Grimorio Año III N° 11

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Año III– Núm. 11 Enero 2019

AZUL

Grimorio


azul Grimorio ha sido pensada como una publicación con un tema eje donde cada colaborador comparte sus apreciaciones libremente sobre el mismo. Hay veces que los temas son buscados, sugeridos por alguien o vienen dados por algún trabajo que se pretende mostrar. Azul se impuso por sí mismo. Cuando muere alguien querido después de la conmoción y la negación, viene un periodo indefinido donde los recuerdos de los momentos compartidos ametrallan como una escuadrilla de aviones de guerra. No hay resguardo donde ocultarse. Con Mario Pérez no éramos amigos, coincidimos en algunos eventos aunque era difícil encontrarlo en las inauguraciones. No retengo en la memoria quién nos presentó, sólo recuerdo aquí dos conversaciones muy cortas. 1

La primera, en el Museo Tornambé en 2017, tuvimos el lujo que sin preguntarle revelara la fibra íntima de una de sus obras. De la saga Pocitos de Luz sentí que era la pintura más intensa. Una niña en una barca, dormida, casi antes de nacer, en un mar que era también cielo en el reflejo de la luna y esos pocitos de luz, las estrellas. La personita en el bote era una de sus hijas. Al hablar de ellas se le ensanchaba el alma de orgullo. En este caso de la mayor, Andrea, que se ha inclinado también por las artes y ha comenzado a estudiar, como hizo él en su tiempo. El gozo de sentirse, como ese mar de añil, tranquilo de haber hecho buena siembra.

Me preguntó qué me llamaba más la atención de esa pintura. Sin dudar los empastes de materia y los azules.


Mario Pérez pintó como nadie nuestros azules y será por siempre infinito, divino y eterno. Su espíritu era de un azul profundo. La última vez que hablamos eran los primeros días de octubre. Nadie podía imaginar que eran sus últimas semanas. Estaba muy contento con su muestra en Miami. Lleno de proyectos, pleno de futuro. Conversaba con tanta simpleza, en su forma campechana y risueña, de su posicionamiento internacional, que por un instante pensé hasta qué punto era consciente de esa trascendencia.

https://www.diariolaprovinciasj.com/cultura/2018/10/22/mira-las-obras-de-mario-perez-un-pintor-figurativo-dentro-del-realismo-magico-98393.html

En muchas culturas, el azul es el color de lo divino. Se asocia con el espacio infinito que aunque no tiene ningún color, se percibe azulado. Debido a este detalle, también se lo vincula con lo perdurable. Las cosas que nos parecen perennes y grandes, el mar y el cielo, también las vemos de este color.

Ahora me doy cuenta que siempre lo supo y decidió ser él mismo. Permanecer en lo que sentía propio: un baldío, los que andan en bicicleta, los que construyen sus casitas bajas, los niños jugando bajo el foco de la esquina, el gentío que se acumula curioso porque llega el circo o va a tomarse una copa al bailable del barrio. Y es donde, aunque se nos haya adelantado, se quedará por siempre entre nosotros y cada uno vivirá la plenitud en que él habita a través de esos azules que lo hacen eterno.

Vanesa Téllez Enero 2019

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Índice Editorial Azul __________________________________________

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Recuerdas cuándo? Paula ojos azules. Vanesa Téllez ____________________

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En foco Azul, simplemente azul. Carlos Campodónico__________ 24 Con todas las letras Azul… Mi amado libro viejo________________________ 33 El pájaro azul. Rubén Darío_________________________ 40 De lápices y de pinceles Lo nuestro Deep blue. Mario Pérez ___________________________ 46 Un Canto de Armonía. Laurel Reuter _________________ 45 3


Grimorio es una publicación cultural de carácter gratuito. Los colaboradores son responsables de sus opiniones y de los contenidos de sus aportaciones, conservando los derechos de autor sobre los mismos. Los contenidos de autor se encuentran referenciados.

Dirección editorial Vanesa Téllez Colaboran en esta entrega Carlos Campodónico

Portada Pérez, Mario. Pocitos de luz. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com

Editada en San Juan - Argentina Fotografía: Vanesa Téllez

Contacto: revistagrimorio2016@gmail.com https://www.facebook.com/Grimorio-Revista-Cultural-1795980500634211/?fref=ts 4


? Sus ojos eran azules, toda una rareza para estas tierras mestizas. Lo vio todo, fue testigo privilegiada de la Historia pero nunca pudo ser protagonista.

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Paula ojos azules Resoplan sobre calle Rivadavia. Están enfilados de a pares. Se inquietan sus cascos pintados de negro. Ensayan a tiempos el sobrepaso que de inicio a la marcha fúnebre. Se impacientan, intuyen que tienen que terminar su misión antes que el sol se ponga. Pasan pesados los minutos después de las diecisiete. Al fin entre la gente que se amontona en el zaguán enlajado, asoma el cortejo que trae el féretro. Lo depositan en la carroza como una alhaja en el cuello núbil de una muchacha. Así parten cara al sol las cuatro bestias empenachadas buscando la Calle de la Paz. Otros corceles del Apocalipsis que marchan hacia el fin de los tiempos que formaron una vida. La caja de gala – tal cual ha pedido su hijo – distingue su rango en la ebanistería y los herrajes, y aunque constituye casi dos tercios de lo gastado en las honras, sólo cobija el cuerpo ingrávido, menudo y traslúcido de Paula, la que vio todo y decidió muy poco.

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Paula Cano y Suarez de Figueroa. Había nacido en San Juan con las primeras luces del XIX. En 1803. Sus ojos eran azules, toda una rareza para estas tierras mestizas. Eran azules, ni pardos, ni negros. Azules. Azules como el cielo diáfano de verano, como el mar que nunca vio. Su estirpe había parido la ciudad. No había nada antes de los Cano, sólo épocas geológicas de formación ciclópea. Su padre Mateo Cano y Ramírez se dedicó a las armas, primero a las órdenes de su Majestad y luego de su independencia. Paula aún era muy chica para recordarlo por ella misma pero siempre escuchó el relato sobre aquellos ingleses que bajo la responsabilidad de su padre internaron en la provincia por invadir Buenos Aires. Tampoco era muy lúcido el recuerdo de aquella noche en que su padre se llegó hasta los Fernández Maradona porque Córdoba pedía refuerzos para la Contrarrevolución y Mendoza adhesión a una Junta de Gobierno nombrada en Buenos Aires sin la anuencia peninsular. 7

La tierra, a sobresaltos, iba dejando de ser española para hacerse patria criolla y Paula iba deponiendo ser niña para transformarse en mujer. De a poco los decires de sus nanas esclavas fueron reemplazados por lo que el índigo de sus propias pupilas comenzaban a ver por sí. Sorpresivamente todo fue inundado por las tropas. Las reclutadas por Don Mateo, las que entrenaba, las que mantenía bajo su mando de caballería. Todo era un cuartel. De pronto sumó a su voz una palabra que la seguiría como una sombra inevitable:

Gobernador Por esa época no había nadie que no hablara del Gobernador Intendente de Cuyo. Un militar, como su padre. Vencedor de las huestes napoleónicas, nada menos. Apuesto, según las comadres. Al poco de llegar de Europa se había casado con una niña de buena familia, como ella. No había damita que no soñara con idéntica suerte. Paula jamás diría con quien soñaba. Acodada en alguna ventana miraba a lo lejos esperando el caballero errante de rocín ligero que viniera y la rescatara de su torre de marfil.


Era una época hostil para las mujeres con iniciativa, con ansias de pensamiento y vida propios. Puede parecernos imposible de aceptar, hasta irrisorio, que a la mujer se la considerara un ser ingobernable, impredecible e inferior biológicamente. Legalmente asemejado a un niño o una persona incapaz. Se les negaba el derecho de suscribir contratos sin el aval del esposo, tampoco podían administrar o disponer de sus bienes heredados sin la representación de aquel. Todo no era más que una pesada herencia imaginativa o religiosa, para la cual la mujer era volátil, irracional, enigmática y presa fácil de pasiones. Tanto temor y desconfianza se solucionaba en lo cotidiano con un esquema social que si bien no era justo al menos aseguraba el “orden” pretendido: la mujer se desempeñaba en el ámbito privado y el hombre en la esfera pública. Incluía la opinión, el trabajo, la política, el gobierno y todo lo que no se le permitía a su compañera de vida. Por supuesto, hubieron excepciones a mantener un papel secundario pero Paula no fue una de ellas. Cierto determinismo social hacía que los casaderos desoyeran el amor y el azar, y se inclinaran por las venerables tradiciones de las grandes familias que prescribían casarse entre sí. El poder de la atracción por lo similar se fomentaba en los varones desde niños y en las niñas no

había otra opción. El único mundo exterior que conocían era el de los primos, hermanos o lejanos. De lo contrario, los amigos-socios de los padres con quienes el vínculo se estrechaba sobrepasando lo meramente económico. Fuese por parentesco o por finanzas, las bodas eran “arregladas” entre hombres aunque necesariamente hubiese una mujer implicada. Padres y hermanos mayores acordaban y pautaban la transacción matrimonial. En el mejor de los casos a la novia se le iban anticipando detalles, en otros se le comunicaba la decisión ya tomada. Obviamente, la regla existía donde había bienes que perder, de lo contrario, la atracción, el amor y la libertad seguían vivos. Aun así cualquier mal matrimonio era preferible a quedar soltera. En Paula no anidaba el temperamento de Mariquita Sánchez, por ejemplo, que se opuso terminantemente a un casamiento concertado. Paula aceptó a su candidato.

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on Valentín Ruiz y Fernández había nacido en Salta, en 1781, el mismo año en que era descuartizado en el Cuzco Tupac Amaru. Llegó a San Juan con fortuna y estudio en leyes.

Hombre austero, culto y de buen trato. De conversación “interesante” como se decía entonces. Atemperado en su carácter a sus cuarenta y tantos, aunque la pasividad no le impidió ser firme en sus decisiones y en sus principios. Hacía algún tiempo que había enviudado, quedándole dos hijos para cuidar. Con los Cano había compartido el ideario de la emancipación americana, no sólo en el pensamiento sino que como ellos también en la acción. Había ejercido el control de cuentas de las contribuciones que solventaron las tropas de invención en la cordillera, modo de vigilancia de posibles avanzadas españolas durante la preparación del Ejército de los Andes.

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A la manera de un Cincinato criollo prefería auto-denominarse como agricultor si bien había sido cabildante, primer diputado y ejercía como juez.

Pese a tantas diferencias era un secreto a voces las intenciones de Don Valentín de unir su destino al de los Cano. Paula fue la elegida. Y así fueron dándose las primeras miradas, las primeras visitas, el pedido de mano y el compromiso. Pese a pertenecer a universos paralelos, Paula le dio el sí, quiero en agosto de 1824.


era una flor delicada en medio Paula del pedregal.

Fotografía: Vanesa Téllez

Había sido educada pese a los rudimentos de la provincia en todas las luces que permitía la época. Sabía leer, escribir y contar. Criada en prácticas cristianas de piedad hacia los más débiles y necesitados. La igualdad de todos como hijos de Dios Todopoderoso en Paula era más que una declamación religiosa, la vivía como el principio existencial que regía en todo. Había tenido personal a su servicio desde antes de nacer pero los consideró parte de su familia como otros tantos hermanos que la vida le entregaba ¡Qué diferencia podía existir entre las lágrimas de sus ojos zarcos y el sollozo africano de sus criadas cuando ambas lloraban dentro de la misma jaula!

Sin decepcionar había sido la buena niña de una familia bien. El zafiro más brillante en la diadema de sus padres. Huérfana de madre, convertida en señorita se dedicaron sus tías a prepararla como esposa sumisa, señora de su casa y compañera incondicional. Pese haber vivido, en todos los sentidos, tanto menos que Don Valentín entregó su vida a ese hombre que le doblaba la edad pero con quien formaría una familia sólida.

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11 Rawson, B. Franklin. Paula Cano de Ruiz. 1844. Óleo sobre tela, 66,5x59 cm. Colección Privada. San Juan, Argentina: Catálogo Benjamín Franklin Rawson, MBABFR, 2013. Fotogra fía digital


Paula no sintió mucho el cambio. Fue mudarse de su habitación de niña a la recámara matrimonial, pues, los recién casados establecieron domicilio en la casa solariega de los Cano. Sólo pasó el tiempo indispensable para resguardar su honor cuando su talle comenzó a dilatarse y, con todos los miedos que implica, fue madre por primera vez. Con toda pompa y más, era sólo el primero de los catorce alumbramientos que con diferente suerte ocurrirían. Hasta en lo fortuito no defraudó las expectativas puestas en ella y pudo dar a luz un hijo varón: Valentín, para satisfacción de su esposo y su propia familia. Como era de esperar, no eligió el nombre para el niño. Don Valentín hizo perdurar el suyo propio en el pequeño que llegaba a la vida. Para ella la maternidad se transformaría en una de cal y una de arena. No lo pondría en palabras hasta muy entrada en años. Quizás alguna vez le mencionaría a su hija como borbotones de tanto dolor encerrado uno que otro detalle aislado de lo que fue perder a ocho de sus catorce hijos.

Algunos habían nacido dormidos, Valentín era ya todo un hombre, a otros alcanzó a criarlos un poquito, a acunarlos, sentirlos llorar, estrecharlos fuerte, muy fuerte contra su pecho en un escudo tenaz que igual franqueó la muerte para llevarlos. Ángeles luminosos incompatibles con la vida terrena. Después de cada partida nada tenía sentido y menos explicación. Pedía en secreto cada noche morir ella también acompañando esas almitas. A la mañana siguiente al abrir sus ojos claros comprobaba con resignación que si seguía viva era porque algo bueno debía suceder. En definitiva, la vida es mucho más que muertes. 12


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u esposo con su temperamento tranquilo le devolvía la paz, la contención y las esperanzas aunque fueran temporadas de desorden y dificultades políticas. Ella se sentía al resguardo de cualquier atropello. Don Valentín era un federal confeso y respetado por Facundo Quiroga como uno de los más medidos de la provincia. Su hora política sonó en 1832 cuando fue electo gobernador. Paula lo apoyó desde todos los ámbitos en que podía acompañarlo. Algunas veces con el buen consejo, otras supliéndolo en las obligaciones de la casa. Algunas convencida, otras por comprensión a los deberes políticos de su marido. Aquellos años de la gobernación los recordará por el poco tiempo compartido pero sobre todo por dos hechos de desesperación: la epidemia de difteria y la gran inundación. Los primeros casos de la infección habían pasado por alto, más cuando las víctimas eran de corta edad. La enfermedad parecía literalmente asfixiar más a los que menos tenían. Al principio los muertos se contaban por sus nombres pero luego se calculaban por decenas. Sus ojos cristalinos se paseaban por el segundo 13

patio de su casa fulgurantes ante la zozobra de querer ayudar y no saber cómo. Su misericordia no sabía de límites y puso lo que tenía al servicio de los más débiles: ropas, camas, medicamentos, su gente de servicio, sus oraciones y el consuelo. Si era la Primera Dama, debía ser también la primera en la ayuda. No había pasado mucho cuando una noche la ensordeció el alboroto de su servidumbre primero, después de todo el vecindario y por último de la atmósfera íntegra. Le erizó la piel el bramido, mezcla de aullidos, gritos y el retumbo seco de las cosas chocando entre sí. El río había perdido su rumbo y entró de lleno a la ciudad. Era 1834. Atinaron a tapiar las puertas y ventanas y abrir los corazones a la clemencia de Nuestra Señora del Carmen y Santa Bárbara. Los dos últimos años las crecientes habían sido un problema. Habían afectado algunas casas y desubicado las lajas de las veredas. Don Valentín previsor como era había hecho armar una defensa de canto rodado sobre la Calle Ancha del Oeste (actualmente España), desde un poco más al Norte de la Calle Antigua (hoy Laprida) hacia el sur. Los recursos no alcanzaron ni los hombres fueron suficientes para sobrepasar la Calle de San Agustín (Mitre). Nada se compararía a la gran inundación. El caldo gredoso arrasaba a su paso con piedras,


maderas, aves de corral. Flotaban en el mismo enredo la ropa junto a todo tipo de enseres domésticos. No resistió el templo de Santa Ana y se desplomó. Hereje a Dios y a la patria el agua entró en San Agustín y robó las banderas enviadas por el General San Martín como trofeo a la contribución sanjuanina a la libertad de América. Los únicos edificios que no sufrieron embates fueron la Catedral y la casa del gobernador. De allí la coplilla “viene el río por San Agustín, firmado: Ruiz, Valentín”. Paula hasta muchos años después recordaría el ruedo de sus vestidos manchados del barro que brotaba entre el enladrillado del piso y el olor a la humedad impregnado en las paredes, las enaguas y las sábanas.

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Don Valentín solía mirarla desde la sombra del ciprés como una mariposa luminiscente ir y venir, entrar, salir de una u otra habitación. Realizaba, colaboraba, supervisaba cada detalle de la organización de las labores cotidianas. Era el alma de la familia y de su casa. Era el jazmín de su solapa, el que perfumó toda su vida. Casi no podía imaginar sus días sin Paula y en ese momento, por primera vez fue consciente que la edad y la política habían deteriorado su salud.

Se fue con la paz que da estar de espaldas en la hierba mirando el cielo sin horizontes. Se fue mirando el cerúleo de esos ojos inmensos. Sólo Dios y él sabían cuánto la había querido. Era 1846. Ante lo inevitable los mares de Paula inundaron su cara con lo que nunca le había dicho. Sintió la sal de sus lágrimas pegándosele a la garganta, ahogando lo que ya jamás podría ser. Perdía al compañero de la mitad de sus años, su esposo, el padre de sus hijos, el dueño de su vida.

Reproducción fotográfica gentileza de Carlos Campodónico

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Casa de Paula Cano ubicada en las actuales calles Rivadavia entre Catamarca y Alem, vereda norte. Vista desde el segundo patio hacia la calle


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in saberlo, sólo estaba a la mitad de su vida aunque sintiera que ya había vivido todo.

El gobierno de Don Nazario Benavides le daría a ella, sus hijos y sus propiedades la tranquilidad sin tropelías, en períodos tan sangrientos. Emparentado por parte de su mujer con Paula, el Brigadier concedía el respeto que merecía una de las familias que más habían contribuido con la provincia. El tiempo fue azogando su mirada pero no logró entumecer su espíritu.Paula era considerada una de las damas patricias más enaltecidas, referente del altruismo que se engrandece en obras por los más vulnerables. Formó parte de la Comisión pro Cementerio para la organización de un osario municipal en los terrenos donados por Doña Borja Toranzo de Zavalla. Las carencias más que reducirse se multiplicaban. El abandono, la insalubridad, la violencia en todos los modos imaginables, encontrarían en la Sociedad de Beneficencia a las damas que sensibilizadas se llamaron a la acción. Paula acompañó la iniciativa, no sólo de nombre sino con el desprendimiento de todo lo que era de su propiedad y hacía falta. Y cuando todo esto no al-

canzaba con su cándido misticismo convencía a propios y ajenos de colaborar. Cada tanto, sin importar quien gobernara, ni como había ido la cosecha o si el gentío estaba en condiciones de soportarla, como una rémora del infierno aparecía la “peste”, epidemias incontrolables por las condiciones de asepsia y los rudimentos boticarios. De todas las que le había tocado ser espectadora, la fiebre amarilla superaría todos los castigos. En San Juan los casos fueron muchos sin llegar a la devastación de Buenos Aires. Sobrepasando los setenta y cinco años, Paula fue parte de la gran colecta en ayuda. Obló todo cuanto pudo y en un par de remesas se hizo llegar el socorro a la hermana del Plata.

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Espejo que fuese propiedad del matrimonio Ruiz-Vidart. Fotografía: Carlos Campodónico

n ese estado de somnolencia de las siestas narcóticas de verano jamás pudo asegurar si había estado despierta o dormida, si lo soñó o realmente lo recordaba. Había sido un estado de vigilia muy difuso.

Sólo venían a ella los toques en la puerta que la despertaron. Tres golpes secos, el crujir de la bisagra y el griterío de unos hombres. Creyó distinguir algunas voces pero no estaba segura. Intentó levantarse lo más rápido que pudo porque en la vejez pareciera que la gravedad fuera en aumento y una fuerza invisible retuviera los cuerpos en reposo.

De todo el vocerío lo único que logró identificar fue la palabra Hermógenes, la llamarada de su corazón. Si Paula era en lo físico un destello raro en San Juan, su hijo lo era todavía más. A los ojos azules de los Cano le sumaba una cabellera anaranjada resplandeciente. Vuelto de estudiar en Córdoba y con su barba esponjosa hasta la mitad del pecho, era uno de los abogados más serios, nuevo pensante y puntilloso con el orden como pocos a los 35 años. Después de la muerte de su esposo y de su hijo Valentín, Paula se apoyó bastante en este hijo. Quizás era el brazo en que se sentía más cómoda para apuntalarse y depositar parte de su peso existencial.


El gobernador en ejercicio había huido y con él los cabecillas del poder. El pueblo casi en una asonada espontánea se había reunido en la plaza pública. Habían debatido por un rato a la sombra del gran templo jesuita. Decididos por Hermógenes Ruiz como el indicado para terminar con la acefalía, en caravana de apurado paso se llegaron hasta la casa de Paula. Cuando ella preguntó qué era el bullicio, alguien le arrimó la primicia: “… a don Hermógenes, lo quieren para gobernador”. Sintió una inquietud de adolescente a mitad del pecho y se le desordenó el corazón con el aire de un suspiro. Mezcla de orgullo, satisfacción y amor del más puro de haber dado a luz de sus entrañas al gobernador que el pueblo reclamaba.

Era la segunda ocasión que la gobernación y con ella las supremas decisiones políticas dormían bajo su techo. Alguna vez había sido la esposa del gobernador y luego la madre de otro primer mandatario. Desempolvó sus galas, se miró de reojo en el espejo de volutas doradas. Se acompañó de Rosario, su nuera; el pequeño nieto de siete meses y todos los familiares que le quisieron seguir. Fue a escuchar aquella proclama del gobernador y amigo de San Juan.

Para Paula no era más que su niño.

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medida que su familia crecía y le sumaba hijos, nietos, nueras, yernos y consuegros, más sola comenzaba a sentirse. Paradojas del existir. Poco a poco se quedó sin padres, hermanos, tíos y primos. Frente a sus ojos sólo existía lo que ella había creado. No hay soledad más acompañada que la de quedarse sin familia de origen. No tardó en caer en la cuenta que ella era la más vieja de su entorno y de varias cuadras a la redonda. Nadie había venido a darle la noticia y aunque jugó a desentendida el espejo cada mañana le recordó en la flacidez de sus mejillas, en su trenza rala y plateada, en la turbiedad de su mirada, lo mucho que había vivido.

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Sus horas se resumían a muy poco: levantarse, sentarse, rezar y dormir. Su querida Francisca le hacía más llevadera la rutina. Francisca Palacios había estado a su servicio toda la vida. Grandes amigas habían compartido innumerables vicisitudes. Los años las habían hermanado tanto que parecían dos caras de una misma moneda. Sentadas a la par, cuando todos echaban cuenta que las mujeres se entretenían en las oraciones diarias, se escuchaba la carcajada sordina en la complicidad de la charla interminable.

Fiel a su detallismo su hijo Hermógenes le había insinuado algunas veces la necesidad sin premura de testamentar. Paula en cada recordatorio había asentido con la cabeza. También era de la idea que lo único que un muerto no debía dejar eran problemas. Pidió al menos dos cosa: un funeral sencillo y como albaceas testamentarias su hijo Hermógenes y su nieto Arnobio Sánchez. Sabía que no era bueno decirlo y mucho menos hacerlo notar pero sentía una inclinación preferencial por los niños de su hija Ricarda. Un día apareció el tan mentado escribano. Hermógenes le repitió varias veces a qué venía y si recordaba que ya lo habían hablado. No había decidido demasiado pero estaba de acuerdo. Lo cierto es que últimamente recordaba muy poco lo que le decían. Era como si sus pensamientos se hubiesen quedado fijos en algún punto indefinido del pasado. Por eso ella también repetía siempre las mismas cosas en una necesidad vital por depositar sus experiencias en las mentes jóvenes que la trascenderían y la harían eterna. De alguna forma se lo repetía para ella misma en el miedo de olvidarse quién había sido.

¡La memoria es tan agria al extremo de hacernos en la senectud extranjeros en nuestra propia vida!


Reproducción fotográfica gentileza de Carlos Campodónico

Primero habían sido los olores. Por más que intentaba no podía refrescar el perfume de sus jazmines predilectos que intensificaban el garbo de su tocado. Luego, habían sido las voces. Intentaba en vano evocar el “mi Señora” con que se le dirigía Don Valentín, esas eses marcadas se habían vuelto mudas. Por último, la falta de colores se estaban llevando lo brillante de su mundo. Aquellos ojos azules que tuvieron prendada a toda una generación y que de un único golpe de vista podían hacer caer de rodillas a los querubines de Boucher, no eran más que dos cuencas profundas y opalinas.

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Aún así lo había visto todo, una testigo privilegiada de los tiempos formativos de la provincia ¡Lástima que sólo pudo ser espectadora! La Historia estuvo entre las paredes de su casa, en las lápidas de sus antepasados, en su lecho nupcial, en la cuna que su misma mano meció. Era hija, hermana, nieta, bisnieta de hombres que habían marcado el destino político de San Juan. Esposa y madre de gobernadores pero nunca pudo ser protagonista.

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l invierno de 1893 no había sido tan riguroso como otros, sin embargo, Paula sintió sus consecuencias. A sus 90 años sus fuerzas ya no eran las mismas. Al inicio del invierno le comenzó un catarro. Lejos de desaparecer fue complicando su salud. Para septiembre la única esperanza era que su mejoría llegara con la primavera. El médico volvió a medicarla temiendo lo peor, una neumonía. Su estado comenzó a ser muy delicado. Su respiración era cada vez más dificultosa, un silbido constante como el viento atravesando los cedros. Era el 23 de octubre de 1893. Desde hacía algunas jornadas probaba a sorbos un poco de líquido. Después de mediodía su as-

pecto fue desalentador. En breve el sol iba a hundirse en las montañas, así su luz iba languideciendo. Su aliento se hizo imperceptible y le dieron muchas ganas de dormir. Se sentía cansada. Sin embargo, tomó una bocanada de aire tan grande como le permitieron sus pulmones enfermos y la devolvió en un suspiro. Eran las seis y media de la tarde. Un sueño avasallante la adormiló y así permaneció en un tiempo sin relojes. En medio de su ensoñación escuchó que lloraban, movían muebles, corrían a hacer compras de último momento antes que cayera la noche. Sus más cercanos le ayudaron a cambiar su ropa sin despertarla. Comenzó a soñarse, a verse entre la gente que llegaba, que saludaba a sus deudos, que recibía una copita del licor comprado en El Merino. Su madre le hubiese dicho que era de mal agüero soñar que se está muerto, pero uno no decide qué soñar como no se eligen tantas cosa. Alcanzó a ver la carroza de gala y el féretro costoso. Se sonrió para sí y se convenció que nada había podido decidir.

De pronto, una luz la encegueció como si alguien hubiese corrido repentinamente una cortina para dejar entrar el sol del mediodía. Supo que había despertado para siempre.


Sintió una voz que la llamó por su nombre.

Paula -

-

Sí, soy Paula Cano y Suárez de Figueroa, viuda de Don Valentín Ruiz. En estado regular de salud pero en óptimo conocimiento y capacidad. Declaro creer en Dios Todopoderoso y en los dogmas de la religión Católica Apostólica Romana. Natural y vecina de esta Ciudad… ¿Qué te gustaría que recordaran de ti?

- Mis ojos azules. Azules como el cielo diáfano de verano, azules como el mar que nunca vi… Eran más de las diecisiete. Cuatro frisones de cascos negros comenzaban la marcha de cara al sol.

Texto: Vanesa Téllez Un agradecimiento especial a Carlos Campodónico por su aporte de datos y reproducciones fotográficas, sin los cuales no hubiese sido posible este relato 22


EN

FOCO

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Azul, simplemente azul

Hablar de algo azul o lo que creemos que es de ese color es remontarnos a muchas situaciones, recuerdos, momentos o vivencias que se nos vienen a la mente. Azul, simplemente azul. 24


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Azul es el color del amor, cuando creíamos que era rojo. Eran esas sensaciones de una mirada pícara ante los ojos de alguna hermosa persona que se nos cruza en el camino. Azul son las cosquillas del amor, azul pienso en el escalofrío de una primera vez. Azul es una canción, azul es ese mar azul que hasta el hartazgo hemos escuchado, cantado y reproducido.


Las ciudades se visten de azul ¡Y vaya como! los jacarandás dejan su desnudez y esbeltez, para cubrirse de azules, turquesas, de vivos y pálidos tintes en ese círculo cromático que dejan de lado. Tiñen las calles, como la lluvia repleta de reflejos, como los llantos que colorean tristezas.

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Azul es parte de una poesía es narrativa, son sueños, son estelas cósmicas. Azul es una intención de Rubén Darío, al decir del gran crítico español Juan Valera, azul significa para Rubén “lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven los astros”.

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Azul es una rosa, es la escasez del odio, el reflejo de un amor, la deshonra de una ilusiĂłn. Azul es el cosmos, son los mares y el cielo, las estrellas fugaces y los satĂŠlites del amor, esos que Lou Reed describe.

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En el azul esta un punto, es un hilo de una esbelta esfinge, es parte de una línea de cualquier cota de dibujo, que luego será parte de una obra arquitectónica. Azul es la tristeza de lo inconcluso y la alegría al ver un arroyo puro, sencillo y voluminoso. 29


Azul es una maceta plĂĄstica, de azul es una llama que lucha en el fuego con el amarillo, es parte de un equipo de fĂştbol, son las constelaciones, son los destellos del cielo, azul es la porcelana inglesa, aquella que vi siempre colgada en lo de mis abuelas, los paisajes de la campiĂąa, es parte del manto de la Virgen, y vaya a saber que tantas otras cosas son y eran azules. 30


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Azul es una tapa de un vinilo. El destello cósmico de estar azulado con Sosa Stereo y desnudarse en las calles azules. Azul es perdón y es olvido. Un grito inmerso en la oscuridad de mis pensamientos, es parte de un recuerdo, los ojos de alguien o de muchos. El Azul es la pasión misma de la vida.

Texto y fotografías: Carlos Campodónico

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“El azul es para mí el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y fundamental”.

El azul, como confesó alguna vez el poeta, era para su vida un color simbólico. En su Historia de mis libros, Rubén Darío llama a Azul… : “Mi amado libro viejo, el que iniciara un movimiento mental que habría de tener después tantas triunfantes consecuencias y en otra parte: de allí debía derivar toda nuestra futura revolución intelectual”

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Azul‌ Mi amado libro viejo

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https://www.elsalvador.com/vida/205766/amante-desnuda-al-poeta-ruben-dario/


Fue el primer hijo del matrimonio formado por Manuel García y Rosa Sarmiento, quienes se habían casado en León (Nicaragua), en 1866, tras conseguir las dispensas eclesiásticas necesarias, pues se trataba de primos segundos. Sin embargo, la conducta de Manuel, aficionado en exceso al alcohol y a las prostitutas, hizo que Rosa, ya embarazada, tomara la decisión de abandonar el hogar conyugal y refugiarse en la ciudad de Metapa, en la que dio a luz a su hijo, Félix Rubén. Rosa Sarmiento conoció poco después a otro hombre, y estableció con él su residencia. Aunque según su fe de bautismo el primer apellido de Rubén Darío era García, la familia paterna era conocida desde generaciones por el apellido Darío. El propio Rubén lo explica en su autobiografía que, según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de su infancia le habían referido, un tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población conocíale todo el mundo por don Darío; a sus hijos e hijas, por los Daríos, las Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido, a punto de que su bisabuela paterna firmaba ya Rita Darío; y ello, convertido en patronímico, llegó a adquirir valor legal; pues su padre, que era comerciante, realizó todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Darío. Su niñez transcurrió en León, criado por sus tíos abuelos, a quienes consideraba sus padres.

Lector precoz (según su propio testimonio aprendió a leer a los tres años), pronto empezó también a escribir sus primeros versos y publicó por primera vez en un periódico poco después de cumplir los trece años. Sus influencias predominantes eran los poetas españoles de la época: Zorrilla, Campoamor, Núñez de Arce y Ventura de la Vega. Más adelante, sin embargo, se interesó mucho por la obra de Víctor Hugo, que tendría un efecto determinante en su labor poética. Poseía una superdotada memoria, gozaba de una creatividad y retentiva genial, y era invitado con frecuencia a recitar poesía en reuniones sociales y actos públicos. Se trasladó a Managua. Algunos políticos liberales habían concebido la idea de que, dadas sus dotes poéticas, debeía educarse en Europa a costa del erario público. Rubén prefirió quedarse en la capital de su país, donde continuó su actividad periodística.

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En su etapa chilena, Darío vivió en condiciones muy precarias, y tuvo además que soportar continuas humillaciones por parte de la aristocracia del país, que lo despreciaba por su escaso refinamiento y por el color de su piel. No obstante, logró publicar su primer libro de poemas Abrojos (1887). En julio de 1888, apareció en Valparaíso, gracias a la ayuda de sus amigos Eduardo Poirier y Eduardo de la Barra, Azul..., el libro clave de la recién iniciada revolución literaria modernista. Recopilaba una serie de poemas y de textos en prosa que ya habían aparecido en la prensa chilena. El libro no tuvo un éxito inmediato, pero fue muy buen acogido por el influyente novelista y crítico literario español Juan Valera, quien publicó en el diario madrileño El Imparcial, dos cartas dirigidas a Rubén Darío, en las cuales, reconocía en él a "un prosista y un poeta de talento". Fueron estas cartas las que consagraron definitivamente su fama El nuevo prestigio le permitió obtener el puesto de corresponsal del

diario La Nación, de Buenos Aires, que era en la época el periódico de mayor difusión de toda Hispanoamérica. En abril de 1893, le concedieron el cargo de cónsul en Buenos Aires. Su trabajo como cónsul de Colombia era meramente honorífico, ya que, como él mismo indica en su autobiografía, "no había casi colombianos en Buenos Aires y no existían transacciones ni cambios comerciales entre Colombia y la República Argentina”. Aquí llevó una vida de desenfreno, siempre al borde de sus posibilidades económicas, y sus excesos con el alcohol fueron causa de que tuviera que recibir cuidados médicos. Publicó dos libros cruciales: Los raros, una colección de artículos sobre los escritores que, por una razón u otra, más le interesaban; y, sobre todo, Prosas profanas y otros poemas, que supuso la consagración definitiva del Modernismo literario en español. El Modernismo, para Rubén Darío, no era otra cosa que el verso y la prosa castellanos pasados por el fino tamiz del buen verso y de la buena prosa franceses. Los poemas de este libro alcanzarían una gran popularidad en todos los países de lengua española. En abril de 1900 Darío visitó por segunda vez París, con el encargo de La Nación de cubrir la Exposición Universal. Sus crónicas serían recogidas posteriormente en el libro Peregrinaciones.


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ijó su residencia en la Ciudad Luz y alcanzó cierta estabilidad. Allí conoció a un joven poeta español, Antonio Machado, declarado admirador de su obra. Durante esos años, viajó por Europa visitando Bélgica, Reino Unido e Italia. En 1912 en Buenos Aires, redactó su autobiografía, que apareció publicada en la revista Caras y Caretas con el título de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo e Historia de mis libros,muy interesante para el conocimiento de su evolución literaria. Tras abandonar la delegación diplomática nicaragüense, se trasladó de nuevo a París y se dedicó a preparar nuevos libros. Por entonces, su alcoholismo le causaba frecuentes problemas de salud, y crisis psicológicas, caracterizadas por momentos de exaltación mística y por una fijación obsesiva con la idea de la muerte. En plena Primera Guerra Mundial, partió hacia América, con la idea de defender el pacifismo para las naciones americanas. Llegó a León, la ciudad de su infancia, y en menos de un mes, el 6 de febrero de 1916, falleció. Las honras fúnebres duraron varios días. Fue sepultado en la Catedral de esa ciudad, debajo de un león de concreto, arena y cal.

Sus recursos expresivos no han podido igualarse. Una de las figuras retóricas clave en su obra es la sinestesia, mediante la cual se logra asociar sensaciones propias de distintos sentidos, especialmente la vista y el oído. Hay un gran interés por el color. El efecto cromático se logra no solo mediante la adjetivación, a menudo inusual (para el color blanco, por ejemplo, se utilizan adjetivos como "albo", "ebúrneo", "cándido", "lilial" e incluso "eucarístico"), sino mediante la comparación con objetos de este color. Para él, como para todos los modernistas, la poesía era, ante todo, música. De ahí que concediese una enorme importancia al ritmo, empleando profusamente versos apenas empleados con anterioridad, o en desuso, como el alejandrino de catorce sílabas, enriqueciendo la poesía en lengua castellana con nuevas posibilidades rítmicas. Llegó a ser extremadamente popular, cuyas poesías se memorizaban en las escuelas de todos América

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Considerado el libro inaugural del Modernismo hispanoamericano, recoge tanto relatos en prosa como poemas, cuya variedad métrica llamó la atención de la crítica. En su Historia de mis libros, Rubén Darío llama a Azul… mi amado libro viejo, el que iniciara un movimiento mental que habría de tener después tantas triunfantes consecuencias y del que deriva toda una futura revolución intelectual. Revolución “seminal”, la bautizará Mario Vargas Llosa, y “fundacional”, al decir de Octavio Paz. Editado por primera vez en Valparaíso, Chile, presenta ya algunas preocupaciones características de Darío, como la expresión de su insatisfacción ante la sociedad burguesa. En 1890 vio la luz una segunda edición del libro, aumentada con nuevos textos, entre los cuales una serie de sonetos en alejandrinos. Rubén Darío pensó titular su obra “El año lírico” e incluía solamente poesía. Luego prefirió el título de uno de sus cuentos: “El rey burgués”. Finalmente se decidió por Azul... Por qué Azul..., nos seguimos preguntando. Es que el azul es, en la obra de Rubén Darío, más que un simple color. El gran crítico español Juan Valera afirma que azul significa para Rubén “lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven los astros”. El Nobel centroamericano Miguel Ángel Asturias, coincidente con Valera, sostiene que Darío evocó el “azul de los cielos, los mares y los ríos de Nicaragua y el color cívico de su bandera”. La conocida frase de Víctor Hugo: “L’art c’est l’azur” , El arte es el azul, es otro elemento importante que influyó en el famoso título. El azul es un símbolo. Es el cielo, los lagos, la bandera, los ojos de la amada. Cosmopolita tal cual era extrae de varias culturas la esencia azul, esa “flor azul” del Romanticismo alemán que aludía a lo siempre anhelado pero nunca encontrado, ese enigma de la existencia que se intuye, es esperado, codiciado e inaccesible a la vez. En esta ocasión compartimos Pájaro azul, relato incluido en su libro Azul… 39


El pájaro azul París es teatro divertido y terrible. Entre los concursantes al café Plombier, buenos y decididos muchachos -pintores, escultores, escritores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde! ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaban, y, como bohemio intachable, bravo improvisador. En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul. El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre. Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntabamos porqué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura. -Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente... Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la

primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta. De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules. Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo!, ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo! Principios de Garcín: De las flores las lindas campánulas. Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir, las pupilas de Nini. Y repetía el poeta: Creo que siempre es 40


preferible la neurosis a la imbecilidad. A veces Garcín estaba más triste que de costumbre. Andaba por los boulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente, para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía su vaso de

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ajenjo y nos decía: -Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad... Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón. Un alienista a quien se le dio noticia de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estadios patológicos no dejaban lugar a duda. Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco. Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente poco más o menos: «Sé tus locuras en París -mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero» . Esta carta se leyó en el café Plombier. -¿Y te irás? -¿No te irás? ¿Aceptas? ¿Desdeñas? ¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo: Sí seré siempre un gandul, lo cual aplaudo y celebro, mientras sea mi cerebro ¡jaula del pájaro azul!

Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulado, pues es claro: El pájaro azul.


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ada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado. Allí había un cielo muy hermoso, una campaña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar y abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel. He ahí el poema. Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste. La bella vecina había sido conducida al cementerio. -¡Una noticia!, ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos, vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: «De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul.»

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¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; ¡el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo. Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste. -Amigos míos, ¡un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela... Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue. Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando.- musas, adiós, adiós, Gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín! Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible! Cuando repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: 43


“Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.” http://pbs.twimg.com/media/BKg5iY3CcAAt3PK.jpg

¡Ay, Garcín!, ¡Cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

http://bdigital.bnjm.cu/docs/libros/PROCE13810/Azul.pdf

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Deep Blue Mario Pérez Hay artículos que cuestan más que otros escribir. Este me fue imposible. Sobraban motivos y sin embargo, me faltaron las palabras. No las encuentro desde aquella siesta de octubre en que un amigo me mandó un mensaje para darme la noticia. No puedo. Desde octubre que dilatamos la aparición de Grimorio, en vano. Aún duele la partida y es inútil seguir esperando el momento para poder referirnos a Mario Pérez sin que se atoren las lágrimas contenidas en la garganta. Me doy por vencida y tomo los conceptos de Laurel Reuter, Directora del Museo de Arte de North Dakota, que supo definirlo maravillosamente y las imágenes que él mismo sabía que mejor lo representaban desde su web oficial. Dejo en cada uno de los que lean la responsabilidad de explicar lo que no tiene revelación. Con él se fue de esta vida terrena algo de la magia que nos hace más que materia tangible. Será que la magia tiene eso de ser, impactar, asombrar, sin más.

La partida inesperada y prematura seguirá doliendo en nosotros mismos porque ya no lo tenemos, porque ya no saldrá una pintura más de sus manos. Los humanos somos así de pequeñitos y nos duele para adentro. Ya nadie podrá pintarnos esos azules del mar y del cielo, ese punto iridiscente donde lo humano y lo divino se unen. Mario fue ese punto de Luz entre lo mortal y lo trascendente. Agradecemos al Universo que entre tantos tiempos y espacios fuera un contemporáneo de aquí. Y aunque los chispazos son efímeros a nuestros ojos, la Luz sigue su viaje eterno.

¡Mario, simplemente, gracias por el regalo de haber estado entre nosotros! 46


Un Canto de Armonía Preludio

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Mario Segundo Pérez —el segundo de siete hijos de un pintor de brocha gorda— nació en San Juan, Argentina en 1960. No bien tuvo la edad suficiente, empezó a dedicar sus vacaciones a trabajar con su padre. Le gustaba ser ayudante de pintor, pero lo que más le gustaba era observar las salpicaduras de pintura sobre las lonas de protección; ver cómo se iban acumulando de trabajo en trabajo hasta que por fin las combinaciones y los colores resultaban más hermosos que las paredes recién pintadas. Años más tarde, cuando vio por primera vez la reproducción de una pieza de Jackson Pollock, se sonrió, recordando el placer que le daba trabajar con su padre. Desde el principio Mario fue un niño enamorado de las imágenes. No era muy bueno jugando al fútbol y casi siempre le tocaba jugar de arquero. Sin embargo, en aquellos juegos de la infancia, la pelota rara vez llegaba al arco. Para pasar el tiempo, se entretenía dibujando en la tierra. Al poco tiempo, todo el barrio lo conocía como “El Dibujito”.

En la clase le encargaban que creara los carteles para todos los eventos. El Día del Diente. El Día del Nuevo Mundo. El Día de la Lectura. Hacía retratos de sus compañeros; pintaba a su familia. Fue entonces cuando -como suele suceder con otros niños que luego se convierten en artistas serios- una persona mayor maravillosa detectó su talento y decidió encargarse de alimentarlo. Era su maestra, que estaba redecorando su casa. Necesitaba cuadros nuevos. Compró materiales y se llevó a Mario, de sólo 12 años, a pasar un tiempo con ella. Siete cuadros más tarde, el trabajo quedó terminado. Sólo faltaba enmarcar las piezas. El niño estaba de lo más orgulloso, y la sabia maestra lo mandó de vuelta a casa con todos los materiales que quedaron. Pero sus padres querían que estudiara ingeniería, una opción sensata para un muchacho del siglo veinte que vivía a las afueras de una capital de provincia argentina. Mario no estaba muy convencido. La ingeniería le resultaba un territorio ajeno. Fue entonces cuando, todavía en la adolescencia, se presentó a un concurso de murales. Ganó el primer premio. Ya no le quedaban dudas: iba a estudiar arte en la Universidad Nacional de San Juan y se iba a consagrar a la pintura. Sus padres capitularon.


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http://www.mariosegundoperez.com/vida.html


Pérez, Mario. Luciérnagas Oleo sobre tela 70x90 cm . Año 2018. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html


Un Canto de Armonía En el mundo de Mario Pérez hay un viento famoso, el viento de agosto, conocido como El Zonda. Viene del Noroeste, a través de los Andes, dejando a su paso grandes tormentas. Se anuncia por adelantado. Desde chico Mario sentía esa tensión que iba aumentando. El horizonte se oscurecía; las montañas se volvían borrosas en medio de la polvareda. De pronto, todo el mundo se metía corriendo en sus casas, cerrando la puerta de un golpe y apestillando las ventanas. Para el niño era como si viniese un monstruo. Una vez dentro y a salvo, se pegaba a una ventana para no perderse detalle. Entonces llegaba el vendaval, siguiendo su camino preferido a través del distrito del Zonda, hasta azotar todo San Juan. Traía consigo tanto polvo que el niño apenas podía ver el largo de su brazo. El viento soplaba hasta agotarse; seguido ya fuese por una calma espectral o por el otro viento de Sur, refrescante y frío, nacido del Polo Sur. Para Mario la tierra se había limpiado, el aire se había aclarado. Veía las cosas con agudeza, con un cierto realce. Sentía que su piel estaba más viva. Le parecía que todo el planeta cantaba.

Años más tarde, cuando se hizo pintor, notó que buscaba en sus cuadros esa visión agudizada, ese momento de fusión en que uno capta matices muy sutiles. Las pinturas de Mario Pérez se desenvuelven en múltiples niveles. Entre ellos hay uno no menos importante que cualquier otro: su afán de pintar el paisaje de su tierra natal, la planicie desértica de San Juan, ubicada en las estribaciones orientales de la Cordillera de los Andes. Este es un lugar regido por la luz, dominado por el cielo. Y este es un artista que está siempre interesado en la luz.

De día los cielos de San Juan son generalmente despejados, nacidos de una sequedad que erradica las nubes. Por la noche esos mismos cielos cobran vida, ordenados por la Vía Láctea, Orión, la Cruz del Sur y Sagitario. Científicos de todo el mundo se reúnen en el Observatorio Astronómico Félix Aguilar, un sitio donde no hay humedad, ni polución de origen humano. Se ve hasta el infinito.

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Mario Pérez se regodea en los juegos de luz, o en el movimiento de la luz cuando juega consigo misma, especialmente durante el otoño. Observa cómo la luz del mediodía achata la tierra, dejando apenas las sombras de algún arbusto o una casita para definir el mundo del desierto. Reconoce la vibración del calor a través de la superficie de la planicie cuando atrapa al ojo en un espejismo reverberante que todo lo difumina, especialmente en diciembre y enero, cuando la tierra está más caliente que nunca. Nota el intenso azul de un cielo de atardecer que la tierra va devorando al oscurecerse, no sin dejar una franja de gris verdoso en el horizonte lejano. Y a veces las estrellas bajan a la tierra en forma de luciérnagas. Sus pinturas están impregnadas de esta astuta observación de su entorno natural. El mundo de Mario se colorea de tres maneras: con los azules de la noche, con los tonos tostados del desierto durante el día y con los verdes del abundante follaje que los colonos introdujeron en las ciudades y pueblos. Sólo le interesan las dos primeras. 51

Pinta el desierto diurno en todas sus tonalidades de ocre y blanco tiza. Así aparecen sus vistas de las estribaciones rocosas hacia el oeste, y de las amplias llanuras desiertas al sur y al este, donde la tierra se funde imperceptiblemente con el cielo. Es aquí donde examina cómo uno ve el calor intenso. Es aquí donde lucha por transferir a la tela la textura de las piedras. Crea sus pinturas nocturnas a partir de cada una de las graduaciones de azul que brota de un tubo de aguamarina. Dado que la tierra de San Juan es casi blanca, el terreno aparece transparente, y absorbe sin resistencia el azul de la noche. Cuando la luz de la luna se derrama sobre esta escena, uno recuerda Ischigualasto, el Valle de la Luna, un lugar geológico “fuera del tiempo”, a unos doscientos kilómetros al noroeste de San Juan.


PĂŠrez, Mario. Las lomitas. Oleo sobre tela 100x120 cm . AĂąo 2008. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html


http://www.mariosegundoperez.com/criticas.html


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http://www.mariosegundoperez.com/vida.html

El artista simula el movimiento de la luz tanto con su selección de colores como con sus métodos de aplicación de la pintura. Empleando una delgada espátula, acumula capas de pintura; por lo menos seis o siete. De pie frente a la tela, con la paleta reposando sobre el brazo, aplica pequeños trazos, uno a uno, en una y otra dirección. Si uno se acerca a la tela, ve que los azules están proyectados sobre golpes de negro, marrón y rojo, o púrpura; incluso, a veces, verde, del mismo modo que las pinturas ocres se apuntalan sobre todos los tonos del marrón, y toques de verde, negro, rojo, rosa y gris. Los colores se unifican en la palera, fusionándose y fragmentándose como lo hacen sobre la tela, emulando la manera en que el ojo humano ve la luz. Si Mario se detuviese en este punto, habría creado una pintura abstracta, de rica textura, cuya forma abarcaría la pieza entera. En cambio, coloca figuras en sus telas, estableciendo una escala e identificando la pintura como un paisaje. Las figuras provienen de su infancia, de su juventud, de los años 60 y 70. Este es el mundo que lo ha marcado para siempre, como a menudo ocurre con los escritores, que encuentran en sus primeros años el tema que han de desarrollar durante el resto de sus vidas creativas.


Cuando Mario tenía cinco años, se mudó con su familia a una casa a las afueras de San Juan. Al otro lado de la calle había campo abierto, con un estanque al que venían, a beber los caballos. Al no tener alumbrado público, este campo se convertía cada noche en un escaparate para las estrellas y en un escenario para los conciertos de los sapos. Mario se adentraba andando en la oscuridad y se volvía a mirar las mágicas luces de la ciudad de San Juan.

La tradición, por entonces, - y aún hoy - en el Viejo San Juan era colgar una luz entre dos postes, casi siempre en las esquinas. Se creaba así un espacio público, lleno de niños en bicicleta, madres charlando al final del día y amantes de paso hacia las sombras. Al estar las luces distanciadas entre sí, la mayor parte del barrio se mantenía oscuro. El glorioso chispear de estas luces singulares le recordaba al joven Mario una feria, una celebración o una fiesta. En el campo, la ordenada vida de los pueblos también se organizaba en torno a un espacio abierto para las reuniones públicas. Este lugar luego se transformó en la plaza que encontramos en el centro de todo buen diseño urbano. Una y otra vez, Mario Pérez pinta estas escenas nocturnas en sus telas azules. Se celebran eventos. Se organizan juegos.

Acuden los jóvenes y nacen amores. Son momentos que la gente busca intensamente porque rompen la inercia de quietud, de calma interminable. Las íntimas escenas de Mario nos transportan a una época anterior en que las luces de la ciudad y las luces del cielo estaban en perfecto equilibrio. Aún hoy, en el Viejo San Juan y en la campiña circundante, la demanda humana - siempre creciente - de más y más luz artificial no ha desterrado del todo a la noche. Todavía se ven las estrellas. A veces, las escenas de Mario incluyen una tercera fuente de luz: una fogata. La temporada de pesca es en invierno, y los pescadores encienden fuego para abrigarse. También los campesinos encienden fogatas como centro de una celebración, o simplemente para cocinar. Sea cual fuere su uso, el fuego atrae al ojo de inmediato hacia la tela. Es un imán, lo mismo en la pintura que en la vida real, y refuerza la sensación de calidez y armonía que anida en el centro de cada pintura de Mario Pérez.

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Pérez, Mario. Pesca en el médano. Oleo sobre tela 70x90 cm. Año 2015. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html


Pérez, Mario. Fogatas de San Juan. Oleo sobre tela 180x150 cm . Año 2007. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html

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PĂŠrez, Mario. Bailongo. Oleo sobre tela 120x150 cm . AĂąo 2016. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/obrasGaleria/images/5Gde.jpg

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La provincia de San Juan esta abarrotada de mariposas: tiene más de noventa clases diferentes. Las hogueras de los cuadros de Mario, con sus chispazos de pintura roja o crema, nos recuerdan a las mariposas. Siempre en busca de la luz, la mariposa acaba por encontrar la muerte en el fuego. Es este mismo orden el que impera en el mundo natural.

Por razones que el artista apenas intuye, pinta desde un punto de observación aéreo. Uno está siempre mirando desde arriba los eventos que tienen lugar en la tela. El artista, sin embargo, no se mantiene al margen, sino que se adentra personalmente en el drama. A veces es el observador que mira desde los márgenes, apoyado en su bicicleta, de espaldas al espectador. Otras veces es un niño pequeño, de la mano de un adulto, mirando -una vez más - pasivamente. A veces está en el viento mismo. Sólo el espectador en la vida real observa la escena desde arriba. La vista aérea magnifica el paisaje, refuerza su amplitud. También opera a la manera del Cubismo, permitiendo al pintor presentar más información de la que estaría al alcance si uno mirase de frente el plano de la pintura. La perspectiva no es sólo desde arriba. Con frecuencia se expone la curvatura de la tierra.

Ante la pregunta, el pintor nos habla del entorno insular de la gente que pinta. No pueden imaginar la existencia de ningún mundo más allá de este, el suyo. Tanto valoran este espacio sereno que viven en él con armonía, con dignidad. Si traspusiera uno el umbral de una de sus pequeñas casas de ladrillo o madera, le tratarían como al más honorable de los huéspedes. Prepararían la mejor comida y cubrirían la mesa con su mejor mantel. Cuando se reúnen con sus amigos y vecinos para celebrar, se ponen la ropa de domingo, o “de ir al centro”. La de ellos es una vida plenamente contenida, que descansa con holgura en el arco de una tierra íntegra.

Mario Pérez estructura sus cuadros de un modo clásico o formal. El ojo del observador suele entrar a través de un punto de luz; por ejemplo, una hoguera o un farol callejero. Desde allí se mueve en círculos en torno al centro de la pintura, recogiendo información, antes de regresar al punto de entrada original. Este movimiento circular se reitera mediante convenciones pictóricas como el horizonte curvo, una línea ondulante de cercos diseminados a intermitencias, o la configuración de las escenas dentro del cuadro.

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Ya se trate de un circo, de una serie de pescadores esparcidos a la vera de un río, o de una escena de pueblo, la estructura es casi siempre circular. Esto refuerza la búsqueda de equilibrio del artista, tanto en el tema como en la forma que adopta la pintura. En ocasiones, el artista opta por introducir tensión en la pieza contraponiendo a sus formas circulares elementos geométricos de origen humano. Por ejemplo, el ojo se mueve desde el primer plano hacia el centro y por fin hacia el horizonte lejano, recorriendo las líneas rectas de unas casas en primer plano hacia un campo de trigo rectangular o un corral vallado por cercos en el centro. Sigue luego hacia la lejanía, a menudo guiado por una fila de árboles, un grupo de arbustos o una formación geológica.

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A veces Mario abandona el círculo y formula sus imágenes planas del desierto a lo largo de una línea principal creada por un tren o por una hilera de pequeños edificios. Aquí introduce un elemento humano para aportar el contrapunto, la experiencia que abarca y engloba, de hecho, esa calidez tan propia de su trabajo.Sólo en sus dibujos al carbón y al pastel adopta Mario Pérez la convención modernista del plano pictórico chato, en que la acción se proyecta en el espacio más allá del cuadro.

Los dibujos son estudios pictográficos de las mismas escenas que ocupan sus óleos. Por ejemplo, una serie reciente se basaba en las carreras de bicicletas. Por lo general los dibujos se diferencian de las pinturas en que son monocromáticos; el color sólo participa como realce o adorno ocasional. Los espectadores se equivocan al pensar que la obra de Mario Pérez es nostálgica. Antes bien, su pintura es de paisajes, de aguda observación, y profundamente enraizada en un lugar específico. Las casas son viviendas pequeñas, de un solo piso, que se aferran a la tierra no porque la gente sea pobre, sino porque San Juan es zona de terremotos. Sólo en este siglo se soportó el azote de terremotos masivos en 1944 y de nuevo en 1977. En el 44 murió más gente, aunque el terremoto del 77 fue más fuerte. Cada vez que la ciudad se ve obligada a reconstruir se aprende más sobre cómo contrarrestar las condiciones sísmicas. Hoy San Juan es una ciudad de edificios bajos, de una planta, distribuidos a lo largo de anchas calles sombreadas de plátanos, y salpicada de parques. En el centro hay una hermosa plaza, que la población de un millón y medio utiliza intensamente. Los barrios que hoy existen, al principio del siglo XXI, no dejan de asemejarse a los que aparecen en el microcosmos de las pinturas de Mario.


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PĂŠrez, Mario. Carnaval. Oleo sobre tela 120x150 cm. AĂąo 2016. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html


Pérez, Mario El Arca. Bronce. 48x34x20cm. 2009. Recuperado de https://www.zurbaran.com.ar/mario-perez/

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En esos barrios, como en los cuadros de Mario, todavía aparecen novias desde la oscuridad en los sitios más inesperados, rodeadas de unos pocos amigos, para tomarse una foto. Si el cuadro está lleno de gente, seguramente es domingo. Todo el mundo usa bicicletas, desde los niños a los ancianos. De vez en cuando se ve pasar un carro de caballos; aparecen boxeadores y jugadores de futbol, y coches modestos llenan las calles. Se establecen cines al aire libre en el desierto, en un principio por parte de los misioneros mormones, pero también para películas de Hollywood. Los perros corren de aquí para allá, entreteniéndose. Aunque las escenas de Mario se originan en su niñez, el pasado sigue vivo en la vida cotidiana de San Juan. Porque aquella idea que expresara Tolstoi sigue siendo una de las convicciones profundas del artista: cuanto más fielmente pinta uno su aldea, más fielmente retrata el mundo.

Cuando Mario era niño, su madre y su padre lo controlaban de cerca. No le permitían salir con sus amigos a cometer travesuras. En cambio, se sentaba frente a la ventana e imaginaba que ellos llevaban vidas mucha más plenas que la suya. Desde temprano adquirió ese hábito de imaginar y soñar. Quizá fue un regalo que —sin proponérselo— le hicieron sus padres; quizá

explique la sensación de mito o de misterio que impregna su arte. A veces viaja hacia atrás en el tiempo, dejando a la gente de San Juan para imaginar mitos más antiguos. El Caballo de Troya atraviesa, sobre ruedas, la planicie del desierto; Adán y Eva salen, expulsados, del jardín desértico de Mario; el Arca de Noé navega en el azul del mundo nocturno del pintor; la Torre de Babel, hecha de arcilla local, se eleva hacia el cielo de San Juan.

Pero el que le resulta más querido es un santuario a no más de veinte kilómetros de la ciudad de San Juan: el pueblo de Vallecito, donde la gente ha construido un altar a la Difunta Correa. Era una mujer corriente, que se casó con un soldado. Murió de sed siguiéndolo a través del desierto. Cuando la encontraron en este sitio al que estará por siempre ligada, descubrieron un milagro. Su bebé estaba vivo, mamando aún el pecho de la madre. Hoy llega gente de todo el continente a rezar, a dar gracias. La ladera está cubierta de pequeñas reproducciones de casas compradas con ayuda de la Difunta Correa. Está abarrotada de placas de matrícula de gente que sobrevivió a terribles accidentes de auto. Otros traen velas, flores, fotos de sus seres más queridos y, sobre todo, jarras de agua.

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Pérez Mario. Una vueltita más. Oleo sobre tela 100x80 cm. Año 2010 . Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html

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Tres veces ha pintado Mario el templo, cada una construida a partir de los detalles reales que uno encuentra allí hoy: un gran cartel de Coca-Cola, un camión de agua que alguien le ha dejado de regalo a la Difunta, una serie de tiendas al pie de la colina que atienden a los peregrinos y los turistas.

Pero siempre pinta el poder de la convicción humana, que se hace evidente en este santuario conocido en todo el mundo y, sin embargo, absolutamente local. Su tema de fondo es el espíritu; no sólo del lugar, sino de los seres humanos que lo habitan.

Está claro que Mario Pérez pinta el material de la magia. Lo más mágico de todo es su sentido absolutamente perfecto del color. La luz se vuelve azul y rosada al iluminar la oscuridad alrededor de un zaguán. Sea cual fuere la combinación o el tono, hace cantar al desierto. Sus rojos claros y sus azules, sus rosas y sus púrpuras hechizan y deslumbran. He aquí un maestro del color, en pleno trabajo. Uno mira sus cuadros y cae seducido, se ve transportado a otro lugar.


http://www.mariosegundoperez.com/criticas.html

Laurel Reuter Directora Museo de Arte de North Dakota, Grand Forks, USA

Pérez, Mario. Sandía. Oleo sobre tela 70x90 cm. Año 2006. Recuperado de http://www.mariosegundoperez.com/galeria.html

El artista ha logrado su objetivo último: ofrecernos, como observadores, los medios para salir de los cuerpos que nos encapsulan, porque sólo entonces nos sentimos libres.


Pérez, Mario. El Arca. Óleo sobre tela. Colección Privada. Recuperado de https://www.twgram.me/media/1847282711398223726_1928721609


http://www.revistaaltagama.com.ar/mario-perez/

“Hay obras que lo son por los premios logrados o una especial por haber sido tapa de catálogo de Christie‘s Heard por ejemplo, son importantes, son obras únicas, mágicas para mí y por más que he pintado más de mil obras, sí en mi cabeza rondan 10, 12 obras que son como la guinda de la torta como por ejemplo la obra EL ARCA DE NOÉ, muy apreciada por mí, ya que siempre que se pintó al arca en la historia del arte, se lo hizo convulsionada por lo meteorológico, es decir lluvias, truenos, rayos y centellas, huracanes, entonces era el castigo impuesto sobre la tierra donde esta pequeña arca de Noé se bamboleaba; en cambio, recordando el dicho “siempre que llovió paró”, fue como una forma de ver que alguna vez lo hizo y alguna noche en un mar calmo el cielo se reflejó en él, y era una manera de darse la mano, de que la paz estaba allí, donde el castigo llegaba a su fin, hubo una paz, se originó la calma y la pinté en ese instante, y para mí fue fundamental. Fue así como a través de mi sensibilidad pude captar ese instante, verlo en mi interior y plasmarlo en la tela.”

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