Entrevista a Ana María Matute para Iguazú n.18

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Ana María Matute: ¡Ábrete, sésamo! [ Entrevista por Arantxa Díaz Muñoz ] La Catedral de Santa María me abría su puerta de atrás. Cargada con agenda, grabadora, ejemplares del número dieciséis de Iguazú, bolígrafos y hasta pilas de reserva, me esperaba primero la noticia de que el vuelo de Ana María Matute se había retrasado y que probablemente no pudiera recibirme por el ajetreo que le deparaba su agenda. Después Roberto, nunca sabré agradecértelo con palabras, me procuraba un lugar donde aguardar los siguientes pasos de la escritora. A las dos y cuarto de un mediodía tan cálido como Ana María, Carlos, otro de los miembros de la Fundación Catedral Santa María, me llevaba en su coche al céntrico hotel donde se alojaba la autora de Olvidado Rey Gudú, Tres y un sueño, Los Abel, La pequeña vida o Primera memoria. Los nervios afloraban en el vestíbulo del hotel. Huéspedes despistados buscaban el comedor y ese olor, que es casi siempre idéntico en las recepciones, les ayudaba a encontrarlo. Ana María Matute aparecía con la calma que da el haber visto tanto y el haber hecho de sus días una aventura, un juego de una niña traviesa que sabe que la vida "es una equivocación maravillosa". Hechas las presentaciones y advertidas del poco tiempo del que disponíamos, unos quince minutos, nos sentábamos. Frente a nosotras el parque de la Florida, con los guiños de sus árboles a una mujer que reconoce su atracción por la naturaleza, especialmente las que despiertan en ella el bosque y el mar. Coqueta, colocaba el bolso encima de la mesa que nos separaba, apoyaba su bastón de empuñadura con forma de galgo, y paciente, me recomendaba que le preguntara aquello que más me interesara. ¡Si ella hubiera sabido la tormenta que me estallaba por dentro! Repasábamos primero su infancia. Iguazú- Ana María, durante su infancia sufrió enfermedades que la tuvieron encerrada en su habitación. ¿Cómo le marcaron? Ana María Matute- Me marcaron más muchas otras cosas. A ese tiempo enferma le debo el ser reflexiva y mi pasión por la literatura. la 52...

Mansilla de la Sierra es uno de esos lugares que cita cuando se refiere a su niñez. Solíamos pasar allí los veranos. Mi madre tenía allí una finca maravillosa. Prefería jugar con los niños. ¿Era un poco "chicote"? No, nunca he sido un chicote. Siempre he sido muy femenina. Las niñas de esa época no eran como las de ahora. Me aceptaban más los niños. ¿Qué aprendió de los niños de Mansilla? Sólo íbamos allí en verano. Eran distintos a aquellos niños que conocí en los colegios de Madrid y de Barcelona. Era difícil entablar unas amistades que se truncaban al cambiar de colegios. En su libro Tres y un sueño encontraba el día anterior esta descripción del bosque. "El bosque empezaba detrás de la casa, y casi nadie iba allí. La niebla se acercaba tanto que borraba las copas de los árboles y entonces todo parecía íntimo y secreto, tan cerrado y pegado al suelo que la obligaba a permanecer horas y horas entre los troncos, en el húmedo velo, sin deseo alguno de volver a casa." ¿Qué supone el bosque para usted? Me encanta disfrutar del bosque, del mar ... Cuando era niña me escapaba al bosque y mi madre me preguntaba que a dónde iba, que por qué salía corriendo. Háblenos de su aya vasca. Había entrado con diecisiete años en la casa de mi madre y se ocupó de nosotros y también de mi hijo. Lo daba todo. Fue una segunda madre para mi. Hasta que cumplí los tres años nos hablaba en euskera. No sé por qué dejó de hacerlo, porque mis padres nunca le dijeron nada. Siguió hablándonos en castellano con una sintaxis muy divertida. Era de Zumaia y cuando nos portábamos mal nos amenazaba con no llevarnos a su pueblo. Al final nos portáramos como lo hiciéramos, siempre nos llevaba con ella. la 53...


El Ritz, Barcelona, el Nadal... ¿qué sintió cuando entró al Ritz por vez primera? Eran otros tiempos. Allí se celebraban las puestas de largo. Ahora el Ritz es el Palace... No recuerdo qué sentí en ese momento. Yo era muy joven. ¿Es cierto que recogía todo tipo de materiales y hacía maquetas de pueblos? Maquetas no, eran pueblos. Entonces vivía en Sitges y enfrente de mi casa había una carpintería. Entre los recortes que tiraba el carpintero encontraba escaleras, puentes... Levantaba pueblos enteros y tropeles de niños se acercaban a ver cómo alguien tan mayor jugaba con todo aquello y les contaba relatos que los fascinaban. Había un conde que vendía sus cuadros a cambio de chuletas. Cuando los cuadros se acabaron, no hubo más chuletas. Se suicidó precipitándose al mar... Todos aquellos niños disfrutaban con esos relatos. Carlos Castilla del Pino afirmaba en la conferencia que inauguraba el ciclo de "El arte de vivir. El ser humano como arquitecto de su vidal", que no hay inmortalidad, hay memoria. ¿Cómo quiere que la recuerden? Que me recuerden por mis libros.

Apagaba la grabadora, que no servía para nada porque la voz de Ana María Matute es suave, casi etérea. Me despedía de ella con la sensación de no haber estado lo suficientemente preparada, de no haber estado a la altura de las circunstancias. Ya en la salida del hotel Ana María, la niña traviesa , intentaba abrir las puertas con un "ábrete sésamo". Bajaba despacio las escaleras, una figura menuda, con el pelo blanco, ojos curiosos y sonrisa sabia. la 54...

El faro de Ceuta. 22 de mayo de 2005 | Sección OPINIÓN

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Antonio y “El estudiante” L.G. Álvarez Corría el final de la década de los sesenta cuando se inauguró la librería “El estudiante”. Eran los tiempos de la guerra de Vietnam, la celebración de los XIX Juegos Olímpicos en México, el segundo transplante de corazón en el 68, la llamada “primavera de Praga”, los desórdenes estudiantiles del Mayo francés, que tuvieron repercusión en toda Europa -por ejemplo, en España se decretó el Estado de excepción (1969)-, los sucesos en la Plaza de las Tres Culturas en México D.F., el asesinato de Robert Kennedy, la boda de Jacqueline Kennedy con Onasis, la conquista de la Luna en julio del 69, la dimisión del General De Gaulle, la independencia de Guinea española, la guerra de Biafra, Matesa, la proclamación de Juan Carlos como sucesor de Franco, etcétera. Todo eso y mucho más sucedió a finales de los sesenta. Sin embargo, aquí, en nuestra ciudad, la vida transcurría como traspasada por la mansedumbre de las cosas y de los sucesos locales. Todo lo citado anteriormente nos cogía algo lejos. Intuíamos que después de la revolución obrera-estudiantil de mayo en Francia nada iba a ser igual, pero poca o ninguna

repercusión inmediata tuvieron aquellos sucesos en nuestra ciudad. Quizá, nos emocionamos sobremanera con la llegada de Amstrong a la Luna aquella noche del 21 de julio. Pero nada más. Y de repente, “El estudiante”. La librería “El estudiante” estaba ubicada en la calle Falange Española, 22. Concretamente en la llamada “Galería Revi”. Al fondo a la derecha, en donde una vez estuvo el estudio de “Fotomatón”. Su apertura fue un aldabonazo en aquel yermo panorama culturalliterario ceutí. Allí fue nuestro primer contacto con el boom latinoamericano, con el nouveau romance francés de Alain Grillet y compañía de la década anterior, allí adquirimos tímidamente los volúmenes de “Historia del pensamiento socialista” de Fondo de Cultura Económica y un largo etcétera. Estábamos como enloquecidos. No se conocía en Ceuta algo parecido. “El estudiante” era el centro de reunión de la llamada “progresía” de aquel entonces. Se hablaba, se discutía y los más jóvenes quedábamos deslumbrados por los conocimientos políticoliterarios de aquellos que alardeaban de estar en el secreto de adivinar el futuro de nuestro país. Hubo quien nos impresionó susurrándonos al oído su la 55...


pertenencia al clandestino PSOE, o tal vez al Partido Comunista. Era el delirio. Nos estremecíamos al pensar que ese desconocido que alguna vez entró en la librería perteneciera a la Político-Social. En tales casos se bajaba la voz y se miraba de reojo al intruso, que con su no deseada presencia rompía aquella atmósfera mística que nos envolvía entre las cuatro paredes de “nuestra” librería. El artífice de todo aquello fue Antonio. Contaba Antonio que allá en su Sevilla natal había pertenecido como vocalista a una Orquesta. Y a fe que tenía “pinta” de ello. Después, ya en Ceuta, trabajó durante algunos años en la fábrica de harina hasta que cerró. Pero era un enamorado del libro. Antonio era una persona cálida, cercana, tranquila, pacífica. De natural bueno. En el sentido antropológico de bondadoso. Noble, prudente, generoso, desprendido. Tan así es que su generosidad y su desprendimiento le causaron dificultades económicas que tuvieron que ver con el cierre de la librería al final de la década siguiente. Después de cerrar “El estudiante” se trasladó al Morro, en donde abrió un local en el que se podían adquirir objetos de escritorio y escolares. Quiero recordar que también estuvo ubicado en la antigua Plaza de los Reyes en una caseta prefabricada. Nunca perdió su carácter entrañable, su bondad la 56...

y su calidez. Hace unos diez años tomó la determinación de trasladarse con su esposa Antonia a la residencia de la tercera edad “Virgen de África”, situada en la barriada San José. Él continuó con su cartera, en donde llevaba sus trípticos y folletos de enciclopedias y libros, visitando a sus clientes de toda la vida. El pasado viernes 13 enterramos a Antonio. Aunque sus apellidos eran García Moreno, le conocíamos como Antonio el de “El estudiante”. Allí, en el Tanatorio, abracé a sus hijos. Recordamos las vicisitudes de aquellos años dorados de la librería “El estudiante”. Indudablemente, algo de todos nosotros se va con él. Nos queda su hermoso recuerdo, su alegría de vivir pese a las dificultades. Evidentemente, ya no somos aquellos jóvenes que hicimos de “El estudiante” nuestra sala de estar; pero, de alguna manera, entre las cuatro paredes de su librería él nos inculcó el gusto por el libro y por la lectura. Quizá, en estos tristes momentos, me embargue un suave y dulce sentimiento de nostalgia; no tanto, posiblemente, por su fallecimiento como por su cálido recuerdo. Descanse en paz.

Macondo era el perro de mi abuelo [ Abel E. Cantero ] Un beso, abuela. Antonio García Moreno era mi abuelo, y Macondo se llamaba su perro. El nombre al perro se lo pusieron sus niñas –mi mamá y mis tres titas-, y bien orgulloso que estaba el abuelo de ello. El abuelo era muy generoso. Aunque a veces me prometía cosas y después no se hacían realidad, yo le quería igual. Recuerdo que pasaba horas y horas con él y con Macondo en una caseta de metal que estaba en la Plaza de los Reyes de Ceuta. Dentro había estanterías repletas de libros; y por fuera era blanca, con un búho y la palabra Paideia pintados en negro junto a la entrada. Allí recibían alegremente Antonio y Macondo a la gente. Allí leía yo mis cómics de El Pato Donald, Los Picapiedra, Los Pitufos, Vikie el vikingo, Mortadelo y Filemón, 13 Rúe del Percebe, Scooby-Doo, Superlópez…; y libros como Cuentos al amor de la lumbre, Jeruso quiere ser gente, Momo, El misterio de la isla de Tökland… y también aquellos libros en los que en cada página decidías hacia dónde iba a ir la historia con varios finales a descubrir… ¿O lo de Superlópez y los libros fue después…? No recuerdo... A veces todo se encuentra de sopetón en el baúl de la infancia y se confunde… Pero no, no: Cuentos al amor de la lumbre lo tuve en mis manos allá, seguro. Aquellas historias e ilustraciones de trazo grotesco me impactaron sentado en el suelo, bajo la estantería que estaba junto a la puerta; donde se sentaba el abuelo en su banqueta a tomar el aire, mientras esperaba a algún lector interesado en conocer los libros que aguardaban a su llegada. No sé si antes o después de este libro, sufrí mi primera cicatriz sobre la Plaza de los Reyes, tras tropezar con uno de los tenderetes que se montaban durante la feria del libro y caer al suelo de bruces. Mi abuelo dejó su tenderete y acudió a socorrerme, avisado por algún la 57...


conocido de la familia del accidente. Mi madre llegó un poco más tarde, convencida de que aquello no había sido nada; pero cambió de parecer cuando vio el corte que mi abuelo dejó al descubierto, tras retirarme de la barbilla uno de esos pañuelos blancos que siempre llevaba encima para secarse el sudor de su amplia frente. (…inclinaba la cabeza un punto hacia abajo, recordando un tanto el gesto de un cantante cubano a punto de entonar una melodía –tez morena, cabeza ancha, nariz chata, pelo cano muy rizado y fino bigote-; entonces se pasaba con delicadeza el pañuelo sobre la frente, esbozaba una sonrisa, levantaba la cabeza y, con el tono agudo y nasal de su Machín del alma, exclamaba en andalú: ¡Ojú qué caló, shiquiyo!) Al llegar a la entrada del hospital, dice Toñi, mi madre, que introducían en camilla a un soldado que se había suicidado, y que todavía temblaba el cuerpo. Mientras me atendían en el dispensario de primeros auxilios, la aguja cosiéndome la herida hizo sentarse a mi madre a un lado, ya que se sentía un tanto conmocionada por la sangre, las prisas, el muerto que temblaba, mi niño, la sala de urgencias, el doctor, la enfermera, la aguja, el hilo, la sangre, mi niño... En cuanto acabó la breve intervención, ofreciéndome cariño, consiguió que ambos volviéramos a sentirnos en paz de nuevo. Había finalizado la pequeña vorágine. Después fuimos a la casa de mis abuelos, en el Pasaje Cerni, subiendo unas escaleras un tanto incómodas y siempre húmedas, que olían a piedra en descomposición; pero que se abrían al final, una vez pasada la casa, a un espacio abierto: el descampao al que iba a pasear con Macondo, reviejo y alegre como siempre. En una de las paredes de la despensa –un cuartillo situado al fondo del pasillo, junto a las otras dos habitaciones que hacían de dormitorio-, justo sobre la nevera que medía como un metro y poco que tambíén servía de estantería para las revistas y una planta-, estaba el retrato de un tipo con barba y bigote, pelo largo y boina militar con una estrella en la frente –impreso sobre fondo rojo-, que había sido colgado allí por mis titos cuando aún vivía Franco y yo no había nacido. Nadie me dijo nunca que aquel tipo fuera el Che Guevara, lo descubrí mucho tiempo después, ya en Barcelona. (…qué rica estaba aquella jugosa tortilla de patatas que sólo sabía cocinar tan bien el abuelo, y la leche Carnation, cuyas latas eran la 58...

como las de la sopa Campbell’s, pero con leche dentro; y las tostás con manteca colorá y azúcar, y las milhojas de crema...) De mi estancia en la casa de mis abuelos, también me quedó grabado un gracioso ritual cotidiano: “Buenas noches” decía el presentador del telediario; “Buenas noches” contestaba el abuelo, consiguiendo hacerme reír de nuevo. Por aquel entonces, tan sólo había dos canales de televisión en los que veía los fines de semana programas como Cajón Desastre, Fraguel Rock, La Bola de Cristal… O no… Otra vez el baúl de la infancia... Me acercaba mucho al aparato de televisión, eso sí; allí comenzó a manifestarse la miopía que me diagnosticarían más adelante. Son recuerdos vivos, tan fuertes que, hasta hace relativamente poco, creí que había pasado en casa de mis abuelos un año entero. Pero tan sólo fue un mes; mientras mis padres realizaban el traslado a Barcelona. No recuerdo, en cambio, el sufrimiento por verme alejado de mis padres. Se ve que siempre que hablaba con mamá por teléfono le preguntaba que cuándo volvían papá y ella de Barcelona. Mi madre a veces me comenta, cuando recordamos aquella situación, que un día llegué a decirle que era una mentirosa, y que sabía que no iba a volver jamás. Mi padre, que también se llamaba Antonio, moriría de cáncer en la ciudad condal al poco de reencontrarme allí con él y con mi madre. Pero esto forma parte de otra historia, y ya será contada si acontece… También me acuerdo de las carreras en bicicleta por el jardín del vecino Antoñito y por el descampao, de mi amigo Raúl, otra vez la sonrisa perenne del abuelo Antonio, cómo me bañaba la abuela Antonia en un barreño y Macondo, que venía conmigo a todas partes… Podría decir que la muerte de Macondo fue la segunda muerte a la que hube de enfrentarme en mi vida; dos años después de llegar yo a Barcelona. Algo normal, si tenemos en cuenta que Macondo ya tenía 15 años, y eso es mucho para un perro. Supongo que fueron tanto aquella especie de alegría canina como su fortaleza de carácter lo que le hizo aguantar tanto. O tal vez fuera el afecto, la dedicación y el espíritu jovial de su compañero humano, mi abuelo, lo que le hiciera querer sacarle a la vida todo lo bueno, y sólo eso. Las desgracias, mejor guardarlas en un cajón.

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