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Pandora, por Pablo Manuel Rojas Aguilar - Cuentos

Pandora

Pablo Manuel Rojas Aguilar

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Pandora ¿Recuerdas la primera vez que salimos, Pandora? Fue aquella noche de enero o de febrero tal vez; estabas tan fría que dejaste que yo te abrazara para darte calor. Lo recuerdo muy bien: yo me sentía venturoso, henchido de vigor por llevarte entre mis brazos, aunque poco me duraría el gusto... Cuando salimos de la parroquia, mientras me parecía escuchar entre líneas que querías quererme, yo quise entrelazar mis dedos entre los tuyos y tú no lo permitiste; te excusaste diciendo que sentías como si te fallara la circulación.

¿Sabes?, desde que yo era niño me enamoré de ti. Entonces te volviste, de alguna manera, la encarnación de todos mis ideales. Eras un ángel, un pequeño ángel de ojos oscuros sobre el cual habría de erigir una especie de religión personal, una religión basada en la adoración de tu imagen.

Es extraño cómo opera el amor, ¿no crees? Nunca dejé de pensarte una sola noche durante veinte años; siempre te escribía una carta antes de dormir. Pero tú las rechazabas en cada ocasión diciendo: “¿Quién escribe cartas en estos días?...” Y míranos ahora, juntos, y tú permitiéndome decirte al oído las palabras de amor que yo te componía cada noche:

“¿De qué divinidad has encarnado, Pandora? ¿De qué barro imposible el divino Hefesto ha forjado con tal gracia las líneas de tu elevada imagen? En tu presencia, la misma Afrodita se sentiría humillada. ¿Qué sería del universo sin el ánfora de tu belleza esparcida?”...

¿Recuerdas cuando íbamos al colegio? ¿Recuerdas que clavabas tus ojos en los míos para estremecerme? Después sonreías y continuabas tu camino mientras seguías coqueteándome. Entonces, ilusionado, yo me hacía de valor para acercarme, para pedirte que salieras conmigo y, cuando por fin me paraba frente a ti, tú me decías cosas que son difíciles de olvidar: “¿Salir contigo? ¡Mírate! Además de vivir en otra época, tu cuerpo es rollizo y tu rostro tiene algo que no cuadra muy bien...”

Y yo no sabía qué decir, sentía como si el peso de cada mirada burlona presionara mi sangre hasta hacerla subir a la cabeza.Comenzaba a balbucear, a emitir palabras entrecortadas como si fuera tartamudo: “Pe... pe... pe...ro yo pen... pen...Pero tú pen...dejo ¡Eres un pendejo!” Lo dijiste con tanta gracia, que la risa saturó tu cuerpo hasta comenzar a

desbordarse a manera de lágrimas por tus ojos. Y todas tus amigas, como si de un coro se tratara, estallaron en estrepitosas carcajadas para burlarse de mí, imitándome, e hiriendo mi maltrecha virilidad, de tal modo, que nunca podría resanarse.

¿Por qué te empecinabas en hacerme daño, Pandora? ¿Por qué disfrutabas humillándome frente a la gente?

Pero no me rendí. Nunca perdí la esperanza a pesar de tus múltiples rechazos; aunque recuerdo una tarde en específico, una fatídica tarde de invierno en la que me dijiste que amabas a otro. ¿Por qué lo amabas?, pregunté, ¿por su prepotencia y vulgaridad? Él te quería, eso dices, pero sólo veía en ti un trofeo. Te tomó con ansias locas a fin de saciar su sed contigo y, cuando se hastió de tu carne y de tus besos, te abandonó. Y entonces yo pensé que podría por fin tenerte, pero llegó otro amante tuyo y muchos más para ultrajarte, hasta hacer de tu cuerpo un vil mercado. ¡Cuánto te odié entonces, Pandora! Y, sin embargo, nunca dejé de quererte...

Hundida en los fangales de tus errores, las personas comenzaron a alejarse de ti, murmurando que andabas metida en asuntos de dudosa moral. Con tus padres muertos y sin familia, te habías quedado sola. Los hombres sólo se te acercaban para hundir su corazón en ti. Y tú los recibías a todos, mojada con el rocío de tu amor, abriéndote como una flor bajo la lluvia... Recibías a cualquiera, Pandora, menos a mí.

Cuando todos se cansaron de tus labios pensé, entonces pensé que por

fin me aceptarías en tu vida. Pero no, seguías renegando de mí como si fuera un leproso.Caíste en cama, invadida por una enfermedad propiciada por el exceso de amor.

Y yo quise estar a tu lado pero no dejaste que me acercara. ¿Qué pecado había cometido para que me trataras con tanto desprecio? No obstante, aceptaba alegre la desgracia de amarte como yo te amaba a pesar de tus desdenes, a pesar de la maldad que emanaba de tus ojos, esa hermosa maldad que yo transmutaba en esperanza para alumbrar mi negro mundo.

Entonces moriste, eso dijeron las mujeres del pueblo, pero yo no pude creerles: el reflejo de tu inmortal belleza no puede extinguirse en este mundo. Corrí a tu lecho, sin embargo, me impidieron la entrada. Que ésa había sido tu voluntad, me explicaron, y también que la tumba estaba dispuesta para que la ocuparas. En consecuencia, me invadieron las dudas. ¿Será posible que tu divina imagen haya avanzado hacia la muerte?

¡Pero no! No estabas muerta. Por fin una noche escuché tu voz llamándome desde la oscuridad, muy débil, acaso por la pesadez que te oprimía. Cogí una pala y corrí al camposanto entre la espesa niebla para encontrar tu tumba. Y yo golpeé el mármol hasta romperlo, hasta despedazarlo para clavar mi pala en la tierra.

Bajo la brumosa atmósfera, cavé y seguí cavando con ansias locas de verte hasta violar tu féretro... aún respirabas, aún latías, pero la luminosidad estaba ausente en tus ojos: ya no brillaban como antes, parecían no tener pupilas.

No obstante, te tomé entre mis brazos salpicados de tierra y entonces, tú y yo salimos por primera vez, ¿lo recuerdas? Fuimos a la parroquia del pueblo para dar gracias a Dios por bendecir nuestro enlace. Hacía tanto frío...

Y todos tus desprecios ahora ya no importan. Estás aquí, conmigo, y en la oscuridad de la noche, tengo la dicha de descifrar el acertijo de la luna en tus ojos.

No hay nada que pueda alejarnos. ¡Nada!

Bésame, Pandora, permite que el roce de mis labios en tu carne fría incendie el mundo; deja que mi corazón se hunda en tu vientre hasta quedarnos dormidos, para siempre, sobre la misma almohada...

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