Lee+ 183 A 150 años de la primera exposición impresionista

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Editorial

La capacidad de renovar lo que parece inamovible es una de las cualidades humanas que más nos emocionan. Cuando el arte europeo parecía haberse estancado en el realismo, los temas históricos y míticos, un grupo de pintores jóvenes estaban decididos a transformarlo todo. El movimiento impresionista surgió en Francia a finales del siglo xix Aunque existieron críticas muy severas en su momento, el impresionismo revolucionó la pintura gracias a su apuesta por capturar la luz y el movimiento de manera espontánea. Se caracterizó por pinceladas sueltas y rápidas, así como por una paleta de colores vivos. Los artistas buscaban representar momentos efímeros y la atmósfera cambiante de la naturaleza en plena Revolución Industrial.

En este número celebramos el aniversario 150 de la primera exposición impresionista, que llenó de luz y de belleza la historia del arte. Para esto, José Luis Trueba Lara recreó un artículo periodístico de la época, escandalizado con los “brochazos” de aquellos genios. Herles Velasco nos presenta a las mujeres impresionistas, quienes en su momento no tuvieron la visibilidad que su talento merece, pero cuya obra ahora podemos contemplar. Beatriz Vidal, historiadora del arte, nos lleva a un recorrido espectacular por Giverny, Normandía, a los jardines de Claude Monet; mientras que el escultor Sergio Peraza Ávila nos invita a conocer el Musée d’Orsay.

También platicamos con Chiara Pasqualetti sobre su nuevo libro sobre Frida Kahlo; con Idelfonso Falcones acerca de su novela Esclava de la libertad, y con los organizadores del Festival Internacional de Teatro Universitario, que disfrutaremos muy pronto. En “Niños, ¡a leer!”, platicamos sobre un libro para introducir a los más pequeños al mundo del arte y los museos. Finalmente, honramos la memoria de dos escritores fascinantes: los cien años del fallecimiento de Joseph Conrad y la reciente pérdida de Ismail Kadaré. ¡Les damos la bienvenida a estas páginas! Esperamos que encuentren en ellas la luz que el impresionismo nos heredó hace más de un siglo.+

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Diseño: Claude Monet en Giverny ilustrado por Alondra Vitae y Darío Cortizo

Índice

150 aniversario

6 L’Écho de Paris, la exposición de los pintores patibularios

José Luis Trueba Lara

8 Au plein air? Las artistas del impresionismo

Herles Velasco

10 Claude Monet: el pintor de la eterna luz

Beatriz Vidal

14 Musée d'Orsay, el museo de nuestra generación

Sergio Peraza Ávila

Póster

20 Frida ícono de México

Entrevista

22 Frida. Una mujer detrás del ícono

Entrevista a Chiara Pasqualetti

Mercedes Alvarado

Niños, ¡a leer!

24 ¿Te imaginas perseguir a tu perro en un museo?

Librosauria

Teatro

26 Un espacio de libertad y comunidad escénica: el Festival Internacional de Teatro Universitario

Juan Meliá y Jaqueline Ramírez

Centenario

28 Joseph Conrad, ventrílocuo

Julio Trujillo

Entrevista literaria

30 Idelfonso Falcones: de la infancia a Esclava de la libertad

José Luis Trueba Lara

In memoriam

32 Ismail Kadaré contra los totalitarismos

Mariana Aguilar Mejía Niños, ¡a leer!

34 Los asombrosos libros de Marina Sáez

Adelanto de libro

36 La guía de los baldíos para viajeros precavidos

Sarah Brooks

Directorio

Directora general y editora Yara Vidal yara@revistaleemas.mx

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José Luis Trueba Lara

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Mercedes Alvarado

L’Écho de Paris

La exposición de los pintores patibularios

Durante siglos, la Academia Real de Pintura y Escultura de Francia, a través del Salón de París, dominó las exhibiciones y la venta de arte en Europa. El arte oficial presentaba escenas históricas, mitológicas y religiosas en un estilo realista, que fascinaba a la aristocracia. A finales del siglo xix, un grupo de artistas que habían sido sistemáticamente rechazados por la academia inauguraron la primera exposición independiente en París. El evento causó revuelo y opiniones de todo tipo. Sin embargo, varios críticos de la época calumniaron el estilo moderno y subjetivo de estas obras como una ofensa al “buen gusto”. Uno de ellos, a manera de insulto, llamó a estos artistas impresionistas, sin adivinar que este mote pasaría a la historia como el movimiento que renovó el arte europeo. Te traemos la recreación de uno de esos artículos ácidos que se publicaron al día siguiente de que se inaugurara la primera exposición impresionista de París.

PARÍS, 15 DE ABRIL DE 1874. Cuando ya estábamos a punto de acostumbrarnos a los poetas que son presa de la locura y la degradación por el ajenjo y el opio, descubrimos que los estragos del hada verde y el vaho del dragón apenas eran un siniestro presagio de los horrores que desde hoy se muestran en el número 35 del Boulevard des Capucines, el sitio donde se encontraban los talleres del fotógrafo Nadar. No se piense que estos pavores son los acostumbrados: los salvajes que traen de África y los seres contrahechos por la naturaleza o el pecado son poca cosa si se comparan con lo que muestra la llamada Sociedad Anónima.

Los rumores de la exposición que ahí se presenta llegaron a la redacción de L’Écho de Paris, y su director —siempre atento a los hechos que hieren la sensibilidad y la moral pública— me encomendó que me asomara a las casi 200 obras que presenta la Sociedad Anónima, cuyos integrantes —según pude enterarme— rentaron el lugar por una cantidad importante: poco más de dos mil francos que, tal vez, tienen un origen inconfesable. Cualquiera que observe a estos supuestos artistas de inmediato se dará cuenta de que tienen una apariencia patibularia, que no puede rimar con una cifra de esa magnitud.

Pasear por el Boulevard des Capucines siempre es un placer, pero todo cambia cuando se entra al lugar de la pretendida exposición de arte. Los 200 cuadros que la integran están colgados sin ton ni son; algunas de las paredes —que fueron revestidas de lana color marrón como si pertenecieran a un museo inglés— se encuentran tan saturadas que difícilmente pueden apreciarse las obras. Éstas, para sorpresa de los visitantes, no fueron elegidas por un jurado ni por los mejores maestros de la academia. Para lograr este batiburrillo, los integrantes de la Sociedad Anónima también gastaron una suma digna de ser mencionada: tres mil 341 francos en la tapicería y 983 en la iluminación de las salas.

justicia cuál de todas las pinturas era la más horrenda: las pinturas que reflejan la realidad y se esfuerzan por despertar los sentimientos más nobles no existen en esas paredes. Para explicar esto, basta con tratar de describir una de ellas: Impression, Soleil Levant, de un tal Claude Monet. Se trata de un lienzo embadurnado que intenta mostrar algunas embarcaciones de diferentes tamaños. No utilizo la palabra intenta por casualidad: sus brochazos, lejanos del estudio y la maestría, parecen estar guiados por los arrebatos que nacen del furor que sólo provoca el ajenjo. El sol al que se refiere su título tampoco se queda atrás en su miseria: es un círculo rojo con algunas pinceladas amarillas que tratan de complementarse con una serie de reflejos pésimamente trazados sobre el agua.

Confieso que tuve cierto interés en platicar con el señor Monet, pero no lo logré. Uno de sus secuaces me informó que había salido en ese momento. Sin embargo, este caballero se ofreció —sin que yo se lo pidiera— a explicarme las maravillas de la Impression, Soleil Levant: “Como usted puede apreciar —me dijo con un orgullo innecesario—, ésta es una obra maestra. Monet es un revolucionario, alguien dispuesto a la guerra plástica con tal de defender sus logros”.

Es posible que este propagandista tenga algo de razón: los horrores que se miran en el cuadro sólo pueden compararse con las desgracias de la guerra con Prusia o con los días de sangre y muerte que ocurrieron en tiempos de la Comuna siempre maldita. Pero la anarquía del tal Monet —al igual que la de sus compinches— no se conforma con los brochazos sin ton ni son, él también busca que la anarquía se adueñe del mercado del arte: la exposición de la Sociedad Anónima pretende hacer a un lado a los marchands d’art que resguardan el buen gusto, el valor y la maestría en el arte. Debido a este hecho, los resultados de la exposición resultan predecibles: los compradores enloquecidos adquirirán las obras de los pintores dementes y, por supuesto, afearán sus hogares y perderán su dinero. Perdón que insista, querido lector, pero el virtuosismo que nos mostraba la realidad y despertaba los grandes sentimientos no existe en los delirios de los pintores que se autonombran revolucionarios.

Cuando estaba a punto de volver a la redacción de L’Écho de Paris, descubrí la presencia de un grupo de salvajes —ése es el nombre que merecen los pintores de esta calaña— conversando y haciendo planes para el futuro. Uno de ellos engolaba la voz y le decía a su camarilla —integrada por unos fulanos que obedecen a los nombres de Sisley, Renoir, Degas, Pissarro y Bazille— que su siguiente exposición sería mucho más libre y revolucionaria que ésta.

Para desgracia del público, ninguno de esos francos sirvió para gran cosa: la exposición era horrible y lo siguió siendo, aunque los más osados tienen la posibilidad de cooperar con ella adquiriendo el catálogo, que no debería llegar a los hogares decentes. El librillo, apenas encuadernado con papel verde, resulta bastante peor que los cuadernillos que se venden en las calles y contienen historias impúdicas. Entre este texto y la Bibliothèque bleue, que se empastaba con el papel que se usaba para empaquetar el azúcar, no hay diferencia.

Mientras recorría los pisos del taller de Nadar, me enfrentaba a un problema que jamás había tenido: decidir con

Nada les dije. Ante personas de este tipo, vale más el silencio. Sin embargo, estoy seguro que esta locura no tendrá un buen final: no temo vaticinar que nada o casi nada venderán estos lunáticos y, si algo de dinero recuperan, sólo será gracias a los céntimos que cuesta la entrada a su exposición y a las limosnas que las almas caritativas les den por su sinestro catálogo. Ellos, al igual que los poetas embrutecidos por el ajenjo y el opio, no tienen absolutamente ningún futuro. Sus lienzos embadurnados quedarán olvidados junto con sus nombres, y los espectadores buscarán nuevas diversiones mucho más interesantes, como la Venus hotentote, que hace años se presentaba desnuda en un circo y sorprendía al público con sus deformidades.+

Recreación de José Luis Trueba Lara
José Luis Trueba Lara es escritor, editor y profe. Colabora en la radio, sale en la tele y ha publicado varios libros.

Au plein air?

Las artistas del impresionismo

París, a mediados del siglo xix, era un revoltijo de fetidez y pobreza. Balzac había descrito las casas de muchos de los barrios parisinos como “fachadas leprosas”, y Napoleón III se refirió a la hoy Ciudad Luz como una “vasta ruina” y nada más. En estos contextos y en los albores de la metamorfosis del sucio París medieval a la imponente papillon moderna, los artistas gestaban sus propias transformaciones. Pero los aires de libertades estéticas no necesariamente marchaban a la par de otras más fundamentales. La historia de las mujeres impresionistas se caracteriza por haber despertado los prejuicios más vergonzosos de las élites, la alta cultura e incluso sus propios correligionarios. Éstos trataron de asfixiar las pretensiones de las pintoras, que buscaban explorar en las novedosas manifestaciones del movimiento estético su particular manera de expresar la realidad. Los ideales de liberté, égalité, fraternité de la reciente revolución estaban todavía lejos de contemplarlas como ciudadanas y artistas.

De Berthe MorisotLa Psyché (1876), Dominio público

Au plein air?

El barón Haussmann fue, a partir de 1853, el responsable de corregir el aspecto de aquella villa decadente de París, que conllevó la destrucción y reconstrucción de barrios completos. Sin embargo, aun en medio del deterioro y el empobrecimiento visual de la capital francesa, los impresionistas encontraron sus principales fuentes de inspiración fuera de los estudios: en los cafés, los bares, los salones de baile, las escenas domésticas, así como en la naturaleza, los escenarios campestres o en el eterno numen del Sena; es decir, en la impresión de la experiencia directa. La mayoría de estos lugares, que contenían aquella inspiración vital, no encajaba del todo con la figura de la mujer artista trabajando in situ en su obra; cuántos ceños franceses se habrán fruncido al encontrarse a una pintora en, por ejemplo, el Théâtre Italien.

una artista que dominó la luz como pocos y que exploró en su obra sobre todo la vida de mujeres y niños, también produjo obra que podría considerarse más melancólica y emocional. Gonzalès fue una figura prometedora del impresionismo: su peculiar estilo muestra que no quiso conformarse con las tendencias de la época. Murió prematuramente a los 34 años, truncando así una de las carreras más visionarias del movimiento.

Marie Bracquemond encarnó lo que quizás sea el común denominador en cuanto a los desafíos a los que se enfrentaban las mujeres impresionistas. Su talento para las artes se manifestó a temprana edad y su formación fue principalmente autodidacta. La instrucción formal que recibió fue breve, en el estudio de Jean-Auguste-Dominique Ingres, quien tenía una visión conservadora respecto del papel de las mujeres en el arte. Se promovía que éstas desarrollaran la pintura como un hobbie, adquiriendo lo mínimo indispensable en cuanto a una instrucción formal. Ingres desalentaba constantemente las aspiraciones profesionales de Marie. La artista estuvo casada con un famoso pintor y grabador, Félix Bracquemond. Las constantes discusiones a causa de las aspiraciones de ella mermaron su relación al grado que se vio obligada a desistir de la pintura. Aun así, los elogios a su trabajo fueron permanentes: gustaba de pintar escenas cálidas y acogedoras, y exhibió su obra en distintas exposiciones. Marie Bracquemond mostraba una técnica impecable y una perspectiva muy particular para capturar escenas cotidianas.

Quizá la pintora impresionista más conocida, fundadora del movimiento y de las más prolíficas (con más de 400 cuadros), sea Berthe Morisot. Ella tuvo una educación artística y llegó a ir al Louvre a practicar copiando obras ahí expuestas, no sin supervisión, como era la costumbre para las mujeres de la época. Berthe estudió con Jean-Baptiste-Camille Corot. Comenzó con acuarelas y pasteles, y su talento y práctica la llevaron después al óleo. Se dice que llegó a dominar tan pronto las técnicas en esta disciplina que algunas partes del cuerpo, como ojos y manos, las pintaba sin necesidad de retrabajar. Su manera de capturar las sutilezas en la luz, la vida cotidiana, la intimidad y lo femenino fue única, a través de una paleta más etérea en comparación con la de otros artistas. Esto le acarreó a Berthe una buena dosis de fama y otra de detractores, quienes consideraban esa feminidad como algo negativo, mientras la contrastaban con la “vigorosidad” de los artistas masculinos. Aun con esto último, esta artista expuso en el Salón de París, cerrado para las mujeres hasta 1897. Podemos decir que su estética con “visión femenina” llegó a convencer a un puñado suficientemente amplio de conservadores del mundo artístico parisino como para incluirla en algunas exposiciones en las que no consideraban a sus contrapartes masculinos; no sólo eso, Berthe Morisot fue una de las primeras impresionistas en exportar su obra a la American Art Association, en Estados Unidos. Y es que Estados Unidos fue el otro gran polo del impresionismo. Mientras en París debatían el valor de este movimiento, los círculos artísticos estadounidenses apreciaron mejor su potencial. Mary Cassatt (Pittsburgh, 1844) viajó a París, donde desarrolló su carrera artística e impulsó a otras mujeres en Francia a hacer lo mismo. Fue una feminista activa; se convirtió en la conexión de muchos artistas para exhibir su obra en Estados Unidos y, gracias a ella, una buena parte del acervo impresionista reside en aquel país. Su capacidad para capturar como pocos la emoción de los sujetos que retrataba con una paleta de colores brillantes fue innegable. Gracias a que Japón se empezaba a abrir al mundo, esta artista pudo aprovechar la tradición nipona del retrato intimista, en el que predominan las escenas domésticas y de naturaleza (ukiyo-e). Cassatt, al igual que Berthe Morisot y las otras mujeres pintoras del impresionismo, se enfrentó al esfuerzo de los círculos culturales dominantes por limitar su formación. Los prejuicios de estos grupos insistían en que era mal visto verlas deambular con sus herramientas de trabajo por los espacios públicos: recordemos que la École des Beaux-Arts no permitía la entrada a las mujeres y que el Salón de París fue el escaparate más importante del momento, en el que exhibían principalmente los egresados de dicha Academia. El trabajo de Cassatt para apoyar la formación y promoción de la obra de otras artistas resultó fundamental. Otra de las pocas artistas que sobrellevaron estas restricciones, y que también logró exponer en el Salón, fue Eva Gonzalès, a quien algunas biografías ubican como la única alumna oficial de Manet. Esta pintora exploró en su obra cierta mezcla de impresionismo y realismo, lo que la proveyó de un estilo muy particular. Si bien fue

Es cierto que la gran mayoría de mujeres impresionistas mantuvieron cercanía con los pintores del movimiento; que la influencia y el reconocimiento llegaron a ser mutuos. Sin embargo, también es verdad que aquello que podría haberse considerado una comunidad de creadores rebeldes a un sistema que imponía fondos y formas estaba lejos de ser ideal. Además de todo lo que ya hemos contado, el simple hecho de reunirse, artistas mujeres y hombres, en un café, era mal visto; por lo que normalmente las grandes tertulias, en las que se podían compartir experiencias, visiones, crear relaciones con el fin de proponer el camino a tomar para el impresionismo, fueron esencialmente masculinas, pero éste tampoco se trató de un tema exclusivamente francés. A la pintora danesa Anna Ancher se le llega a incluir por estilo dentro del impresionismo, si bien en cuanto a tiempo y espacio figura lejos del seno del movimiento. Su contexto social no fue muy distinto: la prohibición de una educación artística formal en Dinamarca no le impidió desarrollarse. Fue la única mujer del círculo pictórico de aquella ciudad, que, por cierto, no abandonó en toda su vida, salvo en dos ocasiones: para asistir a una exposición en Viena y para tomar clases en París. A diferencia de Bracquemond, el apoyo de su marido jugó a su favor y las restrictivas convenciones sociales se convirtieron, incluso, en fuente de inspiración, tan es así que llegó a pintar una escena en la que aparece con su esposo contemplando una pintura en el comedor de su casa, infiriendo que había en ese espacio un intercambio intelectual entre ambos.

Del reducido grupo de mujeres impresionistas (poco más de una decena) a lo largo de Europa y Norteamérica sólo cinco lograron exponer en el ansiado espacio del salón parisino. A finales del siglo xix, por fin la École des Beaux-Arts se sacudió de alguna manera el conservadurismo recalcitrante que ya no cabía en el París moderno. Y queda ahí, esparcida en las principales galerías del mundo, la obra de ese puñado de mujeres que se plantaron no sólo contra las convenciones artísticas de la época, sino, sobre todo, contra las sociales. Ni unas ni otras consiguieron apagar la luz y contener el color de estas artistas para la posteridad.+

MONET

nenúfares para el fin del mundo

Claude Monet
junto
a sus nenúnfares en su atelier de Giverny (1914).
Fotografía coloreada por Dana Keller

“Siempre estoy persiguiendo la luz. En eso consiste todo mi trabajo”

Claude Monet

Nacido en París el 14 de noviembre de 1840, Claude Monet es recordado como un genio creador y pieza clave del movimiento del impresionismo. Fue un pintor sumamente prolífico y atípico para su época, que supo plasmar sobre el lienzo los reflejos de sus percepciones, así como el instante de la naturaleza mediante los paisajes, el mar y los jardines. Monet experimentó con los diversos matices como gotas de luz al recrear una escena, y rechazó así el academicismo preponderante de finales del siglo xix

Los cambios constantes de la luz

Claude Monet sentó las bases del movimiento del impresionismo

Rechazado y admirado a partes iguales por sus contemporáneos, el artista francés fue un genio innovador en el estudio de variaciones por un mismo motivo. Esto quedó documentado en su correspondencia, donde nombra la repetición de obras como serie, término que se catalogaría posteriormente en el mundo del arte. Por ejemplo, están las obras que pertenecen a diversas décadas de Monet, en las que creó las series de muelles, álamos, almiares, estación de trenes, luz y sombra sobre el Támesis, playas y acantilados, así como las fachadas de la catedrales de Rouen, una colección de treinta pinturas que representan principalmente vistas de la Catedral de Notre-Dame en Rouen.

Cuadro a cuadro, el artista nos guía con su ojo prodigioso a un baile de luz que se percibe como manchas y rugosidad, dureza y sutilezas, que en conjunto parecen piedra, momentos de diversas atmósferas, instantes efímeros y fugaces, irrepetibles. Capturar los cambios de la luz era su virtud casi inalcanzable, mística, amén de su naturaleza siempre cambiante. Claude Monet realizó variaciones del tema constantemente, intentando encontrar la perfección del reflejo de la luz; aunque representen lo mismo, cada imagen es única, ya que muestra diversas horas del día y estaciones del año, lo que provoca un cambio total de la luz, por lo tanto, en el color y en la percepción de las cosas.

Por lo anterior, Claude Monet sentó las bases del movimiento del impresionismo, que forjó el puente precursor hacia el modernismo. Su concepción del arte no pretendía contar de manera realista una historia, sino plasmarla a través de su punto de vista con las impresiones y sensaciones que experimentaba a la hora de pintar, sobre todo au plein air: al aire libre. A lo largo de 150 años, aunque los artistas del grupo hayan fallecido, este

Beatriz Vidal
Fotografía: Beatriz Vidal

tour de force sigue impactando a la mayoría de los grandes recintos culturales y casas de subastas del mundo. Dentro de sus fundadores, Monet es el pilar, el más prolifero y consistente, quien además fundó y vivió la filosofía impresionista. El pintor pudo vivir más de 40 años dentro de una de sus grandes creaciones, al diseñar un jardín paradisíaco llamado Giverny. Por si fuera poco, ese estudio detallado de pinturas hechas allí (y muchas más) le ha otorgado récords de venta en las subastas del mundo que nos siguen sorprendiendo.

El inicio del modernismo

Monet se uniría en la década de 1870 a un grupo de artistas que se hacían llamar “los independientes”, y hacia 1872 pintó la obra titulada Impresión: amanecer. Esa escena nos transporta justo allí, en los muelles de Le Havre, al amanecer, bajo la luz brumosa de color púrpura, mientras grúas y barcos se materializan vagamente en la débil luz del disco rojo bajo del sol, y también notamos lo que no tiene: fronteras firmes ni formas precisas: las personas en los barcos son sólo pinceladas azules, al igual que éstos. La luz del sol y los mástiles reflejados en el agua están salpicados e incoherentes, casi esfumados.

Según los estándares a los que se habían aferrado los artistas europeos durante 400 años, Impresión: amanecer no es en absoluto una obra de arte terminada, sino un boceto al óleo. “¡Una verdadera impresión!”, dijo el crítico Louis Leroy de forma irónica cuando la obra fue presentada junto con otras de Berthe Morisot, Edgar Degas, Auguste Renoir, Camille Pissarro y otros pintores en una exposición colectiva del 15 de abril de 1874. Tras haber sido rechazados por los cánones imperantes en los salones oficiales de París, este grupo de artistas decidió unirse y bajo la fundación Société Anonyme Coopérative des Artistes Peintres, Sculpteurs, Graveurs, Etc, crearon su primera exposición en el taller del fotógrafo Nadar en París. Otro crítico descartó las obras como “raspones de pintura de una paleta esparcidos uniformemente sobre un lienzo sucio”. Pero fue la reseña de Leroy la que dijo, al final, que toda la exhibición era “la exposición de los impresionistas”.

Sin embargo, hubo quienes alabaron la nueva forma de entender la pintura y realizaron críticas favorables. Éste fue el caso de Jules Castagnary, que escribiría así en Le Siécle el 29 de abril del mismo año:

¡Qué forma más rápida de comprender el objeto y qué pincelada más curiosa! ¡Es cierto que es muy corta, pero qué indicaciones tan precisas permite! […] Lo que los unifica como grupo y lo que les da una fuerza como colectivo, en una época como la nuestra en la que asistimos a tal proliferación de tendencias, es su voluntad de no buscar una factura muy lisa y terminada, sino sentirse satisfechos con el efecto de conjunto. Una vez que han reflejado la impresión dan por terminado su trabajo. Si alguien quiere definirles con una única palabra, representativa de sus pretensiones, tiene que inventar una palabra: impresionistas. Son impresionistas en el sentido de que no pintan un paisaje, sino la sensación que produce ese paisaje.

Creando un paraíso japonés en Giverny

El marchand Paul Durand-Ruel (1831-1922) fue una pieza vital para vender la obra de Monet y la de los impresionistas. Los

apoyó y los llevó a la atención del mundo. Así lo describe Monet: “Sí no fuera por él, nos hubiéramos muerto de hambre. Nosotros, los impresionistas, le debemos todo". De esta manera, el artista reconoció el papel fundamental de DurandRuel en su vida y la de otros creadores. En muchas ocasiones les pagó por sus obras el precio que éstos pedían; se estima que pasaron por sus manos hasta doce mil pinturas y, además, los alentaba en sus carreras. Llegó a pagarles cuentas médicas y hasta sus alquileres. Lo más importante era darles la libertad para seguir creando .

En 1883, el sabio comerciante le dio a Monet un préstamo por mil 500 francos para crear su sueño y objeto de estudio perenne: rentar una casa en Giverny. Hacia 1891, el cuidado del jardín ocupaba gran parte del tiempo del pintor y, en este empeño, fue asesorado por un jardinero japonés. En 1893 Monet logró adquirir una parcela contigua a la de su casa, donde hizo construir el estanque de nenúfares. Poco a poco fue creciendo su jardín acuático: desvió el arroyo Ru, de un pequeño brazo de río Epte, logrando así contar con una corriente viva que aún enriquece las aguas del jardín acuático japonés y crea un hogar para los nenúfares y cientos de especies en su propio estanque. El hogar de Monet se convirtió en un centro cultural para artistas, coleccionistas, marchantes, galeristas y personajes ilustres que llegaban incluso desde el otro lado del Atlántico. Sus amigos y coleccionistas japoneses enviaban a menudo arbustos de peonías y bulbos de lirios, que eran raros incluso en Japón y totalmente desconocidos en Francia. El pintor construyó puentes japoneses de madera de haya, pintados de verde, inspirados por las 281 estampas japonesas que coleccionaba, y que aún se conservan en su casa. A lo largo de su existencia, el artista prefirió una paleta a cielo abierto.

La Capilla Sixtina del impresionismo

Monet logró construir su estudio personal y portátil con la curaduría de tesoros botánicos, donde la belleza florece como sinfonía vegetal y las flores se convierten en modelos de un espectáculo deslumbrante. Cada mañana, al levantarse, disfrutaba desde su ventana el caminar de la luz sobre su jardín, fiesta del esplendor de los juegos de luz y de los reflejos sobre el agua. En Giverny, el paisaje y la obra se mimetizan: es land art, además del escenario de más de 400 obras. El genio cultivó en el jardín las más exquisitas flores; como los agapantos, azafranes, magnolias, tulipanes shirley,

Puente sobre el estanque de nenúnfares (1899), Claude Monet. Cortesía del Museo Metropolitano de Nueva York

capuchinas, dalias, íris, glicinas, amapolas, peonías, narcisos, jacintos, lavanda, azafranes, entre otras. Están en total armonía con su entorno. Inmortalizadas en una obra maestra floral, que se encuentran en los diversos museos del mundo. Monet realizará una de sus mayores obras maestras y llevará su pintura a los límites del arte abstracto en su serie de los nenúfares. Su pasión por estas flores constituye el epítome de su obra y le ayudará a sobrevivir la pérdida de su segunda esposa y de su hijo. En 1914, cuando Monet se encontraba profundamente deprimido por el duelo de sus seres queridos y por el contexto caótico de la Primera Guerra Mundial, encontró la fuerza para seguir mediante el arte. De pronto, sintió una renovación y ganas de “emprender grandes cosas a partir de antiguos intentos”. Entonces decidió inmortalizar los nenúfares en una producción de gran formato y determinó la construcción de un inmenso salón-atelier de 300 metros en Giverny para trabajar. Monet comentó a su amigo, el político Georges Clemenceau, su deseo de firmar dos paneles de los nenúfares el Día de la Victoria y donarlos al Estado de Francia, como un símbolo de paz después de una lucha armada devastadora para Europa. Clemenceau aceptó maravillado y lo animó a seguir pintando la serie, que terminó por contar con ocho paneles, para los cuales se crearían dos salas en el Musée de l’Orangerie, tal y como el artista las diseñó. La donación implicó un estira y afloja considerable, pues Monet se negaba a que sus nenúfares se presentaran bajo condiciones que no lograran la experiencia que deseaba para los espectadores. Al final, el pintor firmó el acuerdo en 1922. Estos salones se inauguraron hasta el 17 de mayo de 1927, poco después de la muerte de Monet.

Las impactantes obras de los nenúfares se pueden admirar actualmente en las dos salas principales ovaladas del Musée de l'Orangerie, de París. Monet diseñó un friso elíptico panorámico envolvente, que se despliega casi sin interrupciones con las ocho piezas monumentales de seis metros de largo y dos de alto cada una, aparentemente suspendidas en un espejo de agua, vibrando con el transcurso del día y el de las cuatro estaciones, enmarcados por luz natural cenital. Inmersos en el espectáculo de luces y nenúfares, los visitantes entran en un estado de gracia deseado por el pintor.

Desafortunadamente, durante muchos años estas obras no fueron valoradas. La gente no las visitaba y el propio museo tapaba los paneles para presentar exposiciones temporales en las salas. El historiador del arte Michel Hoog escribió: “En agosto de 1944, durante la batalla por la liberación de París, a finales de la Segunda Guerra Mundial, cinco proyectiles cayeron sobre las salas de los nenúfares, dos paneles sufrieron daños, restaurados posteriormente con éxito en el Musée de l´Orangerie”. En la década de los cincuenta la historia dio un giro: el arte impresionista recobró el interés de la crítica, los compradores de arte y el público en Estados Unidos. André Masson denominó a las salas de l’Orangerie “la Capilla Sixtina del impresionismo” y éstas se convirtieron en el valioso espacio que representan hoy.

En sus últimos años de vida, Monet destruyó varias de sus pinturas, ya que no quería que sus obras inacabadas, bocetos y borradores fueran expuestos y vendidos, como al final sucedió tras su muerte, el 5 de diciembre de 1926, a los 86 años, a causa de un cáncer pulmonar. Los restos del gran pintor impresionista descansan en el cementerio de Giverny, su refugio y lugar de inspiración. En 1966, su hijo Michel Monet donaría la casa a la Academia Francesa de Bellas Artes y, gracias a la Fundación Claude Monet, la residencia y los jardines fueron abiertos al público en 1980. En la actualidad, y tras una exhaustiva restauración, sus puertas están abiertas a los turistas de todo el mundo, para seguir iluminando y vibrando con la historia de amor del impresionismo.+

Museo de L’Orangerie

Musée d'Orsay

el museo de nuestra generación

Cuatro décadas es un periodo breve para la vida de un museo. Saber que se trata de un museo tan joven resulta interesante: uno suele pensar que en París todo lo que vemos en un recorrido ya estaba allí desde hace siglos. Éste no es el caso del Musée d'Orsay.

Como estación de trenes, es decir, como estructura original, la Gare d'Orsay sí es una construcción veterana, pero afortunadamente la rehabilitación arquitectónica que recibió en la década de los ochenta le dio vida nueva. El museo abrió sus puertas al público en el invierno de 1986, cuando mi generación leía por primera vez El médico, de Noah Gordon; escuchaba a Def Leppard en inglés y, en español, rock en tu idioma. El mundial de futbol se jugó en México… En fin, ocurrieron tantas cosas de nuestra inolvidable juventud en ese año.

Este entrañable museo celebrará su 40 aniversario en 2026, y ya tiene sorpresas preparadas para entonces. Mientras escribo esto, nos encontramos a pocos días de la inauguración de los Juegos Olímpicos en París; se pretende una inauguración fastuosa recorriendo el río Sena. Incluso Airbnb lanzó una oportunidad inigualable: un sorteo en el que dos personas podrán hospedarse en el Musée d’Orsay durante una noche, rodeadas de lujo, con una visita especial a la colección, incluyendo las zonas a las que difícilmente accede el público.

Pero, volviendo a épocas pasadas, me parece maravilloso que durante el invierno de 1986 se abrieran las puertas de este museo. Líneas arriba mencioné que para su aniversario habrá sorpresas, y no sólo las efímeras y espectaculares, sino las de peso: en 2025 y 2026 se abrirán las salas de investigación y de conferencias, un fastuoso motivo para que investigadores del arte de todo el mundo trabajen en aquellas áreas, con el objetivo de que, desde el museo, surjan nuevas tesis, nuevos libros y, por supuesto, intercambios culturales profesionales. Esta apertura transformará el espacio en mucho más que lo que es actualmente, un paraíso de arte para los turistas habituales.

Todo esto proviene de gestiones de la historiadora en arte Laurence des Cars, quien dirigió el Musée d'Orsay y el de l’Orangerie hasta 2021, y quien ahora se desempeña como la primera presidenta-directora del Louvre desde su creación (1793). Otra sorpresa del Musée d'Orsay es que pretenden cambiarle de nombre a Musée Valéry Giscard d’Estaing, un merecido homenaje al expresidente francés. Si el museo de arte moderno parisino en Beaubourg se llama también Musée Pompidou, ¿por qué no el d'Orsay puede ser ahora coloquialmente el Valéry?

El arte impresionista y postimpresionista atrae multitudes de todo el mundo al Orsay. En la primavera de 2024, en una de mis visitas, no pude acercarme ni a tres metros de los Monet ni los Van Gogh: no tuve la suficiente paciencia para arremolinarme entre el gentío. Por esto mismo, si lo que más deseas es hacerte la selfie frente a un cuadro de Pissarro, Manet o tu pintor favorito del impresionismo, te recomiendo que al ingresar al museo de inmediato subas al nivel 5, donde están los impresionistas, para llegar fresco y de allí ir bajando en un recorrido menos apretado.

Por lo que a mí respecta, más que las pinturas, me atrae la colección de esculturas. El Musée d’Orsay es por excelencia un espacio consagrado a la estatuaria. Desde la entrada, en la escalinata de acceso a su explanada, te topas de frente con tres enormes estatuas de animales: el elefante de Fremiet, el caballo de Rouillard y el maravilloso rinoceronte de Jacquemart. Estas esculturas no son de bronce, sino de hierro colado, y estuvieron antes en el Trocadero como conjunto de una fuente durante la Exposición Universal de París, en 1878.

No voy a contar la historia de la procedencia de la colección de estatuaria del Musée d’Orsay, pero, en resumidas cuentas, estas piezas se trasladaron de otros museos, donde permanecían amontonadas y algunas olvidadas en bodegas. Aquí, en la otrora estación de tren, se les proporcionó un espacio adecuado con luz natural y amplia capacidad de movilidad para apreciar cualquier escultura en redondo.

Para seleccionar qué esculturas se incorporarían al Musée d'Orsay primeramente se estableció un criterio cronológico sobre los artistas que ocuparían los espacios: se definió que serían los nacidos a partir de 1820 y fallecidos en 1870, aunque hay algunas muy buenas excepciones.

Pues bien, ese primer criterio estableció un parámetro breve en la historia del arte en Francia; pero, curiosamente, en ese periodo se realizó un número exorbitante de esculturas por encargos privados y públicos: en la historia de Francia no se habían creado tantas esculturas en un lapso tan breve. Se llegó a decir que existía una estatuomanía, porque se hicieron tantas que incluso se enviaban a los cuatro puntos cardinales (basta recordar la estatua de la Libertad, creada por Bartholdi, La Liberté éclairant le monde, que puedes ver a escala cuando entras al Orsay).

En el Musée du Luxembourg, en París se exhibieron y coleccionaron muchísimas estatuas. Éste era conocido en su tiempo por albergar la mayor cantidad de obra de artistas vivos, pero no era tan grande, y llegó el momento en que no se daban abasto. Se almacenaron muchas esculturas y se

olvidaron otras tantas por años. Finalmente, se conformó un equipo de especialistas durante los ochenta, quienes se dieron a la tarea de buscar, encontrar, trasladar y reacondicionar tantas esculturas dispersas. Antoinette Le Normand, Laure de Margerie y Anne Pingeot son a quienes debemos la posibilidad de apreciar esa riqueza tridimensional en los más diversos materiales y en un mismo espacio.

El hecho de fundar un museo tan importante derivó en que los descendientes de grandes maestros y coleccionistas donaron al acervo del Musée d’Orsay piezas invaluables que nunca antes habían salido de los talleres. Bocetos maravillosos, maquetas que relatan el proceso creativo de los escultores en sus etapas cambiantes para lograr las obras definitivas. Esos bosquejos en cera, terracota e incluso yeso son de un alto valor, pues inculcan y educan para comprender lo compleja que es la elaboración de una estatua.

Mención especial merecen las maquetas y los bocetos del escultor Jean Baptiste Carpeaux, a quien se le dedica un espacio para sus obras de carácter público, desde los bocetos de terracota —que por sí mismos resultan una magnífica obra de arte completa— hasta su célebre y controvertida La danse: un conjunto escultórico que decoró la fachada el edificio de la Ópera Garnier hasta 1964, cuando el escultor Belmondo, para protegerla del medio ambiente, la replicó en materia más resistente. La original se retiró y fue llevada al Louvre inicialmente. Ahora la podemos disfrutar muy bien resguardada en el Musée d’Orsay.

Me alegra la existencia de un espacio dedicado a Auguste Rodin, porque, aunque hay dos grandes museos exclusivos en la región parisina para la obra de Rodin (Hotel Byron y Meudon), no se puede entender la historia de la escultura francesa del siglo xx sin él. En el nivel 2 del Orsay se concibió, desde 2022, la terrase Rodin. En torno a las obras de este escultor, encontraremos a los contemporáneos que fueron sus aprendices principales, como Camille Claudel y Antoine Bourdelle.

En este enclave del arte, el nivel 2 del museo, hay otras dos terrazas entre salas, donde se exhiben esculturas desde 1880 hasta 1900. Mencionaré algunas dignas de detenerse para apreciarlas y conocerlas.

El David de bronce, creado en 1871 por Antonin Mercié, inspirado por el David de Donatello, retrata a un joven delgado cuya fortaleza está en su semblante sereno, determinación y juicio, y no en su musculatura. David luego de abatir a Goliat, lo ha degollado de un tajo y enfunda su espada serenamente; victorioso, posa el pie sobre la cabeza del gigante.

Esta escultura trae a mi recuerdo una ocasión, en 1997, cuando yo vivía en la Ciudad Luz; coincidí en un viaje con mi maestro y amigo, el pintor Raúl Anguiano. Fuimos al Musée d’Orsay y pasamos un día completo dibujando las esculturas francesas mientras afuera caía una lluvia torrencial. El bronce del David de Mercié fue el que más disfruté dibujar por sus distintos ángulos de apreciación.

Otra escultura que a veces pasa desapercibida, pero que me resulta maravillosa, es el arcángel san Miguel, Saint Michel et le Dragon, creada por Emmanuel Fremiet en un estilo neogótico. Como dato adicional, si caminas en el exterior del Jardín de las Tullerías, en la esquina de la rue des Pyramides con la rue de Rivoli, frente al semáforo vas a encontrar esa maravillosa estatua ecuestre dorada dedicada a Juana de Arco, también de Fremiet. Pues bien, gracias al reconocimiento profesional obtenido por su dorada Jeanne D’Arc, el escultor recibió el encargo en 1894 de crear un san Miguel para ser colocado en la parte más elevada de la abadía del Mont Saint Michel, en Normandía. Desde entonces, allá en los cielos normandos, en todo lo alto del majestuoso templo y el sagrado monte de roca, en los días despejados se puede ver la silueta de esta ligera estatua alada, que corona la aguja de la torre central de la abadía. Está a 170 metros sobre el nivel del mar, por lo que, si tienes pánico a las alturas, es mejor conocer cómodamente este san Miguel en la planta 2, del lado del Sena, en nuestro museo favorito: el d'Orsay.

Necesitaría muchas páginas más para seguir comentando las esculturas que allí entretejen sus historias. Por ahora, deseo que estas letras siembren tu curiosidad para que la próxima ocasión que visites este joven museo, prestes mayor atención a las esculturas de carne de mármol y bronce, con sus cuerpos que nunca envejecen.+

Fotografía
cortesía de Sergio Peraza Ávila
Sergio Peraza Ávila es pintor y escultor. Tiene una trayectoria vigente y sólida en el arte contemporáneo mexicano.

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Plasmada fielmente desde la fotografía o reinterpretada por otros artistas, lo mismo en murales que en objetos de uso cotidiano, la mirada de Frida Kahlo es una de las más reproducidas a nivel mundial como figura emblemática de la pintura mexicana. Pero más allá de la imagen que habita en el imaginario colectivo está la mujer que enfrentó, a través de su trabajo creativo, la debilidad de su cuerpo y que abordó su propia vulnerabilidad dentro y fuera del lienzo. Chiara Pasqualetti, periodista italiana, ha venido a México para presentar en Gandhi su nuevo libro, Frida. Ícono de México (Trillas, 2024), en el marco del 70 aniversario luctuoso de la pintora. Platicamos con ella sobre este trabajo, en el que nos propone una ruta visual y escrita para descubrir a Frida, la mujer.

Ve la entrevista en mascultura.mx

Has publicado trabajos extensos sobre mujeres como Audrey Hepburn o Coco Chanel, entre otras muchas. ¿Qué estabas buscando en la figura de Frida, tan reconocida visualmente a nivel mundial?, ¿qué encontraste que no hayamos visto?

Hay muy pocas mujeres que puedan inspirar en la manera en que Frida lo hace, y siempre es importante dar motivos para inspirarnos. Lo que hace especial a este libro es la combinación de palabras e imágenes para abordar la figura de Frida. Además, implica la perspectiva de una mujer europea y, por lo tanto, una relectura emocionante y objetiva de un mito que ya no es sólo mexicano sino global, universal. Se trata de una manera de celebrar a Frida, dirigida a un público más transversal. Pensé este libro no sólo para quienes ya la conocen, sino también para quienes quieren saber más de ella. Las imágenes son un imán poderoso, aunque espero que las palabras tracen una ruta para explorar más a fondo el tema, porque Frida requiere tiempo: un artículo de algunas páginas, un cuento o un resumen no son suficientes para narrarla.

La figura de Frida puede ser tan imponente que nos cuesta percibirla como la mujer compleja que fue. Cuéntanos cómo te relacionas tú, Chiara, con esta mujer, más allá del mito.

Creo que, como les sucede a muchas mujeres, se sentía vulnerable. Sentía una debilidad física a partir del accidente que tuvo, y también frente a su esposo, que era mucho más famoso que ella y la traicionó, como es habitual. Pero logró rebelarse contra eso, manteniendo su feminidad. Con una actitud no agresiva sino inteligente, confrontó lo que la vida le había puesto delante. Y encontró un camino en su trabajo, en el arte, para demostrar que una mujer no es sólo madre o esposa, sino muchas cosas más.

Esto es exactamente lo que pasa en mi vida. Estoy casada y tengo dos hijas, pero mi vida es mucho más que eso. Es igualmente importante encontrar la vocación propia y transformarla en una razón para la vida, que desarrollarse en otros papeles —como ser pareja y madre— cuando una los decide para sí misma.

En este libro abordas ampliamente una faceta de Frida más allá del lienzo: cómo utilizaba telas y tejidos como un espacio creativo. Es decir, la construcción de un estilo propio y la vestimenta como una extensión de sí misma.

Para Frida, la ropa forma parte de su arte. No sólo una parte de su personalidad, sino mucho más, es como un lienzo en el que Frida se pinta a sí misma. Ella decidió dejarnos estas imágenes, que no son fortuitas, siempre son fotos posadas en las que Frida nos mira a los ojos. La ropa es cuidadosamente seleccionada, nunca casual. Se trata de un acto creativo. Yo veo una obra de arte completa detrás de cada imagen; la vida transformada en una obra de arte.

Al mismo tiempo, su vestimenta representa el deseo de narrar profundamente sus raíces y darlas a conocer a todo el mundo. Uno de los episodios que más me impactó en la vida de Frida es la reacción que generaba en la gente cuando caminaba por las calles de Nueva York, San Francisco o Detroit. Es que era maravillosa y generaba asombro por su ropa, su peinado y su presencia. Pero no creo que fuera un deseo llamar la atención, sino una manera de mostrar orgullo y, al mismo tiempo, una forma de expresión poderosa; tal vez incluso más impactante que sus pinturas.

Frida me ha parecido siempre una persona muy consciente de sí misma, pero quizá no reparó, durante mucho tiempo, en cómo se recibía su trabajo como pintora. Cuando vende su primera obra, escribe en su diario “jamás tomaré dinero de ningún hombre hasta mi muerte”.

Sin duda. Sabemos bien que, especialmente en Europa, su trabajo llegó tarde. Primero llegó la persona y luego la obra de arte. Es muy interesante esta frase porque, para mí, la libertad de las mujeres implica una conquista económica. Esto es una revelación para Frida; hay un cambio de conciencia a partir de reconocer el valor que tiene por el arte, por su talento, pero también en lo económico. Representó una epifanía para ella. Para Diego resultó arrollador, porque se encontró ante una persona autónoma y, a partir de ese momento, su relación dio un giro radical. Cambió no sólo la relación de pareja, sino la relación de Frida con el mundo.

Sabemos que el aislamiento que experimentó muy joven, durante su convalecencia, la acercó a la pintura. Más adelante en su vida, ¿la pintura mantiene una distancia o un escudo entre ella y el resto del mundo?

Es un punto de vista interesante; sugieres una visión distinta. Para Frida, la pintura es sin duda un refugio. No es casual que los momentos más destacados en su

obra coincidan con sus mayores crisis, como las matrimoniales o sus abortos. Esto desencadena episodios de gran creatividad y, a la vez, constituye una cura. Tengo la sensación de que Frida pinta para sí misma, para su propia sanación y en una suerte de análisis de sus sufrimientos y las razones de éstos. Así que, más que una barrera frente a los demás, creo que le importaba poco el resto del mundo en estos momentos y pintar era una manera de reconstruir o modificar la parte de este dolor que la desgarraba.

¿Sus autorretratos constituyen otra manera de ponerse al centro?

Sí. Y me parece que esto tiene una profunda relación con la sociedad actual, en la que estamos solos, rodeados, y expuestos en exceso. Nos mostramos con selfies: nuestro rostro, nuestra vida, lo que hacemos, lo que sabemos. En esta hiperexposición es completamente opuesta a lo que le ocurrió a Frida. Ahora ponemos una excesiva visibilidad al servicio de los demás, pero ella lo hacía por sí misma. Es importante reflexionar sobre cómo mostramos y utilizamos nuestra imagen. En ese sentido, Frida es una gran inspiración.

La selección de imágenes parece tener una curaduría desde lo emocional. Cuéntanos cómo lo lograste.

La parte más complicada de este libro fue esa selección de la parte visual. Creo que logramos un buen equilibrio entre las imágenes más conocidas y aquellas que nos muestran una Frida privada y su mundo interior como una posibilidad de entrar en contacto íntimo con ella. Hay fotografías de Frida niña, en las que sonríe. Será difícil volver a verla sonreír. Esto es muy emotivo para mí porque no hay barrera ni filtros en el resultado de este libro... +

Niños, ¡a leer!

¿Te imaginas perseguir a tu perro en un museo?

Librosauria

Prepara tus ojos para estas páginas porque estarán llenas de arte, cuentos y perros traviesos.

¿Qué sientes cuando una canción, un cuento o una pintura te gusta mucho? Seguro te ha pasado que no puedes dejar de escuchar a tu banda favorita o de observar los detalles de una ilustración. También es posible que seas de esas niñas o niños artistas: que sepas dibujar, pintar o crear figuras de plastilina increíbles. Todas estas sorpresas se encuentran en el arte y sólo están esperando a que te animes a jugar con ellas. ¿No sabes por dónde comenzar? Tengo el libro perfecto para ti.

Recomendación de libro:

¿Dónde está Arte? (Alfaguara Infantil)

Otta es una niña muy inteligente y curiosa. Tal vez también es un poquiiiiiito impaciente, pero, eso sí, no te aburrirás nunca a su lado. Otta tiene un perrito llamado Artemio; de cariño, le dice “Arte”. Sólo hay un pequeño problema con Arte: es supertragón y persigue toda la comida que se le atraviesa. Y, bueno, como su humana: no sabe estar quieto. Otta y Arte se proponen encontrar un famoso Tesoro de Huesos en el Museo Nacional de Antropología, cuando de repente ¡Arte se pierde! Ahora Otta tendrá que buscarlo en los museos de la Ciudad de México. De paso, la niña conoce obras famosas y las diferentes épocas del arte en nuestro país: desde el México antiguo hasta el que se crea hoy.

En este libro conocerás nueve museos de la Ciudad de México para que puedas visitarlos después (no olvides obligar a tu adulto de confianza). También descubrirás a grandes artistas y sus obras. Pero, sobre todo, te vas a divertir mucho con las ocurrencias de Otta y las travesuras de Arte.

Un perrito muy especial

Artemio, mejor conocido como Arte, es un perro muy peculiar: ¡es un xoloitzcuintle! Este tipo de perros no tienen pelo, sólo una piel suave que puede ser gris, negra, café, rubia o con manchas. Los xoloitzcuintles tienen una gran fama en nuestro país porque existe una leyenda acerca de ellos. En el México antiguo se creía que, cuando alguien fallecía, su alma debía atravesar un río para llegar al Mictlán, la tierra de los muertos. A la orilla del río estaban los xoloitzcuintles. Si la persona que murió había sido buena con los animales, estos perritos la ayudaban a atravesar el río; si no, la dejaban ahí (jeje). Esta leyenda es una muestra del respeto hacia los animales que existía en el México antiguo.

La escritora detrás de este libro

¿A quién se le ocurrió esta historia?, te preguntarás. La respuesta es ¡a la escritora Ekaterina Álvarez y a su amiga Cecilia de Tavira! Ekaterina Álvarez es mexicana, pero nació en Moscú, Rusia. Ella trabaja en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (muac) y además es editora. ¿Dónde está Arte? es el primer libro para niñas y niños que Ekaterina escribe. A mí me pareció genial. Ella explica que quería hablar sobre arte mexicano de una forma divertida y cercana, para que más pequeños lectores disfrutaran de los museos, de las pinturas, y ¡hasta de crear sus propias obras de arte!

Te invito a leer esta historia, a visitar todos los museos que puedas y a exponer tus propias pinturas y esculturas por toda tu casa (sí, haz a un lado ese jarrón de porcelana del comedor para poner tu gran obra). Te manda un rugido (rawrrrr) tu amiga Librosauria.+

Un espacio de libertad y comunidad escénica: El Festival Internacional de Teatro Universitario

Si hay un evento que esperamos todos los veranos, es el Festival Internacional de Teatro Universitario (fitu) de la unam Este evento fue creado para fomentar, impulsar y difundir el teatro generado por las personas estudiantes y recién egresadas; así como promover la reflexión sobre los procesos de formación, creación, producción, presentación e investigación en el arte teatral. Platicamos con Juan Meliá, director de Teatro unam, y Jaqueline Ramírez, coordinadora del fitu, y esto nos contaron sobre la edición 31 del festival, que se realizará del 5 al 14 de septiembre.

Después de 31 años, ¿cómo ha cambiado el Festival Internacional de Teatro Universitario?

El fitu se ha caracterizado por la escucha y observación de las generaciones jóvenes. Hemos crecido con ellas y estamos en una constante revisión de las necesidades de la comunidad de estudiantes, docentes, artistas y personas dedicadas a la investigación.

¿Cómo fue la curaduría que se llevó a cabo para armar el festival?

La programación tiene dos vías: la convocatoria internacional dirigida a estudiantes y a personas recién egresadas de escuelas de formación profesional de teatro, que es el corazón de nuestro festival, y las obras invitadas, que tienen el fin de compartir diferentes líneas de creación y pensamiento sobre el quehacer teatral actual en México y otras latitudes.

¿Cuáles son las novedades que nos esperan en esta edición?

Todo encuentro en el teatro es único por tratarse de un arte vivo. Hemos diseñado un festival que quiere construir puentes a través de la generosidad y los afectos. Deseamos propiciar un encuentro con las voces escénicas más jóvenes y propositivas. Una presencia inesperada es la de una obra de Nueva Zelanda. Tendremos la presencia del Colectivo Lastesis, de Chile, al artista indio Abhishek Thapar y un cruce con el Festival Santiago a Mil.

¿En esta edición del festival también habrá talleres?

¡Claro! Los talleres se han convertido en espacios de intercambio y vinculación muy importantes dentro del fitu y la comunidad los espera con mucho entusiasmo. Por un lado, buscamos que las y los artistas que forman parte de la programación de exhibición compartan un poco de sus saberes y, por otro, programamos talleres que ayuden a reforzar los procesos de formación profesional, de acuerdo con lo que observamos en la etapa de selección en los trabajos postulados.

¿Qué más les gustaría compartirnos sobre el fitu?

Les invitamos a que se acerquen a ver el teatro que se crea en las escuelas y universidades. En esas obras se encontrarán con las voces y propuestas que dentro de poco se presentarán en los diferentes teatros, circuitos y plazas de nuestro país. También deseamos que descubran en el teatro un refugio que les abra una ventana hacia otros mundos.+

JOSEPH VENTRÍLOCUO

CONRAD

Ilustración:
Rodrigo Rojas

A cien años de la muerte (3 de agosto de 1924) de Józef Teodor Konrad Korzeniowsky, conocido como Joseph Conrad, y a pesar de tantos estudios y biografías, da la impresión de que aún existe un aura de misterio a su alrededor. Desde siempre, su genio parecía venir acompañado de la dificultad para acercársele. Incluso cuando, en la última época de su vida, su reputación fue enorme en toda Inglaterra, no era popular. Sus libros eran consumidos con pasión por unos e ignorados con frialdad por otros. Tenía y tiene lectores muy jóvenes y muy veteranos; aquéllos, verdaderos púberes con ansia de mar y aventuras, y éstos, viejos lobos de la literatura que acudían a él para ignorar un poco menos de su propia condición humana, de su alma. ¿Y por qué la dificultad? Muchos coinciden en un diagnóstico interesantísimo: la belleza de su prosa establecía una distancia con los lectores, como una diosa imponiendo admiración, pero también respeto, manifestándose como esencialmente intocable.

Polaco de origen, parecía que Conrad había establecido con la lengua inglesa un pacto diabólico: el de jamás parpadear, el de articular con el mayor de los cuidados cada oración, cada enlace de sintagmas, ganando en esplendor lo que perdía en soltura y naturalidad. Uno abre sus páginas —escribió Virginia Woolf— y siente lo que Helena de Troya debió sentir cuando se miró a sí misma en un espejo y supo que era todo menos común y corriente. Así los dones de Conrad, autodidacta, con una deuda tan grande con su idioma adoptivo —jaloneado por raíces latinas y no sajonas— que parecía prohibido para él caer en la más mínima fealdad o ceder a un tropo que no fuera musical. Cito a Woolf: “Su amante, que fue su estilo, está a veces en un reposo soñoliento, pero cuando alguien le habla, ¡qué manera magnífica de reaccionar, qué color, qué triunfo, qué majestad!”.

Ahora bien, discutiblemente, Conrad hubiera ganado en crédito y popularidad si hubiera escrito lo que tenía que escribir, sin esa incesante preocupación por las apariencias. Se ha dicho en más de una ocasión que dichas apariencias de la lengua no hacen sino impedir el acercamiento, bloquear el contacto con los lectores, distraer. Conrad es demasiado consciente de sí mismo, apuntan los críticos, y el sonido de su propia voz le resulta más atractivo que la voz de sus semejantes. ¿Qué responderle a esa crítica salvo sospechar de su sordera? Es probable que el lector sordo se pierda en el significado de las palabras si no aprende a escuchar, antes, esa música sombría, orgullosa, reservada, diciendo con toda su programada integridad que es mejor ser bueno que malo, mejor ser fiel que traicionar, mejor ser valiente que cobarde. Y no es que la prosa de Conrad sea como una cartilla moral (de hecho, él prefiere describir una tormenta en el mar antes que enseñarnos ninguna lección), sino que esa integridad es la de la cadencia, y esa belleza trabaja contra la muerte. ¿Me explico? Si la música de Wagner nos impulsa a invadir Polonia, según Woody Allen, la literatura de Conrad nos invita a defenderla. Resulta menos complicado, además, inspirar grandes sentimientos cuando nuestro antagonista no es un ejército ni otro ser humano, con toda esa carga de subjetividad, sino la naturaleza misma. La lucha contra la naturaleza engendra héroes que suelen ser ciegamente admirados por el lector joven que hay en todos nosotros. Hasta la publicación de Nostromo, los personajes de Conrad eran sencillos y heroicos, marineros acostumbrados al silencio y a la soledad. Estaban en paz con el ser humano, pero en conflicto con la naturaleza, y ésta hacía surgir en ellos la magnanimidad, la lealtad, el honor. La naturaleza ponía a prueba a esos personajes muchas veces oscuros, pero gloriosos en su oscuridad. Dichos personajes, favoritos de Conrad, eran (escuchémoslo) “difíciles de controlar, pero fáciles de inspirar, hombres sin voz pero lo suficientemente hombres como para acallar en sus corazones la voz sentimental que lamentaba la dureza de su destino. Ese destino era único y suyo, y la capacidad para soportarlo les parecía el privilegio de los elegidos”. Esos protagonistas (que morían en el mar, “libres de la amenaza de una tumba estrecha y oscura”) pueblan sus primeros libros, Lord Jim, El negro del Narciso, Juventud, Tifón. Pero, ¿cómo admirarlos si son taciturnos, mudos, sin uno poseer una voz que cante sus loas? Conrad, que también fue marino y capitán de navío, un hombre de mar, taciturno y mudo ante la vastedad, se desdobló en Marlow para hacerse de una voz.

No estamos descubriendo el hilo negro: ahí donde Conrad resulta pura creatividad, Marlow representa el análisis. Conrad está, mentalmente y tal vez para siempre (a su pesar), mar adentro, y Marlow, en algún recoveco del Támesis, sobre cubierta, fumando, recapacitando, especulando, reconstruyendo en prosa lo que se vivió en lírica oceánica. La balanza es perfecta. Al cantor, al aeda, hay que recordarle que hay una vida de todos los días, y que en el corazón humano hay siempre atisbos de corrupción.

Marlow podía ver y entender las deformidades humanas, y las describía con lenta ironía y humor sardónico. Introspectivo, analítico, Marlow templa la voz del bardo y habla con y por él; habla de barcos, sobre todo de barcos, navegando en la tormenta, anclados; describe atardeceres y amaneceres; describe la noche, el mar en todos sus aspectos, el brillo chabacano de ciertos puertos orientales; describe a hombres y mujeres, sus hogares, sus actitudes; es un observador preciso y resuelto, educado en la absoluta lealtad a sus propios sentimientos, esos mismos sentimientos que, dice Conrad, “un escritor debe mantener al margen en sus momentos de mayor exaltación creativa”. Y, cada tanto, desde esa fidelidad absoluta a su alma, Marlow deja caer en la página palabras sombrías que nos recuerdan que somos pasajeros y que nacemos para morir.

En ningún libro se expresa mejor Conrad a través de Marlow que en El corazón de las tinieblas. Ese viaje al interior del Congo es, más que una crítica al colonialismo europeo en África, una inmersión en las aguas más indomables de la naturaleza humana. El aliento romántico de Conrad es atravesado, renglón a renglón, por el fatalismo y la crueldad que narra Marlow. No la crueldad amoral de la naturaleza, sino la del hombre lobo del hombre, personificado por el inolvidable Kurtz: “Su sola existencia era improbable, inexplicable y del todo desconcertante. Era un problema irresoluble. Era inconcebible cómo había existido y cómo había llegado tan lejos, cómo había logrado permanecer y cómo no desaparecía en ese instante”. La figura de Kurtz desconcierta porque ha tomado el lugar antagónico de la naturaleza y revela que hay tinieblas más oscuras que la noche, que el mal es obra nuestra y que el corazón humano también engendra creaturas terribles… Vendrían otros libros después, novelas que se desarrollan tierra adentro, pero a Conrad siempre se le asociará con el mar; sus capitanes y contramaestres serán muy difíciles de superar en complejidad y sutileza. Conrad, el autor, desapareció en sus libros y permaneció él mismo como un misterio aún insondable. Tras su muerte hace cien años, Virginia Woolf escribió: “Súbitamente, sin darnos tiempo de ordenar nuestros pensamientos o preparar nuestras palabras, nuestro invitado nos ha dejado, y su desaparición sin despedida ni ceremonia es congruente con su misteriosa llegada, hace muchos años, para hospedarse en nuestro país”. Llegó y se fue en silencio, pero ese silencio se pudo mantener gracias a una absoluta locuacidad narrativa, altamente musical y a veces lírica, que la voz de su personaje Charlie Marlow supo templar a la perfección. Un gesto de suprema ventriloquía.+

Julio Trujillo
Julio Trujillo es poeta y editor. Ha sido director editorial de prestigiosas revistas y de diversos sellos editoriales.

Ildefonso Falcones: de la infancia a Esclava de la libertad

El escritor español Idelfonso Falcones ha vuelto a las librerías con una novela histórica que entrelaza los relatos de dos mujeres afrodescendientes marcadas por la esclavitud: la primera, Kaweka, es una niña de once años raptada de Guinea en 1856. La segunda, Lita, una profesional de la economía en pleno siglo xxi, trabaja en una empresa en la que sabe que nunca llegará a un puesto importante por el color de su piel. Esclava de la libertad (Grijalbo, 2024) aborda una herida histórica que permanece abierta. Por esto y más, charlamos con Idelfonso Falcones, quien nos compartió la forma en la que construyó esta novela, entre otras peculiaridades de su escritura.

Permíteme comenzar la plática con una ráfaga de preguntas indiscretas. ¿Cómo eras de niño? ¿Leías libros infantiles? Cuando montabas a caballo, ¿leías novelas gruesas y llenas de aventuras como las que escribes?

Desde que era niño he sido un lector voraz, casi insaciable. En esos tiempos no veía la tele, me gustaba ir al grano, a lo que de verdad importa. Esta manera de vivir no era una casualidad: mi madre era una gran lectora y jamás consideró a la literatura como un lujo. Debido a esto, yo tenía acceso a cualquier libro con una sola condición: haber terminado el anterior. Por eso leía y leía sin parar. Todo el tiempo libre lo pasaba con un libro en las manos.

¿Cuáles fueron los que más te gustaron?

Eso dependía de la edad que tenía. Cuando era muy niño, los cómics como Astérix, Mortadelo y Filemón y Tintín eran los que más gustaban. En esto no soy distinto de muchísimas personas de mi generación: esas historias nos enseñaron a leer a todos; es más, eran la antesala de los libros. Después llegaron las novelas que integraban la saga de Los cinco de Enid Blyton. Éstos, que seguramente fueron mis primeros libros, tenían una trama muy simple: cuatro chicos y un perro vivían una serie de aventuras que tenían cierta dosis de misterio. Después di un salto a la literatura adulta, a los libros que leían mis padres.

A veces pienso que tú fuiste un escritor tardío. Andabas en los cuarenta cuando se publicó La catedral del mar. ¿Esto que digo es cierto?, es más, ¿cómo empezaste a escribir?

No me considero un escritor tardío, sino un escritor que logró publicar muy tarde. Yo era como muchos de los escritores jóvenes que no pueden editar sus novelas. He sido escritor por mucho tiempo, pero permanecí absolutamente inédito hasta que apareció La catedral del mar. Y no creas que su publicación resultó sencilla: durante cinco años, las editoriales y los agentes literarios la rechazaron sin piedad.

José Luis Trueba Lara
Ilustración: Rodrigo Rojas

¿Cómo fue posible que hayan rechazado un libro que fue un superéxito? ¿No te parece raro que ninguno de ellos fuera capaz de descubrir lo que tenía delante de los ojos?

La respuesta es muy simple: el mercado resulta muy extraño. Hay libros que no deberían ser publicados y ocurre; otros merecerían serlo y no lo consiguen. Para terminar de complicar las cosas, tampoco faltan los que no llegan a tener éxito y son descatalogados al grado de que no podemos tener acceso a ellos.

Cuando se publicó La catedral del mar tuvo éxito de inmediato, aunque la novela no fue bien vista por toda la gente. Algunos críticos y otros escritores no veían con buenos ojos mi entrada en su mundo. Incluso, algunos de sus comentarios me obligaron a cuestionarme si era capaz de repetir el éxito y ofrecer al público algo tan maravilloso como La catedral del mar. Y bueno, gracias a Dios, sí lo logré.

Desde 2006 no has faltado a la cita. En tus libros hay algo que me sorprende: a veces pienso que, para ti, una novela tiene que tener 600 páginas…

Algo de razón tienes. También podría escribir un libro con menos páginas, pero estoy convencido de que no sería una novela histórica. La novela histórica requiere extensión. Siempre he dicho que, si en un thriller actual cuentas que el protagonista va de México a Veracruz en avión, el lector lo entiende en una sola línea. No es necesario explicar nada. En cambio, si tuvieras la intención de contar cómo viajaban los aztecas de México a Veracruz, necesitarías varias páginas.

Hablemos de la novela histórica. Tengo la impresión de que en este tipo de novelas se entrelazan tres aspectos distintos: algo que sucedió en el pasado, algo que podría haber sucedido en ese tiempo y, por supuesto, lo que al escritor le hubiera gustado que sucediera en esa época. ¿Esto te pasa a ti o lo ves de manera diferente?

Yo trato de enfocarme en la primera opción. En lo que ocurrió en el tiempo en el que transcurren mis novelas. Creo que esos hechos se pueden interpretar, pero lo importante es enfocarse en lo que sucedió. Y, a partir de ahí, la imaginación se vuelve infinita. Sin embargo, no podemos cambiar la historia. Lo que pasó, pasó. Por lo tanto, lo que tenemos que hacer es adaptar nuestra trama a la historia.

No estoy de acuerdo con la idea de que se puedan cambiar los hechos históricos ni un poquito. Creo que las posibilidades de trama son infinitas, pero la historia es única. Por lo tanto, el autor debe adaptar su trama, su imaginación y su guion a la historia real. Esclava de la libertad es una obra histórica brutal. Tiene toda la parte cubana, toda la santería, y también las plantaciones y los viajes. En ella, respeté el pasado a toda costa.

¿Cómo lograste escribir una historia que parece tan lejana?

En realidad, no lo es tanto. En esa época, Cuba era totalmente española. Por esta razón, acceder a la bibliografía resultó muy sencillo. Al comenzar a trabajar, descubrí que todos los libros y tratados de la época sobre los esclavos siempre se enfocaban en la explotación. En ellos, sólo se consideraba al esclavo como un objeto económico. Ése fue mi punto de partida. Por supuesto, también hay una bibliografía moderna que nos da una visión mucho más realista de lo que sucedió. Al combinar ambas perspectivas, es decir, aceptando con ciertas reservas lo que los españoles dijeron o escribieron, pude comprender mejor lo que había ocurrido. En Esclava de la libertad, muestro cómo trataban a los esclavos sin ningún pudor. Los libros de aquellos tiempos sostenían cómo había que tratarlos, cómo había que castrarlos o transformarlos en semenetales y cómo había que explotarlos.

Y, sin embargo, a lo largo la obra, también se revela una lucha casi incesante por la libertad.

Creo que ésa es la belleza de esta novela. En el mundo real, muchos esclavos se unieron al ejército, aunque fuera forzados y a pesar de que los usaran como carne de cañón en la lucha por la libertad. Sin embargo, cuando los blancos se dieron cuenta de que esa guerra podía convertirse en una lucha racial, los abandonaron, aunque la intención, el impulso y el coraje de todos ellos fueron increíbles.

Mientras escribía Esclava de la libertad, llegué a la conclusión de que siempre pensamos en la esclavitud como algo que pasó hace mucho tiempo. Y no es así: España abolió la esclavitud en 1880. Mis abuelos vivieron la esclavitud: no eran esclavos, porque en la península ya había sido abolida, pero vivieron en la misma época en que existía. Eso me afectó mucho, porque son hechos que tengo muy presentes en mi vida y que aún ocurren en bastantes partes del mundo.

¿Cómo imaginas a tus lectores?

Hoy en día, cualquier juego en internet o en la televisión produce una satisfacción inmediata para cualquier persona. En cinco minutos accedemos a esa satisfacción. En cambio, leer requiere un esfuerzo y un tiempo. El lector que sabe cómo termina la historia no experimenta la satisfacción de conocer el desenlace, y si durante ese proceso no está enganchado, no siente esa necesidad de seguir leyendo, por lo que cerrará el libro. Esto es lo que espero que jamás les ocurra a mis novelas. Deseo que los lectores permanezcan atados a sus páginas y sientan la emoción de descubrir el final.+

Ismail Kadaré contra los totalitarismos

El 1 de julio de este año despertamos con la noticia del fallecimiento de Ismail Kadaré; su partida nos dejó un legado literario de belleza y libertad frente a los totalitarismos de cualquier tipo. El escritor nació el 28 de enero de 1936 en Gjirokastra, una ciudad en el sur de Albania. Si bien él mismo reconoció que su principal lucha era la literaria, también lo recordamos como un cronista de su tiempo, un defensor de la cultura albanesa y una voz inquebrantable contra la opresión.

Kadaré estudió literatura en Tirania y en Moscú, pues su vocación hacia las letras fue clara desde la infancia. Su carrera literaria comenzó en un contexto difícil, bajo el régimen comunista de Enver Hoxha. A pesar de la censura y las restricciones, logró publicar obras que, si bien a menudo eran leídas como alegorías de la situación política de su país, también alcanzaron una resonancia universal: “El único acto de resistencia posible en un régimen estalinista clásico es el de escribir (o puedes acudir a una reunión y decir algo realmente muy valiente y serás asesinado). Creo que he sido muy afortunado por haber podido publicar de tiempo en tiempo”.

Una voz universal para Albania

Kadaré no sólo fue un narrador de historias, sino también un defensor apasionado de la identidad cultural de Albania. En su obra, supo capturar la esencia de su tierra natal, con sus mitos, sus paisajes y sus luchas. El general del ejército muerto es un claro ejemplo de esto, una novela que no sólo cuenta la historia de un general italiano que regresa a Albania para repatriar los cuerpos de los soldados caídos, sino que también ofrece una profunda reflexión sobre la guerra y sus secuelas. Albania representa la fusión entre Oriente y Occidente, una perspectiva única y multicultural que se cuela en la narrativa y la poesía del autor.

Lo cierto es que Kadaré encontró su verdadera patria en la literatura: “Mis jefes no han sido los jefes de la Albania comunista. Mis jefes son los jefes del mundo de la literatura: Dante, Shakespeare, Goethe, Kafka. Su presencia relativizó la presión del régimen que tenía que soportar. Cada escritor, si preserva su visión, trata de pertenecer a otro reino”, comentó en una entrevista en la radio.

Un legado de libertad

A lo largo de su carrera, Kadaré recibió numerosos premios y reconocimientos internacionales. Fue galardonado con el Premio Booker Internacional en 2005 y con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2009; además, su nombre sonó varias veces como candidato al Premio Nobel de Literatura. Su estilo único, que combina realismo con elementos de fábula y alegoría, ha sido comparado con el de Gabriel García Márquez y Franz Kafka.

Ismail Kadaré fue más que un escritor: se convirtió en un símbolo de resistencia y esperanza. Su obra ofrece una visión crítica y esperanzadora sobre el poder de la literatura para desafiar la tiranía y celebrar la humanidad. En un mundo en el que la libertad de expresión aún se ve amenazada en muchos lugares, la voz de Kadaré seguirá resonando como un recordatorio del papel esencial de los escritores en la defensa de la verdad y la justicia.

La partida de este escritor deja un vacío inmenso en el panorama literario mundial, pero su legado perdura en cada página de sus libros y en cada lector que encuentra en sus palabras un reflejo de su propia lucha por la dignidad y la libertad.+

Niños, ¡a leer!

Historias para asombrar a niños y niñas Los libros de Marina Sáez

Marina Sáez

La ilustradora Marina Sáez nació en Barcelona. Cada fin de semana despertaba a sus padres con toda clase de dibujos. Años después, la cosa sigue más o menos igual. Actualmente combina su profesión de ilustradora con la docencia. Ha expuesto su obra en Barcelona, Atenas, Chicago y Berlín. Marina ha capturado la imaginación de lectores jóvenes y adultos con su talento único para mezclar lo cotidiano con lo fantástico a través de trazos llenos de textura y color. Sus obras, publicadas por mtm editores, destacan por su creatividad y profundidad, presentando historias que no sólo entretienen, sino que también invitan a la reflexión.

El museo perdido

El museo perdido nos transporta a un mundo donde todo lo extraviado tiene un lugar especial. La historia comienza 1995, cuando una niña pierde el guante de su mano izquierda. En su búsqueda, descubre el museo perdido, un lugar misterioso lleno de pisos y salas repletas de cosas que nunca creíste volver a ver. Cada sala está descrita con un detalle que permite al lector visualizar y casi sentir los objetos. La narración fluye con una mezcla de nostalgia y maravilla. El museo perdido habla sobre la pérdida y la recuperación, no sólo de cosas, sino también de recuerdos y momentos. Es una celebración de la memoria y la importancia de valorar lo que tenemos, antes de que se convierta en un recuerdo más en el vasto museo de nuestras vidas.

La ventana indiscreta

En La ventana indiscreta, Marina nos presenta a Julia, una niña que, con una pierna rota, se encuentra atrapada en su casa sin poder correr, saltar ni escalar. Aburrida, decide observar a sus vecinos con unos prismáticos. Lo que podría haber sido un pasatiempo trivial se convierte en una ventana al mundo diverso y vibrante que habita en el edificio de enfrente.

Julia observa la escuela infantil, la peluquería de Cris, la habitación de Ares y muchas otras ventanas, cada una contando su propia historia. Así, los lectores aprenden a mirar más allá de las apariencias y a apreciar la riqueza de las vidas ajenas. La ventana indiscreta además rompe los prejuicios de género y las expectativas culturales impuestas a niños y niñas. Al final, el libro incluye una guía de acompañamiento sobre género y sexualidad para madres, padres y docentes.+

Adelanto de libro

La guía de los baldíos para viajeros precavidos

El tren en sí es una maravilla de la época, un monumento al ingenio de la humanidad y a su afán voraz por conseguir domar el planeta. Tiene veinte vagones y es tan alto como el portón de la catedral de san Andrei, con torres en cada extremo: es una fortaleza blindada hecha para cruzar el gran sendero de hierro que, por sí mismo, tiene que considerarse una de las maravillas modernas del mundo, un milagro de la ingeniería que nos permite cruzar una vez más esta distancia casi inimaginable. La empresa Transiberia alcanzó el éxito donde tantos otros habían fracasado al embarcarse en un proyecto tan arriesgado que hasta los mejores ingenieros juraron que era imposible. Logró cruzar la zona que, desde finales del último siglo, se ha vuelto en contra de sus ocupantes; enfrentarse a unos fenómenos extraños para los que no tenemos palabras para describir; construir unas vías ferroviarias que nos ayuden a cruzar esos peligrosos kilómetros.

Es posible que el viajero precavido se achante ante la mera mención de las Tierras Baldías Siberianas, ante un espacio tan extenso e inhóspito con unas historias tan distintas a lo que a nosotros nos parece decente, humano y agradable. Sin embargo, la humilde meta de este autor es llevar al viajero de la mano y acompañarlo en todo momento durante el viaje. Si en alguna ocasión parece que flaqueo, debes saber que, por naturaleza y vocación, yo también soy precavido, y que ha habido veces durante mi viaje en las que los horrores de fuera amenazaron con sobrepasarme, en las que la razón tembló frente a la sinrazón.

En otros tiempos fui un hombre religioso, lleno de certezas. Quiero que este libro sea un registro de lo que he perdido por el camino, una guía para aquellos que pretenden seguir mis pasos, y lo escribo con la esperanza de que estos puedan sobrellevar mejor los días del extraño viaje que les espera y que duerman un poco mejor durante las noches intranquilas.

De La guía de los Baldíos para viajeros precavidos, de Valentin Rostov (Editorial Mirsky, Moscú, 1880), Introducción, página 1

Parte I, días uno y dos

Me decidí a comenzar mi viaje en Pekín, en el primer aniversario de la inauguración del trayecto. Hay más de seis mil kilómetros hasta llegar a Moscú, y Transiberia promete que el viaje durará quince días, lo cual es poquísimo, comparado con las muchas semanas que hacían falta para cruzar los continentes hasta ahora. Claro que el tren en sí lleva mucho tiempo gestándose. La empresa propuso construir las vías en la década de 1850, medio siglo después de que se registraran los cambios por primera vez y veinte años después de que construyeran las Murallas y clausuraran los Baldíos (pues para entonces ya se los denominaba así). Decidieron que iban a construir los raíles desde China y desde Rusia al mismo tiempo, con unos trenes fabricados para tal fin que permitían seguir maniobrando sin que los trabajadores se expusieran a los peligros del exterior. Hubo quienes dudaron de la gran apuesta de Transiberia y quienes criticaron la soberbia de semejante intento. Aun así, por mucho que necesitaran dos décadas y muchos cientos de personas como mano de obra, Transiberia acabó cruzando los Baldíos y conectando los continentes con un hilo de hierro.

La mentirosa

Pekín, 1899

Hay una mujer en el andén que tiene un nombre que no es el suyo, con el vapor dándole en los ojos y el sabor a combustible en los labios. El silbido chirriante y desesperado del tren se transforma en los sollozos de una niña que hay por allí y en los gritos de los vendedores de cachivaches que anuncian sus amuletos endebles que, según ellos, ofrecen protección contra la enfermedad de los Baldíos. Se obliga a alzar la mirada, a encararse a aquel vehículo, el tren que se cierne sobre ella con sus siseos y

zumbidos, a la espera, vibrando por la energía incontenible que emana. Es enorme, de una solidez implacable, tres veces más ancho que un carro a caballo. Hace que los edificios de la estación parezcan juguetes en miniatura.

Se concentra en su respiración, en vaciar la mente de cualquier otro pensamiento. Dentro y fuera, dentro y fuera. Lo ha estado practicando, día tras largo día durante seis meses, en casa, sentada junto a la ventana mientras veía a los ladronzuelos y a los mercaderes de la calle y dejaba que todo le resbalara, despejando la mente hasta que acababa cristalina como el agua. Se centra en la imagen de un río, de aguas grises y movimientos lentos. Ojalá pudiera llevarla a un lugar seguro.

—¿Marya Petrovna?

Tarda un segundo más de la cuenta en percatarse de que el botones le está hablando a ella, por lo que lo mira con un sobresalto.

—¡Sí! Sí —dice, en voz demasiado alta para enmascarar la confusión que reina en ella. No está acostumbrada a las sílabas de su nombre nuevo.

—Su compartimento ya está preparado, y su equipaje está a bordo. —Unas gotas de sudor le cubren la frente y le dejan un redondel húmedo y oscuro alrededor del cuello.

—Muchas gracias. —Se alegra al oír que no le tiembla la voz. Marya Petrovna no le tiene miedo a nada; acaba de nacer. Solo puede ir hacia delante y seguir al botones conforme él desaparece entre el vapor, mezclado con atisbos de pintura verde y letras doradas de unas palabras en inglés, ruso y chino. “El Expreso Transiberiano. PekínMoscú; Moscú-Pekín”. Deben de haber pasado los últimos meses pintándolo y puliéndolo todo, porque el tren brilla de cabo a rabo.

Sarah Brooks

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