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El canto roto de la grulla, por Javier Robles Contreras - Cuentos
from Nudo Gordiano #7
Jamás había visto una tan de cerca. Su pupila se contraía y se dilataba mientras intentaba batir las alas en espasmos irregulares.
Olía extraño: a lodo y a lágrimas secas. A musgo y a cosas que terminan. La malla metálica la mantenía sometida, con medio cuerpo hundido en el río y el pico encajado en el acero tosco de un extremo de la verja.La escuché mucho antes de verla. El discurrir familiar del río y el vaivén lento e hipnótico del remo fueron interrumpidos por otro compás más singular, si acaso errático. Algo así como una respiración ronca; un arrullo. Una versión distorsionada de las sonoridades que yo bien conocía. Resonaba con esa cualidad acústica que sólo la niebla confiere.
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Me puso en alerta, como cuando el viento arrastra las cenizas y el olor del pelo quemado. Comenzó como un pasatiempo. La primera vez que aparecieron, yo estaba observando cómo el viento desmenuzaba las últimas nubes del cielo de la canícula.
Hasta que noté los patrones precisos de sus picos en formación perforando los restos de los velos nubosos. Me maravilló. Siempre he pensado que la gente debería elevar la vista al cielo más seguido.Cuando las veía sobrevolar la sierra, las seguía hacia donde aterrizaban y permanecía horas contemplándolas en silencio, casi con voyerismo: La gracia con que estiraban su cuello hacia el río para beber agua. El modo en que se erguían sobre una única pierna. La fiereza de los largos picos al arrancar raíces y recoger escarabajos de entre la hierba. Las siluetas de los pequeños cuerpos insectiles retorciéndose al ver sus cabezas coronadas por una mancha de fatalidad, como pintura de guerra.
Yo solía dibujarlas horas más tarde; cuando las veía alejarse sobre la línea del horizonte formando una uve, con la misma expresión con la que se escruta el rostro de un amante. El brillo dorado de sus penachos y el negro terciopelo de su plumaje hacía que los demás colores se vieran falsos. Solía quedarme mirando cómo la noche cerrada arropaba al sol hasta que me dolían los ojos.
Todo en ellas poseía la agilidad estudiada de los gatos antes de dar un salto: Cuando pescaban. Cuando planeaban. Cuando danzaban. ¡Y cómo danzaban! Se perseguían, giraban y daban piruetas. Las alas de una, gráciles y fuertes, se posaban allí donde habían estado las de la otra apenas un segundo antes. Las patas formaban figuras gemelas, se desparramaban sobre el suelo. Se buscaban, curiosas, se rodeaban y rotaban sobre sus puntas. Parecían volar. De hecho, sería más apropiado decir que revoloteaban; En cierto momento, una escapaba despavorida. Al siguiente, las dos dibujaban el mismo patrón, como remontando el vuelo. Se combinaban como dos piezas de relojería que giran en círculos lentos. Se sobreponían la una a la otra, como el oleaje del mar que intenta alcanzar a la luna al ver su seno. Se entremezclaban hasta ser una sola consciencia, un sólo ser. Las puntas de sus plumas trazaban surcos en sus lomos, en sus cuellos, en sus rostros, con la misma naturalidad y ternura con que la que las caricias del agua erosionan las rocas de río. Como si les dieran forma. Al final, juntaban los cráneos y cerraban los ojos. Y entonces emitían una especie de arrullo con la garganta. Era la versión pacífica y adormecedora del canto roto que yo escucharía años después estando en el río. Era el tipo de sonido que se cuela dentro de tu mente segundos antes de caer dormido o segundos después de haber despertado, cuando los sueños aún son moldeables. Algunos de esos cantos me han acompañado hasta el día de hoy. La danza se extinguía con la misma rapidez con la que se propagan el miedo o el amor joven. Demasiado rápido como para que pudiera registrarla. Intentar retratarlas era imposible. Como tapar el sol con un dedo. Como contener el llanto. Para entenderlas, necesitarían haberlas visto bañarse en el río, necesitarían haber escuchado una alegría que no se puede comunicar con palabras entre los pliegues de sus graznidos excitados, necesitarían haberlas observado cuando se agachaban una frente a otra, ofreciéndose el punto de sangre de la frente como hacen los poetas con sus corazonesaún latentes, sólo para que la otra se lo señalara con el pico, haciendo aspavientos con las alas. Necesitarían haber sentido el eco de sus cantos palpitando dentro de ustedes mismos. Necesitarían haber intentado describirlas.
Necesitarían haber fallado. Las dos grandes rocas en las que estaba empotrado el pedazo de reja me sirvieron de apoyo para arrastrar el bote e intentar removerla.De cerca, el charco espeso que emanaba de un ala era más distinguible. Al aproximarme sentí un mareo.El hecho de poder acercarme tanto a ella me repugnó. Cuando las espiaba, detrás de los juncos y las nomeolvides, irradiaban una armonía que habría sido grosero contemplar de manera explícita. Uno nunca se sentía lo suficientemente digno como para mirarlas directamente. La posibilidad que tuve en esos momentos de ejercer mi poder sobre su pecho convulso se sentía incorrecta. Cuando pisé tierra firme, la grulla soltó una serie de alaridos y se le erizaron las plumas. Casi podía sentir su cuerpo contraerse de dolor. Los alaridos tejían un eco desesperado que salía del subir- apretar-bajar de su pecho contra el metal y de su pico apresado. Se retorcía como las malas hierbas cuando echan raíces. Sentía que algo dentro de mí también se retorcía.
Aún a veces escuchaba resonar la voz de Muxe en algún lugar del fondo de mi cabeza. Me forzaba a creer que intentaba gritar mi nombre, pero la realidad es que sólo escuché unos alaridos ininteligibles que se perdían en el cielo nocturno junto con los restos cenicientos de un hogar que ya no recuerdo. Había noches en que me despertaba sudando frío, con ese tipo de desesperación que sólo una cama vacía provee. Arrancaba las sábanas y las aproximaba a mi pecho. Hundía el rostro en ellas pensando que aún podía hallar trazas de su aroma allí impregnadas en medio de la confusión nocturna. No lograba recordar su cara. En lugar de eso, evocaba una versión más estilizada; emborronada por la memoria, embellecida por la nostalgia. Pero no era él. Con Muxe me pasaba igual que con las grullas; le daba vueltas a su figura, a las posturas majestuosas que adoptaba cuando estaba distraída, a la amplitud de los hombros debajo de la camisa, a sus ojos como avellanas.
Nunca creí que los ojos son una ventana al alma hasta que crucé una mirada con él. Entonces esbozaba una sonrisa y ladeaba la cabeza, convirtiendo el gesto en una pregunta. Se lanzaba hacia mí con la pasión desbocada de las gaviotas que se arrojan contra los peces varados en la playa. Sentía su
fuego bajar por mis labios, por mi cuello, por mi pecho... Yo tomaba sus caderas y ella me miraba con unos ojos curiosos, gráciles, y me escudriñaba con tanta intensidad que parecía que buscara algo dentro de mi alma. Todo se sucedía en un vaivén en el que yo le mostraba mi corazón, entre palpitares y suspiros. Él me contagiaba aquella sonrisa lobuna y yo besaba su centro entre risas. Después, nos recostábamos juntos y hablábamos en voz baja de cosas sin importancia. Decía mi nombre con la cadencia característica de las preguntas echadas al aire. Yo decía el de ella con torpeza, señalándole el pecho liso. Me gustaba pensar que de algún modo emulábamos la danza y el canto de las grullas.
La última vez que vi a una parvada emprender el vuelo fue el día del incendio. Yo volvía a nuestra modesta casita, ya de noche, con un petate repleto de bagres y una sonrisa en el rostro. Hasta que vi el fuego titilar en lo alto, en mi hogar, en el hogar que nos había pagado el dinero ajeno. En la Sierra, crecimos persiguiendo los sueños de otros. Crecimos perseguidos por los errores de otros.
El fuego se extendía por todo el bosque. Los árboles incandescentes se alzaban como desesperados, como las manos que salen de la tierra en los camposantos. La danza lenta de las llamas se reflejó en mis ojos de pánico. En esa época, un incendio en el bosque era motivo de preocupación. Un cuervo solitario seguía recogiendo semillas de la yarda de mi casa. Volteó a verme, con su ojo indiferente, y eso, más que el destello azulado en su espalda, más que el amarillo penetrante en su pupila, me hizo percatarme de que en realidad era una graja. Los cuervos son carroñeros, accionan. Las grajas observan. Pasó volando junto a mí, sin más.
Deseé poder hacer lo mismo. Sería decente ahorrarles el relato de cómo intenté abrir la puerta en llamas cuando llegué a la casa. De cómo me dejé los dedos en carne viva intentando
zafar el marco de la ventana. De cómo seguí escuchando aquellos alaridos hasta que se consumieron por completo, junto con la música fúnebre de las últimas luces del alba.
Levanté mi remo, dispuesto a rematarla. La Grulla dejo que algo parecido a un graznido se arrastrara fuera de su boca. Yo me asusté y solté el remo en el aire. La sangre de su paladar me roció el cuello y la comisura de la boca, provocándome arcadas. El blanco de su cuello y el rojo y dorado de su cabeza ensangrentada parecieron abandonar sus bordes para asumir su verdadera forma: manchas de color borrosas que mi vista arrastraba al perder el conocimiento.
Cuando desperté ya estaba muerta. La vi desde donde estaba; tirado en el suelo, encogido y tembloroso como el estómago cuando no hay nada que vomitar. Volví a sentir el susurro de la impotencia enrollándose sobre mi nuca. Llevaba años escondido allí detrás. Dicen que los cisnes cantan antes de morir. Supongo que las grullas graznan y los pollos cacarean. Supongo que los humanos articulamos alaridos. Supongo que intentamos llamar a nuestros seres queridos.