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cosas buenas que tuvo en el pasado o que imaginó iba a tener en el futuro. Cosas buenas en el plano personal, desde luego, pero también en el aspecto social y político de su país. Conde, como certifica el propio Padura, tuvo un pasado de «feliz credulidad», la mística de que vendría un mundo mejor, aunque todo eso fue luego bruscamente cancelado. Pero la nostalgia de Conde es cualquier cosa menos un tópico. Tampoco es inocente. Es una nostalgia provocada por la inconformidad con el presente y por la añoranza no de un pasado que hubiere sido realmente mejor, sino de uno en el que se creyó que el futuro lo sería. Nostalgia, en suma, de un futuro que no fue. Pero Leonardo Padura no viene a hablarnos de Mario Conde, sino de cómo es hoy escribir en La Habana y, seguramente también, de cómo es hoy vivir en La Habana, de cómo es pensar allí, de qué se siente estar en una urbe cuya cantidad de habitantes es menor que el número de cubanos exiliados de la isla. Por mi parte –y ya para concluir– fue hace pocos años que tuve mi primer viaje a Cuba, y antes de emprender vuelo hice escala técnica durante varios días en Tumbas sin sosiego, el ensayo de Rafael Rojas sobre revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Quedé impresionado por la calidad de la investigación de Rojas y, asimismo, por la diversidad y riqueza de la historia cultural de Cuba. Me gusta también de ese texto que aluda al «realismo controlado» de
PRESENTACIÓN
Leonardo Padura, lejano del flâneur agresivo de Pedro Juan Gutiérrez, esa especie de Bukowski habanero de prosa dura como una roca. Rojas se refiere en su libro a Padura como uno de los intelectuales residentes en Cuba que llevan a cabo «una recuperación ciudadana del rol de su conciencia crítica en la sociedad civil». Pero antes señala que «el intelectual plenamente crítico solo puede localizarse en la marginalidad, la disidencia o el presidio». En el caso de nuestro invitado de hoy, ni marginalidad ni presidio. Disidencia entonces. O bien, algo distinto: independencia crítica. Disidencia o bien independencia crítica para cambiar las cosas, desde luego, aunque estas, vistas desde lejos, progresan con una exasperante lentitud, como si el cambio de situación en Cuba se pareciera más a una fatalidad que a un deseo. Finalmente, perdón, Leonardo Padura, si sientes que en esta presentación he exagerado en el elogio de tu obra. Simplemente me he dejado llevar. ¿Pero qué otra cosa cabe sino dejarse llevar cuando recibimos a un huésped que queríamos tener en casa hace largo tiempo y que de pronto podemos recibir con una mezcla de admiración, complicidad y gratitud, merced a la activísima y selecta cátedra que con singular talento dirige en esta universidad Cecilia García-Huidobro? Ya se sabe que hay muchas patologías del libro. Abundan las bibliopatías y, con ellas, quienes padecen patologías librescas. Somos muchos y también
variados los que tenemos alguna enfermedad del libro. Una de las enfermedades se contrae leyéndolos, y me imagino que otra escribiéndolos. Con todo, mi ruego a los escritores es que continúen con su propia enfermedad del libro –la de escribirlos–, para que los lectores continuemos siendo pacientes de la nuestra, la de leerlos, sin que ni ellos ni nosotros mostremos el más mínimo interés en curarnos de nuestras respectivas dolencias. Agustín Squella es abogado y Premio Nacional de las Humanidades y las Ciencias Sociales.