Javier Robles Contreras
J
amás había visto una tan de cerca. Su pupila se contraía y se dilataba mientras intentaba batir las alas en espasmos irregulares.
Olía extraño: a lodo y a lágrimas secas. A musgo y a cosas que terminan. La malla metálica la mantenía sometida, con medio cuerpo hundido en el río y el pico encajado en el acero tosco de un extremo de la verja. La escuché mucho antes de verla. El discurrir familiar del río y el vaivén lento e hipnótico del remo fueron interrumpidos por otro compás más singular, si acaso errático. Algo así como una respiración ronca; un arrullo. Una versión distorsionada de las sonoridades que yo bien conocía. Resonaba con esa cualidad acústica que sólo la niebla confiere. Me puso viento olor
en alerta, como cuando el arrastra las cenizas y el del pelo quemado. Comenzó como un pasatiempo. La primera vez que aparecieron, yo estaba observando cómo el viento desmenuzaba las últimas nubes del cielo de la canícula.
Hasta que noté los patrones precisos de sus picos en formación perforando los restos de los velos nubosos. Me maravilló. Siempre he pensado que la gente debería elevar la vista al cielo más seguido. Cuando las veía sobrevolar la sierra, las seguía hacia donde aterrizaban y permanecía horas contemplándo-