5 Entrevista con Eduardo Sangarcía, ganador del Premio "Mauricio Achar" 2020
Fátima López
6 Los libreros de Gandhi
8 Medio siglo del sueño de Mauricio Óscar de la Borbolla
10 Alejandro Magallanes
12 Mi tienda de raya
José Luis Trueba Lara
14 De negocios y amistades
15 Una extraña ley de la economía
Alberto Ruy Sánchez
16 Póster / 50 años escribiendo complicidades
18 50 años de recuerdos
20 Historias de libreros
21 50 años de recuerdos
24 La mejor cancha
Juan Villoro
26 El asombro y el no saber el camino
Jordi Soler
30 Nada menos que medio siglo
Toño Malpica
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Gandhi cumple 50 años de promover la transformación de nuestra vida cultural. Se trata de la primera librería moderna que se convirtió en una red de complicidades, vocaciones y vidas marcadas por la lectura. Desde que abrió sus puertas en Miguel Ángel de Quevedo, sus locales han tenido la fuerza para crear comunidades; soldar amistades, y dar cobijo a los amores y a las discusiones que nos obligan a entablar diálogos silenciosos con las páginas, a las conversaciones que nos funden para siempre o dejan huellas perennes en la memoria. Y, por supuesto, lo mismo sucede con los encuentros, en los cuales las palabras se vuelven espadas que chocan para dar paso a las chispas de la sabiduría. En el fondo, todos los que salimos con un libro somos parte de estas complicidades.
Pero Gandhi no sólo es una red de camaradería; en sus pasillos y sus sillones también se decidieron vocaciones y nacieron vidas marcadas por la lectura. La librería permite encontrar las palabras, soñar mundos posibles (e imposibles) y le abre paso a un hecho fundamental: en los encuentros entre los lectores y los autores (o entre los lectores y los lectores) se descubre el camino de la discusión, y se halla la posibilidad de estar equivocados. Estamos hablando de la razón y el diálogo que nutren a una sociedad abierta y nos permiten vivir una existencia que, de otra manera, jamás conoceríamos. Por estas razones, en esta entrega de Lee+ convocamos a muchas de las presencias de la librería: algunos escribieron sus recuerdos; otros los platicaron, y nosotros desaparecimos para sólo dejar sus palabras. Éste es un número memorioso, con mucho agradecimiento, nostalgia y emoción por poder recopilar un pedacito de esta travesía cultural llamada Gandhi, un espacio que nos acerca y nos convierte en amigos de personas que, como tú, son aventureros de sillón, dispuestos a desafiar las tempestades y adentrarse en las palabras. +
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Tema del mes:
En portada: Diseño original para Lee+ por Rodrigo Rojas
De brujas y peores demonios
Eduardo Sangarcía se estrena en el género de la novela con un texto brillantísimo que ha obtenido, con justa razón, el Premio “Mauricio Achar” 2020, otorgado por Librerías Gandhi y Penguin Random House. Anna Thalberg (Literatura Random House, 2021) es una historia estremecedora sobre una mujer acusada de ser bruja en la época de la Inquisición.
Las supersticiones, el pensamiento mágico y el miedo a aquello que no entendemos porque está fuera de nuestro alcance lógico siempre nos han causado una suerte de fascinación y horror al mismo tiempo. A decir de Eduardo Sangarcía (Guadalajara, 1985), la idea de esta novela se empezó a generar a partir de la lectura del astrónomo Carl Sagan, en torno a sus ideas sobre la superstición y la investigación que hace sobre un clérigo alemán opositor al régimen inquisidor. Luego de una exhaustiva investigación sobre el Medievo y su temible Tribunal de la Santa Inquisición, Sangarcía empezó a desarrollar un texto sobre una mujer acusada de ser bruja. Los detalles tanto históricos como fantásticos en los que profundiza el autor nos introducen en ese arco de fascinación y pánico simultáneos: ritos mortuorios, instrumentos y métodos de tortura, criaturas terribles que existían en el bosque según el imaginario colectivo (hombres lobo, demonios) y extraños ritos a la luz de la luna. El demonio era ubicuo y capaz de poseer a las personas más apacibles, sin que éstas se dieran cuenta. Justo ése es el caso de la pobre Anna Thalberg. Obviamente, desde la perspectiva de sus acusadores.
La paranoia que causaban los ruidos en el bosque, las coincidencias extrañas, la enfermedad de un pariente y hasta la sequía eran atribuidos a la potestad del demonio, el cual usaba a las mujeres como instrumento para extender su maldad. La cacería de brujas, detonada por esta paranoia hacia la figura del demonio, podía causar que se tornaran vecinos contra vecinos, o que se terminaran familias enteras, aunque no existiese argumento lógico para acusarlas de tan terrible mal. La maquinaria de la Inquisición tenía su fundamento en la idea de la justicia divina, cuyos jueces eran examinadores, clérigos y torturadores bajo el objetivo de dar escarmiento público a cualquier persona que quisiese aliarse con el demonio. Así, los acusadores, enmascarados con el poder de Dios, se transformaron en verdaderos ejecutores de maldad, y causaron la muerte de miles de mujeres inocentes. ¿Serían estos miedos y supersticiones o los inquisidores los verdaderos demonios de aquella época?
La novela toma en cuenta no sólo la historia de Anna Thalberg, sumida en una profunda tristeza en la cárcel, esperando su veredicto, sino también los contextos de los personajes adyacentes: su marido; el clérigo de su aldea, quien busca ayudarla a recobrar su libertad; el examinador; el confesor… De esta forma, podemos entender el papel de cada uno en esa máquina de terror: la cacería de brujas durante el Medievo.
Anna Thalberg pone el dedo en la llaga sobre temas relevantes, como la misoginia, el clasismo, la falta de justicia que experimentan las mujeres, los juicios acusadores a aquel que se atreva a ser diferente. Se trata de una suerte de espejo que apunta, incluso, a nuestra época.
El autor, formado en cuento originalmente, y con tres premios bajo el brazo —Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”, Premio “Julio Verne” de Ciencia Ficción y Premio Nacional de Cuento Joven Comala—, se lanza al llamado “género mayor” con un salto formal innovador y tremendamente fascinante para los lectores: capítulos de un solo párrafo hacen que la respiración del texto se vuelva vertiginosa y le añaden tensión y suspenso a la novela; detalles tipográficos que resuelven monólogos internos, y diálogos simultáneos. Nos encontramos ante una novedad absoluta y un virtuosismo formal, al mismo tiempo que se presenta una historia de horror sobre una pobre mujer, cuyos grandes pecados fueron ser pobre, fuereña y pelirroja.
“Sacaban a las mujeres a la fuerza de sus casas. Las llevaban a las torres de brujas y, una vez que entraban a estos lugares, era prácticamente imposible que pudieran salir, porque la propia máquina inquisitorial estaba construida de tal manera que era imposible demostrar inocencia. Si había alguien que denunciara, lo más probable era que el denunciado acabara quemado y que, para poder salvarse de las torturas, tuviera que delatar a otros. Era la manera en que este sistema funcionaba. Así que decían el nombre de sus vecinos y de sus conocidos para poder librarse de las torturas”, comenta Sangarcía.
Las voces que narran esta historia otorgan a la novela una veta absolutamente original; capítulo a capítulo se precipitan, creando tremendo suspenso a pesar de tener anunciado el final. Anna se erige en su propio desenlace con gran dignidad, cosa que, como lectores, se agradece profundamente. Con esta novela, Sangarcía lleva a cabo una suerte de homenaje a sus autores favoritos: Carlos Fuentes y António Lobo Antunes, a quienes considera grandes maestros de la narrativa. Otra de las inspiraciones para lograr el ritmo y la tensión de la novela fue Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, traducida por Sergio Pitol, y configurada como una novela de un solo párrafo. La idea de crear un texto narrativo que precipita la respiración del lector proviene justamente de ahí. El jurado que otorgó el Premio “Mauricio Achar” 2020 estuvo conformado por los escritores Fernanda Melchor, Cristina Rivera Garza y Julián Herbert, así como los editores Jorge Lebedev y Andrés Ramírez. Este premio busca difundir la obra de nuevas voces de la narrativa mexicana, además de continuar con el legado del fundador de Librerías Gandhi, Mauricio Achar, incansable promotor de la cultura y del arte, y soñador irredento de un mundo en el cual los libros nos transforman. +
Fátima López
Los libreros de Gandhi
De izquierda
Los libreros son muy extraños: en cada uno de sus volúmenes se esconde un ser humano que está dispuesto a iniciar una conversación en el preciso instante en que lo invocamos. Aún más, sus palabras lo reflejan, y desnudan su alma. Justo por eso, cuando los tomamos nos sucede exactamente lo mismo que con las demás personas: algunas se convierten en amigas para toda la vida, y le robamos tiempo al tiempo para estar con ellas; otras apenas nos acompañan en algunos momentos, así que terminan por convertirse en un recuerdo que apenas se puede evocar, y, por supuesto, no faltan las que no nos importan o las que nos resultan insoportables.
A diferencia de nuestros anaqueles, en los cuales nuestras amistades se muestran sin pudor, los libreros de Gandhi se revelan como una ciudad antiquísima donde todos tienen cabida: en esa urbe, las viejas calles y sus pobladores están dispuestas a recibirnos sin importar los siglos que nos separan. Se miran las nuevas avenidas, que pueden asombrarnos con su velocidad, su cosmopolitismo y su modernidad. Incluso, si nos fijamos bien, en esa ciudad de libros también hay barrios peligrosos; lugares sorprendentes, y espacios donde nuestras creencias más duras pueden ser puestas a prueba. Por si todo esto no bastara, están los lugares de los niños; las calles de las diversiones más estrafalarias, y el material que alimenta las tristezas más profundas.
Como toda ciudad, los libreros de Gandhi nos ofrecen recorridos infinitos en los que se corre el riesgo de extraviarse. Sin embargo, si los observamos con un poco de cuidado, nada nos tardamos en descubrir la nomenclatura de sus calles: ahí se ven las avenidas de la literatura; las calles de la historia; las callejuelas del ensayo y del teatro, o los parques de la literatura infantil y juvenil. Pero como esta nomenclatura apenas nos revela las grandes líneas de la ciudad, a la puertas de ella se encuentran los guías, que pueden acompañarnos. Algunos de ellos son los que sonríen en esta foto y, con toda seguridad, conocen los atajos y los lugares que se ocultan de nuestra mirada. Caminar con ellos es asumir la posibilidad de un paseo seguro, aunque la posibilidad de extraviarse no se puede desdeñar: ahí, en uno de los libreros, está la presencia definitiva que aún no conocemos y que vale la pena hallar. Querídos libreros, son vitales para nosotros, muchas gracias por su trabajo, esfuerzo y pasión. +
Personas en portada y en póster en centrales, de izquierda a derecha:
William Shakespeare - Sor Juana - Mahatma Gandhi - Rafael Cauduro - Amparo Dávila - Tino Veléz - Pepe Montalvo
- Juan Sebastián Aguirre - Yara Sánchez De la Barquera - Pedro Ávila - José Luis Trueba Lara - Paco Ignacio Taibo II
- Benito Taibo - Alejandro Magallanes -Bernardo Esquinca - Antonio Malpica -Elvis/ Rodrigo Morlesin - Shirley Jackson
- Hilario Peña - Xavier Velasco - Julio Trujillo - Guadalupe Nettel - Ernesto de la Peña - Julián Herbert - Juan Villoro - Alberto Ruy Sánchez - Juan José Arreola - Guillermo Fadanelli - Roberto Bolaño - Arnaldo Coen - Mary Shelley - José Emilio Pacheco - Elena Poniatowska -Germán Dehesa - Ricardo López - Óscar de la Borbolla - Sergio Pitol - Rosa Beltrán - Jorge Ibargüengoitia - Jorge Volpi - Alberto Achar - Emilio Achar - Mauricio Achar - Pepe Achar - Nelly Achar - Mario Nawy - Antonio López - Carlos Monsiváis - Octavio Paz - Fernanda Melchor - Raquel Castro - Alberto Chimal - Ángeles Mastretta - Guillermo Arriaga - Cristina Rivera Garza - Fernando del Paso - Ignacio Solares - Maya Angelou - Jorge Lebedev - José Agustín - Virginia Woolf - Carlos Fuentes - Juan Rulfo.
a derecha: Copilli Maye, Eduardo Jiménez, Silvia Zeferino, Francisco Goñi, Gabriel Tlacuhapa, Alejandro Espinosa, Javier Barragán y al fondo Ángel Zavala
de la Borbolla
“ Medio siglo del sueño de Mauricio
Soy portador de un saludo del pueblo búlgaro”. Nunca entendí esta frase con la que Mauricio Achar diariamente, durante años, llegaba a mi mesa de la cafetería de Gandhi a saludarme. Yo levantaba la vista con una sonrisa y, a veces, con cierto disgusto, pues a él le encantaba interrumpirme cuando me veía escribiendo más inspirado que nunca.
—Ya, ya —me decía—, sé que eres parte de las fuerzas vivas de este país; pero vengo a talonearte un café.
Y no había más remedio que ofrecerle una silla y disponerme a pasar una hora de carcajadas escuchando toda clase de anécdotas: que un moralista le había detenido un embarque de libros de los dibujos de Vargas en el Puerto de Veracruz.
—Y, ¿quién es Vargas? —le preguntaba.
—Pues el ilustrador de la revista Playboy.
—¡Cómo! —rugía yo— ¿El de las muñecas de belleza sobrenatural?
—El mismo.
—¡No es posible!
Y en ese momento, frente a él, me ponía a escribir un texto fulminante, que al día siguiente aparecería en el periódico Excélsior
haciendo escarnio de la mojigatería aduanera. Otro día me contaba:
—Te digo que compré un contenedor de llaveritos, y en la junta del consejo me pusieron pinto.
—Pero, Mauricio, tu negocio son los libros, ¿en qué cabeza cabe comprar cientos de miles de llaveritos?
—Ya saldrán —me decía.
Y no sólo salieron, sino que se inauguró una de las fuentes principales de ingresos de todas las librerías de este país, pues a los llaveritos se sumaron tazas, rompecabezas, relojes de arena, títeres, pisapapeles y toda clase de objetos de ornato intelectual que ahora son infaltables detrás de las cajas registradoras de las librerías que se respetan.
Platicábamos de todo, aunque su debilidad mayor eran los chistes, principalmente los que él contaba, pues cuando a mí se me ocurría intercalar alguno que yo supiera, Mauricio se quedaba serio, como si no lo hubiera entendido, y, antes de poder explicárselo, ya me había surtido con dos o tres más. No eran chistes nuevos, pues le encantaba contar siempre los mismos, y como tenía una gracia natural para
hacerlo, yo volvía a festejárselos con auténticas carcajadas, que lo animaban a seguir. Entre esos chistes había uno que me contó durante años y que era más bien una pequeña historia que le llenaba de una luz especial los ojos negros, grandes y redondos, como de moro. Me preguntaba:
—¿Sabes qué es el amor?
Y yo le respondía que no, para volver a darle pie a su relato.
—Ah —decía él, entusiasmado de poder enseñarme la más grande verdad metafísica del mundo—. Imagina —me decía— a una pareja que queda de verse en una estación de metro a cierta hora. Ella está arreglándose en el baño de la empresa en la que trabaja. Él mira el reloj en su oficina: aún hay tiempo, pero de pronto el jefe le pide que firme un montón de papeles. Ella llega a la estación y camina en el andén de un lado a otro hasta que, decepcionada, decide irse. Él llega a la estación, baja las escaleras en el momento en que el metro arranca. Ella lo ve por la ventanilla. Él le hace señas de que lo espere en la próxima estación. Ella entiende. Y entonces Mauricio, poseso por la mismísima verdad, decía: “¡El amor es la distancia que hay entre esas dos estaciones!”, y la luz que le llenaba los ojos era el brillo de alguna lágrima furtiva.
En los tiempos de Mauricio, la Gandhi no era la librería Gandhi, sino simplemente la Gandhi. Un gran bastidor con la imagen del pacifista que liberó a la India estaba en lo alto de la escalera y, todos los días, docenas de escritores, de matemáticos, de pintores, sociólogos, filósofos, cineastas, economistas, biólogos, músicos y hasta geógrafos, de jóvenes con o sin revolución, de viejos con o sin recuerdos subían esas escaleras rumbo a la cafetería donde oficiaba Mauricio, encerrado en el mismo eterno juego de ajedrez.
Porque en esos años, larguísimos años, Gandhi, más que una librería, era un centro de investigaciones patafísicas en el que se desarrollaban toda clase de proyectos: en una mesa se planeaba una película; en otra se pergeñaba un poema; en otra se garabateaba una partitura; más allá, una revolución; en la mesa de mi Beatriz, una novela, y en la mía, montones de “Ucronías”, pues prácticamente en esos tiempos yo vivía de eso.
Gandhi era una biblioteca, un centro de reunión, un espacio cultural donde se podía, por el precio de un café o incluso sin consumir nada, pasar el día soñando, inventando, creando, produciendo ideas, dibujando bocetos... Y todos esperábamos diciembre, porque en ese mes, Mauricio —con su barba de Santa Claus— llegaba con un costal lleno de tortas de bacalao, que devorábamos como si nos las mereciéramos. Y nos las merecíamos, pues ese día todos habíamos producido
algo que pasaría a la historia. Hoy veo los nombres de quienes figuran en el mundo artístico, científico o intelectual mexicano y a la mayoría los reconozco como exparroquianos de Gandhi.
Qué absolutamente abierta era la risa de Mauricio. Muchas veces lo vi actuando en las pastorelas o en las obras de teatro que ideaba Germán Dehesa. Bueno, “actuando” es mucho decir, pues a Mauricio en el escenario le ganaba la risa y, en lugar de soltar su parlamento, se justificaba saliéndose de su papel, aunque inmediatamente uno comprendía que él no actuaba un papel, sino que él mismo era el papel, la obra y el público, porque así de abierta era su risa. Una risa que nos envolvía a todos.
Mauricio fue un hombre afortunado, y no sólo porque alguna vez se mandó a hacer unas tarjetas de presentación en las que sólo figuraban su nombre y la elocuente palabra “millonario”, sino porque materializó todos sus sueños y, además, algo que muy pocos consiguen: realizar hasta sus ilusiones tardías.
Hoy, seguramente, en un universo paralelo, Mauricio Achar está sentado en el fondo de una pequeña librería de viejo, leyendo la novela que siempre amó, esa gran obra de Kazantzakis: Zorba el griego La legión de sus amigos, porque tuvo muchísimos que lo quisimos, sabemos que, desde ahí, está celebrando la vida con nosotros. +
Una relación que siempre me pareció muy bella y placentera era leer y tomar café. Por eso pensé en una pequeña librería que me diera para mis gastos y nada más. Para pasarla bien. Lo que me interesaba era hacer algo que me gustara en la vida.
Primero fue la librería, galería y cafetería; después empezamos con las presentaciones de libros y el foro de teatro. Mi gran hobby, desde que tenía catorce años, fue ser actor de teatro. Durante treinta años trabajé con mi maestro, Germán Dehesa.
Mauricio Achar
Óscar de la Borbolla. Escritor y filósofo, es originario de Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. @oscardelaborbol
Mi tienda de raya
Lo confieso sin pena: de niño odiaba las librerías. Aunque recuerdo que algunas desperdigadas en la Roma y la Condesa me parecían ultramodernas —como la que tenía la unam frente el Condominio Insurgentes—, la mayoría estaban en el centro, y ahí apenas se distinguían dos tipos: las malas y las horripilantes. En las malas, el local tenía mesas chaparras, y sobre ellas colgaban unos letreros capaces de ahuyentar al más plantado. Las horripilantes sólo eran un galerón amurallado con un mostrador. resguardado por un fulano con cara de fastidio. A él había que pedirle lo que se deseaba; la posibilidad de husmear era imposible. Éstas funcionaban como las pulquerías del siglo xix, que a las claras mostraban su filosofía empresarial: “Vayan entrando, vayan pagando, vayan saliendo”. Los sueños que Francisco Garmoneda tuvo a comienzos del siglo pasado gracias a la Librería Central prácticamente estaban muertos, agonizaban de mala manera o, en el mejor de los casos, eran presa de una modorra ciclópea. La razón de esto era obvia: Joaquín Mortiz, Siglo XXI y Era estaban recién paridas, y sus buenos vientos aún no alcanzaban a airear el miasma del queso rancio.
Para colmo de las desgracias, los libros que supuestamente me tocaban eran abominables. Que un escritor me dijera “chiquitín” y a la menor provocación diera consejos moralinos me caía en la punta de las gónadas, y lo mismo me ocurría con las versiones de los clásicos con ilustraciones que provocaban pesadillas. Para acabarla de amolar, los libros que me recetaban mis parientes eran somníferos químicamente puros. Entre los tiempos de Saturnino Calleja y los míos, el calendario casi se había detenido. Nunca pude con Julio Verne; Sandokán —el pirata malayo— me parecía un farsante, y los Pardaillan me metían en problemas: como sólo se la pasaban dando espadazos, tenía la certeza de que la naturaleza no los dotó de vejiga ni de intestino. A ninguno de mis parientes se le ocurrió la posibilidad de comprarme Los tres mosqueteros, que me permitiría descubrir a Porthos, o de regalarme La isla del tesoro, que sí era una aventura con todas las de la ley. En esos días, nadie imaginaba que faltaban décadas para que Francisco Hinojosa publicara La peor señora del mundo, o para que Juan Villoro diera cuenta del jarabe para la tos que sabía chorizo y que fue inventado por el profesor Zíper. Aquello, para acabar pronto, era un páramo. Así pues, todo parece indicar que me volví lector gracias a un milagro, y ese prodigio se materializó en mi tienda de raya.
La primera vez que entré a mi tienda de raya me sentí muy incómodo. El uniforme me hacía parecer un conscripto mal fajado, y los que ahí estaban parecían todo menos los reos de una secundaria pública cuyo número auguraba el mal fario. Los vendedores apenas repararon en mi presencia; seguramente estaban convencidos de que buscaba un libro de texto que jamás encontraría. Ahí sólo vendían libros para leer. Por más que ansiaba diluirme, no lo logré: la gente estaba en cuclillas en los pasillos, hurgando los libreros blancos, y la pena me impedía obligarlos a que me abrieran el paso. Caminé como pude y llegué a un lugar donde apenas había compradores. Me agaché y empecé a ver los libros. Tomé dos. Las razones de mi decisión tenían muy poco que ver con la literatura: estaban encuadernados con la percalina más modesta y sus camisas anunciaban lo incomprensible. Ese momento se me quedó tatuado para siempre: los libros con pasta dura me siguen encandilando.
Me escurrí hasta la caja, pagué y me fui a casa. Para no variar ni perder la costumbre, estaba solo. Me tiré en la cama y abrí el primero para invocar al rayo más lento. Aunque el sentido común me decía que lo abandonara, no lo solté hasta llegar a la última letra. La sensación que experimentaba era extraña: mucho de lo que leía era incomprensible, pero algunas frases se revelaban como los relámpagos que rajan el cielo. Estaba delante de algo importante, de un misterio que debía ser desentrañado. Y, en ese momento, apenas tenía una pista: en algún lugar del mundo, alguien llamado Giovanni Papini había escrito Gog.
Lo que me ocurrió con el segundo fue muy parecido: nunca había pensado que la guerra pudiera ser sórdida y todo lo corrompiera. Lo espeluznante era real. En ese momento aún no sabía que ese libro estaba incompleto y debería esperar muchos años para leer La piel sin cortes, gracias a la edición de Galaxia Gutenberg.
Sin darme cuenta, me había contagiado del mal de los libros y los síntomas de mi padecimiento eran claros: un libro lleva a otro libro y ese camino no tiene fin. Los lectores somos idénticos a Sísifo. Fueran como fueran las cosas, tenía que seguir adelante, y estaba cierto de que no podía volver a la librería disfrazado de soldadito panzón. Los sábados se convirtieron en el día de mis incursiones, gracias a la costumbre que tenían en mi familia de comer en un lugar que posaba como pretencioso y estaba en la glorieta de El Altillo. Sin embargo, nunca tuve el valor para subir las escaleras, que llevaban a un lugar desconocido y casi ruidoso: la cafetería y el foro eran una terra ignota.
En esas visitas encontré otras obras de Papini y Malaparte y —como ya había aprendido a moverme en la tienda de raya— un librero generoso me descubrió a Knut Hamsun, Céline y Ezra Pound. Ninguno era sencillo. Ellos me obligaron a comprar mis herramientas de lectura y, como resultado de esto, el dinero apenas me alcanzaba para pagar las cuentas. El vicio me obligaba a pedir adelantos de mi mesada y, por fortuna, conseguí una cantidad fija para seguir adelante como un lector acasillado que jamás podría pagar las cuentas en su tienda de raya.
En esas incursiones, veía que muchos se acercaban al lugar donde estaban los libros que hojeaban y ojeaban con detenimiento. Ahí descubrí otro filón: Onetti, Donoso, Roa Bastos, Carpentier y Vargas Llosa me llevaron para otro rumbo y, además, desarrollé una fuerte adicción por la sección de historia, que me obligó a dividir mi dinero. Siempre salía con uno y, cuando la fortuna era buena, compraba un par. El problema era claro: no sólo quería los libros que iba a leer, sino también los que algún día leería, y a ellos se sumaban los que deseaba por su belleza. La tienda de raya funcionaba a la perfección, y siempre iba por delante de mis ingresos. Yo era víctima de la maldición de Aquiles y la tortuga, pero no tenía la dicha monterrosiana de mentarle la madre a Zenón de Elea.
Cuando empecé a trabajar, creí que mis problemas estaban resueltos: mi sueldo de profesor de primaria me parecía suficiente para pagar el vicio, que ahora incluía los libros de la universidad. Sin embargo, al llegar la primera quincena me di cuenta de mi ingenuidad: muchos de los libros que anhelaba no llegarían a mi biblioteca y algunos —como la edición de América de Siruela— tuvieron que esperar muchos años para hacerlo. Por fortuna, los actos de amor de Patty me salvaban de la melancolía, y gracias a su aguinaldo podía tener los más caros. Abrir el regalo que contenía los nueve tomos de García Riera o el Códice Borbónico editado por Siglo XXI era una maravilla.
Cambié de trabajo y mis ingresos fueron más altos, pero las ansias de leer y tener libros crecieron más que ellos (pinche Zenón). Al final, tomé una decisión que tal vez solucionaría mis problemas: me convertiría en profe a tiempo parcial en la universidad, y ese sueldo lo destinaría a la tienda de raya. Durante cuarenta años más o menos mantuve la costumbre, pero la verdad es que jamás me alcanzó y siempre tuve que darle una pellizcada a mis otros ingresos.
Además de esto, terminé por aventurarme en la terra ignota a la que llevaban las escaleras. Mi misantropía me impidió convertirme en un habitué y, además, me parecía que ese lugar era peligroso: la posibilidad de contagiarme del vicio del ajedrez le restaría tiempo a mis lecturas, y el deseo de platicar sobre los libros que soñaba los mataría antes de que nacieran. Lo extraño del caso es que, en una de esas mesas, siempre se sentaba el que se convertiría en mi hermano: Óscar de la Borbolla, que tiene el raro don de escribir en público, y a la menor provocación suspendía sus labores para platicar con un hombre de “ojos morunos” que se movía como Juan por su casa. Yo no sabía que, en verdad, ésa era su casa. Yo no sabía quiénes eran ellos, y ellos tampoco sabían quién era yo.
Si bien es cierto que sólo iba al café cuando me urgía abrir los libros que acababa de comprar, sin grandes problemas me sumé a las pastorelas y a las obras de teatro que se presentaban en el foro. Ahí descubrí a Germán Dehesa y después lo seguí a El Unicornio, que estaba muy cerca de la librería; es más, gracias a esas puestas, aprendí a fingir que era bastante snob y muy inteligente. Les entendía a todas y encontraba los simbolismos más disparatados en los diálogos. Sin embargo, con el tiempo recuperé mi proverbial burrez. Ahora no les entiendo nada y tampoco comprendo por qué me encantaban.
El tiempo pasó y descubrí que uno de mis sueños jamás debía convertirse en realidad: si en la tienda de raya me hubieran fiado los libros que necesitaba, seguramente me habrían embargado todos los bienes. A pesar de esto, seguía comprando hasta donde podía, y también continué deseando mientras la vida me llevaba por buenos caminos: ya no iba solo, y a Patty se sumó nuestro hijo, que pronto se contagió de mi mal.
En una de esas incursiones, cuando terminamos de gastarnos más de lo que teníamos, mi hijo y yo subimos a la cafetería. A los dos nos urgía mirar nuestros libros. No lo logramos; ahí estaban Óscar y su chamaco. Él y yo ya éramos cuates, pero nuestros vástagos no se conocían.
—Demián, te presento a Ulises; Ulises, te presento a Demián —dijo muy ceremonioso.
Demián se le quedó viendo con cara de “ora sí ya la amolamos”.
—No te quejes —le advirtió —, si nos gustara la literatura infantil te llamarías Rumpelstiltskin.
Óscar tenía razón: Gandhi ya no sólo era mi tienda de raya y el lugar que en buena medida me llevó a ser el que soy; también era la causa de que las palabras se me metieran en la sangre y le dieran nombre a mi hijo, quien no heredaría riquezas, sino una pasión por vivir las vidas que no le tocaron y por adentrarse en los mundos que a ratos parecen incomprensibles. +
José Luis Trueba Lara. Escritor, editor y profe. Colabora en la radio y de pilón sale en la tele. Duerme
He tenido la buena fortuna de hacer negocios con Librerías Gandhi durante 36 de sus 50 años de vida, que cumple este mes de junio. Son muchos los recuerdos que vienen a mi mente, tanto del ámbito profesional como del personal. El primero: el festejo de los 15 años de Gandhi, allá en 1986: una gran fiesta de barrio, en Tlalpan, con puestos de comidas y el “señor de los toques”, que repartía descargas eléctricas entre los invitados. ¡Todos éramos muy jóvenes! La fiesta fue muy divertida, con el toque distintivo de Mauricio Achar. ¡Cuántos años han pasado, con sus alegrías y sus vicisitudes!
Quiero expresar mi más afectuosa felicitación a Nelly, a Pepe, a Emilio y a Alberto Achar; también a Mario Nawy y a todo el equipo extraordinario de Librerías Gandhi, en las áreas de compras, en las tiendas y en el soporte administrativo. Recuerdo también a quienes pasaron por ahí y dejaron huella, en especial a Ricardo Nudelman. Antes de terminar estas líneas, me encierro conmigo mismo y evoco momentos muy agradables compartidos con Mauricio; una sonrisa se queda dibujada en mi rostro por largo rato.
¡Feliz aniversario y larga vida a Librerías Gandhi!
Rogelio Villarreal
Cueva
Director general de Editorial de Océano de México
HAMauricio lo conocí por los años setenta. Me pareció una persona enigmática y especial. Cada vez que tenía la oportunidad de platicar con él en su oficina o en la cafetería, pasaba el tiempo escuchando gratamente todas las audacias que compartía. Alguna vez ahí conocí a Pepe, su hijo, quien llegó a la oficina mientras conversábamos. Era apenas un jovencito, hoy, tremendo empresario del libro.Recuerdos hay muchos. Era un verdadero agasajo toparme con él en la tortería La Perla, en Revolución y Molinos, disfrutando de una torta como del mejor manjar; porque así era Mauricio, disfrutaba al máximo de la vida, y lo pude constatar cuando compartimos un viaje a Barcelona.
Tuve la fortuna de departir y compartir reuniones con algunos editores: era la chispa de la fiesta, siempre contando historias divertidas, disfrutando él mismo de sus recuerdos. Quienes lo escuchábamos sentíamos esa energía vital, ese entusiasmo que emanaba, esa autenticidad. Todos aquellos atributos lo llevaron a ser un gran visionario del comercio del libro y el precursor de las librerías con descuento. Fue un gran maestro para mí. No olvido aquella época en la cual se podían ver las Librerías Gandhi con las mesas repletas de libros que estaban en auge en aquel momento; esa Gandhi en la que apenas podías caminar, chocando por aquí y por allá con ávidos lectores ensimismados, deleitados por la cantidad de títulos y ofertas disponibles, acariciando volúmenes que ni siquiera sabían que querían. Ésa es la Gandhi que yo recuerdo, la librería que cautivó a los mexicanos y a los extranjeros; la gran librería mexicana de referencia en el mundo.
Ramón Cifuentes
Fundador y director general de Colofón
e sido testigo del crecimiento de uno de los grupos de librerías más fuertes del país durante muchos años. He visto la aparición de nuevos puntos de venta, que con el tiempo se han convertido en referentes para el encuentro de los autores con sus lectores. 50 años de logros, de acercar la cultura a más lugares, incluso frente a las adversidades, siempre con estrategias innovadoras, como la creación del concepto de librería abierta o la llamativa publicidad que permanece en la memoria colectiva. Sin duda, formar parte de la historia de Librerías Gandhi es una experiencia que nutre y llena de orgullo. Cada uno de sus integrantes merece todo nuestro reconocimiento y todas nuestras felicitaciones: desde su fundador, Mauricio Achar, los directores de área, jefes de departamento y compradores, siempre dispuestos a trabajar en equipo, hasta los jóvenes que día a día guían a los visitantes con sus recomendaciones. En Grupo Planeta celebramos los primeros 50 años de vida de Librerías Gandhi y destacamos su esfuerzo, innovación y entusiasmo. Reciban nuestros mejores deseos y aprecio por caminar juntos, por ser cómplices de actividades y festejos.
¡Enhorabuena!
Carlos Ramírez Vilela Director general de Grupo Planeta México
Una extraña ley de la economía
Cuando estaba en la universidad, me tocó ver la fundación y el crecimiento de Gandhi. Tiempo después, también pude conocer muy bien al personaje que fue Mauricio Achar. La súbita aparición de su librería cambió las viejas reglas del juego: instauró una lógica de oferta que no sólo estaba vinculada con el precio, sino también con la virtud de ofrecer muchos libros que podían tocarse y hojearse, algo que en ese momento apenas estaba pensado para las camisetas y otros productos.
Su impacto fue definitivo. La calle donde abrió sus puertas se convirtió en la avenida cultural de la ciudad. Su influjo se extendía desde la Ibero que estaba en la Campestre Churubusco hasta la unam y muchos estudiantes caminábamos hacia ella. Además, la invención de Gandhi implicó la creación de un lugar en el que podías pasar el tiempo, en el que había —y hay— más existencias y variedad, y donde, si tenías dinero, también te podías tomar un café, algo que no siempre era mi caso. Así, cuando surgió Gandhi se inició una moda que permitió el surgimiento de otras librerías que seguían sus pasos, como El Ágora o El Juglar, imitaciones de la idea central de Mauricio: ofrecer para aumentar la demanda y transformar los muebles en grandes recomendadores de libros.
Al regresar de París, empecé a trabajar en Promexa, la editorial de René Solís y Rafael Iturbe. A pesar de que era editor, redondeaba mi presupuesto vendiendo libros. Obviamente, mi mejor cliente era Mauricio, y gracias a esto nos conocimos. Lo recuerdo como un gran conversador; le encantaba el teatro y, por supuesto, patrocinaba obras, como las de Tony Sultán, quien —junto con un exiliado— fundó un Gandhi en Buenos Aires. Unos años más tarde, mi relación con Mauricio y con Gandhi cambió por completo. Aunque seguía comprando mis libros, dejé de venderle los que publicaba Promexa. Esto ocurrió cuando iniciamos el proyecto de Artes de México y no teníamos un centavo en la chequera. Para Maggie y para mí todo estaba por comenzar. Por esta razón, una de las primeras cosas que hicimos fue ir con Mauricio y contarle nuestro proyecto.
—Necesito que me compres revistas —le dije—, pero quiero que lo hagas para tener una buena existencia. Nuestra oferta tiene que verse, sin esto no llegarán los lectores.
Estoy convencido de que el mercado del libro depende de la oferta, no de la demanda, como se piensa de manera tradicional. Hasta antes de la llegada de Mauricio, esta extraña ley de la economía aún no funcionaba en México: la gran mayoría de las librerías eran muy pequeñas y esperaban la temporada del libro de texto para hacer negocios que valieran la pena; estaban subordinadas a lo que pidieran los maestros y vivían de una temporada precisa. Las librerías que tenían otras ofertas —o marcadamente literarias— eran muy escasas, como las de la unam, que no se destacaban por su actividad con los lectores, o la Librería del Prado, la cual aún conservaba cierto encanto. Ahí siempre estaban Juan Rulfo, José Agustín y otros escritores. Por esta razón, la existencia de Gandhi como algo innovador está vinculada con la idea de recuperar la naturaleza y la vocación de las librerías: aquella de los libreros que te ofrecían las cosas que a ti te interesaban —capaces de ofrecerme mucho más de lo que podía llevarme—. Gandhi siempre lograba que algo más me interesara. No es un asunto de precio ni de baratura, sino algo que tiene que ver con la sustancia del libro: la creación de una comunidad de cómplices. Mauricio fue un tejedor de complicidades.
Mauricio casi asintió y seguí adelante.
—También quiero que no des un mejor precio que las otras librerías. Las pequeñas deben poder venderla en las mismas condiciones que Gandhi. Mis palabras no le gustaron mucho.
—Con eso me quitas ventas —me interrumpió.
—No —le respondí—, el negocio va a estar en que tendrás el mejor servicio. Te vamos a atender antes que a los demás.
Al cabo de un rato, Mauricio aceptó. Este acuerdo, que ocurrió hace casi cuarenta años, fue el primer ejercicio de precio único en México. En ese momento, como hacía poco que había vuelto de Francia, tenía clara la importancia de esta medida: la pequeña librería tenía la misma ventaja que la grande y la competencia se daba en el servicio y en la oferta.
—También necesito otra cosa —le dije.
—¿Qué? —me contestó Mauricio.
—Que me pagues luego luego, ¿puedes liquidarme las ventas cada ocho días?
—¿Estás loco? ¿Qué te pasa?
Con esa petición había llegado demasiado lejos, pero la necesidad de liquidez que teníamos en Artes de México me obligaba a hacerla. Mauricio aceptó y decidió apoyarnos como proyecto cultural. Ésa fue nuestra gran complicidad. +
La librería era el oriente de mis tardes
Vivíamos en Coyoacán y yo estaba en primero de secundaria y empecé a ser absolutamente independiente. En Ciudad de México, cuando entrabas a la secundaria, te daban tus llaves y la buena suerte. Mis padres trabajaban y mis hermanos mayores siempre tenían planes; yo era el chico. Descubrí que caminando lo suficiente podía llegar a Gandhi. La librería era el oriente de mis tardes, en un periodo en el que no tenía ni un clavo y no sabía muy bien qué leer. Compraba libros del Che Guevara o sobre David Bowie. Ahí también había una sección de discos. Ése era el único lugar que conocía —aunque seguramente había otros— donde se podían conseguir discos de la Fania All-Stars, y yo siempre he tenido una relación muy productiva con la salsa; ellos cumplían con los criterios de pureza que entonces tenía con esta música. Por supuesto, también había una sección dedicada a la trova cubana, toda abominable, pero fundamental en ese momento. No sólo Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, también había muchos uruguayos, chilenos y de otros lugares, que seguramente estaban exiliados en Coyoacán. Me acuerdo de revisarlos y hoy creo que eran discos tristísimos. Yo nunca me familiaricé del todo con ese mundo, pues cuando empecé a salir de noche las peñas habían desaparecido y la ciudad era mucho más rockera.
Por supuesto que Gandhi era una librería, pero también era un polo geográfico: la frontera a la que caminaba en esas tardes aburridísimas de la pubertad y la adolescencia, un lugar donde podía migrar las tardes para luego volver a la calidez de la casa.
Con el tiempo, Gandhi se terminó convirtiendo en la fuente de algunas de mis certezas. En el doctorado descubrí que los seres humanos son un invento de los libros para moverse. Los libros necesitaban circular y por eso nos inventaron. Por esto, gracias a ella comencé a reunir la colección de libros que nunca voy a terminar de leer. Cada libro demanda otros diez, que necesitas urgentísimamente, pues con los años vas releyendo más. Siempre hay un montón de libros que están en la fila y que irremediablemente se quedarán relegados, pero la fila seguirá creciendo. +
Cuando comencé a interesarme en la literatura de J. G. Ballard, mi autor favorito (allá por 1999), en las librerías de Guadalajara no se podía conseguir ni un solo libro de él. Yo vivía en la calle Efraín González Luna, en la colonia Americana, donde en aquel entonces había una librería Gandhi. Estaba justo enfrente de mi casa. Como era una cadena, tenía la ventaja de encargar los libros a sus sucursales de Ciudad de México. Quiso la casualidad (o el buen gusto del librero), que los dos volúmenes que llegaron tras mi petición fueran Crash y Mitos del futuro próximo, dos de los mejores libros del autor, que sellaron de manera definitiva mi obsesión por él.
ÁlvaroEnrigue
Novelista, cuentista y ensayista
Bernardo Esquinca Escritor
Gandhi es el lugar de las apariciones
Cuando llego a la librería, trato de no detenerme en las novedades. Quiero buscar en mis editoriales favoritas, que usualmente están hasta atrás, en rincones extraños, y ya después —si todavía tengo dinero— me detengo en las novedades. Hay que leer de manera no hegemónica, siempre hay que ser desobedientes. No leer lo que nos dicen que hay que leer.
Todos tenemos que pasar por Gandhi. Eso me parece una verdad —iba a decir universal—, al menos lo es en Ciudad de México y en las otras donde están sus sucursales. Para ser franca, para mí, estas librerías representan la seguridad: sé que voy a encontrar lo que busco y eso me ahorra tiempo. Siempre hay gente que sabe de lo que estoy preguntando y siempre me da una respuesta. Eso ayuda mucho cuando estás buscando muchas cosas y te puedes sentir ansioso. El hecho de que siempre haya personas que saben, que conocen su lugar de trabajo, que conocen su oficio y te recomiendan libros, siempre ha sido muy útil y muy agradable. No sólo cuando necesito algo en especial, sino también cuando estoy en busca de algo que me sorprenda, algo que no estaba buscando, pero que ahí va a aparecer. Gandhi es el lugar de las apariciones. +
Cristina Rivera Garza Profesora, novelista, ensayista y poeta
El lugar de la educación sentimental
Yo estudiaba en el Centro Activo Freire, que estaba en la calle de Hortensia, y éramos muy asiduos a El Ágora, un lugar que era de todo: librería y café; sala de billar y foro de teatro. Ésa era nuestra casa, y conocí a Mauricio Achar. Es más, en ese lugar fue la primera vez que ví El juego que todos jugamos, de Jodorowsky; era una puesta muy impresionante, que marcó de muchas maneras al teatro y al público. Ahí comprábamos libros, bebíamos café y teníamos larguísimas discusiones de historia, marxismo, teatro o lo que fuera. Luego resultó que Mauricio era amigo de mis padres por la vía de Germán Dehesa. Ellos fueron cuates toda la vida, e invitaron obras maravillosas que pasaron del foro de El Ágora al de Gandhi, y de ahí a El Unicornio y La Planta de Luz. Ahí se presentaban las pastorelas en las que se criticaba al poder, a ese mun- do que teníamos delante de nosotros y que de alguna manera nos estaba vedado. En esas representaciones, Mauricio demostró ser uno de los peores actores en la historia del teatro mexicano, pero también era uno de los más divertidos en esa historia; o, tal vez, todos éramos parte de esa chacota y al final
Yo tuve la enorme fortuna de no sólo asistir a estas representaciones y a las comidas en las que mis padres se encontraban con ellos, también tuve el honor de sentarme en esa mítica mesa de póquer en la que estaban Germán, Mauricio y un grupo de impresentables que eran espectaculares. En realidad, no estabas jugando póquer, pues en medio de la partida aparecía López Velarde o quien se te antoje. En esas noches, había en el aire una sensación de libertad irreprimible y magnífica que nunca voy a olvidar. La creación de Gandhi en Miguel Ángel de Quevedo fue doblemente importante para nosotros: era el lugar de la libertad, un espacio único, en el que podías encontrar a un montón de gente. Por ejemplo, el profesor Jorge Juanes, que puso en mis manos El libro rojo de la escuela, algo que parecería un poco suicida para mi maestro, pero que estaba haciendo para construir personas libres. Y eso fue lo que fuimos: intentamos cambiar el mundo sin lograrlo, pero en mi descargo puedo decir que el mundo no nos cambió, seguimos pensando y creyendo en lo que pensábamos y creíamos. En este sentido, todos estos espacios de crítica, reflexión y divertimento se convirtieron en una parte funda- mental de nuestra educación sentimental. +
Benito Taibo
Periodista, novelista y poeta
Gandhi tiene mi edad. No sé exactamente en qué mes inauguraron la primera librería, pero sí que fue en 1971. Yo nací cuando el año ya casi terminaba, pero recuerdo que mis papás, que siempre han amado los libros y nos han inculcado esa pasión a mi hermana Valeria y a mí; nos llevaban desde muy pequeñas. La librería tenía poco de existir cuando empezó a ser parte de nuestros paseos familiares de fin de semana. Más de 30 años después, cuando nació mi hija Camila, empecé a llevarla también. Recuerdo la emoción que le causaba hojear los libros de la sección infantil con sus manitas regordetas. Conforme ha ido creciendo, me sigue pidiendo que la lleve. Ahora busca novelas gráficas para adolescentes y libros sobre animación e ilustración, porque quiere ser eso: ilustradora y animadora. Mis padres, a sus 75 años, siguen disfrutando visitar las librerías. A la que más vamos es a la de Miguel Ángel de Quevedo, que está enfrente de la que fue la primera. Somos tres generaciones a las que Gandhi ha hecho felices.
AIrma Gallo Periodista y escritora
unque mi recuerdo es bastante anodino, lo guardo con cariño. Me veo sentada en el piso, frente al estante de libros infantiles, curioseando y leyendo contratapas. Es el primer local de Gandhi, en Miguel Ángel de Quevedo, justo frente al actual. Estoy aburrida. Cada minuto más y más aburrida. El lugar siempre me pareció hipnotizante y laberíntico; apretado, y apenas con el espacio justo para pasar entre mesas, estantes y pilas. Cada tanto, mi mamá o mi papá me piden que me ponga de pie porque no dejo pasar. Me levanto, pero al rato me rindo y termino de nuevo sentada en el suelo, estorbando. Aquellos domingos la visita a Gandhi me parecía eterna, igual que el tiempo que tomaba leer un libro. Ahora extraño esa eternidad. Añoro tener tiempo para leer los libros que se apilan en mi mesita de noche y para perderme en los pasillos de una librería.
Verónica Gerber Bicecci Artista visual y escritora
Alfonso Rodríguez Téllez, Gandhi Lomas Ser librero siempre conlleva algo más que recomendar libros; atendemos asuntos que requieren del alma cuando el cliente busca nuestro consejo. A veces sólo son clientes, pero en algún momento pasa algo maravilloso y se convierten en amigos. Parte de la magia de una librería es recordar a personas, amigos y clientes cuando vemos libros, ya sea para recomendárselos o porque nos invade la nostalgia.
Cuando abrimos de nuevo, durante uno de esos días en que nos llega mucho material, pensé en varios amigos, en especial aquellos que ya son mayores, a quienes dejé de ver por la pandemia, como el ingeniero Roberto. Lo recordé porque nos habían llegado libros de Nabokov, y él me había regalado Risa en la oscuridad, que me gustó mucho; yo le recomendé Kafka y la muñeca viajera, de Jordi Sierra, para su nieta. De corazón, esperaba que estuviera bien. Pasaron varias semanas para que lo volviera a ver, lo cual me dio mucho gusto:
—Hola, hermano, hijo de otro autor —le dije. Lo vi un poco cansado, pero con la convicción de querer vivir mil y un historias más a través de los libros que nos hermanan sin importar la circunstancia.
Antonio Vilchis
Gandhi El Rosario
“Sí, Toño, sí. Gracias a ti, México tiene un Óscar”, fue la respuesta —burlona, sarcástica y con cierto dejo de envidia— de mi amigo Arturo cuando le expresé, emocionado, que yo le pude vender un libro de cine al director galardonado por la Academia, Alejandro González Iñárritu.
Era una mañana de domingo en nuestra sucursal. De repente, se comenzó a sentir esa atmósfera de cuando alguien famoso está en nuestros pisos de venta: había murmu- llos, emoción y expectativa; esta vez ante la figura del Negro y su familia, quienes se encontraban deambulando por los pasillos. Desde arriba, en el Departamento de Arte, observamos cómo disfrutaban de recorrer los libreros, tomando ejemplares y platican- do en torno a ellos. De pronto, se acrecentó la emoción en el equipo de Arte, ya que él ¡empezó a subir nuestra escalera! Mi compañera Jessica estaba supernerviosa, pues es una amante del cine, y no daba crédito al verlo ahí. Le comenté:
—¿Por qué no le ofreces un libro?
Su respuesta fue casi tirarse al piso de los nervios:
—¿Y qué tiene? También respira, como tú y como yo —bueno, como yo no creo, porque en ese momento también estaba nervioso, sólo que trataba de disimularlo—. ¡Si no vas tú, voy yo!
—¡A ver! —me dijo ella.
Nervioso, pero sabedor de que tenía un libro que podía gustarle, me acerqué y le dije con todo el aplomo del que soy capaz:
—Alejandro, tienes que ver este libro. Creo que te puede gustar: es una historia del cine, visual, pero muy bien documentada; con líneas del tiempo, sobre todo de corrien- tes y géneros. Cuando trata del periodo o del tema, incluye una película emblemática como ejemplo, y de cada película tiene algo que no había visto en otros libros: una página con la escena clave.
Al ver que desperté su interés, complementé: —Además, no está tan holliwoodizado, si me permites la expresión. Tiene películas de países como Canadá, o de continentes como Asia y África. Después de revisarlo un rato más, me dijo: —Sí, ¿sabes qué? Me lo llevo.
Y yo sentí que era el mejor librero del mundo. Al menos eso pensé hasta que mi querido Arturo intervino. No creo que, gracias a mí, México tiene un Óscar. Lo que sí sé es que yo pude venderle un libro de cine a uno de mis directores favoritos, y que seguramente él encontró en ese libro alguna película que no sabía que existía. El libro, por cierto, es Cine. Toda la historia (Blume).
Israel
Ayala
Murillo Gandhi Madero
Andrea Gabriel Monreal Morales Gandhi Carranza, San Luis Potosí Hay días buenos y malos, como todo en la vida. Tengo recuerdos grandiosos de conversaciones casi cósmicas acerca del mundo de los libros, voces de autores maravillosos y lugares que sólo se vislumbran en la imaginación. Hay muchas aventuras que me gustaría contar, sin embargo, creo que la mejor anécdota es aquella que no tiene fin, que se puede repetir una y otra vez. Ser librero significa tener una voz para fomentar la lectura; conseguir un hogar para cada uno de los libros que cuidamos con esmero, que escuchamos y guardamos en nuestra memoria. Lo más gratificante es cuando al día, la semana o el mes siguiente, las personas vuelven a ti con las palabras: “Me encantó tu recomendación, vengo por otro más”. Sin duda es lo que más disfruto. Me imagino juguetonamente que soy una especie de guardián de palabras, un cuidador de historias ilimitadas que esperan dentro de una guarida la llegada del lector indicado, un profeta de esperanza, pues al finalizar el día (bueno o malo), sé que alguna persona habrá escuchado mis palabras y quizá, con suerte, uno de ellos se unirá a este gremio. Poder inculcar a otros el amor a la lectura me da esperanza en este mundo, que a menudo se torna oscuro. Incluso en la penumbra existe belleza. Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad.
En este crisol de historias de libros y libreros, aparece una clienta de la librería Madero que religiosamente nos visita de lunes a viernes alrededor de las 5:00 p. m. Su rostro refleja las huellas del clima y de la jornada diaria; su atuendo sencillo y su postura estoica nos dan un motivo para estar pendientes de su llegada. Pareciera una mujer inglesa llegando puntual a degustar una buena taza de té. Sin embargo, la realidad en Ciudad de México es otra: a esa hora termina su larga jornada de trabajo. Extenuada, pero con una gran luz en la mirada, llega puntual a su cita con un nuevo título cada día. Tiene la gentileza de lavarse las manos y tratar con cuidado extremo cada libro, que lee con una integridad y un gusto que sorprenden. Su atención es la de una alquimista, y el rigor, el de una bibliotecaria llevando un registro perfecto de lo que degusta diariamente. Esta maravillosa visitante se llama Camila; tiene ocho años; vende dulces en las calles del centro histórico de Ciudad de México. Es una gran lectora, un ejemplo de vida y una amiga entrañable.
Sin importar cuál es mi antojo literario en ese momento (ensayo histórico, cuento fantástico, poesía beat o novela policial), Librerías Gandhi siempre lo satisface. Su presencia tanto en la capital como en el interior de la república ha fomentado el hábito y, más importante, el amor por la lectura.
Mis sucursales favoritas son la de Bellas Artes; la de Coyoacán, donde presenté mi primera novela, y la de Miguel Ángel de Quevedo, donde asistí como invitado al décimo aniversario de la revista Lee+. Recuerdo que esa noche platiqué con ami- gos muy queridos, como Raquel Castro, Alberto Chimal y Toño Malpica, y vi por última vez al gran escritor y músico Armando Vega Gil (q. e. p. d.).
Aclaro que no soy de pedir libros por internet. El internet es para los memes, las teorías de conspiración y los videos de gatitos. Amo estas tres cosas, pero para comprar libros prefiero ir a Gandhi, ya que su personal es capaz de asistirte sin el más mínimo rastro de esnobismo. En cualquiera de sus sucursales sé que encontraré algo para mí y para Chabe, mi hija, que me acompaña a todos lados. Es por todo esto que ver mi primera novela en sus mesas de novedades fue uno de los logros más importantes de mi carrera. Felicidades a Gandhi por su 50 aniversario.
P“
La gente ahorra para su fiesta de bodas, pero nosotros sólo ahorramos para libros”, le dijimos a la tía que nos quería organizar el guateque. No le importó, y nos vimos arrastrados a una ceremonia y a una recepción que, sí, estuvieron lindas (porque se reunieron muchas personas queridas), pero que no era lo nuestro.
Entonces, a la hora de las fotos, tuvimos una inspiración: nos metimos a la Gandhi de Madero. El personal de la librería, todo amabilidad, nos dio chance de tomar ahí nuestras fotos de boda. Son el recuerdo más bonito del inicio de nuestra vida juntos: Alberto, Raquel y libros. Nada más faltaron los gatos.
Raquel Castro y Alberto Chimal Escritora, traductora y periodista Escritor, traductor y profesor
odría decirse que 50 años son toda una vida, pero en este caso eso no aplica. Los 50 años de Gandhi encierran millones de vidas, multitud de historias compartidas, infinidad de mundos conquistados. Sus pasillos se convierten en el puerto del que zarpan barcos piratas, naves espaciales y máquinas del tiempo, que nos dan la oportunidad de vivir otras vidas. Pero también diminutos transportadores de conocimiento que nos llevan al interior del cuerpo humano, a los misterios de las matemáticas o a los avances tecnológicos. Somos peregrinos en el desierto, villanos, héroes, aves viajeras, leones en caminos dorados y robots en islas salvajes; el aliento del invierno, la palabra que no se dice y la promesa rota. Detenemos el tiempo, aunque sea por un instante, para convertirnos en los Niños Perdidos. Nos trasladamos a los escenarios más fantásticos y a la vez palpables. Huimos de la abrumadora realidad, ocultos en la alacena debajo de la escalera de Privet Drive 4, y nada nos detiene para resolver un misterioso asesinato, aunque en ello nuestra vida literaria corra peligro. Gracias por estas millones de vidas compactadas en 50 años. Gracias por las vidas que nos quedan por vivir juntos.
Vivimos para leer, y leemos para vivir.
HilarioPeña Novelista
RodrigoMorlesin Escritor infatil y juvenil, editor, diseñador, esposo de Alicia y papá de Elvis
Yo nací y he vivido siempre en Guadalajara. En un viaje a Ciudad de México que hice con mi padre terminé en Gandhi y me fascinó desde el primer momen- to. Las librerías de mi ciudad no tenían un surtido importante; las novedades eran pocas, y a veces los libros se quedaban por un buen tiempo. Uno volvía y volvía, y los libreros seguían exactamente igual. Para mí, desde el principio, ir a Gandhi implicaba ahorrar para conseguir un montón de libros. En algún momento llegué a pensar que, si en el trabajo en que estaba entonces me hubieran pagado con un vale de Gandhi, solamente habría necesitado los vales de despensa para sobrevivir.
Antonio Ortuño
Periodista y escritor
Nuestra segunda facultad
Yo estudiaba en la unam, y por supuesto que iba a Gandhi, donde nos reuníamos a jugar ajedrez (qué raro), pero también a hablar de libros (más raro). Luego nos íbamos a comer a La Tacoteca, que estaba enfrente. Fue parte de mi vida: estábamos ávidos por comprar novedades de Onetti, de Cortázar.
Pasábamos muchas horas ahí. Fue como nuestra segunda facultad. A mí me tocó la generación de maestros republicanos españoles, muchos de ellos poetas, y también me tocó la generación de exiliados sudamericanos. Por ambos lados descubrí a muchos autores, además del humor negro. Uno de mis maestros era Arturo Souto, autor de uno de los cuentos más antologa- dos de entonces, Coyote 13, y quien empezaba sus clases con un “Muchachos, todo problema es susceptible de empeorar”, así que nos preparó para la vida. No leíamos tanto a Simone de Beauvoir; la moda era leer a Sartre, y había chistes muy malos y muy machistas sobre la pareja: que Sartre con un ojo escribía sus libros y con el otro los de De Beauvoir. Mira lo que es la justicia poética, ahora es mucho más leída ella, y a muchos de nosotros nos interesa más, no sólo El segundo sexo, sino todo lo que hizo con la novela autobiográfica.
Otra visita obligada, además de Gandhi y La Tacoteca, era el “sábado” de Huberto Batis, también maestro de la facultad. Él reinaba entre papeles (como a su manera también reinó José Emilio Pacheco entre los suyos), pero Huberto era malo: no sólo tenía malicia, tenía maldad y hablaba mal de muchas personas, aunque había intoca- bles, como Inés Arredondo, que era su adoración. Pero no nos acercábamos a él solamente por su maldad o por sus chismes, sino porque sabía de literatura, de verdad: nos dejaba unos ejercicios muy difíciles, que hacíamos en Gandhi, y si estaban mal escritos nos caía la daga. También era generoso: él me abrió las puertas del Sábado para publicar mis primeras cosas. Gandhi tuvo la cualidad de ser cafebrería. Éramos pobres como ratas; todos trabajábamos, y lo que hacíamos era hojear los libros y hasta leerlos ahí, sin sacarlos. Creíamos que podíamos cambiar el mundo, y tal vez Gandhi nos ayudó a albergar esa fantasía, porque era muy cercana a los estudiantes. Eso fue antes de la gran mercadotec- nia: importaban los buenos libros y los buenos autores. Leíamos a Elena Garro; idolatrábamos a Josefina Vicens (que para nosotros era como Juan Rulfo), y por ahí también a Nellie Campobello. +
Rosa Beltrán Escritora, catedrática, directora y titular de la Casa Universitaria del Libro
Para mí, Gandhi fue una especie de universidad, un oásis en el sur de la ciudad. Yo vivía bastante cerca y me podía ir caminando. Esto lo hacía cuando estaba en secundaria y ni siquiera tomaba café, por eso pedía un jugo de naranja con zanahoria en la cafetería. Había unos libreros ex traordinarios; uno de ellos se sabía de memoria la colección de Bolsillo de Alianza, que era enorme; no sólo los títulos y los autores, sino también el número de tomo. Además, estaban los que te recomendaban libros: yo estaba descubriendo a Cortázar y a muchos autores de su generación. Él me dijo que si me gustaba Cortázar debía leer a Onetti. Y, por supuesto, estaban las presentaciones. Recuerdo haber visto a escritores mayores que yo, como José Agustín, René Avilés Fabi la, Gerardo de la Torre, Federico Arana. Las pastorelas de corte político que se presentaban eran muy divertidas y aleccionadoras. La librería era un lugar de reunión, un espacio de conversaciones y encuentros: te podías llevar un libro a la cafetería y, si te gustaba lo suficiente y tenías dinero para comprarlo, lo hacías. A quienes les gustaba el ajedrez podían combinarlo con la fascinación por la lectura. Efectivamente, con el solo hecho de estar ahí te estabas for mando. Mi vida sería muy distinta sin la Gandhi. El primer libro que compré de Onetti fue un libro en falso. Él tenía un hijo y en otra librería, en la que no había quién me aconsejara, vi uno que se llamaba Cualquiercosario había ganado el Premio Casa de las Américas. Lo compré pen sando que era el gran Onetti y resultó ser una obra de su hijo, Jorge. Alguna vez, a él le preguntaron: “Si tienes ese apellido aplastante, ¿por qué no te pones el segundo apellido?”. Y sólo les contestó: “Mi segundo apellido es Borges”. El pobre estaba arruinado. Al gran Onetti lo descubrí en la Gandhi, cuando me dijeron que estaba despistado y se llamaba Juan Carlos. Entonces caí en cuenta de que entre El astillero y el Cualquiercosario tía una distancia, aunque el segundo tenía cierto interés. Poco a poco fui cambiando de gustos literarios, al tiempo que fui descubriendo que me gustaba el café y ya no era necesario pedir un jugo de naranja con zanahoria. No me desvelaba dema siado si tomaba uno, dos o hasta tres capuchinos. Naturalmen te, la librería también fue el escenario de los romances. Cuando conocías a una chica, para sentirte más seguro, la invitabas a la Gandhi. Ese espacio era un territorio conocido, donde saludabas a los que atendían, podías hablar un poquito de libros… era como jugar en tu cancha. No te sentías tan nervioso con la chica. Varios romances de mi generación se fraguaron en ese sitio, decisivo en muchos sentidos. +
CRobertoBanchik
Director general
México y Centro América
Penguin
Random House Grupo Editorial
La mejor cancha
*Extracto de nuestra entrevista realizada para el
recí en Coyoacán, a unas pocas cuadras de la glorieta Miguel Ángel de Quevedo y avenida Universidad. Recuerdo que aún no existía la “nueva” librería “Mauricio Achar”. Lo que ahora son las oficinas corporativas de Gandhi, y antes la sucursal de Oportunidades, era por esos años, los ochenta, mi librería de barrio, ésa que siempre visitaba solo o con mis amigos de la secundaria y la prepa. Recuerdo que uno entraba a la librería y hallaba tesoros sobre las mesas de novedades. Allí encontré de todo: desde ediciones maravillosas pero impagables de Siruela en tapa dura con diseños de portada y camisa preciosos, hasta malas ediciones baratas para estudiantes como yo. Por lo menos una vez a la semana paseaba por la librería y compraba, aunque fuera, un libro de Alianza Bolsillo. Recuerdo que muchas veces corría el rumor de que el dueño de la librería estaba allí, en la parte superior, en el primer piso. Se hablaba de él, de que jugaba ajedrez todo el día o recibía pintores y escritores importantes y famosos. Nunca lo vi en esa época, pero muchos años después, ya como director de una editorial, conocí por fin al dueño de Gandhi. Mi querido amigo y mentor, René Solís, lo había invitado a la editorial a que viera los saldos que teníamos a su disposición para la sucursal de Oportunidades de Gandhi. Mauricio llegó muy tarde a la editorial, riendo fuerte y con una charola llena de pastelitos y galletas de El Globo, que nos trajo de regalo. Se sentó a charlar con nosotros por un buen rato, comiendo los manjares antes siquiera de asomarse a ver los libros. Después de un buen rato de hablar de todo y de nada y de reír a carcajadas, Mauricio dijo que sí le interesaba comprar los saldos (ni los vio), pero que los quería a precio de saldo del saldo. Por supuesto, le dijimos que sí, lo que él quisiera.
Poco después conocí a Pepe y Emilio Achar y a Mario Nawy. Me quedó clarísimo que Gandhi había quedado en muy buenas y competentes manos, y que tenía un futuro brillante por delante. Pero hay un problema: confieso que, en todos los años que tengo de conocerlos, ni Pepe, ni Emilio, ni Mario me recibieron nunca con pastelitos de El Globo comprados especialmente para mí.
podcast “Desde el librero”
El asombro y el no saber el camino
La mala educación
COuando escribo, no sé a dónde voy. Nunca tengo un esquema ni un guion. Empiezo con una línea y a partir de ella voy desplegando una historia que siempre tiene un destino incierto. Y exactamente lo mismo me pasa en las librerías: entro con la idea de comprar un libro que vi comentado en un suplemento, pero al minuto se me olvida y quedo embrujado por otras propuestas. Al final salgo con cinco que nunca son el libro por el que iba. Es decir, me encanta meterme y descubrir qué encuentro. Da igual si esto me pasa en Barcelona o en cualquier otro lugar del mundo. Lo mismo me pasa en los paseos. Yo camino mucho, todo el tiempo lo hago. Muchos fines de semana vamos a una casita que tenemos en el campo, y me voy a caminar sin rumbo. Salgo con el perro y él va marcando el camino. Enfrento el paseo por el bosque de la misma manera en que enfrento mis novelas y mis incursiones en las librerías, con esa misma ignorancia y con esa misma expectativa: esperando el momento del asombro. Eso es lo maravilloso cuando entras en una librería, y de pronto te encuentras un libro que te hace el día, o cuando menos la tarde.
Cuando era adolescente vivía con mis padres en Coyoacán. Los tiempos de residir en Veracruz se habían terminado, y los discos en los que Serrat cantaba a Miguel Hernández ya los tenía metidos en el cuerpo. Ellos, en buena medida, me llevaban a la literatura, al asombro que marca mis días. En esos tiempos, mi periplo habitual consistía en ir a Gandhi y a El Parnaso. Las dos estaban cerca de casa y las dos compartían cualidades. En esa época, el gerente de El Parnaso era mi amigo; nos pasábamos la tarde charlando, y de pronto sacábamos un vino adentro de la tienda. Las palabras tenían que ser humedecidas. Esa librería tenía casi el mismo sistema de Gandhi y, en algún momento, también tuvo el mismo dueño. En esas tardes, de repente aparecía el señor Achar y el Gabo también se materializaba; de pronto, Rulfo se apersonaba y pedía un libro. Este tipo de cosas pasaban. Por supuesto que me convertí en un cliente frecuente, en un viajero frecuente de Gandhi. En la librería he sido un poco de todo: un comprador habitual, he firmado libros y hasta alguna presentación hice en ella. También he participado en el programa en el que los escritores vamos eligiendo libros y presentándolos. Lo he hecho todo. Gandhi también es uno de mis lugares de encuentro: ahí están los lectores. En esta librería no me han pasado más que cosas buenas.
Ahora que vivo en Barcelona, la distancia no me separa de Gandhi. Cada vez que regreso a México y no tengo una agenda muy espesa, me hago un tiempo para la visita obligada. Sin embargo, cuando la agenda está saturada, me hospedan en un hotel y esto hace más difícil que pueda ir. En el hotel es mucho más fácil atender a la gente que me pregunta sobre mis libros que en casa de mis padres, donde en realidad me gusta quedarme. Ellos siguen viviendo en Coyoacán, muy cerca de la librería. A pesar de esto, no pierdo mi cualidad de cliente frecuente. Cuando en algún suplemento veo un libro mexicano que no llega a España, algo que suele pasar con cierta regularidad, de inmediato le llamo a mi padre y va a Gandhi a comprarlo. Él me va guardando el montón de libros que me espera hasta que vaya o él venga para acá. Hoy sigo comprando en Gandhi vía mi padre. Casi nunca los compro en formato electrónico, me gusta subrayarlos, sentirlos. +
*Extracto de nuestra entrevista realizada para el podcast “
bligado referente de juventud: la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Habitábamos una ciudad de pocas librerías con novedades; tan grande ella y tan chiquita su oferta. Siempre estábamos ahí: yo, viendo a mis amigos “abstractos” (así les decía) jugar ajedrez en el piso de arriba o buscando una conversación. Recuerdo un libro (todo libro es una huella): Tiempo de abrazar, de Onetti, comprado con emoción en sus pasillos, sintiéndome un poquito el señor Equis (otra referen cia). Me apresuraba a salir de ahí para abrir las páginas oliendo a nuevo, e instalarme en el parque de al lado para comenzar lo que en ese entonces fue para mí un ejercicio de lectura devoradora de muchos, muchos libros, solo, construyendo una vida mental atizada por los ejemplares de la Gandhi. Ahí conocí (pero él no lo recuerda) a David Huerta, en la presentación de un libro del gran Enrique Maza, alma de la revista Proceso. Tanto él, David, como ella, la librería Gandhi, fueron figuras tutelares de mis años de búsqueda, muy sureños, muy coyoacanenses, muy loquillos. Permanecen como una coordenada imborrable de mi buena y mala educación.
Julio Trujillo Poeta y editor
Desde el librero”
LEÍDOS LOS
FICCIÓN NO FICCIÓN
LOS ABISMOS
Pilar Quintana
ALFAGUARA
Claudia vive con sus padres en un apartamento invadido por plantas que se estiran para tocarla. Como todas las familias, la suya contiene una crisis, y sólo hará falta que algo la detone. Los abismos es un relato estremecedor en el que una hija asume las revelaciones de su madre y los silencios de su padre para empezar a construir su propio mundo.
LA BAILARINA DE AUSCHWITZ
Edith Edger
PLANETA
Un libro sobrecogedor, potente e inspirador, que busca ayudar a todos aquellos cuyos traumas les impiden vivir en plenitud. Como su mentor, Viktor Frankl, Edith es una superviviente cuya experiencia vital y su trayectoria le han permitido ayudar a miles de personas que viven incapacitadas por cicatrices emocionales.
PÁRADAIS
Fernanda Melchor
LITERATURA RANDOM HOUSE
En un conjunto residencial de lujo, dos adolescentes inadaptados se reúnen por las noches para embriagarse a escondidas y compartir sus fantasías. Franco sueña con seducir a su vecina; Polo, con renunciar a su empleo como jardinero. Ellos maquinarán un plan tan pueril como macabro.
SIRA
María Dueñas
PLANETA
Cuatro destinos. Dos misiones. Una mujer. Vuelve la protagonista de El tiempo entre costuras. La guerra ha llegado a su fin y el mundo emprende una tortuosa reconstrucción. Concluidas sus funciones como colaboradora de los servicios secretos británicos, Sira afronta el futuro con ansias de serenidad. Sin embargo, el destino le tiene preparada una trágica desventura.
SALVAR EL FUEGO
Guillermo Arriaga
ALFAGUARA
Premio Alfaguara de Novela 2020. Una historia de violencia en el México contemporáneo, donde el amor y la redención aún son posibles. Marina, una mujer casada, con tres hijos y una vida familiar resuelta, coreógrafa de cierto prestigio, se ve involucrada en un amorío improbable con un hombre impensable. Salvar el fuego retrata dos Méxicos completamente escindidos. Una obra que retrata los absurdos de un país y, también, las contradicciones de la naturaleza humana. Una novela de amor que termina por brindar esperanza.
PIENSE Y HÁGASE RICO (EDICIÓN ESPECIAL)
Napoleon Hill
DEBOLSILLO
La riqueza y la realización personal están al alcance de todas aquellas personas que lo desean; basta simplemente con desvelar un secreto, el secreto del éxito. Napoleon Hill lo aprendió del famoso Andrew Carnegie, y lo sistematizó para hacerlo accesible. Piense y hágase rico es una obra diseñada para llevarnos al triunfo.
REGRESO A LA JAULA
Roger Bartra
DEBATE
Una de las claves para el éxito de AMLO fueron las cuestionables alianzas que impulsaron su campaña y revelaron su verdadera orientación política. Aunque para los seguidores más fieles de su partido se vendió como un demócrata anclado en la izquierda, los hechos lo revelan como un populista de la más conservadora derecha, inspirado en el priísmo autoritario.
EL NEGOCIADOR. CONSEJOS PARA TRIUNFAR EN LA VIDA Y EN LOS NEGOCIOS
Arturo Elías Ayub
GRIJALBO
En este nuevo libro, Arturo Elías Ayub, director de Fundación Telmex, nos muestra las mejores prácticas para ser un emprendedor, tomar buenas decisiones y encontrar lo mejor para todas las partes. A través de anécdotas, él nos comparte lo que ha aprendido en los negocios y en la vida.
PAQUETE
HARRY POTTER
J. K. Rowling
SALAMANDRA BOLSILLO
LA REINA ROJA
Victoria Aveyard GRAN TRAVESÍA
LA SELECCIÓN
Kiera Cass
ROCA INFANTIL Y JUVENIL
EL CLUB DE LAS 5 DE LA MAÑANA: CONTROLA TUS MAÑANAS, IMPULSA TU VIDA
Robin Sharma
GRIJALBO
Robin Sharma desarrolló el Club de las 5 de la mañana hace más de veinte años, gracias a los revolucionarios hábitos que le permiten a sus clientes incrementar la productividad, mejorar su salud y afrontar con serenidad la época en que vivimos. Este libro, de profundo impacto personal, nos descubrirá las rutinas que han hecho posible que muchas personas alcancen grandes resultados al tiempo que nuestra felicidad y vitalidad aumenta.
DE ANIMALES A DIOSES
Yuval Noah Harari
DEBATE
Hace 100 mil años, al menos seis especies de humanos habitaban la tierra. Hoy sólo queda una: la nuestra. ¿Cómo logró nuestra especie imponerse en la lucha por la existencia? ¿Por qué nuestros ancestros se unieron para crear ciudades y reinos? ¿Cómo llegamos a creer en dioses o en naciones; a confiar en el dinero, en los libros o en las leyes? Harari traza una historia de la humanidad y las tres grandes revoluciones que nuestra especie ha protagonizado.
LOS COMPAS Y LA MALDICIÓN DE MIKECRACK
Mikecrack, El Trollino Y Timba VK MARTÍNEZ ROCA
PERFECTOS MENTIROSOS 2
Alex Mírez MONTENA
ELECTRÓNICOS ARTE Y
RECREACIÓN
REGRESO A LA JAULA
Roger Bartra
DEBATE
Una de las claves para el éxito de AMLO fueron las cuestionables alianzas que impulsaron su campaña y revelaron su verdadera orientación política. Aunque para los seguidores más fieles de su partido se vendió como un demócrata anclado en la izquierda, los hechos lo revelan como un populista de la más conservadora derecha, inspirado en el priísmo autoritario.
LA EMPRESA CONSCIENTE
Fred Kofman
CONSCIUOS BUSINESS CENTER
La empresa consciente es el resultado de quince años de trabajo con directivos de compañías que comprobaron en la práctica la efectividad de las estrategias que propone Fred Kofman para lograr una serie de objetivos: responsabilidad incondicional, integridad esencial, comunicación auténtica, compromiso impecable y, por supuesto, un liderazgo honesto.
A TRAVÉS DE MI VENTANA
Ariana Godoy
ALFAGUARA INFANTIL Y JUVENIL
Raquel lleva toda la vida loca por Ares, su atractivo y misterioso vecino. Lo observa sin ser vista desde su ventana y no han intercambiado ni una palabra. Lo que Raquel no sabe es que eso está a punto de cambiar... Ares comenzará a cruzarse en su camino hasta en los lugares más inesperados y descubrirá que, en realidad, Raquel no es la niña inocente que creía.
EL SUTIL ARTE DE QUE TE IMPORTE UN CARAJ*
Mark Manson
HARPERCOLLINS
Por décadas se nos ha dicho que el pensamiento positivo es la clave de la felicidad y la esencia de una vida próspera, pero en los días que vivimos eso se acabó. Es tiempo de presentarte la antítesis de los libros de desarrollo personal: una forma distinta de ver la vida, una forma distinta de alcanzar la buena vida, que se da cuando empezamos a dominar el sutil arte de mandar las cosas al diablo.
LOS ABISMOS
Pilar Quintana
ALFAGUARA
Claudia vive con sus padres en un apartamento invadido por plantas que se estiran para tocarla. Como todas las familias, la suya contiene una crisis, y sólo hará falta que algo la detone. Los abismos es un relato estremecedor en el que una hija asume las revelaciones de su madre y los silencios de su padre para empezar a construir su propio mundo.
CUENTOS DE BUENAS NOCHES
PARA NIÑAS REBELDES
100 MEXICANAS
EXTRAORDINARIAS
Elena Favilli PLANETA
LOS COMPAS Y EL DIAMANTITO LEGENDARIO
Mikecrack, El Trollino Y Timba VK MARTÍNEZ ROCA
LAS MEDIDAS DE UNA CASA
Xavier Fonseca
EDITORIAL TERRACOTA
Esta obra imprescindible da al profesionista y al usuario, de manera clara y sencilla, todos los datos de la antropometría, análisis de mobiliario, diseño urbano, control ambiental, incluyendo el uso de energía solar, circulaciones y otros. Además, incluye un capítulo sobre las necesidades para conjuntos y zonas habitacionales.
MANDALAS: LIBRO DE ARTE PARA COLOREAR
LAROUSSE EDITORIAL
NUEVA IMAGEN
En este libro encontrarás más de 60 mandalas hindúes para colorear y crear hermosos mosaicos, que puedes conservar en el libro o convertirlos en parte de la decoración de tu lugar favorito. Aquí no hay límites: ilumínalos con plumones, acuarelas o con lápices de color. Sólo tienes que elegir la mejor técnica y dejar volar tu imaginación. Al final, ¡tu libro de arte será único!
JUGUEMOS A LEER. LIBRO DE LECTURA Y CUADERNO DE EJERCICIOS
Rosario Ahumada
EDITORIAL TRILLAS
VIDA MÍA
Sereno Moreno GRIJALBO
Que Vida mía pueda encontrarse en tus manos no es una coincidencia. Es tu oportunidad para descubrir la magia de la cultura mexicana. No sólo conocerás México a través de sus paisajes cautivantes, sus tradiciones únicas y su naturaleza extraordinaria: también serás responsable de darle a esta historia un toque de color. Comienza esta nueva aventura y déjate llevar por tu creatividad. Vive este libro al máximo y hazlo tan tuyo como desees.
MANDALAS
NATURALEZA Y ANIMALES
LAROUSSE EDITORIAL
NUEVA IMAGEN
Más de 60 ilustraciones sobre la naturaleza y los animales para colorear y crear hermosos mosaicos que te permitirán transformarte en un artista y, por supuesto, encontrar los momentos de paz y serenidad que abrirán las puertas a un viaje interior.
VAN GOGH PARA COLOREAR
LAROUSSE EDITORIAL
NUEVA IMAGEN
Vincent van Gogh es uno de los artistas que con mayor fuerza se adentraron en el alma humana. Sus pinturas son una manera de descubrirlo y descubrirte, por esta razón, este libro te permitirá reinterpretarlo y transformar a su obra en el espejo de su personalidad y tu vida.
MI LIBRO MÁGICO LECTOESCRITURA (CLÁSICO)
NUEVA EDICIÓN
Carmen Espinosa Elenes De Álvarez
GRUPO EDITORIAL ONCESETENTA
LOS COMPAS Y LA CÁMARA DEL TIEMPO
Mikecrack, El Trollino Y Timba VK MARTÍNEZ ROCA
SNada menos que medio siglo
los grandes diciendo “Luis Spota” con soltura frente a la portada de un libro de Luis Spota (tenía más efecto que decir “Zucaritas” frente a una caja de Zucaritas), cuando en otro lugar de la misma ciudad, más o menos al mismo tiempo, nacía Gandhi.
Y lo he querido soltar sin explicación adjunta porque me parece tremendo que cualquiera que lea este texto en el mismo país en el que nacimos Gandhi y yo sepa, con sólo ver esas seis letras, que me refiero a la librería y no al Mahatma. Y que no ha sido un desliz del lenguaje (o de la memoria), y que dicha persona hasta predibuje mentalmente la tipografía morada sobre fondo amarillo que tanto conocemos todos, antes de imaginar al Mahatma. Tremendo, insisto, que se diga Gandhi y se piense en libros, discos, café y buena onda, antes que pensar (pues sí, ejem) en el Mahatma.
Tal cadena de pensamiento me ha llevado a guglear si sería posible, como una suerte de necesario equilibrio cósmico, que existiera una librería llamada Juárez en Nueva Delhi, para que allá la gente, al decir “Juárez”, piense en libros, café, etcétera… y no (ejem) en el Benemérito. Claro: cero resultados. Pero he aquí otra cadena de pensamiento interesante: otra leyenda indica que Mauricio Achar decidió el nombre (eludiendo el tan evidente de El Quijote, ¡uuf!) porque acababa de leer una biografía del célebre independentista indio. Vale la pena agradecer a la diosa fortuna que don Mauricio no hubiese terminado de leer la biografía de Atila el huno o de la condesa Báthory. Como sea… 50 años se dice fácil. Yo llevo 50 justos leyendo. Y Gandhi “haciéndome leer”. No de forma personal e inmediata, lo admito, porque cuando Gandhi ya ponía en las manos de todos los lectores libros de todos los autores (Luis Spota también), yo todavía estaba prendado de La pequeña Lulú y el Pato Donald (Y qué bueno). Si mi vida hubiera estado más ligada a la librería, no digo que hubiera leído a Dostoievski a los seis, pero sí, tal vez, a los quince. Entré por primera vez a ese sitio en Coyoacán, donde tenían (tienen) todos los libros de todos los autores, hasta que abandoné mi capullo de sateluco, ya en la universidad. Y no sé si ahí compré mi primer Crimen y castigo, pero es posible, porque aún lo tengo en mi librero y se ve que conoció tiempos mejores.
egún mi mamá, cuya memoria es falible para lo que aconteció hace cinco minutos (“¿Cómo siguen de la gripa?”. “Por enésima vez, mamá…”), pero bastante confiable para lo que ocurrió hace décadas (“Te juro que la señora Norma nunca me devolvió el recogedor verde que le presté”), yo aprendí a leer a los cuatro años. La anécdota exacta es que una tarde llegué con un frasco de vitaminas y le pregunté si ahí decía “vitaminas”. Ella, maravillada, procedió a preguntarme qué decía en otros letreros al alcance y al parecer pasé la prueba, pues se encargó de presumir con todo el mundo que ya sabía leer y que, además, había aprendido solo.
Debo confesar que no recuerdo el trance. De hecho, mi recuerdo más antiguo tiene que ver con una buena tanda de nalgadas que me gané por ir a tirar la sopa a la regadera, y estoy seguro de que ocurrió a los cinco, porque me acusó mi hermano y todo el mundo sabe que la alta traición se aprende en primero de primaria. Por otro lado, tal defecto de evocación puede ser enteramente mío, porque mis hijos se acuerdan perfecto de ciertas cosas horribles que les ocurrieron a tan tierna edad (“¿Estás seguro de que tenías cuatro? Bueno, lo importante es que ya sabes nadar”).
El asunto es que tenía cuatro cuando aprendí a leer, pero jamás leí a Dostoievski o a Rulfo a los seis. Ni siquiera a los siete. (Y qué bueno). De hecho, aproveché mi fama de superdotado sólo para conseguir más historietas de Editorial Novaro, pues la leyenda indica que la lectura (la real, no la de etiquetas de frascos) me hizo ojitos hasta la secundaria. Pero era 1971 cuando yo tenía cuatro y sorprendía a
50 años se dice fácil. Pero es, nada menos, que medio siglo. 10 años más de lo que vivió Edgar Allan Poe; 20 más de los que vivió Sylvia Plath. 30 más que los que tenía Rimbaud cuando decidió que ya estaba bueno de poesía. En 50 años pasan un montón de cosas. Un niño pasa de La pequeña Lulú a Verne y a Salgari; va de la comedia de Neil Simon y las tragedias de Shakespeare a experimentar con su propio teatro; va de José Emilio Pacheco y Jorge Luis Borges a intentar algún tímido relato corto; de John Kennedy Toole y García Márquez a alguna posible novela para, finalmente, terminar debatiéndose entre Roald Dahl y J. K. Rowling con sus propias letras para niños.
En 50 años los libros cambian a las personas. Cambiaron a ésta, que esto escribe. Y en gran medida Gandhi fue corresponsable. Por las tantas y tantas páginas de los tantos y tantos autores.
Pienso en un niño de cuatro años apantallando a los grandes diciendo “Élmer Mendoza” frente a un libro de Élmer Mendoza. Pienso en su mamá llevándolo de la mano a Gandhi para que elija algo. Pienso en lo tremendo que puede ser esto, aun si el chamaco elige a La Pequeña Lulú. O el Diario de Greg, para el caso.
Pienso y agradezco públicamente a Gandhi porque, gracias a esos 50 años y a las tantas librerías que ya hay por todos lados, es que seis letras moradas sobre fondo amarillo pueden conseguir el milagro de cambiar una vida. Se pone un libro en las manos de la persona, tenga la edad que tenga, y el resto ocurre por sí solo. Un millón de gracias, pues, Gandhi. Y felicidades por eso. +