Arteficio 1 - Ficción y realidad. Julio-agosto 2019

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Número 1, Julio-Agosto Ficción y realidad



arteficio Ficciรณn y realidad julio-agosto 2019


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Literatura y artes visuales

Ficción y realidad Num. 1 Julio-agosto de 2019 Ciudad de México México Editor Manuel Hernández Borbolla Diseño Miguel Ángel Hernández Imagen de portada Manuel Hernández Borbolla

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Índice 6

Manifiesto Ficcionalista

22 Efe Marina Viveros 23

Sobre la ficción Carlos F. Lima

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¿Qué es la ficción? Luis Velázquez

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Un poco agitado Roberto Velasco

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La suma de todas las fuerzas Carlos Adampol Galindo

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El poder de las bestias (o la nueva vida) Gretta Penélope

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Locked in syndrom Juan Bello

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Magia pura Estibaliz Márquez

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María la vendedora de Marv Elías Lozada

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La máquina succionadora de sueños Manuel Hernández Borbolla

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Sos una tonta Roberto Velasco

60

Once días Miguel Ángel Hernández

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No pasa nada Dekósimo

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El Club de los Absurdos Ian García

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Patología social Nestor López

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Las dos velas Nancy Puga

76 Sortilegio Don Güero 80

Deporte sonámbulo Luisa F. Arellano


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Imagen: Fernando Vicente https://www.fernandovicente.es/

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Fraseo

“En el mundo real nos ocurren cosas que se parecen a la ficción. Y si la ficción resulta real, entonces quizá debamos reconsiderar nuestra definición de realidad”.

Paul Auster

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Manifiesto Ficcionalista


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Ficción es la sustancia de la que está hecha la realidad. Y la ficción no es sino la narración de ese sueño transparente que es la vida y es también la muerte, el sueño de la energía que fluye por el caudaloso río de la existencia, porque la vida que es también amar, es dolerse, es reír y llorar, es sentir, sentir, sentir mucho, con el alma dilatada y el corazón desbordado.

Antes que la lógica fue la metáfora, antes que concepto la palabra fue sonido. Toda ficción es poesía fósil y por eso en el tiempo primigenio los primeros cuenta cuentos fueron los poetas que cantaban las grandes gestas de la tribu. La poesía es siempre una poesis, es la concreción de lo mental en el ámbito físico, es la sensibilidad convertida en acción.

Más que un decir, la poesía es un hacer.

Por eso apelamos al método de la ficción-acción como único medio posible para transformar al mundo. Convertir la realidad en ficción y hacer de la ficción, realidad: fórmula mágica para reinventar los mitos que vieron nacer a la cultura y la humanidad. 8


Porque en la política como en la poesía de nada sirve convencer: hay que seducir. De nada sirve saber si no podemos amar, de nada sirve pensar si no podemos sentir, de nada sirve conocer si no podemos sanar, pues la verdad solo puede ser dicha cuando el corazón y la mente hablan el mismo idioma.

Imagen, imaginación, magia, magenta, sueño, sueño, sueño… Somos sonámbulos caminando dormidos al filo del precipicio, al filo del tiempo que se abre como una dilatada herida que se remonta al origen de un hombre y una mujer pariendo el mundo en una cueva.

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arteficio Hay que volver a trazar todos los mapas, todas las fronteras que nos dividen y mantienen presos uno del otro, hay que enterrar a los dioses muertos para hallar la divinidad perdida del hombre y reencontrarnos con los espíritus que vagan por la tierra… Hay que despojarse de la enfermedad consumista que nos devora, ese fantasmagórico fastidio de la vida en serie, esa remunerada costumbre de estar muerto, trabajar para ser desechado como basura llegada la hora maldita del rutinario abuso, la explotación carnicera.

¡Nunca más la antropofagia capitalista! Por eso proclamamos hoy el fin del libre mercado, pues de ahora en adelante la riqueza será medida por nuestra capacidad de amar y hallar la felicidad entre los escombros de una civilización obsoleta. Nunca más la tiranía del despojo, la banalidad del presente tóxico, la parafernalia consumista promovida por los mercaderes de la muerte.

Hay que deshacernos de las ficciones caducas, de la numeralia inservible con la que nos han impuesto la irracional dictadura del raciocinio. Al lenguaje hay que apachurrarlo como si fuera limón para hacerlo cantar, hacerlo reír, hacerlo ladrar contra la miseria.

Hay que enunciar la realidad con una nueva voz, una nueva forma de mirar, y por eso necesitamos también un nuevo arte, una nueva estética, unir todo aquello que alguna vez fue separado. Somos rolleros por naturaleza y por ello habremos de desenrollar la mente en el lienzo de la imaginación para que el árbol de la fantasía comience a dar sus frutos. 10


Vamos a poner bombas en el imaginario y dinamitar edificios con hedor a obsolescencia, esos viejos cascarones a punto de derrumbarse en el terremoto de la carne viva y el futuro que reclama para sí, la eternidad. Vamos a nacer juntos en el tiempo combustible que se incendia con nosotros dentro, para que podamos entonces renacer de entre las llamas y dejar la piel entre los arbustos como la serpiente que se despoja de un pedazo de sí para seguir viviendo.

Vamos a respirar transparencias y vomitar las heridas que habrán de hacernos más fuertes. Sacudiremos el cuerpo hasta quedar exhaustos, vibraremos a distintas frecuencias y formaremos una gran orquesta para que cada quien haga resonar su música en la gran sinfonía del mundo… y de paso sacaremos a bailar al sol y la luna en la azotea, bajo un cielo estrellado. Vamos a escribir poemas en todas las lenguas, a saltar de una dimensión a otra, de un corazón a otro, a ras del agua, de flor en flor.

Vamos a reírnos de nuestra ridiculez, vamos a reírnos de nuestra desgracia, vamos a reírnos de nuestra pesadez, vamos a llorar de tanto reír, vamos a reír de tanto llorar… Buscamos la transformación permanente porque reconocemos que nada permanece quieto, ni siquiera el alma.

Vamos a sumergirnos en ese mar lleno de historias que es la condición humana,

vamos a copular con nuestra lengua promiscua y engendrar nuevas palabras,

renombrar todas las cosas para descubrir nuevas posibilidades de sentir y habitar el mundo. Vamos a romper las formas cerradas para que podamos crecer como la enredadera que trepa por el acantilado, vamos a crecer sin arnés, ni muletas, ni bozal, ni grilletes, ni tampoco disfrazados de aquella legalidad y retórica barata que sostiene a toda injusticia. 11


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Vamos a cantar, a cantar mucho, a cantar fuerte,

todas las canciones que habrán de fecundar y hacer germinar esta estéril realidad. Hay que proyectar el futuro de la humanidad hacia el origen de la vida, hay que rastrear nuestro génesis terrestre en la pulsión del sueño, ese hilo eléctrico que lo conecta todo.

Vamos a escuchar el canto de las ballenas, el grito de los monos saraguato en medio de la selva, el mugido de los cebúes, el croar de los sapos, el zumbido de las abejas y su multitudinaria danza de polen, el fiero rugido del tigre, el eco de la montaña, el torrente fluvial del agua viva, los aullidos del mar, el bamboleo del viento que se mece entre los árboles cuando acarician las nubes… Hay que hackear esta realidad viciosa, tragándonos un coctel con la pastilla roja y la pastilla azul al mismo tiempo, sabedores de que la dolorosa verdad es tan solo una ilusión. 12


Convertiremos a la filosofía en el próximo fenómeno de la cultura pop, para que el próximo Nietzsche tenga tantos seguidores en Twitter como el más reciente ídolo de papel, fabricado por la escandalosa industria de la autohumillación y la vanidad.

Cansados de tratar de convencer a los indiferentes, vamos a reprogramarlos sin que se den cuenta, vamos a infiltrarnos en su imaginario para transformar al mundo con el desdén de los autómatas. Preferimos reescribir el mundo antes que pasarnos la vida retratando la desgracia de moda, la tragedia que todavía no acontece, el suceso fatal que los ciegos llenos de rabia esperan con apocalíptico fervor.

Antes que pretender acabar con todas las religiones vamos a campechanear nuestro credo según nos pegue la gana, según nos haga felices, según nos vaya susurrando la vida en el oído, pues sólo tomaremos por cierto aquello que nos haga sonreír. Somos sembradores de esperanza en este mundo-zombi que amenaza con morder y por eso habremos de sembrar un millón de semillas en el más inhóspito desierto hasta llenarlo todo de arborescencia, para que del duro concreto germinen los sueños con los que habremos de reverdecer desde adentro.

Romperemos las ataduras del sexo para reconciliar al hombre y la mujer, retozaremos hasta romper los colchones y reconoceremos el reflejo de nuestro dilatado corazón en los ojos de la persona amada, pues la belleza no sólo reside en una cara bonita sino también en el alma inquieta, la bondad y la camaradería en todas sus formas, una querencia o la suavidad de una caricia, pues no hay nada más irresistible que la comunión de la carne y el espíritu,

una chica con onda que mueva las caderas mientras recita versos de Shakespeare y se fuma la noche de una sola bocanada. 13


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Nunca más estaremos solos. Nos aprenderemos el nombre del vecino, hablaremos con desconocidos, entraremos de colados a esa gran fiesta que es la vida y nos hermanaremos con todos los bichos del planeta como si nunca nos hubiéramos ido…

¡Sonríe cabrón! Que nada está bajo control. ¡Sonríe cabrón! Que el mundo se fue a la mierda y de la mierda nacen flores. ¡Sonríe hijoeputa! Que el bailongo apenas comienza. Nuestro tótem será el siempre sonriente ajolote, símbolo de la regeneración, que quiso dejar de crecer para no tener que lidiar con la patología de la chavorruquez y la güeva de ser adulto en esta era posmoderna donde todo es light y desechable, como las personas... por eso nosotros habremos de mantener el alma siempre fresca sin importar la edad, para evitar que la amargura haga metástasis y devore nuestros sueños, nuestras ganas de vivir.

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Le cortaremos la cabeza a los monstruos con el fulgurante escudo de la sabiduría, como hizo Perseo, y nos volveremos caballeros andantes y locos después de tanto leer el Quijote, y convertiremos el agua en vino en todas las pedas como hizo el Nazareno, y descenderemos al tuétano subterráneo del inframundo como Quetzalcóatl para juntar los pedazos descuartizados del hombre y refundar la humanidad, y despertaremos desde adentro como hizo Buda y mataremos a los dioses caducos para dar la bienvenida al superhombre y montaremos dragones para renacer de entre el fuego, como hizo Khaleesi, y elegiremos nuestro propio destino como hizo Neo y beberemos cerveza todos los días como el profeta Homero Simpson y escucharemos el sonido de nuestra respiración que nos platica el origen de todas las cosas, y nos condenarán al manicomio por sentirnos dioses y reescribir en verso la historia misma de la creación.

Convertiremos la cocina en laboratorio, combinaremos sabores imposibles

y haremos también economía política desde la estufa o el horno de microondas. No hay acto más revolucionario que tener fe en medio de la oscuridad, tener la certeza de que todo va a estar bien aunque todo vaya de la chingada. Así es como se construye la esperanza. Así se construyen las utopías que serán nuestra brújula y salvavidas en los momentos de extravío. Así se escriben las historias de los inmortales que vencieron su propia sombra para habitar la eternidad.

Desapendéjese compi,

deshágase de ese consumismo idiota que nos consume y consume también todo rastro de comunidad,

el consumismo imbécil que erosiona esa común-unión del ser humano con los otros, la del ser humano que se hace uno y se hace muchos y se multiplica como el pan, el pescado y las tortillas. Desapendéjese compa, que todavía hay mucho por hacer en esta lucha contra el odio y la estupidez humana, esa que nos hace matarnos unos contra otros bajo cualquier pinche pretexto.

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Por eso perseguiremos la paz y la esperanza como cazadores de luciérnagas y escribiremos nuestra propia historia en el libro de los abrazos. Porque lo más valioso de todo cuento no es el final, sino el cómo se cuenta la travesía del ser humano contra sí mismo, y por ello la revolución —como cualquier otro cuento de la historia humana— se escribe con la sangre y las grandes hazañas de los héroes que vencieron a dragones y demonios para fundar un nuevo comienzo, un nuevo principio, una nueva vuelta de tuerca en esa rueda interminable que es la vida.

La pulcritud intelectual de la academia y su inmaculada ciencia, tan llena de papers y tan vacía de sentido, es un cadáver apestoso que habremos de enterrar para que sirva de abono a la nueva cultura que hemos soñado y está aún por florecer, pues la sabiduría —que es una sola y es indivisible— es también sinónimo de experiencia. Somos una burbuja que reventó en la sistólica presión del aire,

la sangre del mundo latiendo en el viento, un terremoto pariendo la más alta cordillera. ¿Has sentido alguna vez que se te desborda el alma en el aguacero de la imaginación? Yo también lo he sentido, señora, es la fiebre de este corazón inquieto y bastardo que no termina de nacer.

Por eso yo vengo a cantar todos los silencios que callaron los cobardes en la oquedad de sus palabras. Yo vengo a reír toda la risa que habrá de derramarse sobre el mundo. Yo vengo a bailar toda la música para ahuyentar a la tiniebla. Yo vengo a romper los barrotes de esta miserable prisión mental que mantuvo cautiva a mi generación, una generación de jóvenes cuya única posibilidad de futuro yace en el ahora, en el acecho permanente, en la angustia de no morirse de hambre, de sed o soledad entre los escombros de este mundo con sabor a raticida. 16



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Yo vengo a romper las cadenas de la modernidad con los labios amarillos de la poesía

y este corazón inflamable que arderá en la aciaga noche, latidos como tambores que habrán de mostrarnos el camino, la urgente lumbrera que acabará con la oscuridad que nos ha dejado ciegos y por eso el corazón caliente será nuestro guía a la hora de turistear por las más lóbregas catacumbas y cantinas.

Es la rebelión de la conciencia y su sed de libertad. Hoy yo vengo a enjuagarme las heridas en la fresca lluvia del verano, yo vengo a nacer con todos vosotros en un gran abrazo, a compartir los primeros rayos solares que ahora canto con mis pulmones y mi garganta y mi lengua colorada que vuela y se desnuda en este poema con el que ahora imagino otro mundo posible, un mundo donde podamos conversar de nuevo con los árboles y los pájaros y rompamos la barrera del idioma para comunicarnos con todos los seres que pueblan nuestra casa terrestre que es también su casa. 18


Yo vengo a cantar baladas de torbellino y de madera, yo vengo a cortar de raíz toda la tristeza, toda la soledad que lastima y hace dolerse a los hombres y mujeres del mundo en su insaciable búsqueda del amor. Yo vengo a hablarle hoy a todo aquel que alguna vez ha llorado en la intimidad de su cama, a todo aquel que alguna vez ha sentido ese dolor incurable que se descuelga de los párpados, a todo aquel que alguna vez ha imaginado acabar con la agonía entre el fiero rugido de las balas o una sobredosis de pastillas que nos ayude a olvidar esa otra sobredosis de realidad que nos asfixia. Yo vengo a cantarle al campesino que cosecha el alimento para nutrirnos de esperanza, hoy yo vengo a notificarle a los banqueros que se ha terminado el obsceno negocio de la podredumbre y la miseria humana, hoy yo vengo a regar tulipanes con todas las lágrimas de quien ha perdido a alguien, a convertir este yermo en la tolvanera que dará frutos en el mar de tus ojos salinos, como el rubor de dos cuerpos tempranos que temblaron de rabia y placer en el calor de un último beso.

Hoy yo vengo a hacer un agujero en la playa para que desoven las tortugas voladoras que poblarán el cielo, vengo a levantar el peso muerto de la historia, vengo a tapizar ciudades con un rastro de flores y acuarela, a dejar que mis pies echen raíces hasta el centro de una galaxia remota para conectarnos con el centro de nosotros mismos.

Por eso vengo a reescribir el cuento de nuestra finitud terrestre bajo el influjo de la primavera y el dorado aliento de la tarde que perfumó para siempre mis versos en la persecución de este sueño descalzo que hoy se ha vuelto realidad.

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La imaginación habrá de salvar al hombre de sí mismo, del peligro que encierra ese devorador de mundos que todo lo ensucia de sangre. Dadme un bolígrafo y un pedazo de papel, que con esos dos instrumentos mágicos yo voy a remediar todos los dolores de la tierra y el alma.

Sólo la poesía podrá salvar al mundo. Sólo la ficción podrá reescribir el mundo. Porque la vida es cuento y la realidad es ficción. ¡Salud! ::. Texto: Manuel Hernández Borbolla Ilustraciones: Marco Hernández punzopintor

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Efe Marina Viveros

La vida fácil una ficción deseo frívolo que trae frustración.

fácil, ficción, frívolo, frustración, fármaco, feroz, fugaz, felino, fortuito, fuente, funcional, fuga, fertilidad, falsos, ficticio, fatídica, falaz, falible, felicidad.

Dulce fármaco hazme feroz fugaz cual felino alegre y fortuito. Llena la fuente años funcional arregla fuga de fertilidad. En tus brazos falsos consuelo ficticio realidad fatídica. Pastilla falaz haz real la ficción del día infalible sin fuero de felicidad.

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Sobre la ficción Carlos F. Lima

¡Oh! Finísimo Unamuno dime qué es la ficción. ¿Qué hay de la aflicción encontrada siempre en uno? Personajes de nivolas, nebulosos, niebla somos. Cierto es que viviéndolas ficciones inmortalidad otorgan. Entes de mentira somos. Personajes que se rebelan contra el escribano Dios que intenta persuadirnos. Aquel escribano Dios no reconoce su muerte. Nosotros los personajes viviremos en páginas. Siempre que alguien nos lea, como lees este poema, saldremos de la tumba, de la memoria del creador.

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¿Qué es la ficción? Luis Velázquez Está aquí... deprimido y ausente, ni es noche ni es día: atardecer, le llaman los enamorados que hoy posan para Instagram y ayer para la nada.

Ficción es aquel monótono amante; aquel que odia lo querido o tú que amas lo odiado. Ficción soy yo resignado a perderte. Salpicado de migajas de tu corazón. Iluso, ilusionado por amor ¿Será ficción?

El instante no es ficticio, Es una real imagen de lo que llaman vida.

Ficción es la mentira: hija puta de la verdad engañada, muerde con saña, burlona pasea con guadaña.

¿Qué es la ficción? ¿La manzana envenenada? ¿La resurrección? ¿El redentor? ¿El impostor? ¿Tu bondad? ¿Mi maldad?

Ficción es el censor de la libertad; El que no decide sobre su propio cuerpo. El monógamo, el heterogéneo. El hipócrita. El amor si no es eterno.

Eres tú frente al espejo No eres ni piel ni carne ni hueso. Eres alma, sencilla: Si es transparente, brilla. Si es oscura, queda oculta en su sombra.

Ficción es la realidad, que se evade, La ficción muere cuando la verdad se afronta. ::.

Ficción es entregar el alma por amor; es enamorarme de ti sin conocerte; es extrañarte sin que estés ausente.

Imagen: Miguel Gómez http://www.surrealdismor.es/

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Un poco agitado Roberto Velasco Un poco agitado mi pecho sospecha de los sueños se presagia su mirada en los rincones en las esquinas en los recovecos del panorama

y tu aliento tus susurros que me claman: Aquí estoy detrás de ti incesante tan cerca que nos confundimos

A veces se siente su respiro calientito detrás de las orejas te susurra en un dejo:

Y lloro siempre lloro como método de reparación como penitencia del pecado de fiarme de la realidad y sus jugarretas sus alucinaciones sus desatinos sus ilusiones unidireccionales sus polvaredas de presagio y a veces se me pasa y los muebles vuelven a sus formas y se reanudan los bordes y todo se acomoda muy sensato y así sucede que me olvido y sumerjo mis sienes en el lavamanos y vía manotazos en los pómulos regreso a la calzada de los muertos pero escucho tus susurros:

Aquí estoy detrás de ti incesante tan cerca que nos confundimos Y su médula se enreda en mi existencia la estremece de subjetividades y vienen los mareos las sigilosas coyunturas afiladas de quebrantos que te llaman te sienten te exclaman: Aquí estoy detrás de ti incesante tan cerca que nos confundimos

Aquí estoy detrás de ti incesante tan cerca que nos confundimos. ::.

Y tu aliento me humedece y se acelera el vértigo y los latidos se empoderan de silencio y los sudores, los cínicos sudores que se burlan de mi estado, y de pronto se nubla me nublo nos nublamos en argamasa no me reconozco me escucho y no me descifro y me tropiezo con mis pasos y no distingo mis fronteras

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Memearte

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Fraseo

“Una obra de ficción es una conversación que permite enfrentarse a la soledad esencial del mundo”. David Foster Wallace

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La suma de todas

las fuerzas (antología fotográfica)

Carlos Adampol Galindo www.carlosadampolgalindo.com

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l arte es una manera que encontré para doblar la realidad, mostrar algo conocido pero reconstituido de manera que refleje su paso a través del crisol de la conciencia. Como la luz que atraviesa un cristal, la realidad puede mostrar muchas caras. Algunos elementos primordiales en mi trabajo son el silencio, el asombro, la luz y sus cualidades místicas, la belleza del instante, el entendimiento de los espacios como resonancia, la cualidad fragmentada de la realidad y la poesía como casi único medio de contar esa realidad. No fotografío lo que veo, fotografío lo que pienso. No elijo un lugar y lo miro, dejo que mi intuición me lleve hasta ahí y luego que ese lugar entre en mi. Fotografío desde mi centro como un acto de fuerza que resuena en el tiempo. ::.






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El poder de las bestias (o la nueva vida) Gretta Penélope

T

enía el pelaje largo y negro. Murió con los ojos y las fauces abiertas, como maldiciendo su suerte. Su tamaño era semejante al de un humano mediano, pero no lo era. Sus cuatro patas lucían garras como las de un felino del monte, pero tampoco no lo era. Lo encontré en el umbral del estertor, tumbado a los pies de un encino. Yo corría despavorida sin dirección alguna cuando me detuvte a descansar. Con las rodillas flexionadas y las manos sobre ellas, miré a mi alrededor y no reconocí dónde estaba. Intuía que era el siniestro bosque que, pese al verdor que desprendía con la luz de la mañana, por la noche, emanaba un halo de maldad que los aldeanos no sabían explicar más que con disparatadas historias de seres deformes

que devoraban niños recién nacidos, espíritus depravados que enloquecían a los hombres, íncubos que seducían a las mujeres. Pero nada de aquello me aterraba. Muy por el contrario, ejerció desde temprana edad una fascinación inquebrantable. Sin embargo, jamás avancé más allá de los perímetros donde recogía, junto con las otras mujeres del pueblo, madera y yerba seca para los hornos. Cada vez que me revelaba contra su ortodoxa educación, mi abuela me amenazaba con el cuento de que un ser maligno saldría de ese bosque para llevarme con él. Cuando era niña la escuché advertirle a mi madre que algo malo se agitaba detrás de mis ojos. Le suplicó que me encausara por el camino de las santas escrituras. Me llené de rabia al oírla, mi

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Narrativa agitada respiración hizo que mi abuela me descubriera escuchándola detrás de la puerta. La miré con odio y deseos de venganza. La abuela ya no contó a mi madre que horas antes me había descubierto mordiendo el cuello de una de las aves del corral. La sangre caliente escurría por mi cuello. Me deleité vaciando a mis entrañas la vida del animal. Mamá guardó en el cajón de la cobardía, como hacía con todo lo que le daba miedo, las observaciones de la abuela. Sin embargo, por las noches rehuía mi compañía argumentando que le producía –ansiedad-. Crecí sola y callada, deseando ser temida, pero al mismo tiempo necesitando cobijo. Nadie puede darle la vuelta a su destino y tal como lo profetizó la abuela, yo estaba destinada para gobernar sobre las bestias nocturnas. Lo supe la noche que sentí por vez primera el fuego que golpeó mi pecho después de la última golpiza que me dio el hombre al que amé. Miré mis manos y mis ropas manchadas de sangre. Había perdido la noción del tiempo. Llevaba horas huyendo como animal iracundo, huía del recuerdo, huía del olor de un cuerpo masculino que aún tenía pegado en la piel. Mi silueta se dibujaba entre los rayos de una luna roja donde a capricho, las nubes la

cubrían por completo. Agotada, caí de rodillas y allí fue donde descubrí al animal, o viceversa, donde él me atrajo para arrojarme a mi designio. ¿Qué demonios era aquello que mis ojos miraban con éxtasis? Súbitamente, una de sus extremidades que no podría decir bien a bien si era una pata o una mano, me tomó del antebrazo y me atrajo hacia su cara. Una energía primigenia descendió desde mi cabeza, fluyó por la espalda y reventó en el coxis. A mi mente llegaron los recuerdos. Unas horas antes de salir huyendo, había forcejeado con mi esposo. Ese ser que demostraba su dominio sobre mí a fuerza de puñetazos y patadas en el vientre cada vez que descubría mis embarazos. Antes de que el animal muriera, mis pupilas se clavaron en sus ojos y dentro de ellos mi vida entera se proyectó. Miré la nalgada que me propinó el doctor cuando mi madre me expulsó de su vientre, vi la frustración en el rostro de mi padre cuando le anunciaron el sexo de su primogénita. Pude sentir la frialdad con la que mi familia me trató. Oí las risas de mis hermanas correr por el jardín donde jugaron sin mí, y la burla de mis compañeros de la escuela por ser la niña extraña del salón. Mi aliento se detuvo, sentí mi corazón romperse

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arteficio en mil pedazos. Volvía a sufrir los dolores de la infidelidad. Los gritos. Los acosos. Vi mi habitación llena de sarcófagos con los hijos que mi vientre no pudo sostener. Cuando el animal dejó de respirar, yo volví a hacerlo, pero de una manera distinta. El golpe de aire en los pulmones me devolvió a la realidad. Miré mi ropa ensangrentada, era real, lo había matado. Después me desvanecí. No sé cuántas horas estuve tirada en la yerba fría. Cuando recuperé la conciencia, una neblina insana se extendía entre los árboles. En la distancia, mi oído, que se agudizó como el de un depredador que desde la lejanía oye la pisada de su presa, escuchó el aullido de un lobo. Al segundo aullido le acompañó otra garganta y otra y otra más. Cada segundo el canto se percibía más cercano a mí. Cuando la manada llegó a mi cuerpo me rodearon, lamieron mi cara, me limpiaron las huellas de sangre, mordieron las yemas de mis dedos. Incluso, se encargaron de borrar las marcas del dolor que mi cuerpo recibió en todos estos años. Una luna ensangrentada se encaramó sobre el cielo despejado. Un fuerte zumbido reventó en mi cabeza. Súbitamente, mi cuello tronó como quien rompe una gruesa rama. Mi vista dejó de tener las limitaciones humanas. De un latigazo mis brazos se extendieron y caí al suelo. Me volví cuadrúpeda. Mis encías reventaron, me crecieron colmillos y afiladas uñas. En mi torrente sanguíneo las nuevas células devoraban todo vestigio humano. Por unos segundos tuve la cobarde intención de pedir clemencia para que me liberaran del miedo que me producía dejar de ser lo que algún día fui. Quise poner una rodilla en la tierra y pedir perdón por dar muerte a un hombre. Sin embargo, rememoré su pesado cuerpo sobre el mío, sus gruesos dedos abriendo con brusquedad mis piernas. Y en un acto no razonado, mi mano clavó las tijeras en sus costillas, ese falso lugar por donde el cura insiste en decir que provenimos todas las mujeres. Lancé un alarido de rebeldía y la transformación terminó con mi cuerpo entero cubriéndose por un denso vello oscuro. Me erguí sobre mis patas traseras y dejé escapar un aullido largo y lastimoso. Corrí con mi nueva familia hacia la cima de una montaña y aullé hasta olvidarme de mi vida anterior. Ahora era libre de poder ejercer la fuerza de las tinieblas sin las ataduras de la moral religiosa. En ese paraje mágico y pagano reconocí algunos rostros que, pese a haber sufrido la misma metamorfosis que yo, aún conservaban rasgos de su fisonomía humana. Reconocí a la curandera, acusada de brujería y quemada en la hoguera hacía más de 20 años. Los vecinos contaron que cuando los lengüetazos de las

llamas se extendieron por su cuerpo, un viento del norte apagó el fuego y la elevó por los cielos. Jamás se volvió a saber de ella. Vi a la partera que ayudaba a las mujeres con los abortos, la acusaron de alta herejía y fue sumergida en agua hirviendo. Cuando entregaron el cuerpo a sus familiares, éste se desvaneció dejando solo las ropas. Estaba también la prostituta del pueblo, a quien mataron a pedradas. Vi a las huérfanas que se proclamaron ateas. A la viuda que volvió a casarse con un hombre más joven que ella. Junto a mí también estaban todas las mujeres mancilladas. Entonces, entendí que aquella fuerza no provenía de ninguna energía maligna, que era un poder más sutil, el poder de lo femenino: la rebeldía de Lilith, la primera mujer de Adán, quien al negarse a yacer bajo el hombre que Dios le dio, fue expulsada del paraíso. Sonreí con amoroso entendimiento. La furia nos había trasformado, pero no como un castigo, sino como avatares de un nuevo clan. Las pieles de loba cayeron y los cuerpos desnudos danzaron en feliz aquelarre hasta que la aurora devoró a la noche, la primera noche de mi nueva vida. ::.

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Imagen: Kraken https://www.instagram.com/krakenkhan/


Narrativa

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Locked in syndrom Juan Bello

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omité la mitad de mi cerebro, con todo y neuronas muertas que traían su propio cenotafio a cuestas. Unos 20 espasmos después pude levantarme. Mis lágrimas esperaban que las acribillara con el dorso de mi puño, pero las dejé sobrevivir y recordar el dolor de mis tripas, además que no podía ni levantar los putos brazos, no podía moverme, con trabajos erguí mi espalda, esperé unos minutos a que mi respiración se estabilizará, abrí mis ojos y lo vi: una enorme y maldita plasta de vómito negro. Estaba de huevos el mole de guajolote que me hizo mi progenitora para celebrar que había obtenido el Premio de Cuento de Xalostoc, con el peor cuento que he escrito, Mi alma muerta. Sólo entré porque mi cuate el Gordoglobo iba a ser jurado y me avisó que yo iba a ganar. Pinche guajolote, pateó mis entrañas tipo patada de la grulla del Karate Kid y la botella de

charanda provocaron esta guacara enorme que yacía en el piso de mi recámara. Evité pensar en la tarea de limpiar aquella porquería y me recosté en mi camastro, sobé mis sienes, pensando en que debería haber genios limpia-guacaras. Decidí concentrarme en desvanecer mi malestar. Me quedé dormido. Al despertar, otra vez me preocupé sobre cómo debía limpiar aquel batidero y todo el esfuerzo que tenía que ejercer para levantar aquellos trozos de mí, me asomé con cautela, como si avizorara un precipicio más allá de los límites de mi colchón. Aún tenía asco, así que sólo tenía un ojo abierto y me atreví a soslayar mi chiquero: No había nada en el suelo, estaba completamente limpio. Un tanto aliviado y un tanto desconcertado, me volví a recostar. Tal vez había sido una pesadilla

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Narrativa como las de siempre, cuando creo que despierto pero en realidad estoy dormido en un sueño. Lo que no podía mentir era un tufo agrio que se había quedado a vivir en mi mostacho. Arremangué mi labio superior hacia mis fosas nasales y en efecto, olía a mole de guajolote digerido y a alcohol bilioso. Malditas pesadillas. Esta era una especie de locked in syndrom, despertar y estar atrapado en mi cuerpo. Tal vez estaba dormido y la vomitada era la realidad o tal vez mi madre había venido a visitarme y le di tal asco que limpió mi miseria. Lo mejor es que no sabía qué había pasado, pero todo al parecer iba bien, sólo me seguía sintiendo mal, lo cual ameritaba ir al baño, sacar el botiquín de emergencia y tomar tres clonazepanes para ponerme a punto. Me levanté y escuché que el refrigerador estaba siendo espulgado. ¡Pero si no había nada!. Por ello las ratas decidieron irse al departamento de abajo. Sólo había dos six de cerveza. Seguro mi madre estaba dejándome algún platillo para que desayunara. —¡Eh! Mierda, ve por más cerveza, ya se acabaron… —¿Qué chingados hace aquí, ¿quién te dejó entrar? Y esa puta cara de Freddy Krugger ¿es real o es una máscara? — ¿Y esa puta cara de pendejo es real o es una máscara? —¡A la verga de aquí y deja esa cerveza o te voy a reventar el culo de una patada voladora! —Jajajajajaajajajaj, la verdad que no traes máscara, eres un pendejo, a dónde quieres que me vaya, soy tu vómito. — ¡Para de mamar! ¿Cómo vas a ser mi vómito? –¿Acaso me limpiaste? No, ¿verdad?, así que me cansé de estar tendido y me levanté. — Yo nunca me canso de estar tendido, llevo 30 años así… Pues es hora de que te vayas por el wáter y desparezcas de mi vista, maldito adefesio. — Nel, voy a estar aquí hasta que me dé la puta gana largarme. — Y luego te pusiste mis botas vaqueras, las chingonas, no mames, ¡quítatelas! —Nel, siento que mi personalidad va bien con lo cowboy. —Jajajajajaja, no mames, tu personalidad va bien con la mierda. —Mira , en cuanto me termine esta lata de chelas voy a enseñarte a respetar a tu marido. —¡Ah chinga! Pues sobres, puto cacarizo. Al terminar su chela de un trago profundo, aplastó

la lata y se dirigió hacia mí. Estaba del rango, lo medí e iba a recibirlo con mi derecha, la chingona, la noqueadora, pero el vómito vaqueril me aplicó una voladora y sólo vi los tacones de mis botas enterrarse en mis sienes. Aunque quise reaccionar, no pude. Locked in syndrom. Cuando desperté aquél cerdo estaba usando mis mancuernas y se veía al espejo. Hijo de perra. Tenía buenos bíceps. —¡Eh! Deja mis cosas ya, ¿no piensas irte? —En realidad el que debería haberse ido eres tú, me debes la vida… —¡Ja! Podemos seguirnos tirando las muelas… —¡No seas imbécil! Se supone que ahora que empiezas a triunfar y estás joven, si murieses asfixiado por tu vómito, serías un escritor de culto, aún podemos negociarlo… — Podría ser, pero antes quítate mis botas y mi chamarra de cuero. —Estás desperdiciando una buena oportunidad, serías el primero de tu mediocre estirpe en destacar, aunque sea un poco. — ¿Y quién me garantiza que después de morir me haré famoso? —Es un proceso lógico, ganaste un premio, tienes dos o tres notas en periódicos de mierda, si mueres hoy, tendrás decenas de ellas por tu absurda muerte. —Mi vida también es absurda, ¿para qué quiero morir si también será absurdo? En este país, una muerte más no es noticia, estás descontextualizado. El Krugger gástrico se acercó y me recetó un cabezazo en la nariz. Otra vez caí noqueado, quedé encerrado dentro de mí, consciente pero noqueado, me relajé, era inútil aferrarse, después de todo tal vez merecía morir. Locked in syndrom. No morí. Cuando desperté a la realidad, lo primero que vi escrito en una pared, con mi comida digerida. “Siempre serás un mierda, me llevo las botas puestas”. En la cama había un pedazo de pechuga de pavo. Me cansé de estar tendido y me levanté. “Este perro qué se cree, pero ¡mejor voy a limpiar antes qué pase cualquier otra cosa!”, pensé y moví el culo para ir por la jerga y una cubeta. ::.

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Magia pura Estibaliz Márquez

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o tengo memoria de sentir algún dolor, no estoy seguro si soy él o si estoy muerto y reencarné en el maldito animal. A veces pienso que me he convertido en algo así como su consciencia; pero lo que es un hecho es estoy aprisionado dentro de él. Paso cada momento reconstruyendo la manera en qué llegue aquí. Aún recuerdo el primer truco que vi: un hombre con smoking impecable, mirada profunda, cabello completamente blanco y de aura honorable, se atrincheró frente a una barrera de unos diez niños que no podíamos controlar nuestros instintos. El gran Varela, ese era el nombre del mago, me pidió soplar con todas mis fuerzas y fe hacia el interior de su hermoso sombrero de copa: cosa que hice. De pronto dos palomas blancas brotaron del sombrero y volaron hasta postrarse en mis piernas. El asombro me inundó y una fuerza en mi interior comenzó a reclamar que eso es lo que tenía que hacer con mi vida: Magia. En mi siguiente fiesta de cumpleaños que obviamente tuvo de temática la magia, me dieron muchos regalos. Todo lo que un niño podía desear. No sólo hubo un espectáculo de magia sino un segundo de escapismo. Mis padres se desvivieron por hacerme feliz ese año. Era la manera de calmar su culpa por lo que ellos llamarían: su mejor acto de magia hasta ese momento. La barriga de mi madre creció y aseguraron que en unos meses de la cárcel en que ella misma se había convertido escaparía mi hermanito tal como Houdini. En cierto modo me emocionaba tener un hermano menor. Pensaba en todos los trucos que haría frente a él, que sería mi público incauto por obligación y cuando fuera mayor lo convertiría en mi Patiño, y se dejaría serruchar la mitad del cuerpo a la menor provocación. Pero en cuanto nació Bosco, nombre que yo elegí en honor al patrono de los magos, inmediatamente me fue imposible negar el rechazo natural y celos que generamos los hermanos mayores. De la noche a la mañana mi vida había cambiado. Sentía que mis padres sólo pensaban en mi hermano y a mí me dejaban de lado. Comencé a hacerme más arisco. Lo único que calmaba mi mal humor era practicar mis trucos. Me obsesioné: coleccionaba pañuelos de colores, fabriqué mi propia varita mágica y hasta

comencé a criar mis palomas. Practicaba sin descanso. En poco tiempo dominé la prestidigitación básica y empecé a estudiar ilusionismo. En cada reunión familiar siempre se me solicitaba hacer algunos trucos. Ser el centro de atención me llenaba de autoestima y el reconocimiento se convirtió en una necesidad, lo que fortalecía mi obsesión. Pensaba que era el camino para lograr que mi familia me amara más que a él. No permitía que nadie tocara mis objetos pues eran mis aliados. Y estaban totalmente prohibidos para el pequeño Bosco. Hice lo posible por dejarle claro: eran lo único que no me podría quitar. Pero la prohibición era tal que pronto se convirtieron en su único deseo. El pequeño engendro buscaba cualquier oportunidad para jugar con ellos. Mi madre decía que era su manera para estar cerca de mí, pues me admiraba, pero a mí eso no me importaba. En el cumpleaños cuarenta de mi padre, preparé varias ilusiones muy complejas con cartas. La fiesta transcurrió de maravilla. Todos estaban emocionados. Hasta el jefe de mi padre me contrató para amenizar el cumpleaños de su pequeña hija. Me sentía invencible. Entré a mi habitación para guardar mis objetos y fui testigo del momento más triste de mi vida. Mi hermano había hurgado en mi baúl de trucos, jugaba con un mazo de cartas que barajeaba con gran habilidad, mostró a su público imaginario una carta que estaba a la mitad del mazo: era el as de corazones. Después lanzó el mazo por aires y las cartas se desperdigaron. Ccerró los parpados y al levantar lentamente su mano izquierda, una de las cartas que comenzó a flotar como si un hilo imaginario la levantara, se elevó más quedar suspendida frente a su rostro, al abrir los ojos, sonrió, estiró de nuevo su mano y la carta salió volando hasta quedar adherida a una pared. Era el as de corazones. Me quedé helado. Mi hermano notó mi presencia y se sobresaltó, la carta elevada cayó al suelo. Yo corrí hasta él, lo tomé de los hombros y lo zangoloteé, mientras le reclamaba por tomar mis cosas. Él salió corriendo. Me tiré al piso y empecé a llorar. Mis lágrimas eran igual de amargas que mi corazón en ese momento. Era incapaz de calmarme, no podía creer lo que había visto, le reclamaba al universo por dotar a 51


arteficio mi hermano de poderes que yo no tenía. No dije nada y preferí guardar el secreto el mayor tiempo posible. Tal vez si negaba la existencia de sus poderes se esfumarían o él no le daría importancia, tal vez yo encontraría una respuesta lógica a lo que había visto o sólo lo borraría de mi mente. Me decidí por pensar que eso había sido suerte de principiante y nada más. Esa navidad le regalaron su primera caja de trucos y en poco tiempo me superó. Hicimos de la magia nuestra profesión y siempre estábamos en constante competencia. Si yo preparaba algo con cartas, él hacía que la carta elegida apareciera en la bolsa personal del participante y en un tamaño mayor. Si yo hacía desaparecer algún objeto, él se desaparecía a sí mismo; si yo hacía un acto de adivinación y decía en cuál mano de una mujer sostenía su reloj, él le diría el color de su ropa interior, el nombre de su mascota y qué había comido esa tarde. Poco a poco se corrió la voz de sus maravillosos trucos. Lo contrataron para hacer un acto diario en un programa de televisión matinal y se hizo muy popular. Me invitó a ser parte del espectáculo pero siempre fui el acto pequeño. Todos hablaban de lo maravilloso que era ‘El Gran Bosco’. Mientras, yo no podía quitarme de encima mi apodo de la infancia: ‘El maguito Ricky’. Lo odiaba. El show de mi hermano cumplió una década y decidió celebrarlo con su acto público más grande en ese momento; hasta sería transmitido en televisión. Obviamente yo fui parte del espectáculo. Abrí la noche con unos cuantos actos de adivinación y seudo hipnotismo pero el público estaba ansioso por ver al gran mago y al terminar recibí un apresurado aplauso. Regresé al camerino donde vi el resto del show. Llegó el momento del número principal: Bosco estaba esperando en un punto especifico de la ciudad junto con cien personas invitadas al azar, después las cubrió con una gran tela de color dorado y aseguró que todas aparecerían en otro lugar en cuestión de segundos. Para tener una prueba más de la veracidad del acto pidió a los asistentes en el teatro que firmaran con su nombre unas tarjetas, las cuales se entregaron a las personas que esperaban junto con Bosco en el punto indicado. Había cientos de cámaras transmitiendo en directo desde los dos lugares. Mi hermano terminó de narrar lo que ocurriría, hizo lo que para mi gusto fue una coreografía un poco ridícula, de un movimiento jaló la tela que cubría a las personas y estas ya no estaban. Se escuchó un unísono coro de asombró en el teatro, se

encendieron las luces del público y ahí estaban, habían aparecido las cien personas que antes se habían esfumado segundos antes frente a nuestros ojos. Cada una de ellas estaba de pie detrás de la persona de la que habían recibido la tarjeta. Todos se abrazaban con su par y celebraban lo que había sucedido. No había explicación sólo asombro. “Fue un parpadeo, sucedió en un parpadeo”, gritó algún aparecido. Una bomba de humo se activó al centro del escenario y emergió mi hermano. Todos le aplaudían y lanzaban flores, señaló cien butacas vacías en el teatro en donde pidió que tomaran asiento los aparecidos. Bosco demandó silencio. Cuando pudo hablar aseguró que tenía una sorpresa más. Todos deberían cerrar los ojos y pensar en su infancia. Él contaría hasta diez y al llegar a ese número todos los presentes deberíamos buscar debajo de nuestros asientos. Se hizo un silencio absoluto. El conteo inició: 1… 2… 3… Los murmullos se arrastraban tras cada número; 8… 9… 10. Y cada persona encontró debajo su asiento su mayor deseo de la infancia. Algunos hallaron juguetes, otros cachorritos de perros o gatos, otros hasta recibieron pequeñas peceras con pececillos dorados… tortugas… Yo recibí un pequeño conejo negro. Los gritos no se hicieron esperar, todo estaban extasiados. Mis padres en primera fila saltaban de emoción. Mi madre sostenía una muñeca de porcelana y mi padre un hermoso bumerang de madera que lanzaba por los aires y regresaba a su mano. Todos en el teatro clamaban una y otra vez por mi hermano. “¡El gran mago, el gran mago!”. Los gritos eran cada vez más intensos y taladraban mi cabeza. Sin notarlo aplasté al pequeño conejo negro hasta que murió. Me sentí derrotado y lo lancé hacía una orilla de la habitación. Cuando terminó el show, Bosco regresó a nuestro camerino. Estaba sorprendido de ver el cadáver del animal. Sin pensar le reclamé por chantajear a la gente. Era evidente que el espectáculo había sido una farsa. Me asqueaba que la gente se entusiasmara de esa manera por algo que no era real, ¿quién no se emocionaría al ver a un cachorrito? Después de todo sabíamos que cada acto era una ilusión. Mi hermano me pidió que me calmara pero no lo hice. “¡La magia no existe!” afirmé. Por su expresión era evidente que no podía creer mis palabras. “¡La magia sí existe, existe en todos sólo que no existe en ti!”, me echó en cara. Perdí la cabeza, tomé uno de los puñales que usábamos para el acto de la rueda de la muerte y lo lancé: se clavó directo en su corazón. Caminé hacia él 52


Narrativa y enterré el puñal más profundo. Él intentó detenerme pero era demasiado tarde. Sólo alcanzó a rodear mi rostro con sus manos y después cubrió mi boca con la suya. Sentí como si un reptil entrara en mi cuerpo. Los dos caímos al suelo. Él estaba muerto. Sus ojos inmóviles me miraban fijamente mientras una cascada de sangre brotaba de su pecho y se extendía lentamente por la habitación, mientras me arrastraba temeroso de que ésta me tocara. En segundos, al fin, fui consciente de lo que había hecho, había asesinado a mi hermano. Lloré. La sangre se detuvo de golpe y algo comenzó a empujar el puñal enterrado en su cuerpo, hasta expulsarlo. Del orificio en el pecho de mi hermano salió un pequeño conejo blanco, tan limpio y luminoso como el cabello del primer mago que vi en mi vida. El roedor saltó hacia mí hasta que sus patas llenas de sangre marcaron mi camisa con huellitas rojas. Estaba tan impresionado que no puedo decir cuándo me empecé a encoger o si era el animal el que se hacía gigante. Cuando fui del tamaño de una de sus patas, el conejo me olfateó y de una mordida me comió. Mis padres entraron en la habitación, se lanzaron junto al cuerpo de mi hermano y no pararon de llorar. Yo estaba espantado y corrí, más bien, brinqué hacia los brazos de mi madre que me abrazó con fuerza, apenas me miró. Estoy seguro que no notó que era yo. Me enjaularon y me pusieron a un costado del féretro de Bosco, así llegué aquí. Cientos de personas desfilaron tristes para honrar a mi hermano. Le trajeron regalos en señal de respeto y no paraban de llorar. Frente a mi hay una montaña de zanahorias. De vez en vez, alguno que otro colega pide permiso para cargarme y hacer algún truco conmigo. Me siento usado. Después de unas cuantas noches el lugar ha quedado vacío. Dos hombres acaban de entrar por el cuerpo de Bosco. —¿Qué hacemos con el conejo? — pregunta uno. —Lo vamos a sacrificar y será embalsamado para acompañar el cuerpo. A final de cuentas sólo era mascota del mago. Uno de ellos pone mi jaula sobre el ataúd. Veo el pálido rostro de mi hermano mientras nos sacan lentamente. ::.


arteficio

María la vendedora de Marv, ladrona de identidades Elías Lozada

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a última mariguana ilegal de calidad solo se podía conseguir en el noveno vagón. Exquisita y ponedora. Ocho gramos eran suficientes para elevarse por dos horas y esas dos horas eran una dosis perfecta para el consumidor experto. Y solo los expertos sabían la dirección: último vagón, cada cuarenta minutos, estación Copilco. María, doctora en historia del arte y escritora, había escogido Copilco como su propio local. No encontraba estación más hermosa dentro de las más de cincuenta líneas de la ciudad. Su dragón celeste representando la cultura olmeca, sus techos altísimos, sus pasillos llenos de estudiantes de medicina, su aire a viejo en contraste a los trenes magnéticos que tardaban solo treinta segundos en llegar de estación a estación, todo hacía que María enloqueciera por ese lugar. La operación era muy sencilla. Esperaba a sus clientes

en el último asiento del noveno vagón, su celular vibraba cuando el comprador accedía al convoy. El pago era vía bluetooth. Una vez confirmado el depósito se levantaba del asiento y en la siguiente estación, en el momento preciso en abrirse las puertas, compartía la cajita de color rosa, del mismo tamaño de una caja de pastillas para la garganta. Mariguana comprimida mezclada con el último residuo conocido del LSD: Marv. Así cada cuarenta minutos para no levantar sospechas. Y María era la última persona que levantaría alguna sospecha. Niña bien, apiñonada, con unos ojos lindísimos, siempre con ropa cara y con el estilo hipster de hace décadas. Nadie podía imaginar que esa solitaria belleza vendiera mariguana ilegal. El consumidor promedio es malo, compra su cannabis en los dispensarios ubicados en todas las 54


Narrativa salidas de las estaciones de metro. O la compra en la farmacia más cercana o en el supermercado más barato. Compran basura. Mariguana enlatada y sin sabor. Quienes tengan edad suficiente sabrán que la mariguana de calidad no cuesta tres pesos ni es legal ni se produce de forma industrial. La mariguana Marv, o la ‘marMav’ como también se le conocía, era prohibida en casi todo el mundo. Los doctores advertían sobre sus impredecibles reacciones en cada persona. De hecho, era impredecible en su totalidad. Si eras de un carácter fuerte podía hacerte llorar y si eras una persona tranquila o pasiva podía hacerte reír por horas. Pero no era regla. Podría resultar todo lo contrario y de allí su peligrosidad y su alto nivel de adicción que generaba. Sin embargo, los clientes de María buscaban la marMarv básicamente por dos razones: el placer que experimentaban al tener sexo bajo la influencia de una pequeña dosis y el nivel de imaginación que alcanzaban con una dosis fuerte. “Orgasmos estelares o ideas millonarias”, afirmaban todos los amantes de la marMarv. Copilco era considerada la estación más hermosa de la ciudad y una de las más bonitas en todo el mundo. Sin embargo, María tenía una segunda razón, incluso más determinante, para establecer allí su negocio. Un fenómeno físico por su extraña piedra volcánica hacía que los celulares de sus clientes quedarán vulnerables. El magnetismo de los trenes en esa estación desbloqueaba los códigos de seguridad de cualquier ordenador y de cualquier celular. Al contactar en línea a María dentro de los vagones, los clientes cedían, sin saber, todo su dinero y toda su privacidad. Con un algoritmo simple, María aprovechaba la conversación previa a la entrega para robar contraseñas de todo tipo. Desde claves bancarias hasta passwords de redes sociales. Una riqueza inmensa para ella, primero porque cubría casi todos sus gastos con pagos electrónicos de tarjetas de crédito ajenas. Y segundo, porque tenía acceso a miles de conversaciones privadas que servían como fuente inagotable para escribir cuentos y novelas. Si sus clientes eran adictos a la Marv ella era adicta a las conversaciones privadas, y claro, al dinero fácil. —Corazón ya compré la Marv, cara, pero con garantía- leía María en la conversación de whatsapp de su último cliente. —Por fin, no es lo mismo coger normalitos que estar bien puestos con la marMarv, te adoro primor. —Ojalá a mi esposa le gustaran la mariguana y los tríos.

—Ya te dije que nunca cogería con tu esposa, un trío sí, pero con tu esposa no. Mejor le digo a Lucía, a ti siempre te ha gustado mi prima. —¡Pero es muy mocha! —Jajaja. ¡¿Mocha Lucía!? Para nada, es una mosquita muerta, si nos dábamos desde la secundaria. Ella fue mi primera vez. Conversaciones del estilo enloquecían a María. No le gustaban los mensajes normales ni las parejas que destilaban amor. Ella iba por lo oscuro de las personas y se divertía tanto con las mentiras y las exageraciones. Le gustaba escarbar en los archivos de sus clientes, descubrir si eran adictos a otras drogas, si escondían su sexualidad, si eran unos puercos, si eran infieles, pedófilos, corruptos o ladrones. Tres años estuvo María vendiendo Marv en Copilco hasta que renovaron todos los trenes de aquella línea de metro, y con la renovación, el desperfecto que desbloqueaba los celulares se terminó. María había juntado dinero suficiente para no trabajar por años. Publicó dos novelas y seis libros de cuentos. Y por primera vez en más de tres años dejó las pequeñas dosis de Marv y volvió a experimentar con una dosis fuerte. Veintiocho gramos de un jalón. Necesitaba una nueva idea millonaria. ::.


Narrativa

arteficio

La máquina succionadora de sueños Manuel Hernández Borbolla

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orge no quiere creerme, pero es cierto. Yo la he visto con mis propios ojos. Hay una máquina que succiona los sueños. —¿Y cómo funciona?— preguntó sarcástico, con ese tonito mamón que le sale tan bien y que tanto me encabrona. — Insertando en el cerebro de la gente sueños prefabricados. ¡De qué otro modo iba a ser!— respondí echando lumbre por la boca. —Tú y tus conspiraciones ridículas. Pero bueno, no te culpo. Todos somos así cuando salimos de la universidad: fatalistas y rebeldes. El mundo no es tan malo después de todo. Cuando llegues a mi edad entenderás que la vida sigue a pesar de sus muchos inconvenientes— dijo en tono ceremonioso. Me dieron ganas de patearle la cara. Respiré profundamente. Comprendí que eso no nos llevaría a nada. De todos modos, la discusión estaba destinada a fracasar. Cuando las palabras van subiendo de tono los oídos se tapan junto con el entendimiento. Nada

bueno puede salir de ahí. Si Jorge estaba predispuesto a no creerme, muy su pedo. Di un último trago al mezcal mientras trataba de recobrar la compostura. Pedí otro. —Además, eso de criticar a la televisión ya está pasado de moda, todo el mundo lo sabe. Y sin embargo ahí estamos todos, viéndola, tomando por cierto cada palabra que sale de la caja idiota— continuó. Jorge es un tipo inteligente, no lo niego. Pero su soberbia generalmente puede más que su capacidad de escuchar. No entendió nada. Media hora hablando a lo pendejo para que saliera con esas mamadas. Comí un par de habas con chile antes de darle un largo trago a la cerveza, en lo que llegaba el otro mezcal. Tomé fuerzas. Empecé de nuevo. —No me refiero a la tele. Es una máquina más compleja, menos obvia, igual de burda. La televisión en todo caso sería un bonito accesorio. La máquina de la que hablo es mucho más vieja. ¿Alguna vez has 56


Narrativa visto cómo funcionan los atrapasueños que uno coloca en la cabecera de la cama para espantar las pesadillas? Funciona de modo similar, sólo que esta sustituye los sueños propios por otros prefabricados que se instalan en lo profundo de nuestro subconsciente. Estos sueños artificiales regulan la conducta. Es así como los operadores de la máquina pueden manipular a la gente como si fueran un juguete— expliqué. La máquina había sido inventada por una inteligencia superior, de eso no había ninguna duda. Algunos especulaban sobre su hechura extraterrestre. Otros, en cambio, le atribuían un origen divino, un regalo de los dioses para que los operadores de tan avanzada tecnología pudieran gobernar a los hombres incapaces de mandarse solos. Yo simplemente prefería creer que era producto de esos extraños momentos de lucidez que a veces padecemos los humanos. Recordé un estribillo del Gran Silencio: “nuestros sueños son visiones del amor más comercial”. La frase resumía a la perfección la manera en que la máquina sustituye unos sueños por otros diseñados en laboratorio. La mayoría no se dan cuenta de ello. Por eso no me sorprendía la reacción de Jorge, aún cuando no dejaba de parecerme un poco extraño que nunca se hubiera percatado de la existencia de la máquina succionadora de sueños con la que convivíamos a diario. —Ya todos vimos Matrix, no creas que estas inventando nada nuevo— dijo. —Y mucho antes de los Wachowski el hinduismo describió la existencia del velo de maya, esa ilusión en que vivimos todos los días. El problema viene cuando esa realidad viciosa se nos impone contra nuestra voluntad. Y para que esa realidad artificial pueda operar, necesita máquinas succionadoras de sueños para apendejar a la banda— respondí. La máquina inhibe la imaginación, la condiciona. Pero para lograr eso, se requiere una cantidad enorme de energía. Atrapar los sueños sale muy caro. El recibo de la luz llega con cifras de varios dígitos para los que tienen una en su negocio. Emite partículas invisibles de información a través de ondas que, con el paso del tiempo, van haciendo hoyos en el cerebro, convirtiéndolo en queso gruyere. A partir de ahí, controlar a las masas se convierte en mero trámite. Jorge me miraba absorto, con los ojos pelones. “Se ha vuelto completamente loco, ahora sí”, pensó. Su mirada inquisitiva hizo que detuviera un instante mi descripción de la máquina. No quise explicarle que la energía proveniente de las plantas de electricidad es insuficiente (aunque constante) para garan-

tizar el óptimo funcionamiento de la máquina. Por ello requiere de otras fuentes de energía para poder funcionar. Ésta la obtiene del acto sexual y la energía que se libera con la fricción de los cuerpos. La máquina se alimenta del deseo. Ese es su principal combustible. Por eso el deseo suele aprisionar a la imaginación, la sustancia de la cual están hechos los sueños. Pero eso no es todo. Lo más irónico es que la sustitución de sueños hace indispensable la contratación de soñadores profesionales. Son algo así como los programadores de la máquina. Les pagan enormes sumas de dinero para que sueñen por los demás. El problema es que estos programadores van perdiendo potencia con el paso del tiempo, hasta que finalmente son desechados. La imaginación se erosiona bajo los cánones de la producción en serie. Es un problema que los ingenieros encargados de darle mantenimiento a los engranajes de la máquina no han podido resolver. Eso ocasiona fallas esporádicas, apagones masivos que ocurren de vez en cuando. Por eso la imaginación florece mejor en la oscuridad. Jorge soltó una risita odiosa. Miramos la hora. Era tarde. Dimos un último sorbo a nuestros respectivos tragos y nos marchamos del lugar. El alcohol había hecho su parte. Salí un poco mareado. Me despedí de Jorge y partí rumbo a mi casa. En el camino pensaba en la máquina y sus aterradores alcances. Entonces comencé a flotar en mis propios pensamientos. Palabras que no conocía llegaban a mi cabeza a toda velocidad, chocando unas con otras. Me sentí ligero. La tiniebla inundó mi cabeza hasta lograr un vacío. Empezaron a desprenderse los colores en una hemorragia interna que se iba haciendo cada vez más grande. No era sólo producto del alcohol. Se había caído la señal. Ninguna máquina es a prueba de errores. Por un momento me sentí libre. ::.

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arteficio

Sos una tonta Roberto Velasco —Escribís puras bobadas —¿Qué te hace pensar eso? —Los poetas no hablan del mundo real —¿De qué mundo crees que hablamos? —De uno imaginado. No escriben más que estéticas pretensiones de su alma. Son bonitas, claro, pero están lejos de representar la verdadera esencia del mundo. —¿Estéticas pretensiones de su alma? ¿verdadera esencia del mundo? Mirá quién dice las bobadas ahora, Carolina. —¿Querés entender al mundo o imaginar cómo te gustaría que fuera, Rodolfo? —Sos una tonta, Carolina. ¡Quiero vivirlo! —El tonto sos vos... no necesitás poesía para vivirlo... ¿Vas a vivir la muerte o morir la vida? Rodolfo se disgustaba tratando de ocultar la sarna que le producían esas palabras, pero dominaba sus impulsos coléricos con el tenue sonido que producía la pluma al bailar sobre el blanco de la hoja y con el sencillo crepitar de la chimenea. Sólo esos sonidos casi imperceptibles rompían con el terminante silencio de la madrugada. —Un poeta sin palabras —¡Carajo Carolina! ¡Yo no entiendo al mundo, pero tú tampoco! El portazo sonó como un diapasón que distendía su frecuencia por el espacio de la sala mientras Carolina reía y ojeaba la pequeña libreta roja en la que Rodolfo había estado escribiendo toda la semana: Distópicas imágenes me estallan en las ideas y me hacen preguntarme mi lugar en el mundo. Escribo catárticos versos que procuro emerjan a borbotones de mi alma; un alivio eficiente pero efímero. La ansiedad se va colando lentamente por los poros de la piel de la espalda y se fusiona con mi espina dorsal dándome una picazón incontrolable en el alma; lugar que por más esfuerzo se aplique o por más contorsionista que sea mi pluma, no alcanzo el lugar preciso para rascarme. Las drogas, el vino y los versos aplacan un poco el martirio. Hay veces en que la comezón es tan penetrante que azoto mi alma con las paredes de maneras desesperadas y agito mi tinta hasta manchar cuartillas y cuartillas que respiran en las hojas, en el blanco amarillento del papel

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que espera la penetración orgásmica de la poesía que lanza chisguetazos de su esencia. Llega la calma. La tormenta regresará... —¡Olvidaste tu libreta, Rodolfo! —¡Podés metértela por el culo! Mi sensatez se difumina con espasmos que vibran, la sangre emana tóxicos vapores envenenándome la garganta, el triste frío de la madrugada estalla en mi cabeza y me recargo en la ventana del portón de madera para respirar lentamente y sanar mis pulmones. La ventana se siente cálida; el fuego de la chimenea alcanza a templar el vidrio y acerco mi mejilla. —¿A dónde vas, idiota? ¡Son las tres de la madrugada y estamos en medio del bosque! ¿Rodolfo? ¡Rodolfo!... ¡Pelotudo de mierda! Los impulsos no cesan, la respiración no sirve de un carajo; necesito del cálido y reconfortante fulgor de aquella chimenea para apaciguar mis cantos, mis voces, mis pensamientos... la ventana se rompe y caigo al suelo entre punzantes vidrios que liberan mi sangre. Un grito me saca de mi inconsciencia y levantando los ojos puedo ver a la mujer más hermosa que había visto nunca gritando sin control junto a la chimenea. Me acerco y ella no retrocede, pero grita más fuerte a cada paso que doy en la alfombra. La quiero, la necesito, la amo... —¡Rodolfo! ¡Hay alguien en la casa! ¡Rodolfo! Mi fugaz embestida terminó con su vida. Su sangre, mezclándose con la mía en la alfombra, fue la inspiración de mi vida; ahora me voy. —Carolina, sos una tonta. ::.


Narrativa


Narrativa

arteficio

Once días Miguel Ángel Hernández

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arcelona, Marsella, Saín Tropez y Montecarlo. El mar, la brisa, mi esposo, yo… su mamá. Ojalá esa mujer hubiera estado fuera de la ecuación. Es cierto que yo le dije que estaba bien que la trajera, pero ¿qué más iba a hacer? Se puso como un loco cuando le dije que no quería que viniera. Hasta amenazó con cancelar la boda. ¿Quién lleva a su mamá a la luna de miel por Dios? “Clarita, es que ella nunca sale”. “Clarita, es que como la voy a dejar sola”. “Clarita, es que está muy deprimida porque se le casa su único hijo. Tú sabes que hemos sido solo ella y yo desde que mi papá nos abandonó”. Y ahí va la pendeja de Clarita a hacerle caso y dejar que la traiga al crucero. Por lo menos está en el camarote de al lado. Ya nada más faltaba que estuviera durmiendo con nosotros. Tal vez hubiera sido mejor cancelar la boda hace tres meses. Cancelarla y ya, no hacerle caso a mi mamá. “¿Clarita, cómo vas a cancelar a estas alturas? Deja que lleve a su mamá. Ya la arpía esa se ira alejando conforme tú te vayas metiendo. Por eso, mira, ni te preocupes.” Mi mamá siempre con sus cosas, y yo, la idiota de Clarita siempre haciendo lo que los demás dicen. ¡Pues se les acabó su pendeja! Ahorita mismo voy al camarote a decirle a ese cabrón que ni piense que su mamá se va a ir a vivir con nosotros. Total, si tanto quiere a su pinche madre, que se quede a vivir con ella y cada quién para su casa. Ni cuenta me di de cuantos tequilas me he tomado. No debería estar sola en el bar, debería estar con mi esposo, haciendo el amor como desenfrenados en el camarote. Quizá en la piscina, cada quien con un vaso en la mano mientras hablamos del futuro y entre las palabras se cuelan los besos. Deberíamos tener tantos hijos (beso); deberíamos tener un perro grande (beso); deberíamos pintar la cocina del departamento de blanco (mil besos). Pura fantasía. Aquel güey está allá con su mamita porque la pinche vieja se siente mal. “Es que se marea con el movimiento. Tú adelántate y ahorita te alcanzamos” Pues ya se acabó. Ahorita mismo me van a oír. Entonces, avanzo por los pasillos del barco y me dirijo al cuarto. En el camino casi me caigo. No sé si por

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los tequilas, el movimiento del barco o esta angustia que me empieza a crecer en la boca del estómago. Llego al camarote que comparto con mi nuevo esposo, abro la puerta y me asomo pero, no lo veo. Seguro está con su mamá. Me encabrono al triple. Voy al cuarto de su mamá y entro echa una furia. La veo sentada en la cama. Me agarro del marco de la puerta para no caerme. La visión hace que se me doblen las piernas. La mamá está sentada en la cama, su hijo apoya la cabeza en su regazo. La mujer tiene subida la blusa, los pechos descubiertos. La boca de él esta prendida de su pezón izquierdo y los chupa con fuerza, no de una manera erótica, sino como un niño recién nacido que busca alimento. Ella me mira con sorpresa, pero luego baja la mirada y la fija en él con ternura. El hijo ni se inmuta y sigue con su labor. Me salgo y cierro la puerta con toda la fuerza que tengo. Tal vez así la puerta se atore y se queden allí los dos para siempre. Regreso a mi habitación y me tiro en la cama donde no puedo dejar de pensar en que estoy acorralada con la abominación que vi en el cuarto de al lado. Once días más con ellos, once días más en este puto barco, once días por Barcelona, Marsella, Saint Tropez y Monte Carlo. ::.


Narrativa

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Narrativa

arteficio

No pasa nada (Una llamada desesperada) Dekósimo

E

ra el final de un mal día. La primavera había iniciado puntual y trajo un ánimo agrio de sudor y molestia. Todo había transcurrido entre malentendidos con Aurora y recibos de cuentas por pagar. Estaba pensando en esto y en otras cosas menos importantes mientras trataba de escribir un e-mail. Fue entonces cuando recibí la llamada de Lalo cerca de la medianoche. —¿Estás ocupado? — la pregunta sonó más como una afirmación. —Me habías dicho que por las noches no tienes mucho que hacer. Te llamo desde un teléfono público cerca de mi casa para decirte que ya no aguanto más y que me voy a matar. El sonido de una ambulancia nos mantuvo por un momento sin decir nada. Luego, nos quedamos en silencio para escuchar la noche: una mujer que reía a carcajadas, el estridente batir de las alas de los grillos y el motor de un auto que atravesaba la ciudad a toda

velocidad. —¿Estás drogado?— le pregunté. Enseguida Lalo comenzó a gritar. —¡Escúchame bien! ¡Estoy aquí de pie en una caseta telefónica llamándote a medianoche, y me parece que las luces de Coatza brillan más que otras noches! ¿Son todas las noches tan luminosas aquí? Y sí, estoy drogado, legalmente drogado por si alguien está escuchando esta conversación. Breve silencio. Luego, la sirena de un barco entrando al río. —Oye Lalo, no tengo ganas de hablar con nadie ahora, no me siento bien. —Bueno— me dijo. —Entonces te voy a cantar algo. Y comenzó a tararear unas estrofas de When the music is over de los Doors. Esperé a que se callara: —¿Por qué no regresas a tu casa e intentas escribir

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Narrativa un cuento que inicie con ésta conversación? — me apresuré a decir. —No sé si pueda, antes de salir me tomé una de esas pastillas que me ponen todo raro y siento que la ciudad pues… me está dando en la madre. —¿Eso lo escribiste hoy? —No, se me acaba de ocurrir. Pero en serio, a veces pienso, que si estuviera en otro sitio, las cosas pues… irían mejor. Aquí todo se me está complicando. Y esas voces… arghh, esas malditas voces. —¿Qué pasó con tu plan de regresar a Juchitán? —Todo iba bien hasta que se fue al carajo. Lo que pasa es que dudo, siempre estoy dudando. A Lalo lo conocía desde hace más o menos un año y hablábamos regularmente. Las charlas más largas las teníamos por Internet o por teléfono. Cuando nos veíamos en persona nos limitábamos a decir dos o tres cosas, nada trascendente. Lalo estaba saliendo de una racha de mala suerte que incluía pasar unos meses en la cárcel por escribir un grafiti anarquista en el malecón. Y ahora estaba ahí al teléfono, gritando. —¿Escuchaste todo lo que te dije? — chilló en la bocina y masculló algo que no comprendí. —Claro que te escuché. A mí también me asedian las dudas. —No, no has escuchado nada de lo que te dije. Siempre haces lo mismo, finges escuchar a las personas. Eres un farsante. —Te dije que yo también tengo dudas. Vivo en la confusión permanente.

rando a nadie, me estaban siguiendo. Uno de ellos se me acercó mucho que hasta pude sentir su aliento apestoso. Entonces pagué y salí de ahí lo más rápido que pude tratando de verme tranquilo aunque estaba cagándome de los pinches nervios. Caminé rápido, mirando de vez en cuando hacía atrás para checar que no me siguieran. Cuando estaba por doblar la esquina, vi las luces de la camioneta y me eché a correr. Y bueno, llegué aquí para hablarte. Y te hablé a ti porque no tengo otro amigo en la ciudad. ¿Y tú no puedes al menos escucharme? —Es que acabo de tener un ataque de pánico— le dije. —¿Qué pendejadas me estás diciendo? —Nada, sólo que no he estado bien últimamente. —¿Escuchas voces? —No, pero toda esta situación, no poder terminar el libro, los problemas con Aurora... Se escucharon cuatro detonaciones consecutivas de un arma. Y después no se escuchó nada, ni un auto, ni un mosquito, ni siquiera la respiración de Lalo al otro lado del teléfono. —Oye, dicen que el país está mal, que hay una guerra. ¿Eso es cierto, realmente está pasando? No sé, yo no me siento así, siento que no pasa nada. Cuando dijo eso me di cuenta que nuestra conversación había terminado. —Oye Lalo, si estás seguro de que ya nadie te sigue ve directo a tu casa a dormir. Yo también haré lo mismo. —Bueno pues— me dijo. Y colgamos al mismo tiempo. ::.

... —¡Qué pendejadas estás diciendo! Te hablo a mitad de la noche porque no tengo a nadie más a quien llamar. No puedo hablarle a Lulú a su trabajo, si le cuento estas cosas se preocupa mucho y su jefa la regaña. —¿Contarle qué? —¡Con una chingada, no escuchaste nada de lo que te dije? De nuevo, una pausa. —Te dije que vine para hablar contigo después de ir a comprar cigarros. Estaba formado en la fila para pagar unos Marlboro y un cartón de leche, cuando vi que se estacionó una Lobo negra de donde bajaron cuatro güeyes. Primero hacían como que esperaban a alguien recargados en la camioneta. Ya me tocaba pagar cuando entraron como si fueran a comprar algo. Ahí fue donde me di cuenta. No estaban espe-

Dekósimo es H.A. Robles. Narra, pinta, raya y organiza cineclubs. http://dekosimo.blogspot.com/ FB: dekosimo.dekosimo

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Narrativa

arteficio

Foto: Alejandro Merino

El Club de los Absurdos Ian García —Es una lástima que el Castor no nos haya acompañado hoy, Coppola. —¡Coño, tío!, no le puedes culpar por no venir. Ayer se han cumplido quince años de la muerte de Lucía. —¿Quién putas es Lucía? En la mesa treinta del Vips Echegaray nos arremolinábamos como un vendaval el Club de los Miserables, o debería decir, el Club de los Absurdos, de los Abstractos. Óscar Coppola, filósofo de profesión y periodista residente de Naucalpan, Estado de México; en ocasiones Guanajuato, en ocasiones Irlanda, Barcelona, Madrid; lector contumaz, abreviador de Pessoa, y esto quién sabe qué signifique, y jugador profesional de póquer desde dos mil cinco. Así se le podía encontrar en Facebook y en Twitter. Cuando Twitter era respetable. O lícitamente respetable, si se quiere. Porque nada más comenzado el detrimento del contenido, es decir, cuando los ignorantes estudiantes de Comunicación comenzamos nuestra diatriba políticamente correcta, según el propio Óscar, Coppola

renunció de forma vehemente a seguirnos el juego. “Jodidos alienados”, decía, y callaba a todo el que intentara interrumpir sus reflexiones. No se le puede culpar. Éramos, decía yo, Óscar, Fernando (chiapaneco exiliado, si es que se puede ser un exiliado de Chiapas, y del que no vale de nada decir lo que sea), y Arturo López. Arturo es —¿era?— un español venido a México durante la guerra terrorista del ETA y Cataluña. O del ETA y la Francia. O de la Francia y España. Mejor será no ahondar en estas nimiedades prolijas y hacer como que no se dijo nada. Arturo es español. Baste, pues. Óscar tenía un acento catalán porque vivió diez años en Barcelona, porque encomia a Joaquín Sabina y porque es un pretencioso de mierda. Ahí estábamos: viernes diecinueve de septiembre de dos mil catorce, Vips veinticuatro horas de Echegaray, Naucalpan, Estado de México. —Lucía era la hija del Castor— dijo Óscar. Silencio. —¿Quién era la madre? El Castor no necesita presentación. Algunos lo 64


Narrativa llamaban el Nicanor Parra de la posguerra, o Bolaño, pero más mexicano. Yo lo imaginaba como Enrique Lihn. Quizá como un nieto perdido de Gabriela Mistral, el hijo desaparecido de Violeta Parra. De Neruda: nada. —Hace algunos años que no contamos esa historia acá— comenzó Óscar, como quien oficiara una misa, una misa negra. —Al Castor no le va a agradar en nada, pero se las voy a contar nada más porque ustedes no lo conocen ni él a ustedes. Era cierto, no le conocíamos de nada. Ese día, quiero decir, esa noche, era nuestra presentación oficial. Óscar y El Castor eran los más grandes del grupo. Se podría decir que los más viejos del Club de los Absurdos; los abuelos, los maestros, los gurús. En una palabra, los fundadores. En el dos mil catorce, año en que sucedía esta historia, el primero rozaba los sesenta y el segundo los sesenta y dos. —El Castor se exilió de Chile cuando el golpe de Allende— comenzó Óscar. —¡Demontre!, Nixon no se tiene por qué mencionar en una historia de amor, siempre lo he dicho, pero el hijo de puta financió a Pinochet en esa estratagema, ¿sí lo sabían? A Óscar le gustaba decir ese tipo de cosas cuando contaba historias. Digamos, exclamaciones españolas (un español de Cataluña insufrible y totalmente fuera de lugar: una mezcla entre su mexicano chilango y derrapado y la exquisitez): diantres, cáspita, coño, diablo, demonio, etc. —Sí lo sabemos— dijimos todos al unísono, aunque más de uno no tenía ni idea de lo que quería decir Óscar. —¡Repámpanos!, el Castor estuvo ahí, él me lo contó todo. Se rumoraba que el hijo de puta de Pinochet incluso quiso contratar a Pablo Neruda para dirigir un pasquín asqueroso sobre los ideales del nuevo régimen. ¿O era Pablo de Rokha? Como sea, es ineluctable decir que Pinochet era un estratega en todos los sentidos; un estratega férreo y artístico, ya entrados en el tema. Yo conocí al Castor en marzo de mil nueve setenta y cinco. Por entonces, él salía con la periodista Rita Moore, y los tres asistíamos al deplorable taller de poesía de Juan Varela en la Escuela Nacional de Estudios Superiores de Acatlán… Fuimos la primer generación de Filosofía. —Ya déjate de pendejadas, Óscar— dijo Fernando, enfurecido y al borde de la rabieta más inservible de su vida. Todos sabíamos que los arres de catalán de Óscar no le dejaban contar una historia sin comenzar a hacer literatura al aire. —¿Qué putas quieres decir, Toledo?— el apellido de 65

Fernando es (¿era?) Toledo. —Que no le pongas tanta crema a tus tacos, maestro. —Yo le pongo toda la crema que me salga de los cojones— fascinante selección de palabras. —Y les decía… Una ráfaga de viento entró por el alféizar de la ventana justo al lado de Óscar y le tiró los lentes en medio de su disertación. —¡Coño y recoño! Les decía, yo conocí al Castor en los setenta, asistimos más de cinco años a talleres por toda la ciudad. He olvidado la de porquerías que debimos escribir, así como el trance que era nuestra vida en esos años. Lo que no he olvidado, nunca olvidaré, es que él y Rita eran una pareja unida hasta la médula. Él le escribía poemas que hablaban de nubes llenas de astronautas; que se perdían, a su vez, en universos atómicos y descubrían, así sin más, la verdad del amor detrás de los secretos cuánticos. Los argonautas diminutos, la obra cumbre del Castor, es un homenaje o una semblanza, o una suerte de lápida, a los años en que estuvo con Rita. «¿Leíamos? Claro que leíamos. Cagondiós, no leíamos, nos bebíamos la literatura como una jarra de cerveza alemana, sólo para después bebernos una verdadera jarra de cerveza en Bucareli o en Donceles o en el Toreo, que era donde vivíamos los tres. Elucidábamos toda la noche, en reuniones en cualquiera de nuestras casas, las obras de todos los poetas que se puedan imaginar. Y lo de imaginar no es un recurso soso, porque el Castor se pasaba horas imaginando las vidas de los integrantes de todas las vanguardias del mundo. Su memoria era la de un titán griego en busca de una eterna venganza. Sólo que en México no había ni dioses griegos ni venganzas; era algo más parecido a una búsqueda insomne del gran poema, del gran poeta. Por años no hicimos más que eso: leer y discutir y buscar. Buscar en los resquicios del alma la eterna poesía, elucubrar en los nubarrones de la psique sobre la idea fundamental de la vida. «Y el Castor y Rita, chicos. El castor y Rita Moore. Un vendaval de jodida ternura, un tornado en el que giraban sus mentes y sus almas, permítaseme la figura, hacia ninguna parte. Y no necesitábamos ir a ninguna parte. Todo estaba en los libros. El Todo, muchachos. No les hablo ya de la pura literatura, nuestro andar era un andar en el estricto sentido: epistemológico, ontológico, si acaso, que terminaba por descender a los límites empíricos de las palabras. Al espacio entre las palabras, al limitadísimo vacío entre una letra y otra. Horadábamos la poesía, la llenábamos de ausencia. Y no me inquieran sobre la naturaleza de lo que les digo


Narrativa

arteficio porque me van a obligar a soltarles una bofetada en seco. ¡Diantres! Durante una eternidad nadie dijo nada. O al menos nada que valiera la pena oír, porque aquello comenzaba a tener visos de inframundo. El comedor amplio del Vips Echegaray se resquebrajaba y de entre los azulejos y las mesas se erigían pirámides aztecas y vestigios egipcios. Una vorágine de imágenes sucedidas por el palpitar raudo de nuestros corazones al acecho, lo recuerdo. Óscar dio un trago a su café y se apresuró a sacar un celular de la gabardina. —Ya continúo— dijo. —Voy a llamar al Castor. No sea que llegue y yo me quede a la mitad de esto. Ahora que lo escribo, nunca supe a qué se refería con esto, específicamente. “¿A la mitad de qué?”, pensaba. ¿Es que acaso había algo entero que se partía por la mitad en esa habitación? Y, lo que es más, ¿el Castor iría esa noche? —No contesta, puto Castor, estará viendo porno el muy sinvergüenza, ji, ji— risas comunes. —Bueno, bueno, Coppola, continúa, si eres tan amable— dijo Arturo con su acento español que ya me tenía harto, y a la vera de su rostro desencajado y las manos temblorosas que le acercaban la taza de café a los labios. Óscar me miraba y miraba a Arturo, luego a Fernando y luego otra vez a Arturo. —¡Venga ya, hombre!, no es para que te pongas en plan misterioso. Ponte a decir verdades como templos de una puta… —Estoy ansioso, es todo— prorrumpió. —Es una noche lóbrega y parece que, en un escenario como este, todo, o cualquier cosa, pudiera suceder. Y, en efecto, tras estas palabras, volteamos de soslayo a la ventana y descubrimos una noche que, de no ser por el reloj a nuestras espaldas, podríamos tomar por un mediodía o incluso por un amanecer. —Fue en el ochenta cuando el Castor y Rita se separaron. Los pormenores los he olvidado o prefiero no recordarlos o son demasiado tristes para detallarlos… En cualquier caso, hubo, como siempre, gritos, lágrimas clandestinas. También hubo golpes y, ya entrados, quizá hubo uno que otro beso. Uno que otro abrazo. Ya se sabe que estas cosas del amor son indescifrables. En una palabra, aquello fue un ocasofúnebre… —Han sido dos palabras— solté yo, por primera vez en toda la noche. —Miren quién habla. ¿Tú me vas a venir a decir a mí lo que es una palabra o lo que son dos palabras? ¡Arrea! Con dos huevos, si yo digo que ocasofúnebre

es una palabra, es una palabra y se acabó. En cualquier caso, fui yo el que estuvo ahí, ¿no? Es verdad, he olvidado todo, o casi todo, pero ya les digo yo que ese suceso fue peor que un apocalipsis. Claro que esto no es más que una licencia, porque yo jamás he visto un apocalipsis; pero, ¡pardiez!, ¿quién puede jactarse de haber visto alguna vez un apocalipsis? —Muy pocos— dije yo. —Muy pocos, es verdad, García. Por no decir nadie… ¿Y qué me dices tú, López? ¿Crees que esta licencia fue algo muy arriesgado en medio de mi monólogo-relato? Quiero decir: aquello del apocalipsis en el ocaso fúnebre. —Digo que continúes la puta historia. Siempre tienes que perderte en devaneos sin sentido…— reviró López. —¿Saben qué estoy recordado? ¡Anda, y hasta ahora! El Castor me dijo que vendría hoy. Y no especificó hora alguna, pero… Un mesero del restaurante rellenó nuestras tazas de café sanguinolento, sólo comparable este al que se sirve en un Vips a media noche, y enjugó el mantel sobre el que Óscar Coppola había derramado su bebida en un azote de enjundia producido por la exaltación de la plática. —Pero el Castor no llega nunca pasadas las doce— dijo Coppola, con su taza de café de psiquiátrico en la mano, levantada, mientras, debajo, en su mesa, le pasaban un trapo viejo a la altura de la panza-, ¿qué hora es, García? —La una menos quince— dije yo. —Conque doce cuarentaicinco, ¿no? Joder, será mejor llamarlo de nueva cuenta. —¡Una mierda, Coppola!, eres un pesado, un retardado. Primero termina la historia, ¿quieres?— profirió Arturo. Parecía un psicótico escapado de un manicomio. Sudaba a mares y la volición emanaba por sus poros como un ansia contenida hace años. No es que yo pudiera, ahora o entonces, observar este tipo de detalles tan puntuales; pero recuerdo con precisión los brazos temblorosos, los hombros contraídos, el hálito acuoso en la frente y el cuello, la luciferina voz, el aliento acompasado… En suma, la locura. Fernando, por su parte, miraba a lontananza y parecía dubitativo cavilando las posibilidades de la avenida Gustavo Baz. —“El número Telcel que usted marcó no está disponible o se encuentra fuera del área de servicio. Le sugerimos llamar más tarde”…

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Narrativa —Coño…, bueno… —El Castor volvió a Chile, Rita volvió a Los Ángeles. Yo me afligí y dediqué mi justa atención a las clases y las lecturas. Leí las obras completas de Borges y luego la poesía reunida de Baudelaire, también releí a Rimbaud y a Verlaine. Sobre todo, leí a Rimbaud. Recuerdo que acompañé al Castor al aeropuerto el día en que regresaba a Santiago. Él me miró sobre el hombro, en la puertecilla del avión, y recitó un poema de Fernando Pessoa. Quiero decir, eso fue lo que creí que hizo, aunque igualmente pudo haber sido algo de Pound, incluso de Joyce, Eliot o, puestos a adivinar, quizá algún verso del grandioso Darío: ¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza / para empezar, valiente, la divina pelea? Pero lo más probable es que no dijera nada y su mirada nostálgica y morriña no fuera más que un hasta luego desidioso. «Rita voló un mes después. Me enteré por un amigo que, con verecundia y estrépito, llegó a mi nuevo departamento en Revolución, un domingo de agosto, y me dijo: ‘Moore nos dejó’. Y yo supe que ese era el verdadero fin. Otoño, ominoso desde su comienzo, iba a ser no más que una mala pesadilla al compás del abandono. El único abandono real, muchachos, el de los amigos…

Esta vez, la atmósfera del recinto pareció reconstruirse pieza a pieza desde las ruinas, y elevarse o flotar, ambas sensaciones en un sentido puramente religioso, hacia la oscuridad del propio otoño en el que nos estábamos adentrando. Algo como una ascensión, pero en su acepción estética. —Caramba, Coppola— dijo Arturo con el pecho oprimido. —¿Y qué sucedió después? Quiero decir, no me malinterpretes, ¿qué hecho sucedió al otoño del ochenta? —El año nuevo del ochenta y uno yo no lo soporté un instante más y me largué. Estuve viajando, ya lo saben porque se los he contado; viajé a España, estuve en Madrid, Girona, Blanes, Barcelona; trabajé como corresponsal del Universal en Tel Aviv, viajé por África y oriente, conocí sus sendas capitales: India y Sudáfrica. Mi andar fue una larga y trepidante odisea, el destino latinoamericano de los exiliados de las dictaduras. Aunque yo no era un exiliado, ni viví ninguna dictadura. Hasta donde sé. Era un exiliado de mí mismo. Un país extra, con altas y bajas en su economía y, por encima de todo, su acervo cultural. —¿Seguiste leyendo? — interrumpió Fernando, tuteando a Óscar como si le conociera de toda la vida. Foto: Alejandro Merino

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Narrativa

arteficio Pero Óscar pareció no escuchar, o aislarse de todo cuanto le rodeaba, mecido en el dulce arrullo de la memoria: fiambre desmadejado que se cernía sobre su cuerpo, hasta sobre sus anhelos y sus ansias y todo lo que pudiera crear un lazo entre su mente y el mundo. —Te has puesto melancólico y tierno por unos momentos, ¿no, Coppola? — apuntó Arturo socarronamente. —No dejes que el pasado perturbe tu decaimiento natural y tu ilusión estrepitosa, amigo, ¡venga ya! —Nada de eso, ¡diablo! Un poco de miel e hidalguía de vez en cuando no le viene mal a nadie. Así pues, distinguidos caballeros del Club de los Abstractos, pasó la década de los ochenta y parte de los noventa. El Castor publicó Aullido de ángel y la novela ya citada Los argonautas diminutos. Yo le mandé manuscritos de mis cuentos y mis poemas inéditos y él no pudo más que rasgarlos, cagarse en mis muertos y olvidarlos por el bien de la humanidad. Ni bien hubiera yo publicado La caída, antología poética homónima de la novela de Camus, mucho más grande aquella que ésta, regresé a México en el noventa y uno para ver a Nicanor en Guadalajara y escuchar, chicos, oigan bien, el más grande discurso de aceptación de un premio que jamás se haya escrito. Antes del nobel de Wislawa Szymborska, claro está. —A ver, Óscar— interrumpí, a la zaga de una idea volátil arrojada al viento que se les escapaba a todos. —¿Acabas de superponer, literariamente, tu antología de poemas sobre la magna novela de Camus? —Es correcto, García, se le llama parricidio y sería bueno que lo practicaras algún día. No hoy, pero algún día… Ahora, decía, regresé a México y regresé a la Facultad; continué mis clases y mantuve un perfil muy bajo. Me titulé de la maestría que dejé inconclusa cuando alcé el vuelo y así, como se prende y se apaga una luz en julio, llegó enero del noventa y cuatro. Tú todavía no nacías, García; Arturo tenía diez años y Fernando apenas seis, acaso los suficientes para recordar el levantamiento. —¿Quién levantó qué cosa?— dije yo, aunque tuve la corazonada de estar diciendo una estupidez o, como mínimo, una insensatez. Por suerte, Coppola estaba demasiado entretenido o distraído y no dio seña de percibir nada. Cuando lo escribo, pienso que tal vez me ignoró para no verse obligado a tildarme de ignorante o antipatriota, con ese ahínco que le endulzaba el carácter. -Llegó el dos mil y el Castor publicó tres novelas más: Cielo perdido en la mañana, El gaucho con

rostro de lluvia y Nube viajera; esta última dedicada a Vicente Fernández y de la que después su hijo, el hijo del cantante, el mayate Fernández, extraería el hermoso juego de palabras para intitular una canción suya. Los tres portentosos mamotretos relacionábanse de forma maravillosa con la grandeza del arriba. Yo trabajaba en mi segundo libro de poesía y gozaba de buena salud, igual que ahora. Hay quien dice que no es bueno decir esto de uno mismo, pero a mí ese tipo de supersticiones paletas me la sudan. Bueno, venga ya, que esto semeja una clase de literatura de nivel medio y yo adonde iba era al agosto de dos mil uno. «El Castor me envió un mail (¡ah, las riquezas de la tecnología!) en el que me contaba que Rita Jáuregui se había contactado con él. “¡Anda!, y se queda tan ancha!”, recuerdo haber escrito en mi responsiva. “¡Después de abandonarnos durante tantos años!”, estuve a punto de escribir. Pero no. Lo que redacté fue: “¿Qué te dijo?”, amablemente, parcamente. Y él va y me dice: “Que tengo una hija”. Todo el Vips Echegaray pareció reducirse a un silencio llano. Como si todos -meseros, garroteros, comensales, cocineros y gerente- estuvieran al tanto de la historia. Y no es de suponer que así fuera verdaderamente. La impresión fue tal, que me dieron ganas de vomitar sin venir a cuento de nada. ¡Una hija! Quise salir corriendo y desnudarme en medio de Gustavo Baz, gritar, berrear puerilmente o, tal vez, si la situación poseía las condiciones, darme un tiro justo en la sien. Ahí. Entrar al baño, sacar mi Colt 45 del fajo y cortar cartucho, mirarme en el espejo y acabar de una vez con aquel vituperio inenarrable. Sin embargo, lo único que hice fue saltar removido y mirar por la ventana como un imbécil. Por supuesto que no llevo conmigo ninguna Colt 45 y jamás me desnudaría en medio de una avenida. Pero eso fue lo que me pasó por la cabeza mientras un organillero desvelado tocaba su máquina en el semáforo y un conserje hacendoso me pasaba por los pies una escoba sucia y vieja. No sé bien cuánto tiempo permanecí en ese estado de acuidad, si es que ese puede ser un estado del alma, aunque yo me inclino a pensar que sí; y era como estar extático en un orgasmo de treinta o cuarenta minutos. A mi alrededor hablaban Óscar y Fernando, Arturo escupía su verborrea habitual, pero yo no escuchaba más que mi corazón agolpado y unos como gritos que provenían de mi pecho, un disparo y un caer de sangre en las baldosas de algún baño. —Le escribió que quería verlo, por supuesto, cono68


Narrativa cerlo- reviró, de pronto, Coppola. —¿Ana?- dijo Arturo. —¡Coño!, ¿quién más? Claro que Ana, su hija. —¿Y qué hizo él— dije yo, tropezando cada palabra y envuelto en un aura de sudor acuoso y blanquecino. —Joder, García, has vuelto. ¿Pues qué otra cosa se te ocurre que iba a hacer! — me respondió Óscar. —Le envió un boleto de avión para Santiago, por supuesto. Ana se apeó en él a las cuatro con treinta y cinco de aquel dieciocho de septiembre del dos mil uno y… Silencio. Arturo, Fernando y yo nos miramos contritos. Alguien cantaba al fondo una melodía vieja, vernácula; intuímos una tragedia en la cadencia de las palabras. No hablamos. Ni siquiera Arturo interrumpió el alambicado discurso para burlarse estúpidamente de la solemnidad de Coppola. Óscar lucía aturdido, el cabello se le enredaba en la frente y le caían rulos sudorosos en las sienes. —Ana Lucía… murió ese mismo dieciocho de septiembre en la cordillera de los Andes… Más silencio. —Su avión se desplomó como un alud que descendiera profuso por la ladera de un volcán… Entonces, el Castor, es decir…, sí, Castor y yo nos quedamos verdaderamente solos en el mundo… Esta ocasión me mantuve impertérrito. Pude mirar cómo la expresión del rostro de Arturo y Fernando se llenaba de un asombro copioso y triste, al mismo tiempo, y cada uno se reclinaba sobre su silla y decía ¡oh!, y ¡ah!, y se perdían en sus abstracciones. ¡Ah, una hija encontrada y perdida!, pensaba. Coppola me miraba fijamente, atroz, y yo le demostraba que sus reflexiones en volandas y atrabiliarias en altas horas de la mañana no me demoraban en lo más mínimo. Quiero decir, nada me iba a inocular de más impresión. Estaba otrora resueltamente impresionado, extático (he dicho). ¡Una hija! A tal grado, que ni la hecatombe más sacra de la humanidad podría haberme perturbado. ¡Hija! En esas estábamos cuando, súbitamente, sonó un celular. Un gemido de terror subió por mi garganta, en un acto reflejo, y murió antes de que pudiera acaso sentirse enteramente. Sin embargo, el miedo lo sentía ya en la carne, debajo de la piel, en los huesos lacerados. Óscar metió su mano en el bolsillo interior del sobretodo y, ante las miradas atónitas del Club, sacó su Nokia y atendió con parsimonia, lívido. Observé cada palabra, lo recuerdo, alternativamente un sí o un no, y cada sí y cada no era como un recular en sus modos. El miedo me alcanzaba la sangre. 69

El maestro colgó de un tajo, se miró los zapatos, cogió aire fue entonces que profirió: —Cedió… —¿Qué dice, Coppola? — espeté. —El Castor…— un frío inhóspito caldeó la habitación y un irremediable halo azul heló los rincones más alejados del restaurante, lo recuerdo. —Se suicidó… No sabía nada, nunca había sabido nada. Nunca sabría nada acerca de nada. —¿Pero… qué me cuenta, Coppola?— formulé. —Ha sido esta noche. Hace unas horas— resolvió Óscar. Y ¡vaya frío! —Sin saberlo… estábamos aquí hablando de la vida de un muerto. Miré la tez diurna de Coppola y los ojos enloquecidos de Arturo y Fernando y supe, de improviso y mientras se escurría una luz rosa y naranja por la ventana amanecida, que —a partir de ese instante— ya no habría para mí, es decir, para nosotros, el Club de los Absurdos, más literatura, ni más sueños, ni más vida. —Joder— zanjó Óscar Coppola. Y bebió de su taza el café derramado. —Se las ha apañado para hacernos pasar un último mal trago… ::.


Narrativa

arteficio

José Clemente Orozco

Patología social Nestor López

E

n este mundo moderno, donde la información viaja a velocidades tan rápidas como la luz y la tecnología ha alcanzado un desarrollo capaz de permitir la exploración de otros planetas, es donde se desarrolla esta historia. Dos hermanas han visto por primera vez la luz. Tan solo han transcurrido unos pocos días desde su nacimiento. Dos hermosas bebés que lamentablemente han quedado huérfanas y han sido puestas en adopción al cuidado y resguardo de una familia que ha jurado protegerlas y brindarles una vida llena de amor. La familia se encuentra conformada originalmente por los padres y un primogénito. Ahora se suman las dos pequeñas bebés que con sus risas han llenado de alegría al nuevo hogar —siempre en donde hay infantes es inevitable contagiarse de su alborozo—. Los días han ido transcurriendo colmados por el encanto de las nuevas integrantes entre llantos y balbuceos. Sin duda

han sido excelentes e inolvidables días. Los primeros años pasaron rápido, tan efímeros como el tránsito de la luna en el firmamento. Lamentablemente, la familia cayó en desgracia, y la desdicha tuvo un papel protagónico. Una enfermedad apagó la vida de la madre. Fue una muerte súbita pero no por eso menos agónica. Los años grises continuaron su andar y el tiempo se esfumó en la melancolía, tan de prisa como las propias hojas del cerezo caen al suelo. Pero la desgracia aun no cejaba por completo y el padre con problemas económicos echó mano de su hijo para proveer el sustento y poder salir adelante. El muchacho, convertido en un adolescente, tenía que ayudar a la manutención de la familia y así lo hizo, tal como se esperaba. Sin muchas oportunidades, el muchacho se alistó en el ejército y se avocó por completo a la instrucción militar. Él es ahora un soldado raso pero quiere llegar a capitán. Así lo comenta a sus conocidos 70


Narrativa y se ve en sus ojos un destello como el fuego. Las niñas son ahora unas hermosas jóvenes, en la flor de la vida, con una belleza imponente que deja sin aliento incluso al más indiferente. Pero los problemas económicos continúan, a pesar del esfuerzo. Las carencias han seguido el curso de la vida, a veces es violento, y se exacerban las necesidades diarias a las que se tienen que enfrentar, como la realidad criminal que domina la ciudad. El peligro ronda por doquier, pero existen momentos reconfortantes que permiten continuar la rutina. Al verse por las noches reunidos al interior de la frágil seguridad de su morada obtienen la fuerza para permitirse continuar un día más. Esos momentos son una bocanada de aire fresco que aviva sus corazones. La “familia” es una base, un pilar social que puede dar el temple para continuar viviendo en situaciones adversas. Es el motor que permite soportar y seguir adelante. Y así pasaron algunas primaveras más. Las reuniones familiares nocturnas que daban el combustible continúan pero poco a poco se han desvanecido. Han perdido parte de su esencia. No puedo precisar qué, pero algo es diferente. El hermano se nota más distante y retraído. Al parecer su formación como militar lo ha cambiado. El fulgor de sus ojos ha ido esfumándose, convirtiéndose en un infinito abismo. Es lo que transmite su mirada. El tic tac interminable del reloj no puede detener su marcha y continúa caminando sin detenerse ni un solo instante. Los cabellos del padre muestran algunos cambios de color y el físico ya no es el mismo de antaño. Las hermanas y el padre son inseparables y viven felizmente, mientras el hermano tiene visitas esporádicas, cada vez menos frecuentes. Un día, las jóvenes salieron a pasear por el centro de la ciudad al lado de su padre. Hicieron algunas compras, comieron y emprendieron la marcha de regreso a casa. Durante el camino dos sujetos salieron al paso, tomaron a las jóvenes por la espalda y una camioneta se detuvo frente a ellas. El sonido de un cañón y su sórdido estruendo se hizo sentir por las callejuelas. El tiempo se detuvo para siempre en las pupilas del padre. En la confusión, los sujetos sorprendidos por el sonido del arma aflojaron los músculos y las jóvenes —atrapadas en un instante distorsionado por la adrenalina y aumentado por el instinto de supervivencia— lograron escabullirse y salir huyendo. Doblan a la derecha y posteriormente a la izquierda, corren en línea recta, buscan ayuda y al paso del escape pierden a sus persecutores. Ahí a lo lejos, como cuando un sediento encuentra el oasis, observan un módulo de

policía. Corren lo más rápido que sus cansadas piernas les permiten. La adrenalina se ha esfumado y ahora sienten cómo su paso se vuelve cada vez más lento. Sus gritos de auxilio les roban el aliento y sienten cómo se sofocan, el aire no alcanza, tan cerca y a la vez tan lejos, sólo un poco más. La gente presencia este acto vulgar, pero sólo son espectadores. Como si de una obra que únicamente pudiesen observar y nunca intervenir, se tratase. Parecen no existir y simplemente ignoran a conciencia lo que está sucediendo, siguen con su caminar sin importarles nada más, alguna mirada de reojo por morbo pero ningún otro gesto. Incluso se presentan como el mejor protagonista colectivo para un cuento de Poe, seres que simplemente observan, que se encuentran inertes, inanimados, suprimidos de la capacidad de actuar. ¿Acaso son humanos? ¿O sólo son observadores de tragedia? ¿Están contentos con esta realidad? ¿Se han acostumbrado? ¿Y si fueran ellos? Mientras estas preguntas desbordan la mente de las jóvenes, lo que parecía imposible fue alcanzado. Estaban ahí, frente al módulo de policía. Lo habían logrado, sienten alivio. Están a salvo y sin recuperar el aliento explican la situación al oficial. Con voz amable el policía responde y les asegura que todo estará bien, que las ayudará, que él se encargará del resto. De pronto, todo se nubla y el mundo queda en silencio. Todo ha desaparecido en la oscuridad. Al recobrar el conocimiento solo existe confusión. No saben qué pasó. Al buscarse mutuamente se dan cuenta que han sido separadas. Están en cuartos individuales y la primera está maniatada y vendada de ojos, mientras la segunda se encuentra encadenada, amordazada. Han perdido la noción del tiempo. Sólo algo es persistente y es un dolor punzante. Al tratar de recordar lo sucedido sólo viene a su mente el sonido del arma de fuego. La tristeza escurre en las paredes y la desdicha se respira, penetrando, desgarrando el corazón de las jóvenes. El ruido de la puerta al abrirse, rompe y desvanece la atmósfera. La duda asalta la estructura de la mente y de pronto, como si no fuera suficiente, comienza el ultraje, la violencia, cada una escucha los gritos de la otra y saben que en el mismo instante están sufriendo la misma atrocidad, el intento de resistencia, la súplica, los golpes que se dejan sentir. Se preguntan si no es posible hacer nada. La complejidad de la mente al derrumbarse es la cara más nefasta de la desgracia. Al término de los hechos, la rabia se respira por doquier y de las paredes escurre sed de venganza. Es un reflejo auspiciado por el instinto y un arrebato de valentía, o quizá de locura. La joven vendada trata de defenderse 71


arteficio de su agresor, quiere acabar con él. Entonces escucha cómo su captor abandona la habitación, no sin antes golpearla de vuelta. Siente el dolor de un puño derribándola, el aire se ausenta, siente la asfixia y trata de respirar, siente dolor y la desgracia abunda. El llanto baña sus ojos, un rio de rabia, confusión y pena emerge hasta inundar la habitación. En el pasillo se oyen insultos y quejas. Se escuchan dos voces y cual gélido punzón de metal que penetra y desgarra la carne, siente un dolor que la recorre y le hiela hasta la medula. Todo pensamiento colapsa y muestra la cruel realidad como si fuera el telón que revela a los actores en el escenario. Cual macabra obra, reconocen la voz amable del oficial que les prometió ayuda, y al fondo, una voz fuerte, vigorosa, dando órdenes. Es fácil deducir que esa voz —familiar y tétrica— pertenece al jefe. Pero la realidad avanza y no se detiene. Con lúgubre mueca se revela la verdad. Sí, así es, aquella es la voz de su hermano, el que da órdenes, el mismo a quien conocieron desde pequeñas, es aquel que, al igual que el oficial, prometió cuidarlas, ayudarlas, protegerlas. ¿Acaso no existe compasión? Promesas rotas de quienes ahora están ahí, violentándolas, abusándolas y destruyéndolas. ¿Cómo es que llegamos a esto? ¿En qué momento sucedió? Son preguntas sin respuesta. Ellos, quienes debían velar por su bienestar, traicionaron su integridad para luego ingresar en aquellas cuatro paredes con el único fin de lastimarlas, olvidándose de todo y entregándose al hecho atroz de simplemente violarlas. Esta historia no es algo extraño en la actualidad. No sucede lejos de donde tú te encuentras. Puede suceder en mi pueblo, puede suceder en tu ciudad. De hecho, pasa a diario en un lugar que tú conoces. ¡Claro que lo conoces! Es un lugar cuyo nombre significa “en el ombligo de la Luna”. Ese lugar es México. Y ahora te presento a los protagonistas de este irónico relato, que no se aleja en sentido estricto de nuestra realidad. El nombre del padre es Democracia. Los secuaces son Corrupción e Impunidad. La patología social es la Indiferencia, que se convierte en Complicidad. Y el nombre de las hermanas es Justicia y Libertad. ::.

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Fraseo

“El fundamento de todo escritor es contar

una historia; expresado con otras palabras se puede decir que es penetrar en la parte mĂĄs profunda de la conciencia. En cierto

sentido es sumergirse en la oscuridad del corazĂłn". Haruki Murakami


Narrativa

arteficio

Las dos velas Nancy Puga

Y

etro no sabía su paradero ni le interesaba. Habían pasado muchos años desde el incendio. Tenía una pesadilla recurrente. Se encontraba caminando por un sendero hasta que un agotamiento lo cubría de temor: una presencia lo inundaba. Prefería estar en casa, prepararse para el día siguiente. Darse un baño. Todo, menos estar en aquel lugar tenebroso que tanto le aterraba. Todas las veces trató de retroceder, pero una inercia inexplicable lo chupaba hacia la bruma, hasta descubrir un bulto deforme. En ese momento despertaba. Así pasaron varias semanas hasta que otra noche llegó como siempre al mismo sitio. El bulto quería controlar el sueño de Yetro y salir deprisa. —Espera— le dijo una voz espesa. Yetro logró huir despavorido de aquel bulto y despertó en cuestión de segundos. El sudor le escurría hasta el cuello. Se levantó de la cama y a oscuras

se lavó la cara con agua fría. Volvió a dormir, pero no soñó nada. Lo que Yetro no recordaba era que existía el mundo de los sueños y que muy pocos podían interactuar con su ficción, como si fueran sus amigos imaginarios. Yetro creó a Carev y a su hermano Condo desde muy pequeño. Todo fue a partir del día que se quemó la casa de la abuela. Cuando Yetro era apenas un niño, vio cómo las llamas devoraban la casa con su abuela adentro. En ese momento todo le parecía irreal. Años después escuchó que el incendio ocurrió porque la abuela se fue a dormir sin apagar la vela de una ofrenda. —Si la hubiese pagado yo, la abuela estaría viva— se dijo para sí, con mucha culpa. Desde entonces, la idea de apagar velas lo mantenía preocupado. No permitía que se prendiera ninguna en casa. Fue así que a los ocho años Yetro creó la ficción de los dos hermanos de fuego, Carev y Condo, que 74


Narrativa representaban las dos velas que habían provocado el mortal incendio. Yetro interactuó con ellos, pero luego los abandonó por un largo tiempo, debido a que siempre que accedía al mundo de los sueños, no conseguía apagar la casa en llamas de su abuela. Aquello le mortificaba. Era inútil seguir intentando. Yetro se dio cuenta que su hermano mayor, Firo, le tenía envidia por ser el nieto consentido de la abuela. Firo también pudo acceder al mundo de los soñados y le robó a Condo, para transportarlo hasta su propio sueño y nunca más regresárselo. Yetro no se dió cuenta que su hermano real había robado a una de sus ficciones, abandonadas por muchos años. Lo que Yetro no sabía es que los hermanos de fuego que había creado también se tenían envidia, y por eso Carev estaba muy contento de que Condo se hubiera ido con el otro soñador. Los días transcurrieron muy extraños, mientras Yetro trataba de entender qué era aquella figura que a menudo aparecía en su sueño. ¿Qué tenía que ver con él? Decidió ir más allá en el mundo onírico, recorrer el camino más allá del bulto. La siguiente noche, mientras soñaba, antes de terminar en el mismo sendero de siempre, escuchó un lamento, una especie de aullido de lobo que torturaba sus sentidos. Un hombre que parecía de otro tiempo, con aspecto verduzco y ropa sucia, se encontraba sentado en una roca. Dejó al descubierto su rostro duro y macizo al sentir la presencia de Yetro. —Con que regresaste — le dijo molesto. Yetro no supo qué decir, luego de que su interlocutor le hablara con un dejo de confianza, como si se conocieran de toda la vida. —Soy una ficción — le dijo el hombre verduzco. — Tu ficción. Yetro lo escuchaba asombrado. “Tú me creaste cuando tenías ocho años, pero me dejaste atrapado aquí. Más bien, nos dejaste. Soy Carev y mi hermano es Condo” dijo con tono de indignación. “Ahora mi hermano está en problemas. Tienes que ayudarme. Condo está atrapado en los sueños de tu hermano Firo. Tú eres su creador y sólo tú puedes sacarlo de ahí. Tienes que ir hasta una cueva donde se encuentran dos velas encendidas. Una representa a mi hermano, la otra me representa a mí. Debes apagar la de la derecha, ese es mi hermano. ¿Lo entiendes?” Yetro apretó los dientes. Se sintió un poco confundido. No recordaba ninguna ficción de cuando era niño, ni mucho menos haber inventado a ningún hermano de aquel bulto verduzco. Salió del sueño. Se levantó y preparó huevos con tocino. Trató de

mantenerse despierto por algunos días. No quería llegar al mismo sueño perturbador. Sin embargo, más tarde que temprano el cansancio lo venció y se encontró en el mismo sendero, otra vez frente a ese bulto extraño de nombre Carev. —Es irremediable tienes que ayudarme, sólo tú puedes liberarlo. Espera a que me duerma — le dijo Carev. —Dentro de un rato podré soñarte, ya sabes qué hacer. Una vez que apagues la vela derecha lograrás salir de la cueva, yo despertaré, y para entonces mi hermano se encontrará con nosotros, liberado de su encierro en el sueño de Firo. Entonces podrás irte y olvidar para siempre que fuimos tu ficción, si así lo deseas. Ambos esperaron unos minutos sin que nada pasara. Sin darse cuenta, Yetro fue soñado por Carev. Apareció en un lugar de tierra suelta, muy árido. La atmósfera era de un calor seco, insoportable. No lograba distinguir aquel olor con precisión, pero era muy parecido a la ceniza que quedó tras el incendio que marcó su infancia. Yetro estuvo caminando un largo rato hasta encontrarse con la cueva descrita por Carev. Al entrar, en el fondo, encontró las dos velas que el hombre andrajoso de su ficción le había comentado. Sabía que tenía que apagar la vela derecha para poder liberar a Condo de las garras de Firo, el otro soñador, mientras Carev lo soñaba a él. No contaba con que la cueva tenía dos entradas. Perdió el sentido de la orientación y para entonces no sabía cuál vela tomar por derecha y cual por izquierda. Tampoco recordaba que al apagar las velas estaría aniquilando a una de sus creaciones. Yetro, sin darse cuenta que el hombre verduzco lo había engañado y que en realidad quería matar a su hermano Condo, no supo qué decisión tomar. Apagó una vela por inercia. En ese momento todo le pareció muy claro. Ésa era la vela que tenía que haber apagado cuando era niño para que su abuela no muriera. Al apagar la vela, Yetro logró aniquilar a Carev, la ficción que había soñado a su soñador. Yetro nunca más volvió a despertar de su sueño. Desde entonces ha continuado dormido en su cama. Han pasado ya varias semanas que no despierta. Quizá se haya acostumbrado a ese extraño olor a ceniza. ::.

psic.nancypuga@hotmail.com

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Narrativa

arteficio

Rogelio Rodríguez Ángel

Sortilegio Don Güero

L

o primero que pensó Ramón cuando la Maga salió al escenario fue: ¿Neta? ¿Es ella? Aquella mujer sentada entre los demás ponentes no podría ser la famosa “Maga”, la rompecorazones, encantadora de profesores y periodistas, protagonista de incontables amoríos con músicos y pintores, actores de cine y de teatro. No, era imposible. La Maga permanecía inmóvil mientras los demás ponentes hablaban, con la boca fruncida y los ojos enardecidos. Una mueca grotesca en sus labios estriados invocaba la imagen de un troll de las novelas de Tolkien. La exageración de sus rasgos —la boca tensa, la poblada ceja fruncida— era simplemente absurda, como si se empeñase en resaltar cada fisura y cada protuberancia facial. Las luces del escenario exageraron estos rasgos más aún, produciendo una

horripilante obra de claroscuro en relieve. Su pronunciado fleco proyectaba una sombra fúnebre sobre la mitad del rostro, al estilo de la máscara del Fantasma de la ópera. No, no puede ser ella… pensó Ramón. Cuando la Maga sonreía ante algún comentario de otro ponente, revelaba un conjunto de dientes terriblemente chuecos, como si se tratase de una dentadura de broma de las que venden en el Bosque de Chapultepec. Ay, no me digas que ella fue la que inspiró el divorcio de aquel director famoso, la autora del escándalo que salió en primer plano la semana pasada. No jodan. Entonces La Maga comenzó a hablar. Y se transformó. Todos sus rasgos se ablandaron; su rostro cobró una hermosa suavidad. Con una sonrisa bella, resplande76


Narrativa ciente, embriagante, anunció a todos los presentes: Aquí está, chicos: la que va a animar la fiesta. Los labios que, unos segundos atrás, habían formado una grotesca mueca ahora se tornaron jugosos, incitantes, sugerentes. Su cabello —largo, lacio, de un tono negro que contrastaba con su piel clara— enmarcaba su rostro a la perfección. El largo fleco que cubría parte del rostro le prestó un aspecto travieso, juguetón. Los dientes desordenados se habían vuelto un elemento entrañable, una de aquellas pequeñas imperfecciones que afirman la humanidad del sujeto y te aseguran que no es de plástico, que es un ser vivo que piensa y respira. Fue una alteración física tan veloz, tan radical que Ramón pensó: Esto tiene que ser un sueño. Estas transformaciones solamente se dan en las pelis de ciencia ficción. Observó que no era el único que había reparado en esta transformación. En toda la sala de C.U., hombres y mujeres se inclinaron hacia adelante, dirigiendo sonrisas al escenario, deteniendo el aliento. El efecto del glamour de la Maga fue casi universal. La belleza recién adquirida le permitió a Ramón analizar el buen estilo de la Maga. Una estética congruente unía todos los elementos de su aspecto: el peinado, la ropa, hasta sus tatuajes. Iba vestida totalmente de negro, con un pantalón de mezclilla delgado que parecía un legging. Aunque sus botas de cuero, con las agujetas desamarradas, le daban un estilo medio metalero, vestía una playera de tirantes que —si bien mantenía los brazos al descubierto— tenía un escote que dejaba todo a la imaginación. Su ropa indicaba una mezcla de rebeldía y conservadurismo, de grunge y buenos modales, de osadía y misterio. Los diversos tatuajes que cubrían gran parte de sus brazos tenían una consistencia estética que rara vez se observa en las personas muy tatuadas; todos eran de un solo color oscuro, formando un entramado de líneas gruesas sobre su piel. Algo había en la palabra, el verbo, que la había transformado. Al hablar, la Maga dio orden al universo del caos. Dio su ponencia con absoluta seguridad de sí misma. Los movimientos elásticos de su cuerpo esbelto eran los de una guitarrista de rock; su lenguaje corporal afirmaba que era la dueña indiscutible del escenario. Contó un chiste y la audiencia soltó una carcajada colectiva, mientras que la Maga se rió con todo el cuerpo, levantando una pierna en el aire, moviendo el fleco con los dedos de su mano derecha e inclinándose hacia la audiencia. Era parte de su encanto: con sus gestos, convenció a todos los presentes de que era ella la que se reía de un chiste que

cada espectador había contado. El tono aguardentoso de su voz era grave, pero sin rayar en lo masculino. Era la voz de alguien dispuesta a fumar y beber y seguir de fiesta hasta el amanecer. Sin embargo, Ramón notó otro tono: un leve grado de inseguridad, un titubeo, algo que a Ramón le daba ganas de consolarla, pues por un momento sintió que la Maga se estaba aguantando las ganas de soltar el llanto. Era una voz que apelaba a su complejo Mesías, y al mismo tiempo le invitaba a portarse muy mal. De repente, la Maga terminó su intervención y se calló. Al hacerlo, recuperó el mismo aspecto de antes: la mueca absurda, los labios tensos y fruncidos. Se quedó así durante las siguientes dos ponencias. Era otra persona. Ramón se sintió decepcionado. Pero luego llegó el momento de preguntas y respuestas. Al responder a una duda, la Maga recuperó su belleza singular. Y así persistió durante toda la conferencia, transformándose, pasando entre los dos extremos estéticos, entre la sonrisa y la mueca, el encanto y la atrocidad, la bella y la bestia. A Ramón se le ocurrió que podría ser una hechicera de verdad. Pensó en el sortilegio de la bruja de Blancanieves, en Saruman de El señor de los anillos, y luego en la anciana de Aura que se disfrazaba de una bella jovencita. ¿Será, acaso, que la mueca es una pista que delata el verdadero ser de la Maga? ¿Una señal de que la encantadora, la animadora de todas las fiestas, no es más que un mero espejismo? Entonces se le ocurrió otra idea: tal vez su auténtica naturaleza estaba presente en el rostro bello, la risa espléndida que había encantado a todos los espectadores de Ciudad Universitaria aquella noche. De ser así, la belleza no sería un disfraz que la Maga empleaba para ejercer sus hechizos, sino todo lo contrario. La mueca que se dibujaba en su rostro al enmudecer era una especie de maldición —un menosprecio hacia sí misma, un cacho de fragilidad que aún le quedaba de algún pasado remoto, como una cola prensil o el apéndice de nuestros antepasados homínidos— algo que manchaba la perfección de su seguridad encantadora. Y Ramón siguió sin entender cuál de los dos rostros era su aspecto verdadero: la mueca o la sonrisa, la fealdad o la belleza, la luz o las tinieblas. De una cosa estaba seguro: al acabarse la conferencia, pasaría adelante para presentarse a la Maga. Su esposa podría seguir esperándolo en la casa. ::.

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Sam Messer


Fraseo

“Toda la ficción, si es exitosa, apelará a las emociones. La emoción es de lo que trata realmente la ficción”.

George R. R. Martin Ilustración: Juan Pablo Covarrubias


arteficio

Deporte sonámbulo Luisa F. Arellano

D

ormir, ver la tele, tener sexo, beber unos tragos, buscar abrigo en unos cartones y hojas de periódicos, vagabundear, contratar prostitutas, pasarse un alto porque no hay nadie que cruce la calle, atender algunos hambrientos en el puesto de lámina, discutir con borrachos. Son algunas actividades que la gente hace a las dos, tres o cuatro de la mañana. Otros más, van al gimnasio. Hace unos años llegaron a México los gimnasios de 24 horas. Éste, cuyo creativo nombre lo indica, es uno de ellos: Gym24.

Cuando la ciudad se cubre de oscuridad y frío, es el mejor momento que algunos encuentran para entrar a un edificio lleno de brillantes luces artificiales, encargadas de iluminar el espacio, claro, pero también tienen una segunda función: sustituir al sol. Así el cerebro de los nocturnos deportistas asume que es de día y piensa en hacer lagartijas más que en dormir. Simple y eficaz engaño psicológico que sirve tanto en gimnasios como en cuartos de tortura para algunos prisioneros de guerra. Pero hoy no estamos ante un torturado. Aquí el 80


Crónica sufrimiento de cada cuerpo es impuesto por voluntad propia. Tampoco son las tres de la madrugada, son las 7:36 p.m. pero los ruidos de un gimnasio siempre son los mismos: pesas que caen, exhalaciones, tenis que corren y que no van a ningún lado, gemidos que bien podrían pertenecer a un escenario distinto. Las palabras son escasas, pocos escuchan la música electrónica de fondo, la mayoría está conectada a sus audífonos, se concentran en sus hinchados músculos y en maravillarse con su figura reflejada en los innumerables espejos. Nuestra foránea presencia es apenas advertida mientras recorremos, piso por piso, un edificio que hasta hace cinco años era una estética, o al menos eso cree Jorge, el soñoliento y poco atlético recepcionista. Es evidente que los espacios no están pensados para albergar aparatos que posicionan al cuerpo en formas casi pornográficas. Las cosas están amontonadas y en el baño se aprovechó hasta el último milímetro para meter una regadera con calzador. Estar en esos salones de paredes reflejantes es como estar en la casa de los espejos, es necesario poner atención para descubrir las escaleras. Subimos. En el penúltimo piso, hay un niño de oro, lo rodean algunas cuerdas amarradas a cuatro esquinas que improvisan un ring. Tiene el rostro cacarizo y la nariz pequeña, chata, como de boxeador. Está rapado y algunas pelusas de la sudadera le adornan la cabeza. En su celular suenan las campanas que indican el inicio de un round. —¡Tiempo!— grita, y el muchacho al que entrena hace sombra. Se quiere lucir aunque le cuesta trabajo. —Lo voy a entrevistar— me dice mi amiga y le pregunta si podemos hacerlo. De inmediato sonríe y dice que sí. Antes de la primer interrogante él suelta: —Me llamo Ramón Ayala, mi apodo es ‘El Niño de Oro’ y soy campeón mundial. De ahora en adelante su atención se dirige a las preguntas y de vez en cuando le dice a su cliente el ejercicio que debe hacer. La conversación fluye con soltura y Ramón responde con la mejor disposición. Las palabras dichas por Ayala no son lo relevante, sino su forma de ver el deporte. La exigencia rige su mensaje, pues ésta resume su vida: empezar a entrenar desde sus primeros años, limitar su dieta, levantarse a correr a las tres de la mañana, ir a un gimnasio a las 12 y otro a las cinco, a las siete entrenar a otros. ¿No es de exigencia de lo que se habla cuando se piensa que si alguien va a Juegos Olímpicos y no trae medalla es un rotundo fracaso? La clasificación a la justa olímpica no basta.

Ramón tiene 29 años, le han pagado miles de dólares por una pelea, ha sido campeón, ha herido gravemente a sus contrincantes, estuvo a punto de perder un ojo, se retiró y regresó. No cabe duda de que el boxeo es un deporte que lleva a sus huéspedes a vivir a un ritmo distinto, la vida junto a él pasa rápido, el final de la carrera está a la vuelta de la esquina. Raro hubiera sido encontrar a “El Niño de Oro” en un espacio ajeno al deporte, aunque tenemos un interés en común: el gusto y las ganas de aprender a escribir. Le decimos que enfrente hay un centro de creación literaria. Se sorprende, le da gusto. —Nunca lo he visto— dice. Entre el deporte y la literatura sólo hay una calle. Con este pretexto pide nuestros teléfonos, cambiamos de tema, bajamos las escaleras. Afuera hace frío, insiste en vernos un día para tomar un café, nos despedimos. Ramón corre y cruza la calle, nosotras, con pasos más lentos vamos detrás. Lo vemos alejarse y pienso en el café que nunca llegará. ::.

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Próximo número

Futuros posibles

arteficio

¿Cómo será el futuro? ¿Existe una salvación para el ser humano? ¿Qué pasará con la crisis ambiental? ¿Cómo será el internet en 2050? ¿El ser humano conquistará otros planetas? ¿Hasta dónde llegará la Inteligencia Artificial? Distopías, utopías, ciencia ficción, cyberpunk... A partir del segundo número, recibiremos colaboraciones: poemas, cuentos, crónicas, fotografías, ilustraciones, cómics.

31 de julio

de 2019 Tienes hasta el para mandar tu material al correo:

revistaarteficio@gmail.com Todos los materiales recibidos se publicarán en el sitio web www.arteficio.blog y los mejores serán publicados en la revista.

Ilustración: Ralph Damiani


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