Dossier 23

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PRESENTACIÓN

Argolla de doble caña por donde se arrebuja la filástica. Se queda perplejo. ¿Qué son la filástica y la doble caña, y cómo se arrebujan? Olvida por el momento el arganeo y busca la palabra piola. Y lee: Cabito que traba el cordel al desflecarse el espigón que sobresale del losange. No entiende absolutamente nada, cierra el diccionario con un gesto brusco y regresa al sillón, donde retoma la lectura de la novela.

Pero «la cigala empieza a aparecer por todas partes y él no puede entender si es una persona, un animal, una enfermedad, una ley o un estado del clima». Leer, como se ve, es también un problema. En esta escritura-traducción (¿traditura?) los registros, aunque se cruzan, se distinguen. Morábito asume los géneros como si fuesen lenguas distintas, el sujeto de la escritura también comprende el mundo y lo dice de formas distintas. La traditura se transforma en una herramienta para conocer. A esto alude un libro que no sé clasificar genéricamente: Caja de herramientas. Un conjunto de textos que indagan sobre diversos objetos: el martillo, el trapo, la lima, la esponja, las tijeras, entre otros. La sorpresa es que cada objeto se aborda desde sus interacciones lingüísticas, y la metáfora prolifera. Las palabras rodean las herramientas. Son definiciones de los objetos, sí, pero desde el límite, desde un espacio en que el sujeto de la escritura está siempre a punto de desdibujarse y fundirse con aquello que nombra.

La identidad entre género y lengua evidencia también una comprensión de mundo en que hay cosas que solo se pueden decir en verso o en prosa. En la narrativa y la poesía de Morábito aparece este problema. «Falta de prosa, mi tormento», reflexiona en un poema, porque claro, la poesía es una visión de mundo cuya «traducción» a prosa conlleva pérdida. La escritura, la lengua, la poesía como pérdida. Por eso el sujeto que escribe, que narra, que prosa versos está en una situación de extrañeza. La lengua sin duda es la mejor evidencia de esa extranjería y, paradójicamente, el único sitio en que se puede habitar. Morábito vivió hasta los quince años en Italia. Sus recuerdos de infancia están ligados a otra lengua. Escribe como forma de apropiarse –es indudablemente un escritor mexicano– y de transgredir: escribe sobre extranjeros, traductores, escritores, crucigramistas furiosas, niños de memoria prodigiosa, todos sujetos inestables, lingüísticamente hablando. La escritura es una casa por construir, una casa que se adivina en los cimientos. Una escritura que se mueve movida por una esperanza secreta de resolver algo, como si la memoria que registran los signos nos pudiera salvar de la extrañeza. Porque claro, la literatura es la lengua extranjera por excelencia, el lenguaje extrañado. En los cuentos, en los poemas, incluso en una preciosa novela para niños, Cuando las panteras no eran negras, hay noticias de migraciones, de lugares distantes

y desconocidos, andanzas buscando algo con qué identificarse: nombres en las lápidas de un cementerio; un animal, cuyas estrategias de caza imitar; una lengua familiar. Y al mismo tiempo hay también una mirada aguda sobre lo más próximo: sillas, mudanzas, muros, espejos. Todo en una reunión precaria pues «todo puede ser arrastrado por esa enorme goma de borrar que es el océano». Tal vez por eso la fuerte presencia de rastros, ruinas, basura, huellas en la playa; el pasado. El escritor-traductor por supuesto es un seguidor de rastros: un agudo lector. La escritura de Fabio Morábito es extraña en su sencillez. Asedia obsesiones desde lo más cotidiano, mirando con un microscopio, o como mira un niño que ve algo por primera vez. Entonces todo se puede volver monstruoso y ajeno, como cuando repetimos la palabra «hoja» tantas veces que llega un minuto en que no podemos entender qué significa. Natalia García, licenciada en literatura de la Universidad de Chile, es especialista en fomento de la lectura y coordina los programas nacionales en esta materia desde el Ministerio de Educación.


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