a quien nunca le vi ni la sombra), nos enlistamos como revolucionarios con la promesa de tierras, comida y apoyo para la siembra, aunque no por eso le dejé de temer a la tormenta. Los diluvios me seguían causando pánico, mal que las razones habían cambiado. Antes yo temía que la cosecha se pudriese; ahora me asustaba que el que se pudriera fuera yo. Cuando llovía, las batallas en contra del ejército eran el doble de cruentas y el triple de complicadas. Recuerdo que una vez en las afueras de Tixtla, durante un enfrentamiento entre nosotros y sabe quiénes, la lluvia azotó el campo y nosotros, con la protección de un pordiosero, tuvimos que combatir con el lodo en los huaraches, el agua en las camisas y los truenos en la cabeza. Aquella tarde en Tixtla muchos de nuestros compañeros fueron muertos y confundidos entre el lodazal que la tormenta había provocado. La batalla había cambiado de enemigo; ya no era contra los soldados de en frente, sino contra la mismísima muerte. REVISTA ALCANTARILLA •

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Con el agua cayendo a cántaros y herido de un brazo, me arrojé al fango y cerré los ojos, esperando que el terminara de cualquier manera. Por fortuna, el oponente me creyó muerto y, tras la confusión causada por la tempestad, pude sobrevivir. Meses más tarde y con el apoyo de otras huestes revolucionarias logramos tomar la cabecera municipal y, por el hecho de sobrevivir en el lodo, recibí una medalla al mérito revolucionario. El hecho de que La Tormenta acabase no quiere decir que yo dejara de temerle a las tempestades. Mientras Vasconcelos se paraba el cuello publicando sus notas autobiográficas, yo me había metido en la agenda política de Guerrero y Tixtla. Aquel lugar donde se quedó mi alma, me alojó como su presidente municipal por nueve largos años. Por supuesto que la lluvia se vivía diferente en un ayuntamiento, pero los truenos muchas veces me recordaban aquel Máuser 1902 que nos apuntaba directo al corazón. La tormenta, querido reseñador ingenuo, no “deslumbra y purifica”. La tormenta hunde, tortura e, irónicamente, arde.

III ¿Quiere saber lo que fue La Tormenta, señor Vasconcelos? La realidad es que nunca la tuvo en frente. Espero que mi anécdota le aproxime a alguna idea, pero le puedo asegurar que poco se parece a sus vacaciones por el extranjero. Es más, aquella tempestad en nada se parece a la que hoy azota la avenida que lleva su nombre, ni a la que desgasta la capilla donde yace su cuerpo.

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Sacrificio al dios de los Sapos

SERGIO CEYCA, CULIACÁN, 1990

Puedes decir que estas calles son ríos, puedes llamar a estos ríos, calles. Puedes decirte que estás soñando, amigo, pero ningún sueño corre así de profundo. Nick Cave and the Bad Seeds

La gente de esta ciudad sabe que el agua no es inocente. Aunque lo olvidan la mayor parte del año, a mitad del verano bárbaro los titulares gritan las mismas desgracias: «fallece pareja intentando cruzar arroyo en un Volkswagen»; «un niño es arrastrado corriente abajo», «el lodo toma posesión de las casas de alguna colonia que se construyó cerca de los caudales». El agua siempre busca arrebatarlo todo. Yo, que suelo andar tirado sobre las bancas mientras soy ignorado por los ciudadanos respetables, veo cómo la vida continúa año tras año en espera de aquel sacrificio ante el dueño original de la ciudad, sacrificio que siempre marca el inicio de la estación de las lluvias. ¿Cuál dueño?, se preguntarán. El que arrastra todo corriente abajo, lejos de las montañas, lejos de los ciudadanos, siempre en dirección al océano. Nuestro adorado y mugroso río Tamazula. Por eso siempre me he mantenido a distancia de la ribera y cuando mi camino se cruzó con esta, no fue porque lo buscara. Tenía un amigo que siempre andaba por el centro, igual que yo: un chico delgado como una lagartija, con lentes (seguramente era nieto de un murciélago porque ni en mis peores borracheras he mirado como él), quién solía sentir que el mundo iba a golpearlo por cualquier flanco. Al principio solo nos saludábamos en la calle. Más bien, yo lo saludaba. Él me sacaba la vuelta. Y poco a poco entendió que yo no quería herirlo; me compartió cigarros, me regaló un refresco, y un día me preguntó si no me había tocado ver gente con máscaras de sapo. Así que yo le dije «Aún no, Ian» (así se llamaba) sabiendo que dejar la información a medias lo orillaría a hacerme algún regalo, no sé, como que me invitara alguna bebida. Y así fue. Estábamos en el quiosco de la plazuela central. Ian corrió a un minisúper; de regreso, antes de darme la botellita de cristal, quiso saber a qué me refería. «Esta es tierra húmeda, una ciudad torcida, donde anidan los Sapos», expliqué con misticismo y, luego, le mostré mis bellos y carcomidos dientes. Me pidió que dejara de burlarme de él. «Es en serio», le dije, «todos los años he visto a los Sapos y no es hasta que el calor está insoportable y aparecen los primeros nubarrones, las cuales nada más amenazan sin cumplir, cuando ellos salen a caminar por el sauna que es el centro de la ciudad. Buscan sacrificios para su dios. Lo ven todo, lo saben todo, han pegado sus ojos a todos los muros posibles». Ian me preguntó si sabía más de ellos. Aunque lo hacía, preferí callar para protegerlo.

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Pasaron los días y las nubes malintencionadas continuaban jugando con mis sentimientos. Necesitaba una tormenta que creara arroyos por todas las calles, en la cual pudiera bañarme y dejar de oler a perro atropellado; y cuando llegó, todo se frustró en mis planes y los periódicos publicaron, en esa ocasión, que se encontró el cadáver de un joven corriente abajo. Aquel día no perseguí a Ian. Lo vi en la Plazuela Obregón, de lejos, observando a las personas que esperaban en filas a los autobuses sobre las baldosas, igual que si se dirigieran al matadero. En aquel momento sonó un trueno. Puedo jurar que la ciudad se quedó congelada. Las señoras que estaban tendido la ropa empezaron a quitar los broches para mejor colgarla en el interior de sus cocinas, los hombres que acababan de lavar sus coches aceleraron para llegar, rápido, a un lugar con techo, y hasta yo mismo me quedé sentado en la banca en la que estaba y desde donde Ian no podía mirarme. Lo vi cruzar la plazuela y escuché que alguien gritó: «El pendejo escapa de la lluvia, el niño de mami tiene miedo a un poco de agua, ¿acaso te vas a derretir?», y supe que se lo decían a él por esa manera pasmada y asustada, silenciosa, con la que Ian ignoraba los insultos, y siguió caminando igual que si nada hubiera pasado; ya saben, cualquiera de nosotros hubiéramos volteado, aunque fuera un segundo. Supe que aquellos demonios tenían que ser sus compañeros de clase, los que aborrecía. Los intentos fallidos de narcotraficante. Los que andaban con sombrero y botas de piel de avestruz. Aunque en ese momento no vestían así, solo traían esas estúpidas playeras con estampados de animales, dibujos que parecen tatuajes, llenos de brillos de plástico. Miré que Ian cruzó la plazuela alejándose de ellos, y me pregunté si podía ayudar a mi amigo. Al sentir las primeras gotas sobre mi cabeza sucia, intentando penetrar mi cabello amarrado no por ligas o pegamento sino por hongos alegres, me acerqué a ellos escondiéndome detrás de los árboles, y ellos también sintieron el inicio del aguacero porque se levantaron, cada uno con un paraguas y caminaron en dirección de la otra plazuela del centro, en la que siempre hay chicos que me comparten cigarros y que, a escondidas, traen alcohol. Los seguí a la distancia. Empecé a caminar torpemente para fingir que solo rondaba mis territorios con desasosiego. Uno de los chicos, seguro el que más se ensañaba con Ian, el que se llamaba Alberto, volteó a verme y me señaló. Pude imaginar su comentario: «Ese vato se quedó bien arriba. Algún día vamos a estar así», le dijo al otro, Juan Manuel. Esperaron que cambiara el semáforo peatonal y cuando este lo hizo, cruzaron la principal arteria de la ciudad. A su alrededor, señoras cargaban bolsas del mandado mientras perseguían autobuses viejos y enlodados; estudiantes de preparatoria que con una mano cargaban el paraguas y con la otra evitaban que el viento les levantara la falda; señores con las manos llenas de tierra a quienes no les REVISTA ALCANTARILLA •

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molestaba el agua, que hasta sentían que les refrescaba la piel. La lluvia inclemente, la lluvia mordaz, empezó a inundar las calles de losas y los chicos se detuvieron para quitarse los zapatos y los calcetines; seguro no querían mojar sus trapos caros; continuaron caminando y pasaron el Mercado. Alberto sacó su teléfono para mirar la pantalla llena de gotas, luego observó hacia el fondo de la calle de edificios bajos, de un piso, en el que solo resaltaron las cúpulas de una iglesia, por donde unas estudiantes con falda azul marino se protegían bajo un paraguas destartalado; también miró que a un costado de las banquetas las corrientes iracundas, con ligeros remolinos, arrastraban envases de refresco o bolsas de frituras vacías. Continué detrás de ellos, interponiendo una distancia de seguridad. Pronto adiviné a qué sector iban. Primero cruzaron un vado que siempre en esta temporada se vuelve una alberca de agua sucia, y luego otra avenida grande, hasta que llegaron a la iglesia sagrada de los borrachos. Pero la iglesia estaba inundada: el agua ingresaba por la puerta. También intentaba enfiestarse. Entré y el dueño, viéndome a lo lejos, me dejó estar igual que siempre que las lluvias me han agarrado cerca; me senté en una silla, en un rincón, y me quedé viendo a los muchachos: pusieron los zapatos sobre la mesa y, pies bajo el agua, tomaban de sus botellas. Botellas heladas. Agua helada. Mundo helado. Todos nos estábamos congelando. Empecé a toser. Uno de los meseros que siempre trae bata blanca, me ofreció un café. Subí los pies a otra silla. No quería estar cerca de ese líquido venenoso, malintencionado; no podía entender a los parroquianos que miraban, en la televisión, un juego de béisbol en una ciudad lejana, donde hacía sol. Una ciudad donde no hay un dios que corta el valle. Alberto, entonces, habló sobre mi amigo: «Siempre anda haciéndose el interesante, siendo que es un insecto que merece ser aplastado». Con un movimiento de cabeza, Juan Manuel le indicó que se tranquilizara: «No estamos con el patrón para andar aprovechando sus facilidades, tenemos un trabajo. Las fuscas son para cumplir nuestras funciones, no para jugar tiro al blanco», le recriminó. Bravo por Juan Manuel. Alberto se quedó callado y continuó tomando de su cerveza como un bebé malhumorado. Ambos movían los pies en el agua sucia. Así que ellos eran del negocio, me dije. Así que ellos odiaban a mi amigo. Me pregunté qué podría hacer: saltar sobre ellos, en aquel momento, no habría tenido sentido, ¿o sí?. Solo me sacarían de la cantina y me arrojarían a la corriente sucia que busca a su padre y a su señor, el agua que busca cumplir todos sus caprichos. En eso, Juan Manuel y Alberto voltearon a ver a la entrada. Entró un hombre que traía sus botas en la mano derecha. Este si portaba sombrero. Guardó, con la izquierda, algo en el bolsillo. Ambos jóvenes se pusieron de pie para darle un abrazo y palmadas en la espalda. El hombre dejó sus zapatos en la mesa. Luego puso sobre ellos el sombrero. Les preguntó a los chicos: «A ustedes les gusta bañarse en la lluvia, ¿verdad?» Alberto dijo que era hermosa, que a él siempre le había gustado. Juan Manuel permaneció callado. El jefe les preguntó si entregaron la mercancía. Alberto comentó que claro, ¿por qué no lo harían? El jefe le brindó una palmada en el hombro y, acto seguido, buscó en el bolsillo de su camisa, de donde sacó unos billetes. Les dijo «Esto es suyo, no se preocupen por las cerREVISTA ALCANTARILLA •

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vezas, yo invito». Juan Manuel y Alberto volvieron a brindar. Llamaron al mesero de bata blanca, quien se acercó y escuchó la orden antes de pasar un trapo alrededor del sombrero. El jefe le preguntó «¿Para qué hace ? La cantina está inundada». El mesero respondió que era costumbre y luego se fue. Alberto comentó que camino a la cantina vieron a un compañero de la universidad: «Que está muy cu-cú», señaló. Juan Manuel asintió. Entonces, Alberto preguntó «¿No estaría bien darle un susto? Al cabo anda aquí cerca». El jefe sonrió antes de pedirle que le permitiera tomar más, para entrar en calor con las pendejadas. Hablaron sobre el negocio, sobre mujeres, sobre sus borracheras en equipo. Hablaron sobre canciones que querían que se compusieran sobre ellos. Y cuando el jefe terminó su botella, les preguntó si estaban seguros de que el pendejo del que hablaban seguiría por el centro. Alberto dijo que sí, que usualmente andaba caminando entre el Mercado y los negocios, como si estuviera mal de la cabeza, siempre fingiendo cara de que hacía algo interesante. No es la primera vez que, al repartir, lo miraban deambulando. Así que el Jefe dejó un billete sobre la mesa y los invitó a salir. Alberto y Juan Manuel agarraron sus zapatos y corrieron alejándose de la iglesia de los borrachos. La camioneta del jefe estaba a unos metros del agua estancada; su cajuela era una alberca que continuaba recibiendo agua. Se subieron rápido. La camioneta revivió con un rugido. Avanzó a paso lento. En ese momento me entró el miedo. Iban a sacrificar a Ian. Aunque ellos no eran los Sapos, eran peligrosos. Así que me lancé a buscarlo por todo el centro: ¿estaría en el anfiteatro del Instituto de Cultura? ¿Habría bajado a la ribera a fumar? ¿Caminaría en círculos, bajo la tormenta, mientras la gente lo veía desde los negocios? Pasé a un costado de una señora que esperaba, con bolsas de mandado, debajo del pórtico de una casa con la puerta cerrada; de unos niños corriendo entre unos coches estacionados, echándose agua entre ellos; de una niña que sacó un algodón de azúcar a la lluvia para ver cómo se deshacía en su mano, dejando caer un líquido rosa a la banqueta. No encontraba a Ian por ningún lado. Y sin embargo miré a la cuatro por cuatro pasar por las avenidas principales; hasta, en una de esas, levantó una ola que me empapó con más agua, como si la necesitara, como si no le temiera, como si no observara en ella la voluntad de arrastrarme al parque en la ribera del Tamazula, en convertirme en la víctima de ese año. Sentía que todo había sido orquestado por los Sapos: la primera vez que los vi, yo tenía la edad de Ian y ya soñaba con jeringas y su magia, ya había sido corrido de casa de mis padres y de la universidad; los miré caminando por el centro y, con la paranoia del pegamento, me di cuenta que eran malignos y que querían que los siguiera para aprovecharse de mí, para utilizar mi carne igual que la de un cordero. Y no quería que REVISTA ALCANTARILLA •

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Ian terminara así. Pero su destino, hasta ese momento, parecía ser mucho, mucho peor: una fosa. Así que yo continuaba corriendo por las calles del centro sin cansarme, sin sentir la ropa pesada, hasta que llegué al cruce de la Aquiles Serdán, esa calle que en sí misma es un arroyo ya que por ella baja la lluvia de las partes altas de la ciudad para alimentar al dios. Ahí estaba la carpintería donde, en varias ocasiones, los trabajadores me compartían alguna cerveza. Una vez habíamos hablado con Ian. Les pregunté si lo habían visto pasar. Nada, al menos ese día. Y si lo hizo ni lo vieron: estaban concentrados poniendo los retazos en lugares altos para que el agua no se los robara. Son inteligentes los trabajadores de la carpintería, hasta estaban sentados sobre una de las mesas de trabajo, fumando, con los pies dentro del agua cochina. Me invitaron un cigarrito de esa hierba que tanto disfruto. Una parte de mí dijo: tienes que encontrar a Ian. Otra reprochó: si tú, que lo conoces bien, no lo encontraste, ¿qué te hace pensar que ellos van a hacerlo? Ellos no tienen ni la mitad de tus neuronas. Así que acepté la invitación y me subí en un banco alto. Les dije las razones por las que buscaba a mi amigo y también ellos pusieron cara de preocupación: «Lo bueno es que no lo encontraste», dijeron. Y en eso se escuchó un coche acelerar directo al nacimiento del puente, donde el agua es brutal con los ciudadanos que sienten valentía a la hora de cruzar arroyos; así que nos asomamos por la puerta y, ¡sorpresa?, eran los perseguidores de Ian atorándose en medio de la furiosa corriente. Por el mismo ruido de la lluvia no se escuchaba el intento desesperado de los hombres por hacer arrancar la camioneta, mas sí se veían los faros traseros encenderse y apagarse. Perfecto, pensé. Así se alejan de mi amigo. Pero ellos eran también personas. No podíamos dejarlos ahí. Los chicos de la carpintería ya tenían armado todo un plan: «En las lluvias, nos toca hacer esto», dijeron y uno sacó, de la parte sumergida del local, una cuerda mojada, «nos la amarramos a la cintura y caminamos hacia el coche». Eso hicieron. Uno de ellos salió caminando, con el agua hasta la cadera, intentando cruzar la calle; se cubría la frente con la mano, igual que si fuera una víscera, encorvando un poco el cuerpo. Los pasajeros de la camioneta abrieron las ventanas y salieron por ellas para posarse sobre el techo, luego sobre la cajuela. Decían «auxilio, ayúdennos, estamos atascados». Hipócritas. En ese momento quise que todo saliera mal. El carpintero se agarró a un poste, del otro lado de la calle, y ya estaba a unos metros de la camioneta. «Auxilio», continuaban diciendo, «somos unas mariposas que necesitamos un poco de ayuda, unas princesas que necesitamos que vengan a rescatarnos». El carpintero continuó abrazado al poste de luz, mientras la oscuridad empezaba a abarcar la ciudad, y el contorno de las cosas a desdibujarse; ya casi era la hora en que los faroles se encienden. «Un salto», me dijo el carpintero que se quedó conmigo, «solo necesita un salto para acercarse al otro poste. Y así podremos salvarlos, uno a la vez». En eso la camioneta fue movida por la corriente: el agua reclamaba a sus presas. Ellos gritaron como pájaros cobardes que extienden sus plumas y luego huyen. El carpintero realizó el salto en un solo movimiento, aterrizó sin resbalar o ser arrastrado. El carpintero les gritó, la lluvia no nos dejó escuchar. En ese momento otro rugido tomó posesión de la ciudad: algún rayo asustando a la población. Algún rayo destruyendo una casa cercana. Y uno de los chicos se sentó en la orilla de la caja de la camioneta, listo para saltar hacia el REVISTA ALCANTARILLA •

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carpintero. Lo reconocí: era Alberto. El que siempre llegaba a la universidad a regalarle zapes a Ian. Puso un pie en el agua y se preparó para correr hacia la banqueta. Días después, cuando la ciudad estaba siendo ahogada por el calor húmedo que se produce después de unas buenas tormentas, el que evapora el agua que queda en los jardines, en las plantas y en los baches, encontré a Ian sentado en una banca de la ribera. No traía su pipa usual, con la que buscaba relajarse y hacerse uno con el mundo, solo miraba absorto a la corriente. Cuando me acerqué para tocarle el hombro, primero se asustó y luego me permitió sentarme a su lado. Le conté sobre el día del sacrificio, sobre cómo lo salvé. Hizo un gesto igual que si hubiera comido un taco acedo extraído de la basura. Me dijo que aquel mismo día, tuvo contacto con los Sapos. No entendía lo que hizo. Todo se salió de su control. Fue la ira, el coraje. Ahora, ¿cómo continuar? ¿Tiene que regresar con ellos y obedecerlos? Le dije que se calmara y que me relatara todo. Inició donde lo dejé yo: en la plazuela Obregón, cuidándose de la lluvia bajo el toldo del edificio de oficinas. Miró cuando Juan Manuel y Alberto emprendieron la caminata, se alegró de que lo dejaran tranquilo. Recordaba mis palabras: los Sapos aparecen en las primeras lluvias. Tienen ojos en todos lados. Solo traía su celular, un encendedor y unas monedas, así que los metió en una bolsa de plástico, y luego en el bolsillo del pantalón. Caminó por el centro viendo las actitudes naturales de los ciudadanos cuando empieza a llover. Su único problema eran los lentes, así que usaba una mano de víscera. Y pronto, caminando a unas calles, miró a dos ancianos. Me explicó, como no lo hizo la vez que me preguntó por ellos, que el primer contacto que tuvo con los Sapos fue una noche en que caminaba borracho por el centro, tras haber salido de un concierto. Vio a los ancianos de espaldas. Él camina rápido así que los rebasó y, de pronto, sintió que lo observaban y cuando volteó hacia atrás, se encontró cuatro caras de sapo talladas en madera, rostros sin expresión, rostros que se escondían. Solo se le ocurrió correr de ellos. Unas cuadras más delante, se preguntó si no habría sido un delirio producido por el alcohol. Unos días después bajó a la ribera a fumar un poco de yerba buena; estaba aún preparando su pipa cuando sintió que se acercaron dos personas. Podrían ser policías. Pero no lo eran. Eran dos hombres con máscaras de Sapo, quienes caminaron frente a él y fingieron no verlo. Ian se quedó sorprendido. Dejó las cosas sobre la mesa, y los empezó a seguir ocultándose tras los árboles. Los hombres hablaban de un dios. Así dijeron. Se detuvieron cerca de una bajada al parque del río, el cual era de asfalto; Ian REVISTA ALCANTARILLA •

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se quedó detrás de un árbol de grandes raíces, de los que muchas veces me he servido para dormir. Uno de ellos mencionó que no podían fallarle este año, que ya habían visto cómo les fue el pasado. El otro le respondió: «Lo ocurrido fue un error, tiene que ver con que todos estamos viejos y, claro, también con el hecho de que ahora no hay nadie dispuesto a hacer los sacrificios que nosotros hemos hecho». Por eso en cuanto sintió gotas supo que tenía que estar alerta de cualquier anciano que viera por el centro. Y los que pasaron hasta el fondo de la calle, en los que nadie se fijó, eran los que esperaba. Así que corrió a alcanzarlos intentando no resbalarse por los adoquines mojados. Los miró avanzar, a lo lejos. Eran ancianos de esos que siempre caminan lento, así que Ian tuvo que mantener su distancia: yo protegiéndolo de los narquillos locales, y él atravesando el centro a paso lento, hacia la madriguera del dios caníbal. Se alejaron del sector principal e ingresaron en las calles secundarias, donde hay casas u otros estacionamientos y, de pronto, los ancianos entraron por un portón negro, el cual dejaron abierto. Ian es un idiota: lo hicieron a propósito. Y ahí va él y se encuentra un camino de tierra con dos grandes charcos que marcan los surcos por donde entran y salen coches; se quedó mirando el fondo, donde había un árbol inmenso y ancestral pegado a una construcción en obra negra. Los hombres entraron en las tinieblas. Encendieron una lámpara. Se escuchó un trueno e Ian aprovechó para correr hacia el árbol y mirarlos de más cerca; pero continuaban alejándose y las nubes de lluvia hacían que todo luciera más oscuro. Ian intentó limpiar sus lentes con la camiseta mojada. No ayudó mucho. De pronto ya no veía a los ancianos. Se habían desvanecido en el interior. Me pregunto: ¿el idiota no pudo pensar que lo esperaban para tenderle una emboscada? Ian a veces piensa con las emociones más que con las ideas y por eso, se adentró en la construcción. Sacó el encendedor para ver el lugar. Los muros estaban negros, no sabía si porque los habían pintado o porque el edificio había ardido; cualquiera de las dos cosas era posible. Otro trueno aterrorizó a la ciudad: su Dios reclamaba alimento. De pronto el piso desapareció y se encontró cayendo y golpeando contra otra superficie. Perdió sus lentes. A lo lejos veía algunos puntos rojos, pero nada más. Me dijo que hasta ese momento se preguntó en qué se había metido. Le dije que tardó en hacerlo. Y siguió tocando el piso helado y mohoso. Encontró el encendedor y, de pronto, dibujó el suelo del lugar: sus lentes estaban en un rincón, con una mica suelta. La acomodó y se los puso. Miró, a lo lejos, los puntos rojos; seguía sin entender, sin embargo, qué eran. O dónde estaba. Caminó hacia ellos y pronto todo tuvo sentido en su cabeza: eran los túneles escondidos debajo de la ciudad, de los que su abuelo siempre le hablaba: los que se hicieron a principios de siglo y que, de vez en cuando, cuando construían algo en el centro, aparecían debajo del suelo o en el patio del local. Yo viví en uno de ellos: fueron meses durmiendo en un agujero en el suelo sellado por ambos lados, sin insectos que me acompañaran, dibujando mi mundo con una veladora que me robé del panteón. Ian continuó caminando y se dio cuenta que los puntos rojos eran focos que alguien puso para iluminar el camino; focos bajos, de centro nocturno. Ian continuó por la oscuridad: pequeño imbécil; sin pensar en la posibilidad de regresar, era la curiosidad la que lo hundía en aquella caverna urbana. REVISTA ALCANTARILLA •

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Si estaba en lo correcto el túnel, se dirigía hacia el parque en la ribera del Tamazula. Tras caminar por una curva, encontró una escalera de subida iluminada por una luz exterior. A lo mejor por ahí habían salido. No se escuchaban voces, así que se animó a asomarse. No se dio cuenta hasta después de que, tampoco, se escuchaba la lluvia. Puso un pie sobre la escalera de metal para echar un ojo, nada más. Un segundo. Era el interior de una construcción, en la que había velas por doquier. Unas figuras de espaldas, en círculo, miraban un punto en el suelo entre ellas. En ese momento pensó que lo mejor era bajar con cuidado y olvidarse de los hombres con máscaras de Sapo. En eso una voz le dijo «Sube muchacho, te estábamos esperando». Y para finiquitar la primera historia regresaré al momento en que Alberto estaba por agarrar la mano del carpintero, en medio de la corriente que arrastra hojas de palmera, troncos, bolsas de frituras y latas de cerveza. Alberto en medio del agua, equilibrándose con los brazos. Levantó una mano en dirección al carpintero. Los dedos estuvieron a centímetros de unirse. Pero una ola con espuma lo tumbó, lo hizo perder el suelo y de pronto todo fue, de seguro, agua y golpes en la espalda y sentir, ahora sí, miedo; sentir cómo el alcohol se va por la boca igual que el aire y que todo es oscuridad y tierra y humedad, que no sabe dónde está abajo y dónde arriba, encontrarse en un mundo sin gravedad. Desde la entrada de la carpintería vimos que cerca del malecón, pudo sostenerse con algo y levantar una mano, pudo gritar «Ayuda», tuvo tiempo de levantar el rostro y respirar, antes de que la misma fuerza de la corriente lo impulsara al parque de la ribera, que lo acercara al gran monstruo de agua que divide la ciudad en dos, la todo-poderosa corriente en busca de la sangre porque la añoracomo otros añoran el alcohol, la fortuna o la muerte. Ian no confió en la voz. Subió por la escalera, sabiéndose condenado. Todos lo estaban observando. Uno se acercó y le dio la mano para que no se resbalara, ya que sus zapatos aún goteaban; otro, se quitó la máscara e Ian lo reconoció como el dueño de un bar del centro. Este le dijo: «Seguro tienes muchas preguntas, mas no tenemos tiempo de explicaciones; te hemos estado vigilando. Solo nos has visto cuando nosotros queríamos que lo hicieras; todos te conocemos: somos el dueño de la cafetería a la que llegas antes de entrar a clases, el dueño del bar con el que vas con tus amigos, la dueña de la librería en la que llegas a comprar libros de Nietzsche, con la que siempre te pones a hablar, a la que siempre le dices que en las tierras del Tamazula no hay nada valioso, que es una ciudad aburrida de la que, tarde o temprano, escaparás; tranquilo, ya te dije que no te vamos a lastimar, estábamos esperándote, tú llegas a cambiarlo todo para nosotros». Ian se queda mirándolo, y equilibrándose en sus zapatos mojados. Limpiándose la lluvia del REVISTA ALCANTARILLA •

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rostro, les preguntó: «¿Qué es lo que necesitan? Si yo no sirvo para nada, mejor dejen que me vaya». El hombre le puso una mano sobre el hombro antes de decirle: «Necesitamos que nos acompañes en el primer sacrificio que calmará a nuestro dios, el que da fuerza a nuestros ríos, el que siempre nos ha regalado prosperidad. Queremos que tú seas uno de nosotros. Para eso tienes que mirar a la deidad directo a sus fauces». ». Alguien le pasó una máscara de Sapo. «¿Sacrificio?», cuestionó. «No te preocupes por nada, tú estás seguro», le dijo otra de las figuras. «¿Por qué he de confiar en ustedes? Acaban de confesar que me han espiado», renegó. Unas figuras de espaldas, en círculo, miraban un punto en el suelo entre ellas. En ese momento pensó que lo mejor era bajar con cuidado y olvidarse de los hombres con máscaras de Sapo. En eso una voz le dijo «Sube muchacho, te estábamos esperando». «Nosotros no queremos lastimarte, queremos que nos acompañes», le dijo el dueño del bar, «necesitamos sangre joven». «¿A qué se refieren con sacrificio? ¿Un ritual pagano?», interrumpió. El hombre se acercó y le puso una mano en cada hombro: «Ian, tú has estado muchas veces cerca de nuestro dios, de nuestro piadoso dios. Nosotros hemos dedicado nuestra vida a servirle y él, a cambio, nos ha dado muchos regalos, nos ha solucionado todo; ha hecho que nuestros negocios continúen en tiempos de crisis; ha permitido que nuestras cosechas florezcan, aún en los veranos con menos lluvia; y durante siglos ha dejado que la ciudad se mantenga viva a sus orillas. Nunca solemos recibir personas jóvenes. Tú eres la primera. Queremos que estés cerca de nosotros. Por favor ponte la máscara y sígueme», le dijo el dueño del bar y alguien abrió una puerta; del otro lado se escuchaba la melodía enfermiza de la lluvia. Ian lo siguió pensando que cualquier desobediencia podría ser peligrosa. Salieron de una de las casas que da al malecón. Caminaron despacio. «Aún recuerdo mi primer sacrificio. Es algo que no podrás olvidar en toda tu vida. Es algo que dará sentido al mundo, Ian», le decía el hombre, ya con la máscara. Cuando llegaron al malecón, Ian observó que ahí estaba el camino de concreto por el que bajan las bicicletas. Como si se tratara de magia, ahí no estaba inundado, aunque del otro lado del Tamazula la corriente sobrepasaba las bancas de concreto. Bajaron despacio. «El primer paso es hacerle saber que uno siempre estará de su lado», le comentó el hombre con la alegría que solo pudiera sentir alguien que no estuviera ahí en ese momento, me señaló Ian. Por si acaso, puso distancia entre los dos. Entonces, descubrió que alguien era arrastrado en la corriente. Una mano que entraba y salía. Una persona que se dirigía hacia ellos. El agua lo hundía y lo levantaba. Respiraba a momentos. Ian se quedó congelado. La persona pedía ayuda a gritos: «Por favor, una mano, por favor». Y ya que estaba cerca, Ian reconoció la voz: era Alberto. Era aquel joven que siempre había lanzado su palma contra su cabeza, que siempre le quitaba los libros de las manos para mirarlos, para abrirlos y romperlos, quién siempre escondía su mochila sobre un soporte de aire acondicionado. Ahora era un ser cubierto de lodo. «No te apiades», le dijo el dueño del bar. Ian se acercó con cuidado de no ser llevado también y Alberto lo miró: «Ian, Ian, ayúdame», y cuando él le dio la mano, Alberto, seguro, se sintió rescatado y pensó que jamás volvería a burlarse de él y que agradecería toda su ayuda. Durante ese REVISTA ALCANTARILLA •

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momento, tuvieron las manos unidas y el vínculo parecía salvador; mas la salvación no está en la esperanza, lo sabe uno cuando tiene mucho tiempo en las calles. Porque Ian entendió finalmente los requisitos del sacrificio y se pervirtió con el poder que le fue conferido; usó las manos para empujar a Alberto de regreso hacia la corriente. Para alejarlo de su vida. Para disfrutar el momento. Cuando lo encontraron, envuelto en ramas o en maleza acuática, ahogado, consumido, vi la noticia en algún periódico que alguien olvidó en la plazuela y sentí que había protegdo a mi amigo. Pero Ian me dijo que todo ocurrió rápido y que se quedó hincado sobre el pasto, a punto de caer sobre la corriente. Vio las manos alejarse río abajo hasta que la espuma las terminó de hundir: todo para el dios que se lleva nuestras lágrimas y miedos. Entonces, Ian sintió una palmada sobre el hombro, una de felicitación, y luego escuchó: «Ahora sí puede iniciar la temporada de lluvias. Bienvenido».

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CONSEJO EDITORIAL ANA COMPEÁN ANTONIO RODERICI JULIO ZATARAIN LUCAS VELARDE

CORRECCIÓN DE ESTILO JULIO ZATARAIN

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