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Sonia Cabanillas

Un árbol y yo somos amigos. Él me da su aliento y yo le doy el mío… Consuelo Lee Tapia

A Mara, mi más hermoso fruto, y a sus semillas

Es un lugar común decir, como lo afirmó Saint-Exúpery, que “lo esencial es invisible a los ojos”. En realidad, no somos como el incrédulo Tomás, que tenía que “ver para creer”; más bien tenemos primero que creer para poder ver. Vivimos en un mundo en el que sufrimos de una ceguera congénita. En nuestro universo conceptual y, por lo tanto, sensorial, prácticamente todo lo que nos rodea está muerto. Debo aclarar aquí la diferencia entre teoría y vivencia. Científicamente sabemos que el universo está clasificado entre biota y abiota: lo que tiene o no tiene vida. Las plantas, los hongos (son otro “reino”) y los animales (recordemos que somos animales) pertenecen al primero; las piedras o el mundo mineral, al segundo. El virus está en una tierra de nadie, entre la vida y la muerte; entre animal y mineral. Pero ese conocimiento sobre los componentes del cosmos no se percola en la forma como operamos en nuestra cultura. Vemos el mundo a través de un prisma jerárquico, con los humanos en la cúspide. Lo que queremos es el control, la manipulación y la apropiación del planeta. La consecuencia es que tratamos a los seres vivos como si estuvieran muertos. Pensemos en la deforestación, en la desaparición de especies enteras debido a la degradación ambiental, en el calentamiento global… Las culturas indígenas, aborígenes, seres a quienes miramos desde la arrogancia han sabido desde siempre lo que a los occidentales nos ha tomado siglos en descubrir. A diferencia de las culturas antiguas, que practicaban el animismo (la creencia —que yo comparto—de que TODO está vivo), para nosotros el mundo es un espacio del que podemos servirnos, porque su única razón de ser es estar en reserva (Gestell) como advierte Heidegger, esto es, a nuestra disposición. Para entender de dónde viene esto, hay que remontarse a épocas pasadas. La “superioridad humana” sobre la de los animales es algo reciente en nuestra historia y no tiene nada que ver con la diferencia entre una cultura “civilizada” en contraposición a una “primitiva”. La India, país que nos dio los números que usamos (falsamente llamados “arábigos” por quienes los diseminaron), el cero—que viene del sánscrito “sunya” o “vacío”— y las raíces más profundas de nuestra lengua (que pertenece a la

familia indoeuropea) tiene dioses poderosos que son elefantes (Ganesh) o monos (Hanuman); los dioses egipcios eran teriomórficos (mitad animal, mitad humanos); los aztecas y mayas representaban al nahuali (“lo que es mi vestidura o piel”) como dioses cuya capacidad proteica de transformación les permitían tomar la apariencia de animales sin perder su antropomorfismo. El dragón en la China y el toro en Persia son otros ejemplos de esta línea fluida entre especies. Más aún, en la mitología escandinava se adoraban plantas, particularmente los árboles; en especial a Yggdrasil, un fresno que marca el centro del universo; así también para los celtas, el abedul era el recinto del dios Belenus. El baobab en África y la ceiba en el Caribe son ejemplos de una relación antigua y profunda de veneración, de relación íntima con lo sagrado. Los álamos, los abetos, los cipreses,

29 de junio de 2020 las encinas y muchos otros han sido adorados, celebrados y cuidados con esmero por su aura poderosa y protectora. No olvidemos el árbol Bodhi, un ficus, que acogió la iluminación del Budha y cuyo decendiente directo es venerado hasta el día de hoy. En Grecia, Dafne se transforma en laurel para escapar de Apolo, lo que convierte al laurel en árbol sagrado de los poetas, inspirados por el Febo Apolo. Tanto en el caso de los animales como el de las plantas, el mundo estaba interpenetrado por un aura poderosa, liminal, que servía de entrada a una dimensión superior, espiritual. No podemos culpar a los griegos de haber cerrado ese puente de comunión con “la naturaleza”, pues la narrativa de que son los griegos los fundadores de la cultura occidental, al privilegiar la razón sobre cualquier otra facultad humana fue un invento de los alemanes del siglo XIX que se

codificó en las universidades de Europa y Estados Unidos. 1 Pero sí hay que tomar en cuenta el tipo de énfasis que se da en la Grecia clásica comparado con el de los presocráticos del periodo arcaico para entender el giro filosófico hacia un antropocentrismo centrado en el “logos”, en detrimento de un enfoque integral de nuestra relación con el cosmos. Esta perspectiva sostiene que la cualidad superior del humano es su uso de la razón, que va por encima de cualquier otra “esencia humana”. Para muchos, es lo que nos separa del resto de los seres vivientes. La racionalidad se convertirá en la medida de nuestra superioridad. Privilegiar la razón, tan fundamental para el pensamiento socrático, va a ser llevado a nivel trascendental por Platón 2 . Así, la mente se convertirá en el eje perceptual de la realidad. Podemos ver al legado de Platón en el desarrollo del cristianismo medieval y luego en el racionalismo cartesiano, que tiene injerencia hasta nuestros días. La herencia platónica en los fundamentos filosóficos e ideológicos de la cultura occidental es incuestionable, pero pocas veces se habla de la herencia poderosa de su archienemigo, el sofista Protágoras. El giro relativista que subyace al pensamiento contamporáneo es protagoreano. Fue él quien afirmó que “según las cosas se me aparecen, así son (para mí). De todos los pensadores de la cultura grecorromana, es Protágoras el que representa de forma más diáfana nuestra ideología actual. Estamos convencidos de que la manera como vemos el mundo está más allá de toda discusión, porque, si yo lo veo así, entonces eso es así, para mí. Es lo que nos permite poner flores artificiales en los floreros de nuestro hogar o en las tumbas de nuestros seres queridos (porque parecen ser flores) o tomar refrescos carbonatados (porque parecen ser alimento). El hecho de que vemos lo que creemos es evidente si recordamos que en la 1 Para una discusión detallada sobre este tema, ver Cuál es el valor de las humanidades publicado en esta revista Cruce, 26 de septiembre de 2011. 2 Platón era considerado como un mago por sus contemporáneos. Un taumaturgo que sanaba por la imposición de manos. Todo lo que hay de místico en los filósofos griegos fue silenciado por los europeos en su afán de neutralizar lo que los alemanes tildaban de “oriental”. Bosque inteligente

29 de junio de 2020 cultura occidental “vemos” a las personas de origen africano (olvidando que TODOS VENIMOS DE ÁFRICA) como objetivamente inferiores; “vemos” a las mujeres como incapaces; “vemos” a los animales como útiles, brutos y manipulables; “vemos” a las plantas como seres sin conciencia, próximos a las piedras 3 . De ahí que el término “vegetativo” es sinónimo de inconsciente. En décadas recientes estamos experimentando un cambio de perspectiva que pone en cuestionamiento este imaginario antropocéntrico, eurocéntrico y falocéntrico. Del creciente campo de la cosmobiología 4 viene una aportación extraordinaria: el universo es de una sola pieza. 5 Cada átomo de nuestro cuerpo se “cocinó” en una estrella que explotó (supernova). El aire que respiramos es producto del aliento de los seres vivos que nos dejaron la atmósfera que nos penetra; en nuestro cuerpo coexiste una biota bacterial que es más numerosa que la cantidad de nuestras células. Los electrones entrelazados tienen una comunicación instantánea y permanente que no dependen del espacio ni del tiempo. Es este un buen momento para abrirnos a una experiencia existencial que trascienda la perspectiva, aprendida desde niños, de que lo que existe se puede clasificar en humanos, animales y naturaleza. Debemos comenzar a entender que esas divisiones, lejos de ayudar, falsifican el hecho de que mi cuerpo es producto de las estrellas, de los seres vivos que me precedieron, de las plantas y animales que me alimentaron, del flujo de energía vital que no está localizada, que está dentro y fuera de nosotros. Lo que sigue es una invitación para cuestionar nuestro mundo perceptual y para replantearnos quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el mundo. A esto fines, quiero compartirles una serie de datos.

3 Para muchas culturas las piedras son seres sensibles: las culturas indígenas, los africanos y muchos asiáticos así lo afirman. Luego de Hiroshima y Nagasaki, los japoneses enterraron con la misma trágica devoción a sus seres queridos y a las piedras. 4 El estudio del desarrollo de la vida en el universo 5 Por falta de espacio, este tema lo cubriré en otro momento.

Ceiba de Vieques

Primero, 99.7% de los seres vivos de este planeta son plantas. Todos los que pertenecemos al reino animal solo comprendemos el 0.3% de la vida. Las plantas son también los seres más longevos. Matusalén, el árbol más viejo del que tenemos noticia, es un pino que vive desde hace 5,000 años en un lugar protegido de California; el Gran Abuelo es un ciprés de 3, 646 años que vive en Chile; hay otro ciprés, en Irán— Sarv-e Abarkuh— que tiene entre 4,000 a 5,000 años. La tradición afirma que fue sembrado por el mismo Zoroastro, el fundador de la religión persa. En Gales se honra a Llangernyw, un tejo de casi 5,000 años. Los galeses piensan que puede predecir, en la noche de Halloween, quiénes morirán ese año. También son los árboles los seres más monumentales del planeta. Las secuoyas tienen una altura promedio de 300 pies (y una espectativa de vida de entre 2,000 a 3,000 años). Hiperión, la más grande de ellas, llega a los 379.7 pies. Por contraste, la ballena azul (el animal más grande del planeta) tiene un largo de 98 pies; el calamar gigante llega en segundo lugar con un largo de hasta 90 pies. La ceguera conceptual en la que nuestra cultura está sumergida no nos permite percatarnos que la vida más abundante, más longeva y voluminosa es de origen vegetal. Esta ceguera nos llega desde Aristóteles, que entrelaza el concepto de “vida” con el “ánima” o movimiento (recordemos las palabras “alma”, “animal”, “animado”). De ahí la creencia de que solo lo que se mueve por sí mismo está vivo. Y como vivimos en un mudo protagoreano, si yo no lo veo moverse, entonces no está vivo. Claro, los documentales sobre plantas sometidas al “timelapse” deberían romper esa visión arcaica. Pero hasta que no cambiemos nuestros conceptos, seguimos sin ver. Para entender la naturaleza de esa vida necesitamos imaginarnos que llegamos a un planeta alienígeno en el cual la abundancia mayor de vida

inteligente procesa sus funciones vitales de forma muy distinta al modelo animal. En el cuerpo de los animales, existe un órgano específico para cada tarea de superviviencia: digerimos con el estómago, excretamos por el intestino, respiramos por los pulmones, vemos por los ojos, escuchamos por los oídos, nos percatamos de nuestro ambiente gracias al cerebro. Por contraste, las plantas hacen exactamente los mismo, pero de forma integrada: se alimentan, respiran, perciben, se reproducen, sin los órganos especializados que nos son familiares. Esto tiene una razón evolutiva: le permite a la planta conservar todas sus funciones vitales, aunque pierdan parte de su cuerpo. Al ser el mundo vegetal la base alimenticia de todos los seres vivos (o comemos plantas, como los gramíneos—una vaca—, o comemos los que se alimentan de plantas), es necesario que las funciones vitales no estén centralizadas, sino distribuídas a través de todo el organismo. Lo que esto quiere decir es que las plantas ven, oyen, sienten, huelen, digieren, respiran, saborean, piensan, hablan y recuerdan (sí, tienen memoria y reconocen a las personas que las cuidan y a las que las torturan) sin necesidad de los órganos especializados que nos son familiares. No nos damos cuenta porque no lo “vemos”. La ignorancia y la responsabilidad de averiguarlo descansa enteramente en nosotros. Alasdair Macintyre, el filósofo escocés, propone la mejor definición de razón de todas las que me he topado: “razón es observar, comprender y resolver un problema”. La inteligencia es una facultad de la vida, no es una cualidad específica de una vida a diferencia de otras. El mero hecho de sobrevivir es garantía del uso de razón. Existe un campo científico emergente, el de la neurobiología de las plantas, que ha llevado a nivel experimental las pruebas de la inteligencia de las plantas. De los primeros en percatarse de la complejidad de estrategias adoptadas por estas fue Charles Darwin quien, en el 1880, junto a su hijo Francis, diseñó experimentos que identificaron el segmento de la raíz de las hierbas— el ápice—, que evidencia un movimiento deliberado en forma

29 de junio de 2020 elíptica. En el 1875 Eduard Von Hartmann escribió “si se observa cómo existe una variedad de formas para llegar a la misma meta, uno se siente tentado a creer que en las plantas yace una inteligencia secreta que las lleva a escoger la mejor estrategia para llegar a sus fines”. El mismo Justus von Liebig, uno de los padres de la agricultura industrial, afirmó hacia mediados del siglo XIX que “las plantas buscan su alimento como si tuvieran ojos”. El prestigioso físico y botánico indio Jagadish Chandra Bose 6 fue de los primeros, hacia principios del siglo XX, en proponer que las plantas gozan de un sistema nervioso. El biólogo holandés Frits Went, de la universidad de Caltech en California descubrió en el 1928 el auxin 7 , una hormona vegetal fundamental para el crecimiento de las plantas. Nikolai Cholodny, un científico ruso de la Universidad de Kiev llegó simultáneamente a los mismos hallazgos. Ellos proponen que las estrategias exhibidas en el proceso de crecimiento de las plantas evidencian “una suerte de inteligencia que propende a tomar decisiones favorables para éstas”. Más recientemente, la investigación en la inteligencia de las plantas ha agrupado a numerosos científicos de relevancia mundial dedicados al campo de neurobiología vegetal. Entre estos descollan el biólogo italiano Stefano Mancuso, de la Universidad de Florencia, quien ha descubierto evidencias extraordinarias sobre la vida consciente de las plantas. Orador frecuente en las conferencias TED y autor prolífico, Mancuso ha iniciado una campaña a favor de la dignidad de las plantas y de sus derechos a la vida de frente al descalabro ambiental creado por la actividad humana. Inicialmente controvertible y provocadora, pero ahora una figura internacional, Monica Gagliano, italiana también, es profesora de la Universidad de Sydney en Australia y afirma poder comunicarse directamente con las plantas. Sus

6 Sus experimentos aportaron importantes evidencias sobre la comunicación eléctrica y el movimiento elíptico de las plantas, probando que el proceso de intercomunicación entre las plantas no es sólo químico. 7 Ambos publican sus hallazgos el mismo año de 1937. Es por eso que este descubrimiento llevará el nombre de “el modelo Cholodny-Went”.

experimentos con la mimosa pudica (para nosotros el moriví) y con los guisantes han sido particularmente exitosos en demostrar la toma de decisiones, la reserva de recuerdos y la capacidad de aprendizaje de las plantas. Más aun, ella ha documentado sus conversaciones con las plantas, hecho que le ha ganado fuertes detractores. Su último libro, Thus Spoke the Plant, es un trabajo colaborativo entre ella y las plantas. 8 El estadounidense Michel Pollan, botánico y jardinero, famoso por su bestseller The Botany of Desire, ha sido un divulgador valiosísimo de los hallazgos en este creciente campo de investigación. Ha estado también a la defensa y diseminación de los experimentos de Gagliano. Suzanne Simard, de la Universidad de British Columbia-Vancouver saltó a la fama con su libro How Trees Talk to Each Other. En él narra su proceso de cambio paradigmático desde trabajar en el campo de cortar y cosechar árboles indiscriminadamente (se crio en una familia de leñadores) hasta el proteccionismo, la defensa y la comprensión de la vida emocional de las plantas. Es ella quien descubre que las plantas del bosque crecen en un núcleo familiar en el cual las madres le hacen llegar alimento a sus hijos de forma preferencial, garantizando así la sobrevivencia de su linaje. El alemán Peter Wohlleben, silvinicultor 9 , ecólogo y autor de numerosos libros sobre el lenguaje de las plantas, fue quien acuñó la hoy famosa frase “the wood wide web” (www) para referirse a la red de diseminación de información en los bosques a través del mundo subterráneo. La comunicación en el “enramaje” entre raíces y hongos (el reino micótico) funciona verdaderamente como un cerebro gigantesco. 10 Sus estudios en los bosques de abedul lo llevaron a la conclusión de que los árboles tienen una vida emocional, tema que desarrolla en The Hidden 8 En un estudio de la Royal Horticultural Society en Londres se descubrió que las plantas crecen más rápido si se les habla, y crecerán mucho más si quien les habla es una mujer, en vez de la voz masculina. 9 Que cuida los bosques 10 Podríamos afirmar que nosotros llevamos nuestro cerebro en el tope de nuestro cuerpo, mientras que las plantas lo llevan en su base. Life of Trees: What They Feel, How They Communicate. Produjo, junto a Suzanne Simard, el documental Intelligent Trees, donde ambos comparten sus hallazgos. El británico George David Haskell, de la Universidad de Sewanee en Tennessee va a llegar a la misma conclusión a través de sus conversaciones con la tribu huaorani, en la Amazonía del Ecuador. Haskell explica que para los huaorani todo lo que existe es una red de interrelaciones que necesitan la especificidad del contexto para su identidad. Así una ceiba arropada por bejucos no se llama igual que otra en la que viven unos monos. El contexto ecológico de la vegetación circundante es esencial para la identificación y nombre de cada planta. Ellos se ven como un elemento más de un todo, un círculo de vida que se sostiene a través de la inteligencia, la comunicación, la interdependencia y la reverencia. Recuerdo haber visto, hace años, un documental sobre las farmacéuticas y sus enlaces con antropólogos que visitan las selvas para investigar las medicinas desarrolladas por los curanderos (y robarles sus conocimientos sin crédito ni ayuda—verdaderos actos de depredación). La teoría de estos occidentales sobre cómo los nativos sabían el uso correcto de cada planta descansaba en la creencia de “trial and error”. Pensaban que los indígenas observaban los resultados y se descartaban los que no eran efectivos. Al abordarlos con esta propuesta, ellos miraron a los “científicos” con cara de asombro, sorprendidos por su ignorancia. Con gesto de condescendencia, afirmaron “sabemos para qué sirven porque las plantas mismas nos lo dicen”. Necesitamos un cambio paradigmático radical para poder percatarnos de lo obvio: las plantas son seres también. Es curiosa la nomenclatura que usamos para designar los distintos tipos de vida. Decimos “perro”, “tigre”, “ballena”, pero al referirnos a nuestra especie, la distinguimos con el prefijo “ser”—ser humano—como si solo nosotros tuviéramos esencia y todo lo demás, existencia. Locura es estar divorciados de la realidad; nos hace falta un

Guayacán Centenario-Guánica y Mimosa pudica- moriviví

“reality-check” para reconocer al mundo verde que nos rodea como lo que es, vida inteligente. El reto al que nos enfrentamos exige que mutemos hacia un cambio de consciencia que nos lleve a una urgente responsabilidad retributiva; una transformación de las relaciones con nuestro ambiente en el que se reconozca la dignidad de la naturaleza y de nuestra madre Tierra y una reconexión desde nuestro corazón con lo sagrado.

Soy nieta de un ingeniero agrónomo maravilloso que me enseñó a amar las plantas. Recuerdo que de niña me llevaba a visitar las fincas, me enseñaba el nombre de las plantas y a identificar el contenido mineral del fango por su color: las gradaciones de ocre a rojo del hierro, el violeta del manganeso… un día se inclinó, tomó un puñado de humus oscuro y me dijo “huele, no hay perfume como este”. Sentí cuando respiré que se me llenaron los pulmones de un amor fiero y

profundo por la tierra y todo lo que allí crece. Mucho después, trabajando en mi jardín, le hice oler a mi hija otro puñado de tierra. Ese perfume la contagió, igual que a mí y la llevó a estudiar y certificarse en Australia con Bill Mollison, fundador de la permacultura. Mi primer árbol, un frangipani (al que abuelo le llamaba tamaiba), lo sembré con él a los ocho años de un esqueje. Mi sorpresa fue ver que de aquel tuquito comenzaron a salir unas hojas puntiagudas y aceitadas, que pronto culminaron en puchas olorosas. A través de los años lo visitaba, como uno se mantiene en contacto con los viejos amigos. Siempre tuve plantas a mi alrededor, pero mi afán de jardinera evolucionó como una actividad salvavidas durante mi escuela graduada en Madison, Wisconsin. Allí todo el mundo cultiva, y una conversación obligada en invierno era ¿qué vas a sembrar? Así llegué a tener hortalizas productivas, plantas perennes y anuales de flores perfumadas y coloridas que me acompañaban y que, al prosperar, me aseguraban de que lo estaba haciendo bien, algo que no es tan obvio en el oficio de pensar y escribir. Un día le estaba echando agua

a una colección de violetas africanas (una verdadera nube multicolor) cuando sentí una extraña sensación de estar lactando. Algo se me abrió por dentro, porque desde ese momento, comprendí la profunda, íntima y permanente “amistad” (por llamarle de una manera) que siento por las plantas. Me solía sentar debajo de un gigantesco olmo 11 que acogía a una comunidad de ardillas y pájaros (generosa hospitalidad, particularmente en los gélidos inviernos) y sentía su energía poderosa, su respiración. La experiencia más profunda que se puede tener con un árbol es la de respirar. Lo que uno exhala, ellos lo inhalan. Lo que ellos exhalan es lo que se te mete en los pulmones. Es un regalo vital e inevitable. Los árboles son increíblemente sabios. Perciben el mundo desde un solo lugar, por lo tanto, se percatan de cosas que nosotros, por ser móviles, no vemos. Además, acumulan experiencias por siglos, por lo que aprenden cosas que nos conviene saber. Mi amigo el olmo me enseñó que, en la naturaleza, “nothing succeeds like excess” 12 . Las plantas producen un exceso de semillas que nos parece innecesario, pero así alimentan a pájaros, insectos y todo tipo de animales, lo que garantiza que sobrevive lo suficiente para la reproducción. A través del viento y los polinizadores, las semillas viajan a lugares distantes, formando una gran red de vida. Las plantas me educaron en un código de consideración y cortesía: cuando uno va a cortar una flor o tomar yerbas para cocinar, uno primero pide permiso y le da oportunidad a la planta para que retire energía del tallo que uno va a cortar. Entonces la planta comunica dónde se puede picar, al atraer la mirada al gancho regalado. Inmediatamente uno da las gracias. Eso cierra el ciclo. Así mismo los bosques tienen una conciencia colectiva que se activa cuando uno los visita. Recuerdo haber acompañado a una querida colega bióloga a una visita de campo en el Bosque Seco de Guánica. Ella acampaba con sus estudiantes a la entrada, esperando que el bosque les diera permiso

En una visita reciente a Madison ya había muerto. Como afirma Oscar Wilde 29 de junio de 2020 para entrar. Después de una hora de guardar silencio, al mismo tiempo todos nos pusimos de pie con cara azorada por la evidencia del acuerdo. Allí vive un guayacán centenario que tiene más de mil años. Fue venerado por los taínos y fue testigo de la llegada de los conquistadores españoles y luego de la invasión (exactamente por Guánica) de los estadounidenses. Abracé su troco y lo regué con mi saliva como un tributo húmedo de mi cuerpo al suyo. En otro bosque, el del Yunque, recibí otra lección de vida. Si miran al dosel desde el tupido suelo, podrán apreciar cómo existe una cortesía arborea: las ramas crecen sin invadir el espacio del árbol vecino, dejando rendijas por donde se cuelan rayitos de luz que llegan hasta los arbustos, permitiendo así a una diversidad de plantas prosperar. Esto lo podemos llevar a nuestras relaciones personales: el respeto al espacio del otro garantiza el beneficio de todos. Soy amiga de un pterocarpus. Vive frente a las canchas del Morro desde donde observa glorioso el Paseo la Princesa y la Bahía de San Juan. De él aprendí grandes lecciones y me acompañó en momentos difíciles; viví con él su angustia de sentir la soledad, ya que los pterocarpus son seres comunitarios que se congregan en bosques; por eso me pidió con urgencia que recogiera y regara sus semillas…caso difícil, ya que no tengo tierra y los pterocarpus requieren mucho espacio. La odisea de buscarlo es tema de otra historia. Vivo en un edificio con patio interior, donde en una maceta de barro vive Filomena, un higo vanidoso que me advierte cuando tiene sed y me agradece cuando le quito los parásitos que se le pegan a las hojas. La saludo en la mañana y a menudo me pide con orgullo que admire los luminosos brotes de nuevas hojas. Le encanta que la abrace. Como ven, el mundo está compuesto de seres de origen, costumbres, hábitos y apariencia diversa. Muchos de ellos, realmente la mayoría, son verdes. Si nos abrimos a la inteligencia, al amor, a la sabiduría, a la colaboración (y no la competencia) que nos rodea, realmente estaremos honrando la realidad que subyace la apariencia. La conciencia del planeta

es mayoritariamente vegetal; nosotros somos la minoría. Para darnos cuenta de esto tenemos que usar todas nuestras capacidades, tenemos que aprender a ser conscientes, a “ver” a través desde el corazón. Es el único modo en el que lo esencial se hará visible.

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