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Enemigo invisible
Aland Bisso A.
Médico Internista
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Apenas tengo un vago recuerdo de todo lo sucedido. La gente lucía mascarillas de diverso tipo y me exasperaba cuando la llevaban mal puesta. Los pacientes pugnaban por ingresar a emergencias, pero el aforo era limitado y el personal insuficiente. El oxígeno escaseaba y ya no se encontraba una cama libre en ningún lado. “Esta ola nunca se acaba”, dijo un jefe de servicio, “ni siquiera llegamos a la cresta”, añadió.
No estábamos preparados para tamaña tragedia. La mascarilla, la careta facial protectora y el resto de vestimenta de bioseguridad que llevaba encima me sofocaban. Cada día era peor. Al término de la jornada, apuraba mi llegada a casa y me dirigía directamente al baño para dejar la ropa en un sesto personal y luego tomar una ducha, solo después podía saludar a mi familia. Temía contagiarlos. No había expertos en el tema, no podía haberlos; el diagnóstico del primer paciente recién había ocurrido cinco meses antes. Todos opinaban: políticos, periodistas, gente de la calle y hasta médicos sin experiencia en el manejo de infecciones respiratorias. La televisión y la radio estaban atiborrados de comentaristas. Un día me invitaron a una corta entrevista radial. Me preguntaron “¿cuándo se acabará la pandemia y qué ofrece la ciencia para erradicar al virus?”. “No tengo respuestas”, contesté, “aún nadie las tiene”.
Las muertes se contaban por miles, pero mucha gente decía que esto era un psicosocial, un invento de los chinos. No tardaron en aparecer las recetas salvadoras. Desde lejía diluida en agua hasta drogas antiguas como ivermectina o hidroxicloroquina, pasando por grupos de oración, baños en aguas mágicas, amuletos, megadosis de vitaminas y gárgaras de agua con sal. Vivimos nuestra particular Edad Media. Los herejes éramos los médicos racionales, no ellos. Si opinabas diferente, la hoguera era encendida.
Un día sentí una sofocación que se prolongó más allá de mi rostro libre de mascarilla. Un leve estremecimiento y escalofrío me invadieron, aunque afebril, mi pulso estaba acelerado. Temí lo peor. Ya no regresé a casa. Valeria, una joven asistente, me acomodó en una cama y el resto del personal me trató con diligencia. Perdí la noción del tiempo. Un viejo reloj de pared movía sus manecillas con exasperante lentitud. Me administraron oxígeno y me colocaron una vía de hidratación periférica. Poco después, a través de un pasadizo en penumbra, pasé a la sala de radiología y me acostaron sobre una camilla dura y fría que lucía un metal con manchas de óxido. Sillas de ruedas y camillas pasaban raudas unas tras otras. Son diferentes las cosas cuando te conviertes en paciente y estás del otro lado. Nadie te explica nada. Ya no puedes disponer de tu tiempo, ya no te pertenece. El tomógrafo empezó a emitir ruidos chirriantes, la luz se hizo parpadeante y sentí una fuerte opresión en el pecho. Volví otra vez a mi estación inicial y me dijeron que mi familia ya había sido notificada, pero que no podía ingresar. “Que no me preocupe”. Un sin sentido ¿verdad? El reloj de pared me miraba inmisericorde. Inicialmente, me preocupaba mi respiración, pero después perdí noción de ella. En un hálito de lucidez alcancé a escuchar una conversación detrás de la cortina que me separaba de otro paciente: “No hay recursos para todos, la prioridad la tendrán los pacientes jóvenes sin enfermedades crónicas terminales”. Muchos de mis pacientes adultos mayores con comorbilidades o aquellos con cáncer en mala evolución, no ingresaban a esa clasificación. Apenas llevamos tres meses de declarada la pandemia ¿Qué futuro nos esperaba?
Caí en un sueño profundo donde todo era negro y apenas había imágenes fugaces de monitores, tubos y gente a mi alrededor. Las voces iban y venían. Fantasmas anónimos, enmascarados. Voces lejanas, gente sin nombre; paciente inerte, invadido, indefenso.
El amanecer se mostró esplendoroso. Un sol radiante ingresaba por las ventanas y el cielo celeste lucía limpio, diáfano. Respiraba un aire puro. Me levante tranquilo. Vestía una túnica blanca impecable y salí al corredor de la sala de hospitalización. Algunos tenían el semblante cambiado y ya no aparecían tan fatigados como antes. Otros, en cambio, las mismas ojeras profundas, la mirada oscura e incierta; apurados y masticando una desesperanza que nunca se acaba. El personal médico y de enfermería laboraba sin tregua, sin sosiego. Rodrigo, el jefe de guardia, teléfono en mano, reclamaba a gritos la presencia de más personal. Valeria bolseaba incansable un ambú, y un enfermero no resistía el llanto por el dolor de estar atendiendo a su propia madre. Afuera, más pacientes esperaban atención. El patio adyacente a la emergencia había sufrido un cambio improvisado. Toldos, mamparas, pequeñas carpas, bancas, balones de oxígeno y algunos cajones que fungían de veladores. Un mobiliario de guerra frente a un enemigo invisible. Una extraña neblina inundó el ambiente y al disiparse aparecí en otro ambiente. El reloj de pared tenía las manecillas detenidas. Los rostros y figuras furtivas cruzaban unas a través de otros. Busqué la salida y avancé por el corredor. Mi familia me esperaba en la puerta. Traté de abrazarlos, pero fue en vano. Sus rostros estaban deformados por la tristeza y el llanto. Nunca vi tanto desconsuelo. ¿Por qué? ¿Acaso yo no estaba ahí? Sus miradas traspasaron mi cuerpo. Recién lo comprendí. Quien les pertenecía era aquel cuerpo inerte que yacía cubierto por una mortaja negra, a quien ni siquiera podían abrazar en la despedida final y cuya próxima estación sería una cámara de incineración.