Mayo-Junio
No. 24
Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca Ana Lorena Martínez Peña
Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com
Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel
Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez
Editora en Jefe Ana Lorena Martínez Peña
Difusión Erasmo W. Neumann
Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2022. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.
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Índice Cuentos - la Espada El Sacrificio del Cordero
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Teresa Quintero
Filemón
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Marcos David González Fernández
Un Vacío Conocido
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Camilo Andrés Caicedo Buitrago
¿Cómo se hace una Familia?
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Gabriela Teresa Gadié
La Fruta de Dios
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José Rodolfo Espinosa
La Sonrisa que no se Cierra
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Rubén Fabricio Gallegos
Poemas - la Lanza 22 Alma Herida Isabel Hernández
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Silencios... Rubén Hugo Carballo
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Beata Maria Luis G. Álvarez
Ensayos-El Buey El invierno en un viaje de Shubert Leonardo Trejo
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Teresa Quintero
—Debe estar claro el procedimiento. Mañana es sábado. Al anochecer lo bajarán y lo entregarán a su familia para el entierro. Sería una ofensa muy grave para la Ley Judía dejar toda la noche un cadáver en la cruz. Además, fue una horrenda muerte la que le dio Roma entre dos criminales. Ah, castigo tan brutal: torturado y crucificado entre dos criminales. —Los otros no interesan. El que importa es el revoltoso, el que cuestionó la autoridad de los sacerdotes hebreos, del gobierno judío y se aprovechó del clima de tensión y frustración que existe. No se le debe dar agua, si acaso una esponja con v i n a g r e para mojar los labios y un lanzazo en el costado debajo de la última costilla para acelerar la muerte del Hijo de Dios. —¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Qué fue lo que hizo? Han habido tantos que se dicen ser mesías y no ha pasado nada. Roma sigue siendo Roma. ¡Tantos que se han llamado hijos de Dios! —Predicó justicia social; pidió libertad para los oprimidos; las mujeres fueron miembros activos de su grupo y creció demasiado la tensión social. Era una amenaza para las estructuras del Estado. —¿Para Roma? ¿Quién es entonces el culpable? —¡No! Para los sacerdotes judíos. Fue el pueblo el que decidió, el que dijo: “¡Crucificadlo, crucificadlo!”, y era inocente. Ahora todos somos culpables, culpables de un deicidio. Hemos matado a nuestro Dios. Su sangre caerá sobre nosotros. —¡Otra vez esas dos mujeres!… ¿Quiénes son? ¿Y el hombre que las acompaña? ¿Qué quieren? —La más vieja dice llamarse Marián… Y la otra también… Ser viuda y vecina de Nazaret… en esa provincia tan remota del imperio romano. El hombre es uno de los Juanes, el Evangelista. —… ¡Marián! Así, sin apellido… Una más… ¿De quién dice ser viuda? —Dice que de un tal José. Un anciano que fue crucificado por casualidad. Había que dar un escarmiento a los revoltosos: vino a buscar a un sobrino que cayó en la redada y ocupó el lugar de alguien que escapó. Se comprobó su inocencia, pero había que completar el cupo. Debían ser veintiuno. Era carpintero. Estaba en el momento y el lugar equivocados. —¿Y qué pide esa mujer? —Pide justicia para su hijo Jesús, su primogénito, el que se hacía llamar “Hijo de Dios”. 6
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Filemón Marcos David González Fernández Ahí estaba. Lo tenía frente a mí. Podía ver el tubo plástico saliendo de su boca abierta grotescamente. Era su única ancla con este mundo. Lo único que lo conectaba a la vida. Lo único que tenía que hacer era tomarlo con una de mis manos y jalar de él. Sacarlo de sus pulmones con violencia para que se ahogara de una vez por todas. El accidente que había planeado contra él no había dado resultado. El imbécil de Filemón lo había echado a perder dejándolo con vida, sin asegurarse de que muriera tras la volcadura de su auto. Filemón era un verdadero psicópata. De niño le habían diagnosticado síndrome del espectro autista. Algunos decían que era idiota. Yo siempre supe que no era así, aunque de cuando en cuando me gusta repetirle que es un imbécil. Lo encontré un día lluvioso en medio de la calle pisando los charcos, salpicando agua sucia por todos lados como si ni siquiera estuviera chubasqueando. Apenas lo vi, supe que estaba solo en el mundo. No tuve que esperar demasiado tiempo esa tarde para asegurarme de que así fuera. Ahora que había crecido más de lo esperado, se mostraba como un tipo violento capaz de desarrollar una fuerza sobrehumana cuando estaba fuera de sí. Por suerte, después de tantos años, ya estaba lo suficientemente familiarizado conmigo como para que le pudiera cargar un poco la mano sin que reaccionara con violencia en mi contra. Lo había recogido aquella tarde y ahora se ganaba el pan de cada día ayudándome a sacar de mi camino a la gente que me estorbaba, que era mala para mi negocio. En el submundo en el que vivimos los criminales eso es menester de cada día. Solo así puede uno salir adelante a través de los bajos fondos en donde nos ha tocado nacer, tal vez vivir el resto de nuestras vidas, pero mientras haya algo de fuerza, he de intentar dar el salto al otro lado. Acceder a la vida que merezco. Con lujos. Con calidad de vida, como quien dice. Pero no todo está perdido todavía. Aún puedo remediar el error de Filemón. Cuando me enteré que Melgarejo seguía con vida, lo reprimí duramente. La paliza duró varios minutos. El palo de la escoba con el que lo tupí de golpes quedó hecho añicos contra su torso y sus brazos regordetes. Una vez roto, tuve que parar. 7
Filemón, hecho un ovillo en uno de los rincones del apartamento, se limitó a respirar agitadamente. No emitió un solo sonido. No profirió una sola palabra ni se quejó por medio de algún gemido o sollozo. El tipo parece de piedra. Incluso me pregunto si llegó a sentir algún tipo de dolor. Es lo mismo que me pregunto una y otra vez cuando le doy algún encargo; cuando le pido que apague el soplo de una vida con sus propias manos como una vela. Yo creo que el tipo no siente nada. Es como si fuera de piedra. Al menos eso es lo que demuestra con su mutismo. Con ese rostro inexpresivo únicamente delatado por el rubor en sus mejillas al enojarse. Al menos así sé que algo ha de sentir dentro. Que está vivo. Aún así sus inexpugnables ojos casi negros esconden todo rasgo de humanidad, de cordura. Volviendo al tema de Melgarejo. El viejo está tendido sin poderse mover. «En coma», han dicho los médicos que lo atienden en la clínica a la que entré a hurtadillas aprovechando la falta de guardias en la entrada y el poco personal médico y de enfermería con el que cuenta. Primero me escurro a través de la entrada. Paso por el letrero neón que pone Sala de Urgencias en flamantes letras rojas. La rodeo hasta encontrar una especie de pasillo que comunica con el resto de la clínica. Le saco la vuelta un par de guardias apostados en la entrada principal que miran sin ver realmente. Encuentro las escaleras y, con aires despreocupados, me cuelo escaleras arriba hasta el segundo piso en donde no tardo demasiado en encontrar la habitación. Eso ha sido fácil. Y ahora viene lo más sencillo: jalar el tubo que lo mantiene respirando a través del aparato que sube y baja haciendo un ruido extraño y superficial.
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Es de noche. La oscuridad casi se cierne completamente en la habitación. El contorno del rostro de mi enemigo se dibuja apenas entre rasgos de claroscuro iluminando tenuemente su perfil a través de los haces de luz que alcanzan a filtrarse por la ventana de forma oblicua. Alguna enfermera dejó las cortinas abiertas, y como no hay ningún familiar o amigo que visite a Melgarejo, al final se ha presentado su acérrimo enemigo: yo. Su debilidad se hace patente conforme observo su boca entreabierta. Las comisuras de sus labios cuelgan hacia abajo con manchas blancas adornando los costados. La piel del cuello está arrugada y flácida a través de pliegues que le caen sobre la tráquea. El espectáculo de su semblante es patético. Acerco mi mano conforme me aseguro de que nadie abra la puerta de un tirón, como suelen hacer los profesionistas hospitalarios: entrar sin permiso. No hay nadie afuera del cuartito en el que yace moribundo Melgarejo. Está a mi completa merced. Mi mano rodea con sus dedos el tubo. Siente la textura redondeada, suave. El rostro de mi enemigo permanece impasible. Es como si estuviera durmiendo. Soñando, quizá, con momentos mejores. Ahora ha llegado el instant e
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en el que deje de soñar de una vez y para siempre, me repito a mí mismo. Mi mano termina de cerrarse a través del tubo y, justo cuando estoy a punto de jalarlo, la puerta del cuarto emite un casi inaudible sonido a mis espaldas. Abro la mano dejando en paz al moribundo y al tubo que apenas lo conecta a la vida a través de un hilo de esperanza. Giro sobre mis talones dando media vuelta súbitamente tratando de evitar que el intruso sepa lo que pretendo llevar a cabo en la semioscuridad de la habitación. Alcanzo a vislumbrar apenas una tosca sombra escurriéndose en la habitación. Una sombra que, robusta, se mueve con sigilo. Que se yergue, que se posa frente a mí a pesar de mis esfuerzos por dar un paso atrás, sin embargo, mi cuerpo choca fuertemente con la cama en la que está postrado Melgarejo inerme, vulnerable, ajeno a todo lo que sucede a su alrededor. Es justo el momento cuando unas fuertes manos abrazan mi cuello. Lo aprietan justo como hace un momento yo apretaba el tubo de plástico que sale grotescamente de la garganta de mi enemigo para mantenerlo apenas con vida. La respiración se me corta enseguida. Mis vías respiratorias colapsan ante la fuerza del intruso. Como por u n act o reflejo,
mis manos se cierran sobre los brazos del que me sujeta con odio. Son brazos de piedra. Los araño con violencia. Los golpeo fuertemente, pero el otro no me suelta. Los pocos objetos que mi vista alcanza a vislumbrar se vuelven opacos y pierden su forma de pronto, a la vez que la sangre deja de irrigar mi cerebro. Sé que me estoy ahogando. Lo siento en mis pulmones como si fueran un globo inflado a punto de reventar por la presión. Quiero gritar: «¡Déjame!», «¡Suéltame!», pero las palabras se ahogan en mi garganta sin poder materializarse a través de mi voz. Con las pocas fuerzas que me quedan antes de que mis rodillas flaqueen y se doblen, mis manos alcanzan el rostro del intruso que intenta salvar a mi enemigo. Ávidas de saber de quién se trata, intentan reconocer la superficie de su cara, palpándola antes de que mi cerebro estalle en un único pensamiento. Un pensamiento que irrumpe en mi mente con violencia, violando la seguridad de la que antes de que se presentara el intruso, gozaba. Cuando me sentía en mi elemento. Cuando estuve a punto de terminar el trabajo que mi protegido no pudo realizar. ¡El trabajo de mi maldito protegido! Entonces una única palabra comienza a formarse en mi garganta como un globo que se va inflando lentamente ante de reventar en un sustantivo. Es la última palabra que tengo la fuerza de apenas decir en un susurro antes de que todo se vaya a negro y deje de sentirme para siempre: —Filemón...
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UN VACÍO CONOCIDO
Camilo Andrés Caicedo Buitrago El calor de la chimenea irá creciendo conforme el humo vaya apareciendo. Lo recordarás todo como una idea cercana y lesiva. El humo se alzará espeso y lechoso como una gran telaraña que te absorberá. Sabrás que estás solo. Cerrarás la ventana. Lentamente las cenizas se elevarán metiéndose en tus pulmones. Toserás. Habrá un momento de duda, pero sabrás lo que debes hacer. Respirarás una última vez y luego prenderás un nuevo fuego. Sentirás cómo se mete en tus arterias, ardiente, pero agradable. El líquido llegará a tu corazón y este aumentará sus revoluciones mientras tú te pierdes en una marea de sensaciones. Tu mente se encenderá, tu piel será mordisqueada por miles de hormigas, tus pupilas reflejarán un vacío conocido y, sobre todo, las reminiscencias empezarán a rumiar con paciencia tu mente. Ella estará mirándote en su silla verde con un cigarro en la mano. Recordarás haberle enseñado a fumar. Sonreirás al ver la cicatriz que le baja desde la ceja hasta la mejilla. Su piel blanca estará tersa y el verde esmeralda de sus ojos brillará en la oscuridad. Te mirará como un gato, con curiosidad, pero sin algún sentimiento visible; solo habrá un vacío conocido en sus ojos. No sonreirá. Ella nunca sonríe. Se limitará a observarte y a fumar a largos sorbos. Sus muslos desnudos te traerán memorias de cuando los estrujabas con violencia y ellos se deshacían en tus manos, mientras ella torcía el cuello y te arrancaba la piel de la espalda posesa de placer. Entonces para ti será perfecto porque ella estará ahí, contigo. La amarás de nuevo mientras ella te observa entre el humo del cigarrillo que cada vez es más espeso. Harás un intento vago por ponerte de pie. Tus piernas empezarán a temblar. Caerás. Lo intentarás de nuevo, ahora con toda tu voluntad. Apoyarás tus brazos en el pegajoso piso de madera que chirreará. Será inútil: caerás de nuevo. Sentirás la boca seca y tus pulmones sufrirán la movilización del humo que, poco a poco, empieza a volverse una densa capa que te cegará. Querrás desesperadamente levantarte cuando notes que su rostro se borra en el humo de su cigarrillo. Sin embargo, sus ojos verde esmeralda permanecerán brillando en la niebla como un faro en la noche. Aquellos ojos te guiarán entre la oscuridad mientras el sopor se va haciendo más fuerte. 10
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A tu alrededor crecerá una maraña de juncos y enredaderas que se alzarán sin clemencia alrededor tus pies, mientras la humareda da vida a varios cedros irregulares y eucaliptos gigantes que se alzarán ocluyendo la ventana y, con ella, la débil luz de la luna, el único rayo de luz fuera de la habitación. Pronto te encontrarás embebido en una selva. Pensarás que la oscuridad será perpetua, que será absoluta. Temerás. Pero no, allí estará ella como siempre estuvo cuando las tinieblas te consumieron. Sus ojos resplandecerán entre la maraña señalando el camino, mostrándote la luz. Te alzarás sobre unas piernas aún dormidas incapaces de sentir las espinas que las desgarran a cada paso que das hacia su dirección. Tu sangre marcará la senda hasta ella, una sin dolor, pero con mucho daño. Correrás, saltarás, tratarás de abrirte paso entre mil manos verdes que te sujetan, que te piden detenerte, pero seguirás hasta poder verla de nuevo, sentada en su silla verde, con sus huesudas piernas cruzadas, su piel curtida, brillante y delgada; sus raquíticos brazos harán un esfuerzo por levantar el cigarro casi terminado hasta su boca seca donde un diente metálico será el único presente en la oscuridad de su boca. Fumará, y luego toserá por varios minutos, haciendo un esfuerzo sobrehumano por volver a dirigir el aire a sus pulmones; entonces su mirada desganada, ojerosa y opaca se dirigirá hacía ti. El verde de sus ojos se perderá en un rojo infinito, mientras la huesuda ánima se esgrime gigante ante tu figura herida. Querrás correr, pero tus piernas estarán destrozadas, y ella con violencia se acercará a ti hasta que su desfigurado rostro quede frente al tuyo y tu cortada respiración se mezcle con su nauseabundo humo de cigarrillo. 11
Los temblores dominarán tu cuerpo. Recorrerás su rostro buscando un resquicio de su humanidad, pero su rostro habrá crecido desproporcionadamente transformándola en un ente errante y vengativo. Con violencia te tomará entre sus brazos y te besará. Tú, con los ojos cerrados, tratarás de librarte del maleficio de sus caricias, pero cuando sus labios toquen los tuyos, los encontrarás cálidos y tiernos. Cuando abras los ojos su figura habrá mutado, su belleza juvenil estará de vuelta, su piel de terciopelo y su cabellera negra lo confirmarán. Alcanzarás a gozar de nuevo, solo por un segundo, de la plenitud de su amor falso cuando toques su cicatriz, porque ella empezará a derramar dentro de ti lava hirviendo que destrozará tu interior con lentitud. Querrás escapar, pero no habrá forma de hacerlo. Las raíces se habrán alzado alrededor de tu cuerpo creando una coraza impenetrable e inamovible. Tus ojos sufrirán ante los suyos, buscarán con esto misericordia. Ella no cederá. Cuando el calor haya quemado todos tus órganos, tus ojos querrán una última explicación, pero enmarcada por un verde esmeralda, encontrarás una oscuridad, perpetua, profunda, infinita. Encontrarás un vacío conocido en sus ojos. Te encontrarás boca abajo desparramado en el piso grasiento. Sentirás culpa. Recuerdos dolorosos e incómodos se clavarán como agujas ante ti. Recordarás la primera vez que la miraste, con sus ademanes aún de niña, con una inocencia y una sencillez encantadoras; recordarás tu largo cortejo y cómo se entregaron de golpe a la pasión desenfrenada. Conocerás el resto de la historia. Te cubrirás la cara con violencia, creyendo que al no dejar brotar las lágrimas de tus ojos se negará la existencia de ese dolor, de esa culpa, de esa pérdida, sin embargo, allí estarán los infranqueables recuerdos que durarán un solo segundo, pero que te torturarán toda la vida. La verás atemorizada como cuando le enseñaste las drogas; abandonarse a sí misma cuando se hizo adicta; y luego irreconocible y abatida en sus últimos días. Despertarás luego de unas horas. Descubrirás la pesadez del aire por la telaraña sedosa del humo que ha llenado toda la habitación, así que te levantarás y abrirás la ventana luego de apagar el fuego de la chimenea.
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Mirarás a tu alrededor escrutando el ahogo que te produce el desorden, el asco que te producen las ratas que se pelean por las sobras podridas de una pizza, y la vergüenza que te da encontrar tu reflejo en el espejo. Buscarás la vieja soga que reposa en tu armario, querrás acabar con tu miseria, pero, cuando la tengas alrededor de tu cuello, tus abnegados ojos encontrarán los restos de droga que reposan en el suelo. Tu cobardía te permitirá estar con vida una vez más. Devolverás la soga con un pulso tembloroso, consciente de tu propia humillación y encenderás un nuevo fuego. El calor de la chimenea irá creciendo conforme el humo vaya apareciendo. Lo recordarás todo como una idea cercana y lesiva. El humo se alzará espeso y lechoso, como una gran telaraña que te absorbe. Sabrás que estarás solo. Cerrarás la ventana….
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Gabriela Teresa Gardié Quintero La calle es inhóspita. La noche es helada. Los cartones son muy duros para que su cuerpecito de 7 años pueda descansar bien. Sin zapatos. Sin amigos de verdad. Sin familia. Sin hogar. Hay gente buena que le da de comer, otros, a cambio de trabajos sencillos como lavar o cuidar un carro, ser colector en el bus, le compran una bolsa de pan que come lentamente. Algunos, al verlo así, le dan un poco de dinero o alguna ropa vieja. Otros, le insultan, lo empujan, le roban lo poco que tiene. Y sueña… El niño de cabellos crespos y negros, con grandes y tristes ojos oscuros, sueña que tiene un carro a control remoto, un juego para armar y desarmar, un rompecabezas, un papagayo para volar. Sueña con que la comida es caliente, sabrosa e inagotable, infinita. Sueña con que su superhéroe favorito lo cuidará durante la noche, que evitará que le roben las cholas o el trozo de pan o los cartones. El niño de cabellos crespos y negros, con grandes y tristes ojos, sueña y, desde su corazón, eleva una plegaria: Una madre, un hogar… La mujer de largos cabellos crespos y ojos tristes, llora el fallecimiento de su único hijo. Está vacía, vacío su vientre, vacío su corazón. Duerme y, desde su corazón, eleva una plegaria entre lágrimas: Dios mío, mi hijo. Solo tiempo después, ambos, niño y mujer, cruzarían sus caminos y sus ojos, abrirían sus corazones, para luego, tomados de la mano, aprender a ser familia, a ser hijo, a ser madre, a sonreír. Y, desde sus corazones, elevan una plegaria: Dios, gracias.
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José Rodolfo Espinosa Silva La frase: “Vamos a echar una cascarita”, se entiende en cualquier lugar de Latinoamérica, incluso me atrevería a decir que en cualquier sitio donde hablen español. El fútbol (a diferencia del polo, el golf y la esgrima), es un deporte que no tiene miramientos en el origen humilde de sus practicantes. Hasta el más pobre puede disfrutarlo, y así ha sido desde su invención, que a falta de pelota se ha jugado con cocos, melones y naranjas. Siendo estas últimas las predilectas por su escaso valor comercial. Para evitar que se mancharan de jugo al patear la fruta, los muchachos del barrio (de cualquier barrio), le hacían un hoyito y con un popote sorbían el líquido, dejando poco más que la cáscara. De ahí viene el término: “Cascarita”. Mi historia con Diego comenzó también con una naranja. Mi padre me había dejado a cargo del puesto por unos minutos mientras él discutía con su proveedor. No recuerdo el día, pero sé que recién había cumplido los siete. Como hijo de comerciante, los números nunca fueron problema para mí. Sumaba desde los cuatro, y para los seis ya sabía multiplicar y dividir. Conocía los precios de cada fruta exhibida en el mostrador y sabía dar el vuelto de billetes grandes. Un hombre vino a comprar un kilo de plátanos y se quedó admirado de que un chico de mi edad supiera usar la balanza. Yo me sentí grande. Pensaba que en unos años sería yo quien hablase con el proveedor y en lo orgulloso que estaría mi padre. —¡Te roban! —. El grito de la tiendera vecina me sacó de mis ensoñaciones. Un muchacho de algunos catorce (después supe que tenía en realidad trece) había cogido una naranja y comenzó a caminar haciendo dominadas con ella. Se paseaba el esférico de los pies a la cabeza y después a la rodilla, al pecho y los hombros. La fruta nunca tocó el suelo. Yo corrí tras él, y cuando lo llamé ladrón, se giró sin dejar caer la naranja y continuó dominándola mientras me respondía. —No soy ningún ladrón, pibe. He tomado prestada la naranja, cuando gane la copa pagaré a vos una docena. Esa noche, antes de dormir, me reproché el no habérsela quitado. Hoy cuarenta y siete años después, pienso que es uno de los recuerdos más valiosos de mi vida. Otro de ellos fue poco después del Mundial de México en 1986. 16
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Para aquel entonces Diego se había convertido en una especie de dios para mis paisanos al levantar La Copa del Mundo. Yo había contado la historia de la naranja hasta la extenuación, pero pocos la creían. Era 30 de julio y la selección volvía al país. Muchos fuimos al aeropuerto de Ezeiza a ver volver a nuestros campeones. El lugar estaba lleno, pero los policías les crearon un perímetro a los jugadores de modo que pudiesen caminar con libertad. Algunos saludaban, otros lanzaban besos, pero no Diego. Él llevaba un balón en los pies y al igual que el día que lo conocí, no permitió que tocase el suelo. Algo me dijo, creo que no se me hubiese ocurrido a mí solo que le gritase algo, cualquier cosa. —¡Me debes una naranja! —grité, y por un momento temí que se perdiese entre tanto ruido. De alguna forma consiguió filtrarse. El campeón del mundo detuvo la pelota. Miró a la derecha, después a la izquierda y lo juro por mis padres: Me sonrió. Un par de semanas después recibí paquetería no esperada. Una docena de naranjas, un balón y una nota: Con esta pelota ganamos la final. Copa del Mundo de 1986. Mi deuda está saldada. Diego Armando Maradona.
El balón estaba autografiado.
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LA SONRISA QUE NO SE CIERRA Rubén Fabricio Gallegos Era verano y en los cielos ni una estrella brillaba. En los relojes de las casas eran casi las doce. Él encendió la mototaxi cuando la llave giró en la ranura. El estruendo provocó un eco que hizo asomar a un niño curioso por su ventana. La mototaxi era una mezcla de colores verde y negro, y estaba iluminada por tiras de pequeños focos pegados en las radios de las llantas y en los fierros negros con manchas de óxido. Un parlante sujetado por tornillos y barras de metal arriba del asiento vacío, sonaban con fuerza las últimas cumbias de moda, esas tristes canciones donde el alcohol es el medicamento para calmar los dolores del amor. Iba a toda velocidad que le permitían las calles vacías, pasándose los semáforos de luz roja y sin frenar a tiempo en la luz amarilla. El ruido que quedaba detrás era ensordecedor. Una jauría caminaba por las veredas poco iluminadas. Se detuvieron en una esquina, la que había acumulado más bolsas de basura en el día. Era un pequeño cerro acompañado de moscas musicales, gusanos retorciéndose en los residuos de frutas y gallinazos picoteando el plástico negro para romperlo. Por el olor, los perros llegaban retozando a su ágape hecho de los desperdicios y desinterés humano. Con sus colmillos amarillos o marrones por las caries, rompían con más facilidad las bolsas al sacudirlas. Escarbaban con sus largas y torcidas garras hasta encontrar un hueso o un trozo de carne de cualquier animal. Entonces, ese lazo de hambre que los juntó, se quebraba y se convertían en los soldados de una guerra donde todos eran enemigos. Algunos de ellos terminaban con el hocico sangrando como una cascada que nacía muy cerca de su olfato. Otros cantando tristes aullidos porque en sus patas, panza o cuello, estaban los orificios que dejan los colmillos. Un perro que escondía un pelaje blanco, que no era visible por el sucio marrón que pintaron las aguas cochinas del mercado y de lluvia, se alejó de la batalla y cruzó la pista lentamente como un niño triste que no consigue lo que desea. 18
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Hace dos años que la cerveza dejó de ser lo que juntaba a todos los hombres del barrio. Algunas madres culpaban a los venezolanos y otras a los limeños: nunca se explicaron cómo llegó la droga a los jóvenes tan fácil en las calles de José Leonardo Ortiz. Horas antes, en la tarde, después de media caja de cervezas bebidas en la puerta de la casa, su viejo amigo con el que había terminado la secundaria, llegó con las manos en los bolsillos de la sudadera con capucha. Le enseñó las bolsitas sin el temor de algún soplón. “Pa’ más tardecito, pe’, mi sol´”, le dijo. Asintió con una sonrisa enseñando todas las muelas. Por eso, mientras conducía con los parlantes casi reventando de música, sentía una alegría que no le permitía cerrar su sonrisa. Los poros de la piel de sus brazos se abrían y respiraban por su propia cuenta. Escuchaba los latidos de su corazón y de su sangre que avanzaba por sus venas. Los focos de los postes brillan como un sol que no lastima verlo por mucho tiempo. Todo lo que miraba pasaba muy lento. Aunque los parlantes estaban por estallar, el volumen no era suficiente. El perro cruzaba la pista, levantando el hocico buscando un muladar solitario para comer. De pronto, el perro fué iluminado por la luz de la mototaxi y no tuvo tiempo para saltar como tantas veces lo hizo. Su barriga se abrió cuando la primera llanta le pasó por encima. Cuando respiraba sus últimos aires, la segunda llanta le rompió el cuello. Él solo vio en el retrovisor derecho el cadáver con sus tripas afuera. Su sonrisa no se cerró.
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Isa Hdez. No sabía qué hacía en aquel lugar abandonado, tal si se hubiera quedado dormida, perdida y borrada, entre la maleza, y de pronto se sintiera solitaria, magullada y lesa, su alma herida lloraba y, las lágrimas manaban por su cara inexpresiva.
Quería recordar los girasoles de su mente del ayer olvidado, que le retornara a la realidad pasada de las flores amarillas, y apartar con sus dedos entumecidos en las manos extendidas, pero no le obedecían y quedaban suspendidos en el aire humedecido.
Miraba a sus pies descalzos y a sus uñas rojas esplendentes, sus zapatillas doradas asomaban lejos de su cuerpo como dos espejos, el paisaje se reflejaba en sus luceros fijos color esmeralda, y miraban al cielo que asomaba por los huecos de los árboles verdes.
Fluían sentimientos confundidos que no acertaba a expresar, la cara le ardía porque tenía la piel encendida por el viento agitado, no atinaba a erguirse como si todas las fuerzas la abandonaran, o se dejara llevar por la desgana, el deterioro o la debilidad.
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Él la miró con asombro, tristeza y atrevimiento, dispuesto a ayudarla, la agarró con fuerza y la sentó en la hierba, poco a poco la alzó con esmero, mimo y sosiego, y sin hacer preguntas ahuyentó la pena, la asió contra su pecho y la abrazó.
Ella lo miraba y suspiraba sin saber de qué se aquejaba, él le bebía la tristeza de sus lágrimas y le susurraba palabras mudas, la colmaba de caricias, luz y promesas de color, y confiaba en que resurgiera la esperanza, la sonrisa y el sol.
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Rubén Hugo Carballo
Creadores de emociones que irrumpen en gritos que desgarran. En las previas pinceladas entintas en sangres, que se vierten insensatas. En extirpadas almas con vacíos ojos, ya sin lágrimas. En pechos despojados de leches con sustancia. En danzas que contienen la impertinencia de sutiles movimientos ancestrales, antes que brutales contorsiones paridoras. En éxtasis eróticos que emergen de y hacia la nada. En manos vacías extendidas al olvido. En palabras que todo expresan, y acciones que ignoran tal pertenencia. En rostros de niños con ausencia de caricias perennes. Ante vientres inflamados por la inerte sinrazón humana. En músicas eternas de cosmos esenciales e ignorantes de sus designios. Ante el abandono migrante de otros y nosotros… En la ignorancia cómplice del devenir de infantes cegados de futuro, y ancianos ungidos en despojos. En espacios de vidas turgentes y heridas abiertas. Ante la muerte que se engendró con nosotros. En simientes no responsables. En el vergonzante destrato a mujeres y hombres, esclavizadas sus voluntades… Ante los irrespetuosos poderes irresponsables. Silenciemos los silencios… ¡Nos pertenecen! ¡Son nuestros! ¡Parirlos debemos!
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® Luis G. Álvarez Ocultado valle de sombras retumban ante tu mirada posesión de tus pensamientos vicisitudes egoístas envueltas, en ideologías baratas transgresiones inmaculadas desterradas de la excitación inmortalizado en tus escritos acechado por el libertinaje entre el demonio y el mortal. Deseo impuro, tentación divina regocijada sobre el fango de la lujuria. Pecado de pecados servidor, mas no sirviente negación de luz y la verdad inmortal entre los hombres olvidado en el paralelismo coexistiendo en el fuego de Luzbel, incrédulo, sordo y desobligado lucrando almas navegante entre lo desconocido alejado de Dios y su misericordia.
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“Como un extraño llegué, parto también como un extraño”. Wilhelm Müller Leonardo Páramo
Berlín en el epítome de Europa El ángel de Salzburgo, Mozart, en inagotable fuente creadora de armonías y virtudes musicales, irradiante en crescendos y diminuendos, con la paleta abundante en frases y paisajes de diferentes texturas, de no ser Mozart, algún otro hombre habría concebido el don del arte absoluto. Robert Schuman escribió: “El tiempo, que tan innumerables bellezas ha creado, no volverá a producir un Schubert”. ¡Aplausos! Los orígenes de la Escuela de Viena fecundaron héroes prometeicos de la talla de Haydn, Beethoven y Mozart, cuyos nombres cultivaron un almanaque que mimetizó la tradición operística, sinfónica, música de cámara, y en plural, un catálogo amplísimo de música académica. La Escuela de Viena enraizó su locus clasicus con obras que perpetraron la memoria de una época, mediante la batuta de la Casa Real Austriaca de los Habsburgo, cuya influencia atrajo la tradición musical europea como centro cultural del mundo, y que actualmente, sigue estremeciendo con composiciones modernas. Cómo olvidar el cuarteto de cuerdas, op.33. o la sinfonía no. 103 redoble de timbal de Franz Joseph Haydn. Se recuerdan las memorables nueve sinfonías de Beethoven, Para Elisa, Claro de luna, Conciertos para piano, Sonatas. El incisivo carácter tonal, heroico y hegemónico que cultivó Beethoven en la extensa composición musical, convalidó a dar cuenta que la música se consagraba como arte absoluto. Esta distinción era reafirmada por el ángel de Salzburgo con el paroxismo de sus obras: Obertura de las bodas de fígaro, Sonata para piano no. 11 marcha turca, misa de réquiem, por mencionar muy pocas. 28
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Las pupilas dilatadas afirman que Austria había generado un sistema monopólico en el terreno de las consonancias tonales y, difícilmente se podría yuxtaponer elemento alguno que abriera el mercado de la música a una nueva oferta que agregara nuevo valor. No obstante, la edad de oro refulgía inocencia en el norte de Alemania con el romanticismo. En su mayor esplendor, le regalaba al mundo una inmensa vitalidad que normalmente era trágica, y terminaba en suicidios, ¡qué belleza! En profusa correlación entre la muerte que reafirma la vida, los poetas alemanes le contaban y cantaban a la tierra, al aire, al tiempo, al amor. Novalis con Los himnos a la noche, rompía con los cánones del clasicismo, escribiendo este bellísimo poema lírico. Hölderlin y el hiperión, conectaban al humano con la naturaleza en un viaje en soledad por la antigua Grecia, por otro lado, Heinrich Heine un genio por la agudeza crítica, dulcificaba con temperamento lírico y sátira, la concepción de la tierra germánica. En función de lo anterior, el cantar poético mediante la perspicacia sensitiva, eclosionó un abanico de letras románticas que inevitablemente, la música no podía ignorar. El leitmotiv cimbró un pretexto. Los árboles se agitaron por el viento, las montañas temblaron, el pretexto fueron ellos: la tierra. Adam Hiller y Pedro Schullz, comenzaron a usar canciones populares en sus óperas, y los poetas alemanes aportaron las letras reviviendo el antiguo estilo wolkslied de la región. Por lo tanto, Berlín, aportaba un nuevo valor agregado a la insuperable Escuela de Viena, los lieder. Dicha referencia refrescó con audacia la sensibilidad que giraba en torno a la poesía y a la música como arte absoluto —intensificaba no con la virtud compositiva, sino con la sensibilidad creativa—. Franz Schubert nació en Austria y fugazmente se extinguió su vida a los 31 años. Antonio Salieri impartió lecciones particulares al pequeño Schubert de once años, cosa que nunca había hecho con otro alumno; pronto la educación recibida brindaba los primeros frutos. El comienzo de un genio compositor marcado por la torpeza y timidez, generaron un carácter fuertemente crepuscular y saturnino. Aunque Schubert incursionó en la ópera y sinfonías, géneros dominados por los grandes autores de la Escuela de Viena, hubo un factor que se convirtió en ventaja comparativa, y el cual, se materializó en un viaje en que la música de cámara, ampliaba los horizontes de componer solamente música con orquesta. 29
En este tenor, la poesía de Goethe, Schiller, Heine, y un gran abanico de poetas de la tradición romántica alemana, se musicalizaban con la sencillez del piano y voz, pero en especial, un ciclo de 24 poemas de Wilhelm Müller que Schubert musicalizó en lieder con el ciclo Winterreise.
Un viaje de invierno El espíritu de Schubert reflejado en la profundidad de sus composiciones, se encuentra mitificado, lleno de pureza, no fue el mejor de sus coetáneos en términos de popularidad, pero nunca pasó desapercibido. Se presentaba habitualmente en los salones de personas influyentes, mantenía también relación con poetas y artistas, gestando a partir de la sensibilidad de la que estaba dotado: un genio creativo. Gracias al cercano amigo con el que compartió habitación, Johan Mayrhofer, poeta y teólogo, Schubert musicalizó 47 de sus poemas. Una de las constantes románticas fue Goethe, el cual, inspiró, por mencionar algunas piezas a: Rastlose liebe, Erster Verlust, Sehnsucht, Prometheus D. 674, Geheimes D. 719. Otro cercano coterráneo, Franz von Schober, sirvió de inspiración, el filósofo Schlegel, Baumberg, Rochlitz, y un gran flabelo de poetas de la región fueron musicalizados por Schubert. Tengo la hipótesis de que los procesos de culturalización reafirman los múltiples discursos artísticos en un sentido estrictamente estético, y los intensifica; me surge al mismo tiempo la duda: ¿Cómo lograr cuantificar experiencias estéticas? Me parece una excelente pregunta. Me respondo con la sospecha de lo que uno hace, con el temblor estético que, a cada uno, el arte lo hace estremecer. En este sentido, Schubert explorando otros discursos, inició un viaje personal a través de laberintos de ocre y nieve, y a través de la arcilla esculpió su propio Pigmalión. Ian Bostridge escribe lo siguiente: “La canción culta, el nombre que a veces recibe —lo que los alemanes conocen como lieder—, es un producto nicho, aún dentro del nicho que ya es de por sí la música clásica; pero Viaje de Invierno es, incontestablemente, una gran obra de arte que debería formar parte de nuestra experiencia común en la misma medida en que lo son la poesía de Shakespeare y Dante, los cuadros de Van Gogh y Pablo Picasso o las novelas de las hermanas Brontë o Marcel Proust”. Sin lugar a dudas, la conciencia que se ha de tener para entender temas como estéticos, filosóficos, metafísicos, requiere de un esfuerzo adicional para entenderlos y lograr a través de la creatividad recrearlos. Es evidente, cuando se escucha a Schubert, que la sencillez siempre está presente a nivel compositivo, sobre todo en términos en los cuales es suficiente recurrir a recursos como la voz y al piano para cubrir el horror vacui, y es un factor que confirma el dominio de volver un tema complejo a algo sencillo. Un viaje de invierno representa un término, que en alemán Wanderer simboliza un viajero errabundo, una 30
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senda extraviada de hielo en su deambular sin tiempo ni partida, un ahora que se consume en posibilidades desdibujadas por el presente que se agota en sus posibilidades, silencios que no son más que lenguajes contemplativos en un estremecer infinito que se reinterpreta y desmitifica con cada indiferente momento que se extingue cada día. Fueron 24 poemas escritos por Wilhelm Müller, convertidos en lieder por Schubert, a voz y piano. En completa desnudez inmarcesible —el texto y la música— como pretexto de iniciar un viaje entre valles de abetos; sería inconclusa mi intención de hablar de cada uno de los lieder, no obstante, hay un hilo que los une como el hilo de Ariadna. Mi hipótesis es que el ciclo de canciones nace de una imagen estética, con liminales cristales de vidrio, la intención ni siquiera es lograr ver más allá del vidrio, sino crear imágenes en función de un discurso profundamente trasnochado. El cristal es la poesía, y la imagen es la música. Lenguaje. La poesía es revelación, la música es totalidad. Contar y cantar, decía Octavio Paz. En la poesía y música confluye la mnemósine, los lieder son el ente unificador que sintetiza a Dioniso y Apolo entre el sueño y la vigilia. Un viaje de invierno en un sendero quimérico donde la unión entre el humano y lo divino se encuentran tras el desequilibrio en que la vida arremete por la pérdida de sentido espiritual, Apolo representa la embriaguez ante el sucumbir inexorable de la belleza, Dioniso es el éxtasis, el ahora infinito. Ambas dicotomías son símbolo, son lenguaje. Schubert, es músico, no obstante, poeta también. ÉL es la síntesis que Orfeo unió entre Dioniso y Apolo, la voz de las sirenas y el texto reminiscente. La muerte como camino en el vivir, el olvido, la memoria, la nostalgia, se escuchan gratificantemente, mueren también como sus autores, y transgreden el tiempo cada vez que se leen o se escuchan nuevamente, por lo tanto, viven otra vez, se vuelven mito, historia y ahora. Schubert murió a los 31 años de sífilis, aunque el viaje fugaz que pasó de vida ahora lo hace de muerto, reivindicando la música en la academia, regresando a las raíces antiguas del wolkslied, No existe ningún misterio y no debería hacerlo si hay quienes piensan que la música escoge a sus escuchas; no hay ningún secreto, y no debería de haberlo si hay quienes creen que la música y la poesía son para algunos pocos. Lo que sí existe es un fragmentado acercamiento en ambas, tanto en creadores como en receptores; en el ámbito de filosofía de la música son poquísimos autores que abordan el tema, dejando sobre la mesa, un área casi inexplorada. Por el lado de los receptores, minimiza los intentos de divulgar un área del pensamiento filosófico tan profundo como lo es la música.
Estas reflexiones no son más que un intento personal de acercarme a la música y a la poesía sin fragmentarlas; es también, una invitación abierta a ser exploradas. Finalmente, con la intención de hacer divulgación a quien haya encontrado algún estimulante en este intento, recomiendo profundamente leer a Ian Bostridge, un músico especialista en los lieder de Schubert, a Eugenio Trías, quien ha abordado la filosofía de la música con rigurosidad y belleza, Theodor Adorno, uno de los pocos filósofos del siglo XX que aportó estimulantes estudios con la misma rigurosidad de la ciencia, por último, la web Kareol.com que traduce del idioma original al español una buena cantidad de obras académicas. A manera de conclusión, como cada outsider termina su viaje, inicia otro. Como cada incomprendido se es entendido, después del invierno la primavera, Schubert conecta con la esencia más elemental, con la tierra y su arcilla.
Referencias
Bostridge, I. (2019). Viaje de invierno de Schubert: Anatomía de una obsesión, Barcelona, Acantilado, p.12. Repolles, J. (1965). Grandes músicos, Barcelona, editorial Bruguera, p.221.
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