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Esa extraña enfermedad

Jorgelina Presta Médico

Internista (Argentina)

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Sí, impresiona como un cuadro neurológico sin dudas, lo clínico había sido descartado. El paciente ingresó a la Unidad de Terapia Intensiva (UTI) con paraparesia, dificultad respiratoria leve y pérdida de conocimiento de inicio abrupto. Yo estaba de guardia del 31 de diciembre del 2000, en uno de los hospitales más grandes de la ciudad, donde también había hecho mi residencia de clínica.

Vi al paciente junto con los neurólogos y los jefes de Terapia. Solicitamos varios estudios de neuroimagen, tomografías, pruebas toxicológicas, análisis inmunológicos y serológicos, cultivos, punción lumbar, electroencefalograma, gasometrías, entre otros exámenes, con resultados normales o poco contundentes. Presentaba buena saturación de oxígeno y signos vitales estables. No logramos ninguna aproximación diagnóstica. Le indicamos un tratamiento empírico y de sostén. En pocas horas su cuadro empeoró y fue necesaria la intubación.

Luego de diez días pudo ser extubado. Cuando despertó estaba desorientado y sus cuatro miembros estaban flácidos, sin motilidad voluntaria.

Todos los exámenes auxiliares seguían siendo negativos.

Ante la dificultad diagnóstica y la no mejoría del paciente, llevamos el caso a un grupo de colegas de Buenos Aires, especialistas en enfermedades raras, pero tampoco dijeron algo concluyente.

Francisco tenía 70 años. Era un hombre rubión y robusto, oriundo de una pequeña localidad de Entre Ríos. De ocupación panadero y muy querido por todos, vivía con su hijo Manuel, de 40 años, y con su perro. Su esposa había fallecido dos años atrás. Solo esos datos pude recabar de los tres vecinos que lo trajeron al hospital. Los únicos que estaban al momento del ingreso eran ellos y su perro. Su hijo Manuel no estaba, pregunté por él y me dijeron que estaba de viaje.

Aunque la gente que lo trajo fue muy amable y colaboradora, poco pude obtener de sus antecedentes médicos. Aparentemente era un hombre sano. Estuve un buen rato con ellos durante la guardia; luego se fueron, tenían que regresar al pueblo. Yo me dediqué a Francisco y lo ingresé a la UTI. Media hora después me llamaron para decirme que no lograban sacar al perro, que les gruñía e intentaba morderlos. Les dije que no podía ocuparme de eso, el paciente estaba grave. Lo que hice fue llamar a portería y preguntar si alguno de los custodios podía hacerse cargo de él por unos días. Uno de ellos, José, amante de los perros, aceptó llevarlo a su casa, pero el animal se rehusó e intentó atacarlo. Así que lo dejó en la puerta de ingreso del hospital, del lado de afuera. Allí se quedó, quieto, atento, con su porte imponente, mirando inquieto hacia adentro.

Pasaban los días y yo pensaba qué iba a hacer con Francisco, ya habían pasado muchos interconsultores, incluso el grupo médico de Buenos Aires, y no se llegaba a un diagnóstico.

Como me faltaban datos médicos, decidí ir al pueblo en búsqueda de su hijo, lo busqué por cielo y tierra, y no pude encontrarlo, entonces hablé con algunos habitantes del lugar.

Paco (así le decían) vivía en una casa grande que incluía la panadería y una huerta que él mismo había hecho junto a Susana (la esposa ausente). Su hijo Manuel era un hombre de hábitos desordenados y poco adepto al trabajo, aparentemente era viajante. “Beto”, el perro de la familia tenía pasión por Paco, lo acompañaba a todos lados y dormía en una alfombra al lado de su cama. Cuentan que por las mañanas lo despertaba con lengüetazos en la cara y golpeando su larga cola contra la mesa de luz. Era de aspecto callejero, fuerte y robusto.

Cuando Susana falleció, Paco se sumió en una profunda tristeza y soledad, había sido el amor de su vida durante 50 años de compañerismo y amor incondicional. En ese momento, la presencia de “Beto” cobró mayor protagonismo en su vida. Por su tamaño y carácter, era guardián y protector por excelencia. Aunque su ladrido era potente, solo lo hacía ante situaciones de amenaza a la casa o a sus dueños. Eso sí, aullaba como un lobo cuando se quedaba solo o ante alguna situación desagradable.

Eso recabé. No obstante, necesitaba hablar con Manuel, a quien busqué con vehemencia, sin encontrarlo. Necesitaba obtener más datos acerca de los antecedentes del paciente y también comentarle el estado actual de su padre.

Me sentí frustrada por no poder hacer un diagnóstico y por ende no poder instaurar un tratamiento específico.

Paco no evolucionaba bien, estaba vigil, pero desorientado totalmente y seguía sin movilizar brazos ni piernas. Ocasionalmente tenía episodios de disnea que se autolimitaban, pero que no se asociaban a alteraciones en la auscultación, en la saturación de oxígeno, ni en la placa de tórax.

Los días seguían pasando. Yo hacía guardias dos veces a la semana en la UTI, pero cuando estaba en sala general pasaba un rato para ver cómo seguía Paco. Tenía mucho interés por su evolución y los resultados de los estudios diarios.

Un mes después del ingreso, el 31 de enero del 2001 a las 07 am, mientras escribía mis evoluciones, se escuchó un aullido fuerte y prolongado que asombró a todo el personal.

A los pocos minutos una de las enfermeras me avisó que el paciente de la cama 7, Paco, había hecho un paro cardiorrespiratorio. Me levanté de inmediato y fui a reanimarlo junto con el resto del personal y el médico de la unidad coronaria. Lamentablemente no pudimos sacarlo del paro. Sentí, como pocas veces, una angustia inefable.

Busqué desesperadamente a quien avisar. Tenía solo los contactos de los vecinos, y así lo hice. Mientras tanto, pasa- ban por mi cabeza muchas hipótesis, pero había una, creo la más importante, que no podía contársela a ningún colega, no la entenderían.

Tal vez el único que sabía el diagnóstico, y quien además anunció el desenlace con ladridos desgarradores, había sido “Beto”.

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