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La Máquina de Escribir por Andrés Alexis Cruz Gallegos
from Nudo Gordiano #9
por Andrés Alexis Cruz Gallegos.
-¡Buenas tardes!
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-¿Sí? –una voz gastada, a lo lejos. Sentada. Unos ojos cansados. Un bastón.
-Disculpe, ¿sabe a qué hora abren el bazar de aquí al lado?
-Pues si no abren a las 5 será hasta mañana. ¿Qué querías?
-¡Muchas gracias! Pues estoy buscando alguna máquina de escribir… ¿Sabe dónde puedo conseguir alguna?
-¡Yo tengo una! –una segunda voz, más a lo lejos, desde un cuarto oscuro al final de la casa, se une al coro.
-¿¡En serio!? ¿La puedo ver?
-¡Sí, joven, pásale! –las dos voces, que no dicen lo mismo, pero se interpreta igual.
Entonces, después de un sinfín de movimientos, logro sacar el barandal y estacionar la bici detrás del portón. Veo la mesita que da a la calle, custodiada por el barandal de madera blanco y gastado. Una mesita nostálgica. Encima de ella, algunos botecitos de dulces de antaño. Botecitos transparentes amarillosos. Bombones, cocos, tamarindos y dulces mexicanos que solía comprar de pequeño. Camino por el pasillo, que más bien es un largo estacionamiento. Una casa vieja, con las paredes desnudas que dejan ver sus entrañas, sus años y sus retaches. Un estante de metal con cosas varias. Libros. Recuerdos. Utensilios que ya nadie usa. Polvo. Unos pasos más adelante, colgando en las paredes, muchos cuadros; de esos que se encuentran en las casas de las abuelas. Cuadros extraños; de frutas, de paisajes, de plantas, de la vida, que embonan perfecto con el resto de la casa. Tristeza. Una mesa con seis sillas, del lado derecho. Un sillón polvoso, del lado izquierdo. La Voz Primera sentada detrás de una mesa para costurar.
-Buenas tardes –digo con la cabeza baja, apenado e intimidado-. Con permiso.
-Pásale, joven –la Voz Primera, ya serena. -Pasa; adelante, adelante -la Voz Segunda, presuroso, encorvado, muy entusiasmado por ser escuchado por otros oídos que los de la Voz Primera.
-Con permiso -volteo hacia la Voz Primera. Una sonrisa recíproca, de airosa amistad.
Un momento después me encuentro frente a la Voz Segunda, que, sentado en un sillón me ve y me tiende la mano en señal de bienvenida. Yo le tiendo la mía, gustoso. Nos vemos fijamente por un instante y es cuando me doy cuenta. De soslayo miro que las paredes no se ven. ¡Sólo hay libros! ¡Un cuarto lleno de libros! Muchísimos de ellos, pero todos con el lomo escondido. Paredes de hojas. Mesas y más mesas atiborradas de libros. Sillones atiborrados de libros.
-Por aquí está, ven –dice, parándose y haciendo notar su singular caminar por uno de los estrechos pasillos que quedaban-. Mira, aquí está, bájala. Voy acariciando las hojas, trato de ver los títulos, pero son demasiados y me siento abrumado. Mis dedos están llenos de polvo por pasarlos en un par de libros.
Me paro frente a un ropero, estiro los bazos y tomo aquella pesada máquina, de transparente plástico azul por fuera y gris metal por dentro.
-Llévala a la mesa de afuera para que la pruebes.
-Sí, gracias… ¿Son de usted todos estos libros?
-¡Síííííí!, son míos todos. Los vendo; así que cuando quieras uno sólo tráeme el nombre y lo buscamos.
-¿Cómo fue que los consiguió? Tiene demasiados.
-Pues los fui comprando poco a poco, joven.
Un poco incrédulo con la respuesta sigo hacia la mesa de afuera. La Voz Primera viste una bata blanca con dibujitos difuminados por el uso, unas calcetas cafés y aguadas que le cubrían inútilmente las piernas hinchadas, unos zapatos cómodos para aminorar el impacto en las rodillas y un bastón, donde posa la mano derecha. Guapa de joven y guapa ahora, me dije. Los ojos cansados en demasía, como si guardasen las lágrimas de alegría que no derramaron por derramar lágrimas de pesar… y una tos terrible corta a machetazos mi meditación.
Volteo hacia la Voz Segunda y éste, encorvado, tiene la mano derecha empuñada y pegada a la boca. Sigue tosiendo de una forma que nunca había oído y entonces me alerto. Pienso ser testigo de una defunción y en lo extraño que resultaría mi presencia para las autoridades. Sin embargo, cuando volteo hacia la voz primera esperando su reacción de alerta y primeros auxilios, esta apenas y le presta atención. Un par de toses después comprendí que era un suceso de todos los días.
Saco una hoja de mi mochila, la pongo en la máquina y tecleo letra por letra, signo por signo. Todo funciona bien, a excepción de que sólo se ve la mitad de la mayoría de las letras, pero me digo que es porque la tinta ya está muy seca. Acordamos un precio justo para los dos, mas no sin antes escuchar la opinión de la Voz Primera sobre la máquina.
-Esa máquina es mía –dice, con tono de suave reclamo. La Voz Segunda alega por la máquina y la Voz Primera se queda pensando, como recordando que la Voz Segunda quizá tenga la razón.
Ha perdido la potestad, pero lo ha tomado con serenidad, como si todos los enojos y conflictos que debiese tener en su vida, los hubiese ya pasado. Entonces hurgo entre mis bolsillos y no encuentro ningún billete. Saco la cartera y nada… Cuento las monedas y tengo justo para el pan con queso y cebolla y para el café de olla. Le digo a la Voz Segunda que si puede buscar una bolsa para llevar la máquina mientras voy a retirar el dinero del cajero. Él, por supuesto, me mira con desconfianza y se vuelve hacia la Voz Primera un poco molesto. Me da la espalda y yo salgo.
Al poco rato, después de retirar el dinero para la máquina y un poco más para las cintas, llego y me encuentro de nuevo frente a la casa y, como si fuese mi estirpe la que se esconde detrás de ese barandal de madera, lo aparto con confianza, estaciono mi bici en la misma posición que hace un rato y camino hacia la mesa. Está ya la máquina guardada en dos bolsas de plástico negras. Y yo, arrastrado por el deseo de comenzar a teclear y a desbordar las palabras guardadas, le pago la cantidad acordada, me despido gratamente de la Voz Segunda y más gratamente de la Voz Primera.
-Volveré pronto por unos libros.
-Cuando gustes, joven, con calma, aquí te esperamos.
-Que te vaya muy bien. Cuídate.
Salgo de la casa sin voltear y me viene a la mente la despedida de Richard Parker. Ignoro la analogía, acomodo el barandal en su lugar, monto la bicicleta, me pongo los audífonos, busco una canción para la ocasión, observo hacia atrás para buscar el carro más próximo, acomodo el pedal izquierdo y doy la primera pedaleada un poco tembloroso por el peso de la máquina en la mano izquierda, pero con la cabeza al cielo y el aire en el cuello, como ritual de festejo por la adquisición inesperadamente esperada.
Pienso durante el camino en todo aquello que no escribí excusándome por no tener la máquina adecuada, en verter todas las notas, todos los papeles sueltos, todas las hojas al final de las libretas, como si por un pacto con Lucifer vomitase dos novelas, veintiocho cuentos, treinta y cuatro ensayos, un poemario y mis memorias precoces.
Llego al cuarto, pongo Canto Ostinato y me dispongo a limpiar la máquina; cada una de las teclas, con el cuidado de un hombre viejo. Reemplazo las viejas cintas por unas nuevas, coloco una hoja de papel en la máquina y comienzo a teclear como loco. Retrocedo levemente la cabeza y me acerco a la hoja para darme cuenta de que, en efecto, no se ven las letras. Entonces reviso rápidamente el mecanismo de la máquina para detectar el problema, pero después de unos minutos concluyo que no sirve. ¿La mando arreglar? ¿La devuelvo? ¿La guardo como decoración?
A la mañana siguiente, después de ayunar, tomo la bici, guardo la máquina de escribir en una mochila, me pongo los audífonos, bajo las escaleras con la bici al hombro hasta llegar a la calle, subo a la bici, acomodo el pedal derecho, selecciono Olita de Altamar y doy la primera pedaleada.
Pasados unos 15 minutos, al estar frente al barandal blanco y justo antes de pronunciar palabra alguna, me percato de que la Voz Primera ya está viéndome.
-¿Qué pasó, joven? ¡Pásale! –la Voz Primera más serena, en el mismo lugar que la última vez, y casi con las mismas vestiduras.
-¡Buen día! –digo con calidez. Trato de acordarme de las maniobras que realicé para apartar el barandal la primera vez y las repito con discordancia. Situada la bici en su lugar me dirijo a la Voz Primera, mientras la Voz Segunda, sentado donde la primera vez, me da la bienvenida un poco sorprendido, y sorprendido yo, al sentir tal familiaridad en apenas la segunda visita, Seguí caminando hasta hallarme parado frente a la Voz Segunda, dentro de ese cuarto con las paredes de libros, tan lúgubre, tan caótico, tan inmenso.
-¿A qué se debe su visita, joven? –dice, como sabiendo ya la respuesta.
-Le traigo malas noticias, don: no sirvió la máquina.
-¿Cómo? Pero si ayer la probaste y funcionaba bien.
-Pues sí, eso mismo pensé, pero al parecer no.
Le planteo la situación tal y como había sucedido, pero él no muestra ningún interés en tener la máquina de vuelta, así que al final del discurso, me da la oportunidad de escoger un libro a cambio de la máquina. Me parece un buen trato.
Entonces comienzo a mirar a mi alrededor, me acerco a los libros tomando uno: Balzac; luego otro: Stendhal; luego otro: “Libro de cocina”. Me muevo en la sala y ladeo la cabeza, ora a la izquierda: Góngora; ora a la derecha: Comte; ora hacia delante: decenas de Porrúas; ora hacia la derecha… Un lomo azul con letras blancas: “PABLO NERUDA, ANTOLOGÍA GENERAL” leo a lo lejos. Es ese, pienso. Y aunque otras vocecitas me llaman, me susurran, tengo claro que esa edición de la RAE debe estar con sus otras hermanas, en mi librero. Me acerco, lo tomo, lo ojeo, me doy la vuelta y le digo que es este.
-Ah, Neruda. Muy bueno. –Hace un gesto de asentimiento, pero no puedo evitar sentir su aura nostálgica desprendiéndosele.
-¿Qué estudia pues, joven?
-Estudio sociología. Estoy a un año de terminar la carrera.
-¡Sociólogooo! –dice entusiasmado-. Oye, Voz Primera, que el joven es sociólogo…
-¿Sociólogo? –dice la Voz Primera mientras se mantiene en su posición.
-Me va usted a disculpar pero yo también soy sociólogo.
-¿En serio? –digo, y por un carraspeo, un tanto sorprendido.
Nos vamos hacia afuera, donde está la Voz Primera y me siento en el viejo sillón, mientras la Voz Segunda jala una silla de la mesa y se sienta frente a mí y a la vez frente a la Voz Primera, que está detrás de la mesita de costura. Abro la mochila para guardar el libro y la Voz Primera irrumpe la acción.
-¿A ver? ¿Cuál escogiste? –dice con un tono de recelo mientras ágilmente tiende la mano hacia mí-. Me gusta mucho su poesía.
-¿En serio? –digo un poco asombrado.
-Sí. Escribí poesía.
-¿¡En serio!? –sale de manera automática, como una reserva mandada por el cerebro al quedarse paralizado con tremenda respuesta-. ¿Y ya no escribe ahora? -Ella me devuelve el libro, como resignada.
-No. Dejé de hacerlo hace tiempo. Me estoy quedando ciega, y el doctor me dijo que dejara de escribir… y también de pintar.
-¿También pintó?
-Todos esos cuadros que ves colgados en las paredes-. Y con los ojos los señala uno por uno.
Soy maestra jubilada; daba clases de multigrado. Esa máquina que te ibas a llevar la utilicé para escribir mis documentos y también mis poemas. Pero tuve un problema con una nieta muchos años que me acabó. ¿Sabes? Es muy cierto eso que dicen: el peor error que puedes cometer es dejar que tus hijos se críen con sus abuelos… porque piensan muy diferente, viven en épocas muy distantes, y les dan todo, se vuelven caprichosas…
Pues esta niña se volvió alcohólica y drogadicta. ¡Ay, Dios mío, lo más terrible que te puede suceder en la vida! Esa niña me dejó en la miseria.
Yo ganaba muy bien en ese entonces, pero cuando comenzaron esos problemas, todo el dinero se me iba en ella. ¡Bendita niña! Un tiempo tuvo un novio… alcohólico y drogadicto, también, que vivió con ella. Los vecinos siempre me decían que cada noche escuchaban los gritos y los llantos, cosas quebrándose. ¡Era terrible! Tenía mis alhajas de oro aquí en mi casa y a veces, por las noches, venía muy drogada con unos hombres y me vaciaban toda la casa, llevándose todas las cosas de valor. Con decirle, joven, que una noche vino muy tomada con un hombre y me arrancó los aretes que llevaba puestos, los anillos, ¡todo! Su novio nos pedía que le pagáramos mensualmente todo lo que yo ganaba y nos amenazaba si no cumplíamos. Así pasaron años, joven, años de desgracia. No dormía, caí enferma, no sabía qué es lo que estaba pagando al pasar todo eso… Hasta que logramos internarla en un albergue. Pasamos por todos los albergues y centros de rehabilitación de San Cristóbal; prácticamente nosotros los manteníamos. Con este señor que es mi compañía, que me ayudó como no tienes idea. Ahora damos rentada casi toda la casa. Sólo nos queda este pedacito. Ahora estoy muy enferma, Dios sabe qué cosas hice o haré que ya las estoy pagando…
-…
-Pues así está la cosa, joven –dice, con una sonrisa dolorosamente amena.
-Pero qué bueno que ya todo está en calma –digo sin saber qué más decir.
-A ver, préstame el libro -dijo alargando de nuevo la mano-. Hay uno que me gusta mucho. Toma el grueso libro, y como si fuese una tarea cotidiana, con los pulgares abre el libro, deja correr algunas hojas y comienza a leer…
-¡Es hermoso!
-Ten. Ahora es tuyo.
-Muchísimas gracias. Ha sido un placer escucharla.
-Gracias a ti, joven, por la paciencia.
-Sí, joven, gracias. -La Voz Segunda que hasta ahora había posado en la silla para hacerse mitad ausente.
-Aquí tienes tu casa para cuando quieras venir.
-Y lo haré, vendré pronto por más libros.
-Cuídate –dice la Voz Primera-. Que te vaya bien… y no descuides la escuela, por favor.
Camino hacia el portón, aparto el barandal blanco, saco la bici, y mientras acomodo de nuevo el barandal miro hacia el interior y me doy cuenta que las dos voces están inmóviles, y poco a poco se difuminan, para ser parte de la casa, de los libros, de los cuadros…
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