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relevante, y este se basaba en detectar el «desgaste sociocultural de una lengua», a la vez que evitar palabras que se pretendan universales. Se trata entonces de manifestar las fuerzas del lenguaje, como lo haría un Mallarmé, pero engarzando eso con una lectura que tienda a la sociología del habla. Y me parece que esta percepción es muy cercana a un deseo que manifiesta Cohen –y que cumple a cabalidad–, cito: «Yo quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz. Se sabe que la Voz, con mayúscula, es el absoluto metafísico, la inabordable, inexpresable realidad de que el lenguaje tenga lugar. Pero la voz que yo quería conservar no era ese puro querer-decir que separa la cultura de la naturaleza, sino esa voz segunda, específica y ya afinada, que si nos une a la fuente del ser es solamente por la vía del origen biográfico; una especie de huella digital comunitaria…». Quisiera cerrar invocando una anécdota sobre mi primer encuentro con el trabajo de Cohen. Hace un par de años, y con algo de esfuerzo, invité a mis padres a recorrer durante una semana Buenos Aires y Mar del Plata. El objetivo era merodear sin apuro, hacer turismo, pero la dinámica fracasó por completo, pues solo tocaron días de lluvia. El viaje se tradujo a estar en continuo tránsito, encerrados, dialogando entre piezas de hotel o cafetines. Antes de eso, de paso por la Librería Norte, el poeta-librero Sandro Barella me recomendó Ventanas altas de Larkin traducido
PRESENTACIÓN
por Cohen. Como es habitual, salí con una docena de libros, pero ese volumen fue lo que leí durante todo el viaje. Entonces la imagen recurrente fue esta: estar encerrado en una pieza doble de hotel, mientras la lluvia arrasaba Mar del Plata y mis padres roncaban como cuando era un niño y llovía a cántaros en el sur de Chile. Yo releía con calma los poemas, e incluso hubo tiempo para releer lentamente el epílogo. Allí Cohen afirmaba, o afirma, que la traducción de una lengua a otra es una forma de enriquecer la propia lengua, el habla personal, con los signos o acaso los paisajes de un lenguaje ajeno. Nuevamente nos acercamos a Beckett, quien en una epístola confesaba que su propia lengua cada vez se le asemejaba más a un velo que debía hacer jirones para acceder a las cosas.2 La síntesis es clara: la traducción, como la pasión por la lectura antes que la escritura, es otra forma de desmarcarse de los ripios de nuestra lengua adquirida, de la biografía tallada en la infancia. No es que existan estilos propios legibles, sino lo contrario, escrituras cuya estética se diferencie de todo lo demás, lenguaje sin dominio que busca adquirir palabras globales en vez de suprimirlas –operación que hace la Academia, según Elías Canetti–. Porque, y citando nuevamente el epílogo de Ventanas altas, «el lenguaje no sirve para reconciliarse, menos aun para comprender, sino para sugerir misteriosas perspectivas». 2 En carta dirigida a Axel Caun, fechada en 1937.
Seguramente esto algo tendrá que ver con «Dos o más fantasmas», la conferencia que a continuación dictará Marcelo. Al menos yo descubrí en ese viaje, marcado por su forma de escribir a Larkin, que la primera idea, la que no fue, es siempre una vana impostura, porque el viaje se trata de alterar la vida misma con una lengua ajena que nos cuesta comprender, un zumbido que se vuelve otra morada, digna de habitar hasta confundirnos dentro de ella. Guido Arroyo, editor y poeta, estudió Literatura Creativa en la UDP y se doctoró en Filosofía por la Universidad de Chile. Dirige el sello editorial Alquimia.