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Manto de sombra, por Daniela Morales - Cuentos
Manto de Sombra
Daniela Morales
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Sacudí y tendí las sábanas, no había señales de lluvia; el
cielo estaba despejado. Las largas telas púrpuras parecían un telón de teatro italiano que tenía como estrella al sol, se asomaba entre las dos; era realmente brillante. Los destellos de su luz se encontraban en cada una de las costuras que adornaban el lino.
Pronto sus reflejos acalambraron mi vista y el calor me humedeció los cabellos detrás de las orejas, por lo que dispuse a refugiarme bajo la sombra del mango.
Caminé hasta el fruto con los pies descalzos, el piso simulaba a un comal de barro al fuego; motivo por el que las medias plantas de mis pies se levantaron y aceleraron el paso.
Eché mi cuerpo al suelo, la tierra estaba húmeda, mis dedos me avisaron. Los sacudí y limpié en el camisón blanco. Tendré que lavar de nuevo -pensé- al cabo hoy no lloverá. Entre la comodidad que me brindaba la tarde, permanecí sentada. Suspiré. Qué tranquilidad ¿Quién diría que estar sola sería tan placentero?
Recargué la cabeza en el tronco del árbol y mis párpados se cerraron como una nuez. Mis pestañas estaban unidas, una por una; parecían abrazarse, no se soltaban.Comencé a frotarme los ojos, derecha- izquierda- derecha- izquierda, pero no podía abrirlos. Dolía. Lentamente, con las yemas de los dedos, intente desprender mis parpados. No lo lograba, ardían. Aceleré el proceso y sentí cómo se desbordó una lágrima sobre mi mejilla.
Desesperada, comencé a golpear las palmas de mis manos contra mis rodillas; como cuando niña me tiraba al suelo del supermercado porque mi madre no quería comprarme caramelos.
-Levántate, Gabriela. Pareces niña chiquita ¿Qué no te da vergüenza?
El recuerdo se esfumó y solo escuchaba la voz de mi madre una y otra vez. Intenté nuevamente, era imposible; se había transformado en una capa que me despojaba la vista. Sin respuestas hacia mi ceguera, reflexioné acerca de la causa; lo cual era absurdo. Llevaba días en casa, motivo de la tormenta; no me había expuesto a la luz.
Con el sudor en la frente y los dedos en los párpados, recordé la visita del sol; me ha dejado ciega, ha sido él. Intenté pararme, pero mis piernas se habían plantado en el verde pasto y mis cabellos se habían amarrado a la corteza del árbol. Grito, nada; grito más fuerte, no hay respuesta; grito, nadie me escucha. Estaba sola. No veo- repetía constantemente mientras estiraba la planta de mis pies- Que alguien me ayude.
Dejé de sentir calor, el viento comenzó a soplar sutilmente y los grillos comenzaron a cantar. Era de noche. Pensé en darme por vencida y volver a pedir ayuda por la mañana; pero mi cuerpo se había entumecido por completo. Solo tenía los brazos libres, pero estos no contestaban; estaban tristes. Perdóname, Dios; perdóname por lo que he hecho. Estiré mis cabellos con fuerza, sentí cómo se desprendían algunos e imaginé cómo ahora eran parte de las raíces del mango. Aun así, volví a alar de ellos hasta alzar la cabeza hacia el cielo; buscando respuesta en alguien que le había perdido fe ya hacía tiempo. Me sentía culpable. Era culpable... Implorar cuando sientes que tu vida está terminando, cuando no tienes a nadie.
¿Qué no te da vergüenza? ¿Qué no te da vergüenza?
¿Qué no te da vergüenza?¿Qué no te da vergüenza?¿Qué no te da vergüenza?
Volví a escuchar a mi madre, esta vez más fuerte. Traté de ignorarla. Sabía que en ese momento tenía razón, en el supermercado. También cuando se cayó el bote de pintura en el piso de madera y la mancha jamás salió;
cuando 4x4 no eran 17 y la capital de Colombia no era Bolivia; cuando Sergio no era mío, sino de todas; cuando echas tres tazas de agua a una de arroz y el agua comienza desbordarse por toda la cazuela y la estufa; apagando la llama. Siempre tuvo la razón. También cuando tomé mis cosas y volví 7 años después a entregarle flores. Esta vez no en el florero, no. Esta vez no adornaban el buró de su recamara; tampoco la mesa del comedor con aquél mantel amarillo que hacía juego con las servilletas blancas con pequeños girasoles que ella misma había bordado; no. Ahora forman parte de la decoración del lúgubre cementerio en donde se encontraban la mayoría de mis familiares, cuyos no conocía, ni recordaba su nombre; pero en las fiestas estrechaba su mano con una sonrisa falsa a cambio de una moneda. Qué bonita, Gabrielita; qué grande está, Gabrielita; qué ojos tan grandes, idéntica a su mamá. Su voz se volvió a contemplar en el espacio que me vio crecer, su hogar. El viento comenzó a soplar más fuerte, haciendo que las hojas del mango comenzaran a caer sobre mi cuerpo; su voz y el viento retumbaban en mis oídos creando una melodía que no quería volver a escuchar. No era igual que ella, no soy igual que ella, jamás seré como ella –Grité-. Desde ese día, me persigue le fantasma de mi madre.