RELATOS Selecciรณn de autores chilenos contemporรกneos
ODRADEK
Imagen portada: Manuel Castillo
Fecha de publicaciรณn: Agosto 2020 Providencia 2271 editorialodradek@gmail.com
www.odradek.cl
RELATOS
ODRADEK
ÍNDICE
Cita con los exóticos dealers chilenos de París Grillo Mujica
7
Willignton Josesko
13
Tiempo muerto: hoguera de ovejas Roberto Merino
17
Justificación para no saludar con un beso María Pía Escobar
23
Una cama Verónica Echeverría
27
Curentena Sebastián Piel
31
Bajón Maori Pérez
34
Bachelet boy's Vicente Camus
37
La virgen no le habla a las putas Francisca Feuerhake
40
Normal people: una virgen de yeso a la interperie Natalia Beberlagua
47
Cualquier cosa Ivanna Donoso
50
Cartas al padre Krasna Vukasovic
55
Un angelito Josesko
58
CITA CON LOS EXÓTICOS DEALERS CHILENOS DE PARÍS GRILLO MUJICA
En el Barrio Latino de París, el Piticlín me invitó para presentarme al Drácula. Me advirtió que era escritor. Llegamos a un señorial edificio, al ladito del Parque Luxemburgo, nada menos que en la esquina del Boulevar Saint Michel con la rue de Vaugirard. Entramos por una tremenda y bella puerta tallada en alguna madera noble. Se me ocurrió que esta puertaza parisina tenía historia. Piticlín solo la empujó. No tuvimos necesidad de tocar algún timbre. No había electricidad. El suelo de ese umbral interior estaba saturado de papelerío tirado por debajo de la puerta de correos con cuentas, publicidades y algunas hojas otoñales que se colaron. Nadie hacía el aseo aquí, este edificio estaba abandonado. No recuerdo que tuviese ascensor. No más de cuatro pisos. Las ventanas de la escalera por donde subimos daban a Saint Michel, al costado del Parque Luxemburgo, pulmón parisino, preexistencia muy bien mantenida de jardín aristócrata francés. Cuando vivía cerca de allí, llevaba a mi hija a los títeres de los domingos, o a los juegos infantiles cualquier día, juegos que están protegidos por una rejilla de alambre. Los padres podían leer tranquilos algún diario, pues los niñitos estaban enjaulados como monos. Subimos por una amplia escalera muy cochina. Se notaba el mármol solo porque unas huellas lo despejaron. Por esa escalera señorial entraba la luz ambigua del atardecer por un vidrio roto de una ventana muy cochina con polución. 7
Piticlín golpeó fuerte la única puerta del segundo piso. Estaba yo informado que el Drácula, habitante de allí, era competidor del Piticlín en el dilerío del Barrio Latino. Tenían una suerte de fair play en sus tráficos de cannabis, pues ambos chilenos peleaban el territorio del micro narcotráfico a otros sudacas y a los griegos. Doy luces, para decir con la chichita que nos estamos curando. En tout cas, cualquier movida de mi amigo era previsible. Pues mi amigote, muy dealer y cafiche exitoso sería, pero transparente, no maleado, un jipi exótico esotérico. Yo le envidiaba su éxito con las mujeres. A posteriori, traté de entender dicho éxito. Físicamente flaco, alto y moreno, con pinta de alta casta india, eléctrico, achinado, mas con un cuento chamullero imparable para las minas new age en su mira. Estoy seguro que se culió a casi toditas las minas que este pecho les echó el ojo. Entramos a un departamento en penumbras. Me parecía increíble que este edificio de elegante apariencia exterior, en un lugar privilegiado de París, estuviera okupado por el Drácula. Pensándolo bien, alguien como él, era el habitante exacto para el dep. Este pseudo dandi, dealer de droga dulce, y cuasi gurú del Barrio Latino vivía allí. No pagaba ni uno. Escarbaba entre la costra de basura del departamento para descubrir platerías, bibelots antiguos y hasta encontró un jarrón chino Ming en buen estado, en un placard. Los vendía en el Mercado de las Pulgas de Saint-Ouen-Porte de Clignancourt. Todo esto lo supe por el copuchento Piticlín, quien le tenía un respeto parido. Me dijo en un momento: «Cáchate las manos de asesino que tiene». A posteriori supe que el Drácula le sacó la chucha a un campeón de boxeo en El Bosco, histórico antro bohemio de Santiago-Shile. Para más recacha, algunos lo creían agente del CIA, hasta mi padre, que fue su psiquiatra, lo supe por cazuela. Una fuente más impajaritable, un cumpa periodista y escritor, ex guerrillero chileno en Nicaragua, ex guardaespalda de Allende, me afirmó que fue agente de la inteligencia cubana. Le creo, pues estuvieron a punto de emprender un negocio juntos: sánguches de cochayuyo con queso. Ante mi duda de cómo alguien de la inteligencia cubana, tan jevi como el Mosad, podría interesarse o emprender con sánguches o drogas, mi cumpa ex guerrillero me afirmó que esas coberturas daban más info que las coberturas diplomáticas. Me asusté. Ni me sorprendió que el Drácula me vendiera pomada. Sabe dire, el dandi escritor y dealer sabía que me acusaban de poeta, entonces, carente de feedback para sus chamullos escriturales o por natural seducción, por siaca, el Drácula se pasó soltándose las trenzas con su onda literaria. Me contó un proyecto alucinante de su novela mayor. Además me tiró por la cabeza, narrando histriónicamente, en compañía de su excelente hierba, al menos dos cuentos notables. 8
Recuerdo uno, que por lo demás creo que está publicado en uno de los millones de libros desapercibidos, que como toda sorpresa en los links literarios te llegan por casualidad. Uno de los cuentos, que no recuerdo como se intitulaba, lo encontré estupendamente delirante. Trataré de sintetizarlo: En un territorio de los Andes de Bolivia, la gente de un ayllu, al ladito del pueblo, puso atención a un hilo que salía de unas rocas infiltradas en una de las terrazas de cultivo, donde los niños jugaban con sus huamanis. Esta cuerda se perdía entre las nubes y el cielo. La gente de la aldea notó a los niños sumamente ocupados jugando con esa cuerda misteriosa. Trataban de achuntarle con piedras, lo adornaban con flores andinas, le amarraban volantines. Este asunto de la presencia de una cuerda o hilo extrañísimo en un ayllu andino, primero apareció en los medias locales como noticia curiosa. Mas luego se produjo un interés internacional, mundial, globalizado, científico, mediático, etc., con el mentado hilo, una suerte de cuerda de algún metal misterioso. El asunto es que, lo que recuerdo del cuento del Drácula, los científicos mundiales decidieron roer, cortar el hilo, bombardeándolo con rayos láser concentradísimos, esos que cortan barras de acero. Apenas lograban corroerlo un poquito. Un científico pakistaní, experto en láser, en complejos cálculos con un computador IBM poderosísimo, que se lo cedieron cagados de la risa en Harvard, corrió el riesgo de vaticinar que, tal como iban, lograrían cortar el hilo misterioso, digamos un 23 de julio. Evidentemente, por si acaso y porque seguramente no había noticias interesantes en el mundo, la prensa mundial se instaló para ese 23 de junio en el ayllu (como en el caso de los 33 mineros chilenos, me imagino) con todas las cadenas televisivas y otros media reporteando el final del corte del Hilo ET Pachamama. Así le llamaron, así pasó al estrellato mundial. Aquí tendría que ponerle color, describir el estrellato global que logra el humilde Ayllu de Punkará, en Bolivia, porque tuvo la mala o buena circunstancia de ser el epicentro global de una rareza. El asunto es que el cuento del Drácula termina cuando los científicos internacionales, con trajes, anteojos especiales y mucha parafernalia patrocinada, accionando con un aparato poderosísimo de rayos láser, especialmente diseñado y fabricado, con la copuchenta prensa mundial filmándolo todo, logran cortar el filamento de metal desconocido. El final del cuento, ya utilizado en textos de ciencia ficción o de mitología esotérica, es que el mundo, el planeta tierra, se cae. Es decir, pierde, en cuestión de segundos, su dependencia de las leyes de la física imperantes. El mundo se dispara para cualquier lado o dimensión. En eso, en plena narrativa del Drácula, en una suerte de comedor de ese departamento tenebroso, aparece una anciana dama blanca, con el pelo blanco, su rostro blanco, su vestimenta sedosa blanca, como una aparición de una bella parca. 9
No alcancé a asustarme y no sé si el Piticlín tampoco. Entonces el Drácula interrumpe su chicharra, se para de la «mesa de las mil patas», como le llamaba a la mesa en que estábamos instalados (título de una novela inédita que también algo me contó), se dirige hacia la aparición de la dama blanca y, delicadamente, tomándola de algún brazo, la sienta con nosotros. La anciana, a la luz de las velas, tenía una mirada al infinito. Me paré y la saludé, Piticlín también, pero sin decir nada. El Drácula nos miró divertido. La anciana blanca no nos dio boleto, ni siquiera fijó sus ojos celestes en nadie. Estuvo unos cinco minutos sentada con su mirada perdida, y se para y se va como llegó, etérea. El Drácula ya preparaba otro petardo. En París de entonces, no sé si ahora, la marihuana era un lujo oriental. Solo se encontraba hachís marroquí, kif medio amarillento, muy ordinario. Cuando más, te bajaba la presión un poquito y te ponías más parlanchín. El pito de nuestro anfitrión era muy activo, hasta me angustió. Piticlín cachó mi paranoia, pues hasta donde recuerdo, otra de sus gracias era ser inteligente emocional, que le llaman. Entonces, estimula al Drácula para que me cuente otro de sus proyectos literario. Se va de hocico y le informa que soy editor. El Grillo tiene una imprentita, le dice. Con este dato el Drácula no paró, seduciéndome con su proyecto estrella: recopilar, fotografiar todas las cochinadas manuscritas de los baños públicos parisinos, newyorkinos, berlineses, romanos o de cualquier ciudad jevimetal. Me dio ejemplos como: «Mencanta chuparlo, teléfono tanto» (de París); «Aquí estuvo el picoeoro, rey de los choros» (del baño de La Carlina, Recoleta, Santiago, Chile); «Si lo tienes chico, yo te lo agrando» (en un tugurio chicano de Nueva York). Creo que reí y efectivamente se me pasó la presión baja. El Drácula propuso un tour inmediato por el Barrio Latino para recopilar este patrimonio escritural de retretes. El Piticlín, viéndome pálido, salva la situación proponiéndonos que saliéramos a comernos un kebab, donde unos tunecinos cumpas de él. El Drácula aceptó siempre y cuando nosotros financiáramos un sánguche para llevarle a su Dama Blanca. Después supe que esa anciana (¿esquizofrénica?) era una aristócrata, marquesa, algo así, heredera, dueña del edificio, absolutamente abandonada por su familia, por rallada. Recuerdo una info de mi padre psiquiatra, o quizás de mi madre, asistente social de locos toda su vida: las familias (multiclases) prefieren asumir a sus muertos, más que a sus locos aún vivos. Simplemente el Drácula la cuidaba, cobrándose el habitar en el centro de París, piola y manteniéndose con micronarcotráfico. 10
Pienso que este señor shileno, el Drácula, con onda literaria, muy olvidado, que formó parte de la inteligencia cubana (que, reitero, le llegan a los talones al Mosad, inteligencia israelí), ese que le sacó la chucha a un campeón de boxeo, es un histórico bricoleur. Constaté esos antecedentes. Si no, ¿cómo chuchas vivía de la preexistencia del lugar que les dije: antigüedades, bibelots y toda decadencia vendible de la anciana blanca? No recuerdo si fue el Piticlín u otro diler el que me informó que el Drácula fue asesinado en Caracas. Me tinca que Drácula tenía tanta info, que se lo echaron porsiaca. Solo quiero reivindicarlo literariamente.
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WILLIGNTON JOSESKO
1. Un punto suspensivo y eterno suspendido en el tiempo. O el dedo terso del pie del trapecista en la cuerda sin red. Se cae o no se cae: la expectación multiplica el desenlace. Y lo amplifica en una cadena de ansiedad que un segundo después se vuelve multitud tronante. Ser o no ser. Gol o no gol. A partir del instante en el que todos los posibles desenlaces convergen y son solo uno, a partir de allí es que todo se desborda: es gol. Y el fragor de las gradas es un estrépito de miles de gritos articulados en un mismo ramalazo de alegría. Pero a veces el gol es un dolor que aúlla. Como en ese febrero de 1977 en Asunción, aquella siesta; cuando el fútbol era una excusa colectiva porque en realidad solo importaba gritar, o que te dejaran hacerlo. Y que no hubiera balas de goma ni gases lacrimógenos por eso. 2. Rayos de sol especialmente verticales castigan la ciudad ese verano, bastante más de lo que para sí quisiera cualquiera de las treinta mil personas que se apiñan en las gradas del estadio “Defensores del Chaco”. Dictadura militar de fondo, Paraguay se juega el pase al mundial vecino – Argentina 78– y las calles del centro, efervescentes, viven la previa de un encuentro que se sabe crucial. En las calles se vocifera, la gente está que grita. Y un deseo flota en el aire; esa desplegada ansiedad colectiva de goles. O lo que a la postre es más real: esa necesidad urgente de catarsis renovadora. 13
3. La camiseta de la selección colombiana es de un amarillo mercurio inquietante, seña de identidad dueña de su propio respeto; una aparición que reverbera en la boca de salida al césped y que enmudece las gradas un instante. Willington Ortiz, número 9 a la espalda, sobresale en el centro del campo: es negro casi ébano y sus andares son electrizantes. Un virtuoso del regate que define como nadie en el área. Es siempre él la puntada exacta de oportunismo, el verdugo certero; no perdona jamás Willington. Habría que detenerlo. 4. Ser un niño de diez años, tener exceso de calor y de avidez y que tu pesadilla se llame Willington. Cosas del fútbol, dirían los eternos tertulianos deportivos, esos tan especialmente irritados hoy con esa estrategia antojadiza que los dirigentes de la liga dieron en llamar “El factor siesta”. El entrenador no confía ya en la garra guaraní, suelta un periódico; la albirroja cojea, titula otro, recurramos pues a lo que en este país sobra, tercia el entrenador: apelemos a ese fuego despótico y tan paraguayamente devastador: nuestro omnipresente sol. Nadie que no sea de estas tierras podrá contra nuestro calor de febrero, afirma el técnico. Ni los mismos colombianos. Ni los mismos colombianos del Caribe. El partido quedó fijado para las 15:00 de uno de los domingos más bochornosos de la década. 5. Las bocas de acceso al estadio se atragantan de bullicio y espera; las gradas se contornean en un vaivén intermitente, de acordeón nervioso. El sol en su sitio. El factor siesta activado.Pastillas de menta, chipas, sánguches, mosto helado, cigarrillos, en una canasta todo, ofrece el vendedor ambulante que serpentea avezado entre los miles de rostros ansiosos, sofocados. 6. Flota en ese coliseo vivo una suerte de agobio mudo solo entendido por quien lo comparte implícito, in situ. Un prurito rebelde que progresa en las gradas como una calima de insatisfacción cierta, hace décadas compartida. Ser un niño de diez años, estar mal sentado en un hueco del sector Este del estadio y soportar el inmenso sol fregando desde el oeste. Y que tus fantasmas circunden tus espacios en forma de Willington, botas y fusiles. El factor siesta, advierten las radios en AM, requiere cuanto menos de una dosis de estoicismo. Mejor llamémosle patriotismo, preconizan desde arriba. Cuarenta grados de calor y veintidós años de dominio castrense enmarcan la siesta. Es siempre árida la espera. 7. Un grupo de élite de quince oficiales de uniforme caqui provoca cierto revuelo en el sector Preferencias. Culatas de fusil y birretes rodean el palco entre gente que cede el paso, acostumbrada. Un tumulto de rutina más bien domesticado. 14
Alfredo Stroessner, general de ejército, tierra y aire, y excelentísimo señor presidente de la república a tenor del inmenso cartel que domina con su efigie el sector Norte del estadio, hace su ingreso de siempre, como siempre. Marcialmente inquisitivo. Parsimonioso va el general –desde lejos sólo es un sombrero de fieltro claro– y ocupa su manido lugar en la liturgia por él impuesta y por lustros repetida. Y se acomoda –terrenal como ninguno– en la butaca preferente. No se oye un solo murmullo. 8. Tener diez años y que el partido no empiece nunca. 9. ...recibe Ortiz la pelota, la domina y amaga, deja a dos atrás y avanza, hay peligro señores, zigzaguea Willington, atención!, emprende un desborde lateral… pero puntea más de la cuenta el cuero, se cierra sesgado al arco el as, parece que no llega Ortiz, parece que esta vez no Willington, la línea de fondo se le acaba... Pero es allí –allí– ya cayendo, desplegando una pirueta más bien fúnebre, que lo tres dedos del botín derecho del 9 inventan ese disparo aciago: el balón cruza en paralelo la portería y describe de repente una comba imposible. .....y cambia de sentido el balón; el balón se cuela en el ángulo superior derecho del arco; qué pena, señores; el balón se mete, el balón infla las redes, el balón besa las redes, el balón descansa dentro de la escuadra, anestesiado... Gol colombiano. Un flash de pavor frío congela el estadio entero. Pese a los cuarenta grados. 10. Nadie podrá saber con certeza si fue ese instante en el que algo trastabilla –un solo click de alcance multitudinario–, si fue ese momento el detonante del primer silbido. Un bisturí sonoro que disecciona los sentidos; un chiflido teledirigido al palco e inequívocamente no deportivo. El general se mueve inquieto en su sitio, un desatino el silbido. Un pelo en la leche inmaculada, una gota de limón en la copa de vino. Un aliento turbio que se cuela en su silla curul, en las butacas de sus ministros, en los asientos de los secuaces de traje y gafas oscuras. 11. Uno tiene diez años pero cualquier hincha que albergue esperanzas ínfimas sabe que el minuto 90 es la línea que clausura el horizonte, el clavo ardiente. 15
El suspiro hasta el final contenido. Y cualquier balonazo al área es válido ya, y todo orden táctico es barrido. Es en el minuto 90 o ya no es. Se cae o no se cae. El punto final resulta ser suspensivo. 12. No me pregunten cómo pero fue Willington otra vez; quizás fueran sus designios. Debería ser entronizado, como mínimo. Un pelotazo del 9, chutado a las desesperadas, sobrepasa los límites del campo y enfila como un misil hacia el palco presidencial, más allá de la frontera de lo permitido y, con seguridad, por encima de lo legislado. Un obús que se lleva en volandas el sombrero panamá claro y que sacude la silla atornillada. Tanto, que el hombre de la efigie en los carteles parece que se viene abajo. 13. Se cae o no se cae. Hay fracciones de segundo que escenifican tan bien el presente que agotan en ese único destello, que también es agonía, la razón de ser de su infinitesimal vida. Se cae o no se cae; la primera risa, arrancada atávica es la chispa que enciende el reguero; la combustión se avecina. La sublimación del festejo es inminente, el climax irreprimible. Se cae. El general tendido en el suelo, culo a tierra, es la zona cero de treinta mil carcajadas sincronizadas.El estadio también se viene abajo, es una alegoría viva. Y a renglón seguido y, como si todo fuera poco, cae el otro gol. El tercero, digamos. Es el minuto 90 y hay gol paraguayo. ....una sucesión de rebotes dentro del área, entre la maraña de piernas rivales, señores, y cuando el balón bota para perderse fuera, brota la salvadora cabeza de Carlos Jara Saguier, repatriado del Cruz Azul, que vulnera al fin las trincheras enemigas: grítenlo todos, golaaazo señoresss... 14. Silbato final. La ovación es una y el partido capitulado solo ensancha el delirio. El general sigue tendido, nublado; es el turno de los paramédicos. Calles abajo son los carros hidrantes de la policía los que intentan reprimir tanta rebelión encendida. Chorros violentos de agua que, más que un castigo, se convierten en ablución pura. La risa no puede ser disuelta ni el contento dividido. 16
El raudal se desborda; el agua cae redundante y se expande, segundos después, sumisa. Hay coros eufóricos en las inmediaciones del estadio y en todo el extrarradio, me imagino. Gente con la boca llena de gol, gol que es rabia y desquite. El vendedor ambulante va regalando sus pastillas de menta; juraría que son los efectos de la siesta y sus bondades. Uno tiene diez años y duda que después de todo esto pueda haber más vida.
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TIEMPO MUERTO: HOGUERA DE OVEJAS ROBERTO MERINO
Le escribo con urgencia, a pesar de no saber si desde la región de las sombras usted va a entrar en contacto con estas palabras. No recuerdo el día en que la conocí, pero me consta que usted era más vieja de lo que yo soy ahora. Tengo que haber visto su cara y escuchado su voz antes de tener conciencia reflexiva, antes de poder distinguir nominalmente las cosas y las personas. Es seguro que un día me vi reconociéndola con el regocijo propio de las guaguas en estos trances. Le escribo con urgencia porque debo sacarme esto de encima, porque siento que la exasperación me ocupa el cuerpo, porque ando sintiendo temblores inexistentes todo el tiempo. No tengo mucho que zanjar con usted. Ignoro qué me heredó en su calidad de madre de mi padre. Los secretos túbulos de la transferencia familiar permanecen en parte ocultos para mí, que no paro de pensar en estas cosas. Le puedo decir que me gustaba en usted cierto dejo vaporoso traído de otras épocas, el violeta pálido de sus blusas, el pelo desordenado, la sustracción del mundo cuando volvía a pintar en el caballete o a doblar con un fierro redondeado los pétalos de las rosas artificiales. Muchas de las historias que me contó cuando niño aparecían para mi imaginación en zonas nubladas y tristes. Cuando me hablaba de su casa, de sus veinte hermanos, de su padre haciendo ostentación de fuerza con unos elásticos deportivos, veía tristes perspectivas. Más aun cuando me contó que las ovejas de la hacienda se apestaron y hubo que hacer una enorme hoguera para incinerar los cadáveres. Me dijo que usted era niña y lloraba. 17
La Serena para mí era el lugar de las nubes y del aburrimiento. Me angustiaba saber que usted no iba al colegio sino que era el profesor quien debía desplazarse al fundo. Los nombres de sus hermanas eran raros: Zulema, Ernestina, Amelia, Vespertina. Sus hermanos no contaban porque cuando yo escuchaba sus historias estaban todos muertos. Yo pensaba que no había que meterse en asuntos de otro siglo, en asuntos de muertos. Los muertos, por el hecho de estar muertos, me producían rabia. Había mucho muerto en su mundo. Una época, de hecho, usted se dedicó a hacerle mascarillas de yeso a sus parientes en la medida en que iban muriendo. En la última pieza de la casa alguien colgó esos vestigios blancos de material inerte que pretendían retener rasgos que ya no tenían lugar. No tenían lugar ni en las conversaciones ni en la memoria de nadie. Apenitas me llamo Peiro, dinos tontito quién se robó los landones, esta vida es un fandango, voy a vender esta casa antes que se la lleve el diablo: frases suyas. Campos cubiertos de paltos floridos: sueños suyos. Hechos dolorosos de su vida: la pérdida de la hacienda María Luisa, la pérdida de todo cuanto era conocido para usted. Su padre, el hombre de los bigotes rubios, el ingeniero en minas, el que había hecho montar un quirófano en la casa del campo para operarse el cerebro, hipotecó la hacienda de sus antepasados para drenar un lago en cuyo fondo tendría que haber habido yacimientos auríferos o argentíferos. Mucha espera, maquinaria embarcada en Estados Unidos, planos, contrataciones, largas estimaciones y al final el lago era un ojo de mar y parece que los ojos de mar no tienen nada de valor en el fondo. Al menos nada que sea inmediatamente comercializable. Luego hubo otros tropiezos y serios malentendidos, algunas muertes, algunos deslices, hijos fuera del matrimonio, viajes, desapariciones temporales. El hecho es que usted y su madre y sus hermanas de un día para otro dijeron adiós al campo y aparecieron viviendo en una casa de altos cerca del Parque Cousiño. Fue en una edad significativa para usted este traslado y este abandono (de doble sello), porque me dijo una vez que desde el balcón se entretenía lanzándole terrones en la cabeza a los viejos que pasaban por la calle. A una niña que se entretiene molestando a los transeúntes los sordos antagonismos y rupturas de la gente que ama le marcan el alma como si esta fuera una plantilla encerada. Su madre era excesivamente seria. Una señora temible. Tenía la expresión pétrea de los indios sioux, o de las matronas de Córcega, la seriedad ancestral que van adoptando con los años las personas de los lugares apartados y estériles. 19
Desaparecido el hombre de los bigotes rubios, extinguidas las fuentes de financiamiento, perturbadas las rutinas que la mantenían cerca de la familia extendida serenense, amanecidas todas en una ciudad extraña, su madre tuvo que hacer algo: un trato con una farmacia: producir, en base a una receta que le dieron, un producto grosero: el Callocede. No hay que pensar en las patas torturadas por zapatos estrechos, ni en las caminatas de sus propietarias por las calles de Santiago hacia la época del Centenario. Ni en los bidets con agua tibia alcanforada para el remojo de los pies cansados de mujeres que nunca conoció. Lo único que importa es que el Callocede les permitió a ustedes sobrevivir sin que la palabra pobreza les usurpara definitivamente el seso. Había pequeñas alegrías que para usted eran suficientes: la Quinta Normal y don Juan Francisco espantando a bastonazos a los barrenderos que retiraban del suelo las hojas de otoño. Bellas Artes en general, el modo en que Richon-Brunet pronunciaba su apellido poniendo el acento en la última sílaba. Las risas de esas hermanas Vicuña cuando usted confundió el ronquido de su padre con los gruñidos de un perro. El romance con aquel muchacho tan ideal para todo el mundo, tan elegante, tan mitologizado, “gerente de la Ford Motors”. En fin, cosas de la primera juventud, fantasías artísticas, sueños sociales, amistades de cerca y de lejos, Laura Rodig, Rebeca Matte, talleres con las ventanas empavonadas orientadas hacia el sur, para tener esa luz del arte, esa luz de la sustracción al tiempo. La eternidad de esos sobados dibujos al carbón, casi perfectos, rostros de réplicas de yeso de esculturas célebres o de oscuras modelos que quisieron posar por una paga exigua, cuyos nombres nunca fueron retenidos y se extinguieron mucho antes que lo hagan los nuestros. En una clase de psicología le dijeron: un hombre camina por la calle y súbitamente divisa un incendio. Se queda observando las llamas, el zafarrancho, los esfuerzos de los bomberos por sofocar el fuego con sus pitones. El mismo hombre esa noche sueña con el mismo incendio. En la mañana al despertar recuerda el incendio en el sueño y el que vio la noche anterior. Problemas para el alumno: qué es lo real, qué es la percepción, qué es la memoria, qué es el sueño.Usted nunca supo que yo supe esto, porque lo vi de intruso en los apuntes de un cuaderno suyo. Pero hice la relación cuando pensé -años después, hace no tanto- en su mejor pintura: la del incendio nocturno de una escuela. En el vidrio estriado de la mampara -a través del cual se veían distorsionadas las luces de neón del interior- habían pegado un papel con nombres de gente que necesitaba dadores de sangre. Leí en la lista el nombre de mi papá y me puse a llorar. Al recordar sus palabras de consuelo recuerdo su abrigo negro, un prendedor iridisado, su peinado discreto y su cara muy blanca vuelta hacia la calle. 20
Estábamos atrapados entre la puerta cerrada y la lluvia ploma, fría y violenta. De niño me admiró verla pintar esta obra sin título, pero me molestaba que en el primer plano la gente congregada para mirar el incendio quedara como un bulto de formas casi indistinguibles. Ahora entiendo que al registrar ese fugaz incidente de 1968 fue fiel a una cierta idea de realismo: el foco estaba atrás, en el edificio en llamas, y lo demás era sombra. Sombra, en todo caso, humedecida por el agua de los grifos, sombra de los cogotes y de los abrigos toscos de los mirones, los que obstaculizan en estos casos las labores de los bomberos y pueden llegar hasta impedir el paso de las ambulancias. Después, mucho después encontré el boceto al óleo, el apunte que usted hizo en tiempo real mientras el edificio se quemaba, para no olvidar la distribución de la luz. Ese trabajo sí es hermoso, una especie de expresionismo abstracto, modalidad que para usted estaba fuera de las fronteras del arte Una tarde de mayo del 72, la tarde de un sábado lluvioso, nos quedamos parados junto a una de las puertas laterales de la Posta Central que daba hacia la calle Portugal. Nos protegimos de la lluvia en esa especie de zócalo. Mi papá había chocado la noche anterior y no sabíamos si iba a sobrevivir.
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JUSTIFICACIÓN PARA NO SALUDAR CON UN BESO Y, DE PASO, DESENMASCARAR A MALHECHORES MARÍA PÍA ESCOBAR
I. Encuentro casual con el concepto de mano blanda
Hace algún tiempo, un amigo de humor compatible, hizo un gesto facial de absoluto desprecio luego de haber estrechado la mano de un sujeto. La escena fue la siguiente: el sujeto se acercó a la mesa, hizo un gesto de saludo general a mi persona y entregó su mano izquierda a mi amigo. Mientras lo hacía, se estampaba un calco de sonrisa en su cara; vale decir, sin chispa: el esqueleto de lo que serían unos labios felices. Según mi tajante apreciación cerebral y querida intuición: una sonrisa vacía, en su totalidad falsa. En cuanto el sujeto siguió su rumbo, el desprecio se plasmó en el rostro de mi amigo. Entonces pregunté: “¿Ah?” “Mano blanda”, respondió a secas. Ante mi desconcierto, prosiguió: “Mano blanda –silencio–, mano entregada sin fuerza –silencio–, mano de la que hay que desconfiar”. Mi apreciación cerebral y querida intuición habían apuntado hacia la misma dirección; por ello, el concepto mano blanda se instaló para no irse, jamás. Más el tema quedó ahí y proseguimos con la interesante conversación que el sujeto de mano blanda había interrumpido: un fantasma le había hecho, recientemente, una zancadilla a mi amigo, quien casi cayó de hocico. 23
Se encontraba él caminando hacia un evento relacionado al fantasma; cuando, de pronto, sintió un azote en ambas rodillas que casi lo derrumban. Lamentablemente, debo mantener en secreto la identidad del fantasma, pues hacerlo público desencadenaría conflictos mundanos en la vida de mi amigo (fantasma: conocido escritor de apellido de siete letras). Prosigo con lo que aquí me convoca: Luego del episodio, el concepto mano blanda se mantuvo latente, mas no germinó. Hasta hace algunos días, cuando irrumpió por segunda vez en mi existencia, de manera robusta. La escena fue así: Me encontraba yo en el cumpleaños de una querida amiga. Un muy lindo ser – mi preciado acompañante– se sentaba a mi lado. A ratos, yo podía –gracias a mis apreciaciones cerebrales y mi querida intuición–, notar cómo mi acompañante expelía disgusto por sus poros. Más bien, para ser precisa, noté cómo su cuerpo desprendía oleadas de energía de rechazo. Lo cual, traducido a la escena, significaba una cosa: no soportaba al sujeto que se encontraba frente a nosotros. Este sujeto, el rechazado, hablaba de manera exuberante, con elocuencia: tenía puesta la máscara del dominio; por ello, llevaba el cause de la conversación grupal: autoproclamándose, de esta forma, como el protagonista de la velada. Sus anécdotas, en su totalidad, giraban únicamente en torno a sus vivencias (modelaje, capacidades físicas, etc.). Como suelo reírme con lo que ocurre a mi alrededor–cuando mi ego no se siente ofendido (que es cuando hace berrinches); es decir, cuando no tomo las escenas en serio– me reía con las proclamaciones del protagonista, a pesar de la soberbia que arrastraban sus palabras. Antes, debo decir, que tomar las situaciones sin trascendencia con seriedad es aburrido: lucho día a día por no caer en los abismos. Prosigo: El grupo se reía, mas no mi acompañante.Lo que ocurrió luego es fundamental: al irse el autoproclamado protagonista, estrechó la mano de mi preciado acompañante, quien dijo al aire: "¡No puede ser!", con el tono del desprecio. Mismísimo tono de mi amigo, el enemigo del fantasma. ¿No puede ser qué?, pregunté intrigada.Mi acompañante respondió:"Dio la mano blanda, lo que faltaba, no es una persona confiable". La mano blanda, entonces, no solo existía, sino que era desaprobada absolutamente por dos seres queridos.Lo que me llevó a lo siguiente:¿Qué significaba? ¿que se esconde detrás de la imposibilidad de dar una mano firme? Me zambullí de lleno en la búsqueda de una respuesta, que derivó en una breve, pero concisa, investigación. 24
II. La investigación
Sorprendida por la relevancia de la mano blanda como símbolo a despreciar, me contacté con mi amigo. Le conté acerca de mi investigación.Sus palabras, grabadas con mi celular, fueron tajantes. Al dar la mano, se equiparan energías con el otro: al darse la mano, la energía queda trasparentada, y no va a ser usada en contra del otro: es un gesto de declaración de buenas intenciones. Por ello, si se está en ese trance, y el otro pasa una mano fláccida, helada, resulta desconcertante. El otro, entonces, no transparenta sus intenciones. En vez de eso, uno, lamentablemente, tantea un montón de cartílagos cubiertos por una piel helada y sudorosa, como la pata de un pollo. Generalmente, la mano blanda está acompañada de un tipo de sonrisa, un poco bovina, supina. Es muy extraño". Además, me alertó: "Hay otra estrechez de mano de la que hay que desconfiar: cuando el otro da la mano de manera fugaz, con solo dos dedos. Una evidente muestra de desprecio".
III. Impacto de la investigación en mi existencia
Por encarnar el papel de mujer me he visto desprovista del potente método para desenmascarar a malhechores. He sido arrastrada sin decisión al mundo de los besos en los cachetes.Nunca más.Si bien no he podido comprobar si los seres de mano blanda, aludidos, son, en efecto, nefastos, he decido confiar en los argumentos de mi investigación y en los dos seres con los que suelo reírme.Desde hoy, por mi propio bien, y como método para descifrar intenciones -y de esta forma evitar malos momentos futuros- daré la mano a todo ser que se presente frente a mis ojos. Espero, sin duda alguna, no darla de manera blanda.Sin más, declaro intención y brindo por ello.
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UNA CAMA VERÓNICA ECHEVERRÍA
No está del todo hecho. Es un tipo a medio hacer, inconcluso. Reflejo de ello es el huerto que ha dejado a medio terminar. Con gran entusiasmo tomó un par de tablas que encontró en los rincones del patio trasero y las organizó en medio del jardín. Meses atrás había tomado un curso de compost donde le habían mencionado las condiciones en que debía nutrirse la tierra y otras cosas de menor importancia. La determinación con la que se propuso hacer aquel huerto no respondía a su temperamento flácido e inconsistente. Un sujeto con más convicciones que cuerpo. La persona en cuestión es un tipo delgado, al borde de la desaparición. Contrariamente a su cuerpo, es de carácter tosco. Si hubiera que dibujar un cuerpo de su carácter sería la de un cuerpo con extremidades cortas y anchas. El dibujo: una figura chata trazada con la ayuda de un carbón sobre una superficie de cartón o lija. Aquello reflejaría las asperezas de su temperamento y la ausencia de luz. La primera línea a trazar sería una línea insegura de algo que no tiene cuello pero que tiene dedos y manos gordas. Manos que en ningún caso representan las reales: largas, huesudas y elegantes. Impúdicamente y en presencia de terceros, se había abandonado a la observación de sus manos. De ellas, conservo el movimiento de sus yemas y la forma en cómo tocaba cada cosa. A diferencia de otras partes de su cuerpo, de sus manos diría que son maduras. Tocaba exclusivamente lo que era de su interés y lo que no lo rechazaba categóricamente. El gato era un problema constante cada vez que se le acercaba. Con un solo gesto dactilar lograba apartarlo de su lado. Disfrutaba esa escena, especialmente escucharlo murmurar un par de palabras en su contra después de alejarlo. Otras veces – escasas– lo vi acariciarlo bruta e indiferentemente. Sus dedos se recogían torpe e infantilmente rompiendo temperamento que tanto los caracterizaba. 27
la mesura del
Brotaban en mi interior sensaciones absurdas de competencia que ponía a los objetos admirados y rechazados a favor o en mi contra. A veces, incluso, me preguntaba por el motivo que lo había llevado a tocar eso que según su observación, detestaba o rechazaba. ¿Respondían sus dedos de forma inconsciente, o había algo anterior que desconocía? Imaginaba reconciliaciones entre él y objetos ajenos. Luego los comparaba con mis cosas y me explicaba, testarudamente, el motivo de su rechazo. Recuerdo una vez que lo vi eligiendo limones en el supermercado. Los que lo conocen dirán que estoy equivocada o que soy víctima aún de mis discursos insistentes que buscan cohesionar la realidad. Esta realidad. De cualquier forma, me encontraba al otro extremo de donde estaban las frutas y verduras escondida entre unos juguetes y tarjetas de cumpleaños. Desde ahí, lo vi pararse frente al estante de los limones y levantar cada uno de ellos llevándoselo a la altura de su cabeza. Seguido esto, pude ver cómo lo giraba para comprobar que su perfección fuese total. Ejercicio que se repitió con los pimentones rojos y los pepinos. En medio de muñecas de plástico y pelotas de fútbol, pensaba en los pepinos del supermercado y en la clase de imperfecciones que un pepino prácticamente congelado pudiese tener. Seguido esto, pensaba en los pepinos del supermercado y en la clase de imperfecciones que un pepino prácticamente congelado pudiese tener. Seguido esto, pensaba en mi piel y en si acaso pasaba las pruebas de su observación. ¿Era mi piel lo suficientemente tersa y uniforme como para introducirme en su bolsa?El jardín de su casa era mediano y recibía un cuidado arbitrario. Todo tenía un largo diferente como si hubiese sido cortado o podado a destiempo, según el estado anímico de sus habitantes. Era la combinación perfecta entre cuidado y olvido. Un jardín perfectamente podado me habría transmitido desconfianza y ansiedad. Por el contrario, un jardín seco habría sido señal de abandono. Este era un jardín verde y sin podar. Un jardín silvestre, con carácter. Su madre lo había llenado con pequeños y medianos maceteros de greda en los cuales plantaba orégano, cilantro y flores de la estación. Su madre era una mujer que tenía casi la misma edad que la mi madre. Recorría la casa dando suaves pasos para no molestar a nadie y coleccionaba aceites de todo tipo. Para dormir el noreli –decía a solas en el living, a diferencia de mi madre que prefería los fármacos. Ambas de movimientos circulares y bien dirigidos. Quizás estos movimientos se lo debía a su oficio de juventud. Había trabajado la mayor parte de su vida como asistente de vuelo en una de las aerolíneas del país. 28
Durante el verano dejaban el regador encendido durante la mañana mientras él se sentaba en la reposera a controlar el riego. Un riego automático artesanalmente construido que apenas demandaba atención. Se involucraba poco y es posible incluso que no estuviera presente del todo. A pesar de que todo respondía a un orden práctico y estratégico, la impresión que transmitía era la que se tendría al entrar en una casa durante una mudanza. Su taller corría otra suerte. Allí todo estaba perfectamente ordenado. Cada cosa ocupaba un lugar definitivo que facilitaba el uso de los otros objetos. El espacio había sido medido y dividido por la mitad para un mejor uso y para efectos visuales. Una línea suavemente trazada con lápiz grafito en la pared lo corroboraba. Las líneas lo eran todo. Líneas gruesas y profundas como los surcos que cavó con gran esfuerzo y marcaron el comienzo y el fin del huerto a medio terminar. Líneas sutiles, trazadas suavemente encubridoras de obsesiones. En esta categoría entraban la mayoría de las líneas que lo definían. Líneas que formaban ángulos rectos, triángulos isósceles y equiláteros.
Allá tanto como aquí sólo lo inmóvil y tangible permanece. Y me resulta extraño, casi imposible, no tanto el que se haya vuelto un hombre sin cara, fenómeno que había experimentado incontadas veces segundos después de las despedidas, sino el hecho de que todo lo inmóvil aparezca tan sólido, incluso en el plano de los sueños. Siempre creí que arrastraba la mirada de un lado a otro superficialmente para adoptar una actitud distanciada que no tenía mayor interés en las cosas observadas. Hoy compruebo que mi fijación por las sillas y las cosas, no sólo fue un recurso para fugarme de ese presente, sino también todo lo que actualmente reemplaza la ausencia de su rostro. Y no. No me molestan ni me perturban. Tomo la siesta en un patio que no me pertenece y confieso que me he sentado a la mesa los domingos junto a su madre durante el almuerzo. Desde allí observo las copas, cortinas, ventanas y todo lo circundante ir y venir antojadizamente. Las sillas me acompañan, me explican cosas y consuelan. Si hubiera sabido que esa noche estaba despidiéndose de lo inmóvil habría cambiado las cosas de lugar. Eso habría llamado su atención y desviado su propósito. Eso lo habría desorientado inaugurando una conversación en torno a los objetos. Habría preguntado por la banca y por las razones que tuvo al mover cada cosa de lugar. Que las revistas que he dejado sobre el velador no le pertenecen. Eso no queda bien. Habría expuesto una serie de instrucciones y reclamos. Reclamos sutiles, otros no tanto. Sugerencias que habrían puesto la cama, el escritorio y el librero en su lugar original. Yo habría defendido la cama junto a la ventana explicándole que desde ahí el pedazo de cielo que se veía es mayor ahora. 29
A diferencia de su rostro, convertido en el sonido de las letras que componen su nombre y que pronuncio mentalmente, las ventanas, las sillas de la terraza, el gomero y la cama, conservan la distancia de siempre. Incluso en los sueños es un cuerpo sin rostro. Un cuerpo que duerme siempre oculto y que al revelarse le da la espalda. Contrariamente a eso, su casa se conserva intacta en el plano de lo onírico. Desde aquí, paseo por los pasillos de su casa: cortina de baño abierta, ventana a medio cerrar, luz colándose y difuminándose en el parquet. Que la parra sobre el muro de la casa de al frente gana protagonismo y también las tórtolas que viven en ella. Lo habría empujado hasta recostarlo de ese lado de la cama y ahí estaría: acostado sobre su cama pero boca arriba. Enojado por la brutalidad con la que lo he empujado y extrañado porque no hay tórtolas ni parra. Es de noche. Aún así, eso habría sido suficiente –quizás– para evitar el mal mayor de verlo con los brazos abiertos sobre mi cama. Boca abajo. Podría vivir con eso. No sé exactamente cómo, pero podría. Con las palabras que quedaron de las instrucciones y reclamos y explicaciones. Y sobre todo, con las explicaciones que me da para convencerme de que la cama no puede ir, bajo ningún motivo, junto a la ventana.
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CUARENTENA SEBASTIÁN PIEL
Esperé la noche, doce cuarentaicinco y descargué el animal del camión. Pagué el flete y el camión se fue. Subí entonces con el animal atado a un lazo los cuatro pisos hasta mi departamento. Fue difícil, el animal se negaba y resbalaba al pisar los peldaños de granito pulido. Entramos a mi departamento. La razón por la cual conseguí el animal fue para procurarme una ocupación en cuarentena, un oficio, una futura posible actividad. Al animal lo salvé del matadero. El animal me salvó hasta ahora de la locura. Perdí momentáneamente mi rutina de trabajo aunque aún gozo de sueldo. He dejado de ir a pintar escenografías al Teatro, cual funcionario con jornada laboral completa. Mi futuro laboral es incierto y no avanzaba a la locura por además estar sólo y encerrado en menos de cuarenta metros cuadrados (vale decir que los telones que pinto en el Teatro son más grandes que mi departamento). Mi avance a la locura -o lo que advierto que se consolida en mí, que llamo locura pero podría ser desgano- pensé combatirla con una ocupación, la molestia de un cuerpo ajeno que me incentivara a mantenerme activo y despreocupado de la pandemia exterior. Podía en definitiva dibujar, siempre y cuándo un sujeto como una vaca habitara mi espacio. Me encargué antes de llenar mi clóset de fardos de heno. En la medida que el forraje acabara, debía comprar más y tal como con el animal, subirlo a mi departamento de noche para evitar sospechas 31
El casco de sus patas destrozaría el parquet del departamento que arriendo en Santiago centro, lo sé, destiné entonces un presupuesto para su futuro arreglo una vez que debiera irme a buscar otro destino. Llevo dos meses con el animal y he tenido dificultades de convivencia -aunque reconozco su buen comportamiento-, que me han impedido dibujar, pues esa tranquilidad para mí necesaria, de mantener al margen a la vaca, no la he conseguido. Me he detenido, como parte de mi rutina a observar a la vaca, particularmente cuando se acerca al ventanal como mirando hacia afuera. Tiendo a humanizar ese gesto mientras rumia, creyendo a ratos que a la vez ella observa la pequeña callecita que justo nos encuentra en perspectiva, el curvo pasaje Juan Antonio Ríos que nos une y a la vez nos separa de La Alameda. El follaje de los árboles de otoño, los edificios de los años cuarenta seguramente construídos como una extensión del barrio cívico y los faroles que bañan la decadencia social que ahí abajo ocurre con un filtro como de pintura nostálgica. Suele ocurrir que en ese espacio temporal, cuando rebota el sol en el perfil más alto del edificio de al frente, ya pronto a llegar la temprana noche, el animal defeca su bosta y me apresuro a guardarla en un saco que al llenarlo, salvoconducto de por medio, dono a una comunidad de Ñuñoa dedicada a la elaboración de compotas para el cultivo de huertos colectivos. Yo no vivo en comunidad, habito una zona llena de gente, autónomos sin más sentido colectivo que un edificio común, esbozada en el rutinario trayecto hoy interrumpido por el vacío, desatado a la decadencia con o sin gente, donde una vaca desde piso, parece observar con su discreto avanzar, el tiempo.
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de seres una calle un barrio un cuarto
BAJÓN MAORI PÉRES
1.1. El jugo en polvo. Por Gaspar Varela. “¿Vuelves? No, no sé, / le dije a mi madre cuando salía / a tomar jugo en polvo con los chicos del barrio. / Tampoco recuerdo por qué se lo dije, pero / ciertamente recuerdo de ese entonces la / propaganda de jugo Zuko (la cuchara / tiltineando en el jarrón de vidrio, la casa de campo / y los niños que corrían al escuchar el sonido), / y que mis amigos se llamaban Mario, / Maori, Jesús, José Manuel, / José Antonio, Jorge, / y yo, yo también / era mi amigo. / Yo era mi amigo a medida que caminaba solo por esa larga calle curva que introducía / a Villa Las Mercedes / y conducía al almacén de Don Pedro. / Sentados en la vereda, langüeteando jugo en polvo, / antes de que al hijo de Don Pedro lo secuestraran, / antes del Mario Bros. y que el Mario fuera famoso, además de gordo. / Antes de que absolutamente todos nos fuéramos de Villa Las Mercedes, / Maori por la separación de sus padres, y su padre, más tarde, también, / José Manuel para acompañar a su papá arquitecto / a otro barrio, y luego a otro, y luego en solitario / a Nueva Zelanda, para convertirse en bajista de jazz. / Nunca me quedó claro si José Antonio dejó / Las Mercedes, donde vivía con su madre, que anda a saber si / era realmente su madre, con lo poco que lo trataba. / Pero un día recibí una llamada en un hotel / en un barrio oscuro de Nueva York o de Brasil, / ya no me acuerdo, / y era José Antonio. Jesús / estaba ahí de paso, y se negó a langüetear jugo en polvo / y más tarde a reconocer un atropello en bici. / Pero esa tarde estábamos todos ahí, / hasta Jorge estaba ahí, haciéndose el maduro / porque era además el mayor de nosotros / y el más católico. Claramente, / señaló Jorge / cuando llegué, / el Gaspar llega atrasado porque discutió con la / mamá. ¡No! – grité, y luego – / No, no sé. ¿Estamos comiendo jugo en polvo? / La vereda era cálida, si bien no quemaba los pequeños / jeans de niño que / vestíamos, hará el año 1990, o / quizás un poco antes, o un poco / después. Pero no más que eso. Un año o dos / de diferencia máximo, no era el año 94 todavía y no / podía ser 1988. 34
Unos cabros chicos / inmortales, tal vez, o todo lo contrario, / aterrados en el instante en que se disipa el terror / y nadie entiende con exagerada facilidad si / hay que estar tranquilos o todavía se debe desconfiar. / La textura del sobre de jugo era de un / plástico próximo al papel, el polvo se depositaba en un / pocito en la mano, haciendo de cuenca, y luego te lamías la mano hasta que / los labios, / la lengua y la mano te quedaban / naranjos, amarillos, rosados, rojos o verdes, dependiendo / del sabor del jugo. Maori parecía tenso / como si la conversación y el consumo no ayudaran o fueran la causa de un conflicto, / mientras que / Mario parecía muy seguro de lo que decía, con esa / expresión de pecho henchido y sonrisa, natural o mecánica, pero / sonrisa, propia de los que / de adultos ingresaron a Ingeniería o / Publicidad o Derecho y están obligados / a aparentar, para conseguir /el éxito, que son / hombres de éxito. Fue José Manuel quien dijo que / si teníamos proyectos para el verano (probablemente / no lo dijo de ese modo / de pendejo en Las Mercedes, La Florida, Santiago de Chile, 1990) / y fue muy curioso tener que reconocer que yo / iba a estar castigado y en casa. José Manuel respondió / “Yo me voy, mis padres se están separando”. / ¿O no fue así? Pero finalmente lo fue. / O no finalmente, pero tuvo que suceder. / Pasé el verano encerrado. José Manuel se fue. / Y luego Maori, y luego Jorge. / Todos nos fuimos yendo de lugares, y hasta / el día de hoy lo hacemos. / José Antonio se volvió gótico, y supo lo que hizo o le pasó al papá de uno, cuando el primer gobierno de Piñera / puso a José Antonio en la disyuntiva / del propio divorcio, aprobada hace tiempo la ley / y muy pobre, de modo que tuvo que pedir ayuda a su mamá. / El Mario en efecto fue lo predicho, / un administrador de empresas, dueño de una / pizzería, en tiempos en que / depresión y amor, / angustia y épica, / eran lo mismo, y así no hay / otra seguridad para mantener la sonrisa / que pizza. “No éramos inmortales, / la pizza lo era”, me comentó Maori / en un perfil falso de Facebook (yo) / y entendí la diferencia entre contención y contenido, / porque no era cierto, / de la Pre-Pizza, a la Pizza Hut, al Papa Johns, / no era la pizza sino la idea, del / mismo modo en que las neuronas y el tejido regeneran cada / siete años, y ahora ninguno de nosotros es el mismo / pero sí la idea. / El jugo en polvo / pasaba de mano en mano / hasta que en un momento se quedó en las manos de / Jesús / con el paquete acabado, y Jesús, que no hacía esas cosas, / dijo: “anochece. Pa’ la casa”. / A diferencia de la noche en que el hermano / de Jesús atropelló a Maori en una bicicleta, / esa noche se jugaba a la pelota, / también porque Maori corrió por / la calle que rodeaba la plaza del barrio / sin mirar para uno y otro lado / y las bicicletas rara vez se detienen sin aviso, / entonces no es tan raro que, cuando lo interpelaran a Jesús, / Jesús: “no, no, no”. Y tampoco hubo / enemistad, no fue ese el origen de una enemistad. / A estas alturas, a estas horas de la locura, yo / pienso que la enemistad es, fue y será siempre, / sin ninguna motivación, pero / de una manera tácita y justa. Maori en realidad odiaba / al vecino de en frente, femenino y agresivo, y se decía que tenía / clases los sábados, y se ponía diferentes pares / de calcetines. 35
Pero nunca se enfrentaron, / excepto por esa vez, cuando volvió de La Reina a La Florida / para defender a un amigo, / visitar el Raimapu y comprobar / que ya casi nadie lo quería de vuelta, ni su propio padre, / tal vez la niña de los columpios cuando tiraba su / clásico de la comedia: “poto, caca, pichí”. Jorge dijo que también se iba, / un niño responsable / y scout / con una hermana menor que cuidar / o un partido de Fernández Vial que ver, / pero tampoco ajeno a la noche, / a las conversaciones de noche en el antejardín, / con una casa enrejada y un respectivo / antejardín hundido en el piso, “como un castillo” era / la opinión de todos. Su hermana era realmente / menor, tomaba la leche en esas / tacitas con trompa y / tal vez solo Jorge tendría más de 8 o 9 años / cuando el último de nosotros se fue de ahí, / de Villa Las Mercedes. Me encantaría / recordar qué hizo José Manuel luego, / qué comió esa noche, / si sus hermanos, su mamá, su papá o su nana / lo esperaban en esas / casas de dos pisos y ladrillo, / o si se pudo sentar frente a la computadora de tipografía blanco y negro, / e insertar esos diskettes negros con metal gris, cuadrados, / gigantes, / y jugar al Grand Prix la noche entera, / porque podía ser viernes o sábado. / No lo recuerdo. Ni cómo se fue y le fue a Jesús, o a ningún otro. / Urgentemente volví a casa / por la vía larga y curva que recorrer para / llegar hasta donde entonces era mi casa, / urgentemente, como quien no desea / algo que va a pasar, / que va a pasarle a alguien y mejor / que no seas tú, / pero que termina pasándole a todos, / en pequeño o en grande, / en uno u otro momento, / a todos. Angustiosamente y solo, caminé a la puerta de mi casa, donde me esperaba mi mamá, / y esa noche hubiera deseado descansar, / o soñar algo, lo que fuera, bueno o malo. / Pero no soñé”.
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BACHELET BOYS VICENTE CAMUS
¡Cadetes! –grita el Capitán a boca tiesa al grupo de Guardiamarinas perfectamente formados en la cubierta– la vida de mar es una cosa y la del marino es otra, uno conoce para comer y el otro para encontrar la debilidad del enemigo, dominar y conocer la forma de asesinarlo. Al hombre de mar déjalo sin comer y será derrotado tarde o temprano. El marino entrega la vida por su objetivo y eso lo hace invencible. ¡Ustedes señores hoy no comerán, pero serán marinos y serán héroes! Las gaviotas, Mejillones, Corbeta Abtao, Escuela de grumetes, 1935. G: Papá despierte, mire tenemos visitas. L: ¿Don Arnaldo? ¿Qué pasa Don Arnaldo?
Don Arnaldo es un viejo marino postrado que no puede ver el mar, conserva su uniforme bajo el colchón y despierta de golpe. Por años ha mimetizado en sueños sus días en Mejillones, maniobra onírica que lo deja tranquilo, le amarga las mañanas y que solo los inválidos comprenderán. Don Arnaldo adora las instituciones porque algo logró en la Armada, lo que quiere decir que aguantó abusos por mucho tiempo para llegar a dar órdenes, esto le hace incapaz de aceptar que otras generaciones no estén dispuestas a pasar lo que él pasó y menos aún que tengan la opción de no hacerlo. Pero la vida del marino es la del héroe y con tal de no ser víctima se empeña desde su cama en ser el victimario del hambre sexual de su amado y sumiso hijo a través de espejos colgados en las paredes. 37
El gordo cuida de su padre, lo ama, no importa lo que le diga o le haga porque él le dio todo, está viejo y no se puede mover, por eso abraza su deuda con la esperanza de vida de Don Arnaldo, rellena empanadas con locos y un sofrito de cebolla y rabia que deja pasada toda la cuadra, toda la quinta región de Valparaíso, la culpa no le dejaría soltarlo como cualquier jubilado de puerto. Fuma cigarrillos colgando de la ventana de la cocina, punto ciego sin espejos, no por miedo, sino para evitar la gritadera absurda. A pesar del cautiverio, el gordo disfruta viendo al viejo debilitado y medio cagado, lo pone caliente imaginar el día en que abordará a la Lucrecita en sus narices, pero triste en el que se muera, por eso le pasa con cuidadito la afeitadora por el cuello y se desquita con las moscas de la cocina.
Renca, 2001
Mi padre nunca fue marino, pero poníamos espejos en los marcos de las ventanas para revisar desde adentro el portón que separaba Vicuña Mackena con el patio de la casa. Un día estábamos viendo el partido de Chile contra Venezuela en la cocina cuando se escuchó un ruido, mi papá fue ver y los espejos no estaban. Había un taxi esperando afuera que se llevó al que le llegó el balazo, eran cuatro, viejos pa andar robando. Yo miraba a la Javiera revisar el piso, los alambres, la cunetas y recoger todos los pedazos de espejo de la tierra seca en busca de algo que los obligase a volver, una prenda, un aro, alguna cadenita capaz de dar en un romance. El gordo mucho de amor no sabe, pero sabe que el secreto de la cocina es esperar el momento en que se sueltan los olores, que la gracia es tener paciencia y no adelantarse ni pasarse del momento justo en que se agrega un condimento o se aumenta la intensidad del fuego. Uno se acostumbra, se acostumbra a esperar, a mirar, a sentir el momento justo cuando todo está a punto. Yo era muy chico y no me preocupaba en lo más mínimo lo que no veía, de alguna manera la exaltación de mi papá me tranquilizaba, lo sigue haciendo, así que me quedé con él a pesar de que mi verdadera prioridad en ese momento era el partido, igual estaba tranquilo porque siempre daban los goles al final. 38
Volvimos todos en silencio a la cocina, mi mamá prendió un cigarro y la tele al mismo tiempo, yo sabía que el partido había terminado hace cinco minutos, lo que es nada para un periodista deportivo con la oportunidad de concluir la transmisión, el gran final; pero ese partido Chile perdió 2-0 contra la peor selección de Sudamérica, fue la primera victoria venezolana de visitante en un partido oficial, Chile quedó eliminado, el comentario duró poco y el 7 no transmitió el compacto de la vergüenza. Me quedé esperando frente a la tele, todos se acostaron, dieron el tiempo, comenzó la repetición de Amores de mercado y yo seguía ahí pegado a la tele. No habían otras luces prendidas en Renca, mi papá me fue a buscar, estaba claro que no incrustarían el resumen del partido en la mitad de la teleserie, pero algo me hacía perseverar, no perdía la esperanza. Por desgracia tiendo a pensar que las cosas pueden mejorar, lo que me ha hecho esperar demasiado. Las eliminatorias al mundial de Corea Japón 2002 son las peores en la historia de la selección chilena. En la casa ahora vive una pastora evangélica que se hizo canuta después de que agarraron al Cabro Carrera, un narco con el que estuvo casada por varios años y que se hizo famoso porque en un clásico su caballo le ganó al del director de investigaciones y lo encerraron unos meses después. El bandido de la Javiera nunca llegó a rescatarla de la irritante inocensia de la casa paterna, ella no lee nunca y si te atrasas te deja botado, eso que ha tenido malos amores. Es navidad en Valparaíso, el gordo y la Lucrecita susurran coqueteos mientras bailan al ritmo de las órdenes de Don Arnaldo que los llama desde la cama para mostrarles la luna reflejada en el espejo. Luna luna dame fortuna repite la Lucrecita deseando no morir sola, Don Arnaldo inmóvil añora el día que la Armada lo saque de ese departamento mugroso y le reconozca sus méritos con una residencia con vista al mar. Por su parte el gordo le pide que se muera el viejo pronto. Tengo tantas ideas, tantos proyectos, pienso en tantas cosas, cosas que me gustaría hacer en el futuro - le dice a la luna sin mover ni un centímetro de su sonrisa.
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LA VIRGEN NO LE HABLA A LAS PUTAS FRANCISCA FEUERHAKE
La virgen apareció justo sobre un edificio alto, de esos que construyeron en primera línea. Para mí fue problemático verla aparecer, porque no creía en dios y porque estaba jalando la coca falsa que se había conseguido el Rafa el día anterior. No sé cómo explicar quién era el Rafa ni quién era en relación a mí: mi amigo, mi hijo, mi enemigo, mi pareja, todo junto. Lo que sí, es que andaba siempre detrás mío, pegoteado, tropezando con la basta de mi pantalón, recogiéndome las babas. Se me apareció y yo me le aparecí a él, igual que la Virgen María, y nunca más nos pudimos deshacer el uno del otro. En la mitad de mi visión de la Virgen, el Rafa me preguntó que dónde andaba. Me había pegado. –Mirando a la Santa Señora -le dije, y él falsificó una risa, que resultaba triste por su cara desnutrida. Él no veía a la Virgen. En todo caso, no me costó convencerlo. Traté de mostrarle lo que veía pero era como hablarle a una paloma. Me burlé de su incapacidad para concentrarse en un punto fijo. Humillado por mis burlas, me alejó de él con una palmada y me dijo “sí, ahí la veo”. Lo dijo para que lo dejara tranquilo. Al ver a la virgen, sentí que por fin había un testigo de nuestra extraña relación. Quizás ella oficiaría de juez. Quizás determinaría quién era el malo de nuestra relación o, como dicen los niños chicos, quién había partido primero.
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La virgen tenía tetas y barba. Hablaba más como mujer que como hombre, pero no tenía nada que ver con una mamá. O, al menos, no con la imagen que yo tengo de las mamás. La virgen parecía una solterona menopáusica, esas que encarnan la amargura pero que en realidad se regocijan en su facultad de aparecer y desaparecer cuando tienen ganas, y nadie se lo reprocha. Siempre he pensado que ser invisible para algunos es una maldición, pero para otros, como el Rafa, es un superpoder. Por eso se mataba de hambre haciendo ayunos intermitentes. Se lo recomendó don Marcos, el que nos arrienda la casa: “No tomar desayuno ni almorzar; sólo comer en la noche, algo liviano”. Pero el Rafa no comía nada. Cuando se acostaba de lado, le dolían los huesos de la cadera, entonces tenía que dormir de espalda. Ya no tenía ganas de hacérmelo porque no se le paraba, y cada vez estaba más mansito, cada vez se enojaba menos, ya no me pegaba y no me buscaba la pelea. Me recordaba a un gatito flaco. Cuando salíamos a comprar, le decían, con tono de preocupación: “Rafa, de repente vas a desaparecer”, y Rafa se ponía contento. Decía, para tranquilizar, que comía a las 4 de la mañana y que con eso quedaba listo. Me acuerdo que, de chica, los niños se enorgullecían de ser capaces aguantar la respiración. Más de grande conocí a una niña que me dijo que podía pasar 2 minutos enteros sin pestañear. Yo aproveché de darle un beso en la boca pero se enojó y se fue. Ahora pienso que esas competencias eran para ver quién parecía más muerto. Hay gente a la que no le gusta vivir, y que está pidiéndole al mundo que la mate. Yo no creía lo de las 4 de la mañana; no lo escuchaba trajinar en el mueble de la cocina. Además, despertaba con la cara gris y aliento a hambre, un olor metálico que se queda pegado en el aire por varios segundos. Quizás por eso nadie nos creía lo de la virgen, porque desde que lo contamos, nos miraban demasiado las caras, nos olían los cuerpos. Dimos una entrevista. No nos avisaron, solo llegó un auto del que se bajó una señorita con pelo liso y jeans nevados. Tenía una parka rosada fosforescente que se reflejaba en su cara. Olía a mata hormigas. Como no nos avisaron que venían, no tuvimos tiempo de arreglarnos. Ahora pienso que, de haber sabido, me habría puesto mis jeans negros y mi beatle celeste, que me hace ver elegante pero no recargada. Pero ahí estaba yo, frente a la cámara, en buzo y con una polera vieja del Rafa que uso para hacer el aseo. También tenía el pelo cochino porque no me gusta bañarme en la mañana, a menos que tenga que ver a algún cliente. 42
Nos hicieron varias preguntas. Yo estaba sobria. El Rafa no sé, él dice que sí, pero contestó puras huevás. Dijo que la virgen era “hermosa como una gota de rocío” y que “su voz era como la melodía de mil ángeles guagüita cantando a poto pelado”. El camarógrafo se aguantó la risa. La periodista después me preguntó: “¿y qué mensaje le entregó la virgen?” Y me quedé en blanco. No me entregó ningún mensaje. Traté de salir del paso, porque una vez escuché que lo peor que se puede hacer cuando uno habla en público, es decir “no sé”, así que dije que me había entregado un mensaje muy hermoso pero muy complicado, que no todos podían entender. No sé de dónde saqué la cara para mentir tanto, pero sentí que me creyeron. Siempre he pensado que ser invisible para algunos es una maldición, pero para otros, como el Rafa, es un superpoder. Por eso se mataba de hambre haciendo ayunos intermitentes. Se lo recomendó don Marcos, el que nos arrienda la casa: “No tomar desayuno ni almorzar; sólo comer en la noche, algo liviano”. Pero el Rafa no comía nada. Cuando se acostaba de lado, le dolían los huesos de la cadera, entonces tenía que dormir de espalda. Ya no tenía ganas de hacérmelo porque no se le paraba, y cada vez estaba más mansito, cada vez se enojaba menos, ya no me pegaba y no me buscaba la pelea. Me recordaba a un gatito flaco. Cuando salíamos a comprar, le decían, con tono de preocupación: “Rafa, de repente vas a desaparecer”, y Rafa se ponía contento. Decía, para tranquilizar, que comía a las 4 de la mañana y que con eso quedaba listo. Me acuerdo que, de chica, los niños se enorgullecían de ser capaces aguantar la respiración. Más de grande conocí a una niña que me dijo que podía pasar 2 minutos enteros sin pestañear. Yo aproveché de darle un beso en la boca pero se enojó y se fue. Ahora pienso que esas competencias eran para ver quién parecía más muerto. Hay gente a la que no le gusta vivir, y que está pidiéndole al mundo que la mate. Yo no creía lo de las 4 de la mañana; no lo escuchaba trajinar en el mueble de la cocina. Además, despertaba con la cara gris y aliento a hambre, un olor metálico que se queda pegado en el aire por varios segundos. Quizás por eso nadie nos creía lo de la virgen, porque desde que lo contamos, nos miraban demasiado las caras, nos olían los cuerpos. Dimos una entrevista. No nos avisaron, solo llegó un auto del que se bajó una señorita con pelo liso y jeans nevados. Tenía una parka rosada fosforescente que se reflejaba en su cara. Olía a mata hormigas. Como no nos avisaron que venían, no tuvimos tiempo de arreglarnos. Ahora pienso que, de haber sabido, me habría puesto mis jeans negros y mi beatle celeste, que me hace ver elegante pero no recargada. 43
Pero ahí estaba yo, frente a la cámara, en buzo y con una polera vieja del Rafa que uso para hacer el aseo. También tenía el pelo cochino porque no me gusta bañarme en la mañana, a menos que tenga que ver a algún cliente. Nos hicieron varias preguntas. Yo estaba sobria. El Rafa no sé, él dice que sí, pero contestó puras huevás. Dijo que la virgen era “hermosa como una gota de rocío” y que “su voz era como la melodía de mil ángeles guagüita cantando a poto pelado”. El camarógrafo se aguantó la risa. La periodista después me preguntó: “¿y qué mensaje le entregó la virgen?” Y me quedé en blanco. No me entregó ningún mensaje. Traté de salir del paso, porque una vez escuché que lo peor que se puede hacer cuando uno habla en público, es decir “no sé”, así que dije que me había entregado un mensaje muy hermoso pero muy complicado, que no todos podían entender. No sé de dónde saqué la cara para mentir tanto, pero sentí que me creyeron. Después de que la periodista se fuera en su auto con el camarógrafo, entramos a la casa y le dije al Rafa que si volvía a robarme la palabra frente a la cámara, lo echaba de la casa. Por su culpa nadie nos iba a creer, y se me apretaba la guata pensando en la periodista, que se había tomado la molestia de venir a esta playa fantasma para encontrarse con los videntes más decepcionantes de la historia. En la noche no podía dormir. Quería llamar a la periodista y decirle que el Rafa no había visto a la virgen, que lo de los ángeles era puro invento, que quería que me entrevistara a mí sola. En realidad, quería decirle que el Rafa y yo no éramos lo mismo. ¿Por qué la gente pensaba que lo que decía él, era lo mismo que lo que decía yo? Quería contarle, en privado, y a la luz de su parka rosada, que el Rafa se me había pegado hace 10 años, cuando era un pendejo achorado, hediondo a pipí y muerto de hambre, y que no sabía cómo deshacerme de él. Que hacía tiempo que estaba pensando en irme y dejarlo botado, pero que justo cuando yo estaba mejor, fumando menos y sintiéndome distinta, él había empezado con la tontera de no comer. Decía que era el único dueño de su cuerpo y que podía darle la orden de tener o no tener hambre. Además me cuenteaba con que su dieta era buena para el bolsillo, y que una boca menos que alimentar me alivianaría la carga, que tanto tenía que trabajar para mantenerlo. Yo encontraba que estaba loco, y no era capaz de abandonarlo; él me había aguantado en mis momentos más feos. Una vez le quemé la cama, de puro curada y enojada. Terminamos llorando, abrazados frente a la fogata. Cuando despertamos me dijo: –Lo que más me enoja, es que soy capaz de perdonarte todo. Contigo yo no tengo orgullo, porque tú me recibiste. Las señoras de la casa de al lado nos decían: “ahí van los drogados de la virgencita”, como si fuéramos un par de piedras del cerro, cafés, duras, iguales, secas y mezcladas con el paisaje. 44
Eso sí, algunas personas nos creían, sobre todo después de que vieron a la gente de la tele. Era raro, porque los menos creyentes nos empezaron a tratar mejor, pero a los más beatos les dio envidia. A una señora que tenía un carrito de comida rápida le pareció injusto que nosotros saliéramos en la tele, siendo que no teníamos trabajos honrados y que nos dedicábamos a drogarnos y a pelear y llorar y carretear mientras ella se rompía el lomo desde las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche. Salimos en la tele. Mi pelo no se veía tan sucio, menos mal. Igual no importó, apenas nos vimos: mostraron miles de imágenes de la virgen apareciendo en otros lugares: en Italia, en España, en Rusia. Acá no. Acá en Chile, la única prueba de la aparición era mi testimonio. Las frases tontas del Rafa hicieron reír a la gente del matinal. De repente, una de las mujeres de la tele dijo: “Yo no quiero ser aguafiestas, pero se corre el rumor de que los videntes estaban drogados. Quizás, esa supuesta visita de la virgen no fue más que una alucinación, o una mentira. Hoy en día la gente es capaz de cualquier cosa con tal de salir en la tele." Fuera quien fuera, por su culpa, nadie me creería. Nadie me iba a creer que jalé puro polvo blanco, puro bicarbonato, sal de mar, cualquier basura molida por algún amigo hediondo del Rafa. Cancelé a todos mis clientes por diez días. Inventé que estaba con gripe. Me rayaron la puerta con pintura: “La virgen no le habla a las putas”. Los cabros chicos me reventaron huevos, y el hijo del dueño de la carnicería llegó con amigos en su camioneta para tirarme interiores de chancho. El Rafa se reía mientras yo limpiaba, y me decía: “Eso te pasa por creerte superior. Alguien tenía que bajarte del pony”. Los ayunos del Rafa se hicieron cada vez más largos, y cuando tomaba copete vomitaba al tiro. Se pasaba el día echado y molestándome con lo de la virgen: “La virgencita de las maraaaaacas”. Ya no me hacía caso cuando le decía que no tomara. Ya ni siquiera se daba el trabajo de mentirme como lo hacía antes, cuando me miraba y me decía: - Sí, ya me voy a mejorar. Voy a comer y voy a dejar de tomar. Ahora, sólo escuchaba mi voz suplicante, y después decía: amén, mi santísima virgen. Pasaron los días, y con ellos los rumores. Ya nadie me tocaba la puerta en la noche para asustarme. Parecía que por fin se habían olvidado. Pero yo no: yo necesitaba contar bien la historia, limpiar mi nombre. Me hice un moño apretado, me puse toda la ropa negra que encontré y salí a tocar todas las puertas de los vecinos pidiéndoles un minuto para conversar. Alguna gente me cerraba la puerta en la cara. Los viejos me hacían pasar y me pedían que los atendiera pero no, yo no andaba trabajando, yo quería hablar de algo serio. 45
El más pillo fue el cura, que me dijo que si no le hacía un favorcito iba a decir que estaba loca, y que si me portaba bien, diría lo que quisiera. Me puse a llorar ahí mismo. Tanto esfuerzo para nada. No había convencido a nadie. –La fama a uno lo antecede -me dijo el cura. –Pero la gente de la tele no tenía cómo saber lo qué estábamos haciendo, alguien lo dijo para perjudicarme -le alegué como cabra chica, y lo que me contestó me dejó helada: –A veces, la gente que tenemos más cerca es la gente que más nos hace daño. Pero no te preocupes, a nadie le importa tanto. La iglesia y la televisión tienen temas mucho más importantes que atender. No van a perder su tiempo con ustedes. Volví a mi casa agotada. Tenía los pies hinchados de tanto caminar, y los ojos inflamados. El Rafa dormía en el suelo, de espalda. No lo quise subir a la cama, porque cuando lo despierto me grita fuerte. Estaba tan cansada que dormí como nunca. Por primera vez, desde que apareció la virgen, no tuve angustia. Soñé que dormía con ella, abrazada, apoyada en su busto blandito, y que me daba un beso con sus labios de hombre. Dormí tan profundo que no escuché al Rafa tratando de respirar con la boca llena de vómito. Desperté tarde, y lo vi, ahí, tirado, con la cara azul, con las costillas marcadas, los moretones en las caderas y la piel de la guata casi pegada al suelo. Me puse su polera, me hice un tomate bien parado y limpié la casa. Saqué toda la basura que había. A él lo saqué de último. Lo arrastré por las piedras de la calle hasta la plaza. El sol le iluminó las puntas del pelo y le formó una aureola que rodeaba su cabeza. Le acomodé las manos a los costados del torso para que no se viera desordenado y le di un beso en la frente. Chao, Rafita. Me puse de pie rápido y me sonaron los huesos de las piernas. Caminé hasta la puerta del cura, que es por detrás de la iglesia, y le avisé que un angelito había caído del cielo en la plaza de su digno pueblo. Varia gente ya se había juntado a mirarlo, y las señoras le tapaban los ojos a los niños. Llegaron las viejas beatas con rosario y chalina negra. Llegó el dueño de la carnicería con olor a chancho, con su hijo a la siga. También llegó la señora que vende comida. Se llenó de gente. Pero esta vez, la tele no llegó.
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NORMAL PEOPLE: UNA VIRGEN DE YESO A LA INTERPERIE NATALIA BERBELAGUA
Admiro a la gente a la que no le gusta sufrir, que piensa que en esta vida le tocó la alegría y en otra se verá, argumentando con simpleza el esconder el trauma universal que aterrizó en su nacimiento. Otros, satisfechos de dolor, se acunan en el llanto silencioso y permanente. A esos los conozco bien, los huelo como hacen los perros. Recuerdo la mascota de una amiga, que mordía solo a la gente con problemas psiquiátricos. Mi teoría era que identificaba el olor de los fármacos. Estar triste y ser mordido en la calle puede parecer un evento trágico, pero también de una cierta fragilidad hermosa ante lo feroz del día a día. Viendo la serie “Normal People”, basada en la novela de Sally Rooney, acontecía mi sufrimiento frente a mí, como quien se sienta en una estación de tren a mirar los vagones que se van sucediendo. Alguna vez, en el clímax de mi propia cinematografía, soñé que estaba en una playa vacía y una locomotora negra, llena de fantasmas, salía de mi vista en dirección a la izquierda –que asocio siempre con el pasado–. La serie, una versión irlandesa de cualquier historia de amor a los veinte años, muestra el terreno de nadie en el que solemos movernos a esa edad, anclados a la alegría que exacerba un otro, erigiéndose como la única persona en el mundo que nos comprende y participa activamente del relato más triste de nuestras vidas. 47
Un monumento de gruta o plaza con el que comemos, tiramos y fantaseamos, un ente al que laureamos ante la más mínima semejanza en cualquier historia posible, el referente o el imán que atrae todo lo que nos emociona. Le pregunté a un ex amor a esa edad: “¿Cuál es tu historia más triste?” “Me quedé pensando, pero no sé”, respondió en un escueto correo esa misma tarde. Para mí, que la melancolía tenía nombres y apellidos, necesitaba hacerla dialogar con la suya. Hacer de la tristeza de los dos, una sola idea que nos llenara el cuerpo, nos diera sentido y nos hiciera luchar contra el dolor. Marianne, la protagonista de la historia, se entrega a la vulnerabilidad emocional de dar el primer paso, ávida de sacarse la ropa y de mostrar su interior dañado a aquel que lo lleva también pero lo esconde con habilidad. La apatía del protagonista masculino (Connel), marca la dificultad de abrir los cajones negros de la pena, la que con habilidad maestra o con precisión de cirujano, hemos destapado algunas mujeres por educación familiar o religiosa. Particularmente, sentía en algún momento, que mi presencia era una suerte de pócima de la verdad, ante la que los hombres con los que me vinculaba caían a un pozo desconocido. Llegaba yo, con el súperpoder de que me cuenten historias sin pedirlas, y a medida que las relaciones avanzaban, la débil estructura que contenía a esos entes masculinos se iba cayendo como un muro viejo levantado durante la guerra. Veía a mis parejas o amantes afirmándose a esa última pared. Ahí venía la separación. A veces, la vida te condena en algún periodo a ser una virgen de yeso puesta a la intemperie. Deslavada bajo la lluvia pero virgen al fin, ese que te amó te irá a dejar flores de tanto en tanto. Te ves a ti misma adornada en esa gruta, hasta que el feligrés deja de creer en esa imagen y eres removida a un basural o a un jardín. El close up a unas zapatillas gastadas, helados que se derriten en el piso, sostenes que no salen a la primera y que las mujeres debemos quitarlos ante cierta impericia. Mirada de lupa a los efectos del calor, a lo no atractivo, a lo que no podemos decir porque no lo sabemos. En la exigencia discursiva del presente, se nos pide a los amantes que tengamos postura social, moral y crítica. Los puntos suspensivos son afrentas o gestos obsoletos para los que nos acostumbramos al punto seguido o al final en estos últimos años El enrarecimiento de la trama, del amor, de la violencia, nos deja como sujetos a merced de una lluvia que acecha pero no llega –tanto o peor que un diluvio certero en un tiempo remoto– fenómeno climático emocional que nos hace pensar en los veinte años. 48
Allí la vida pasaba como la fortuna: fugaz, calva, oportunista, a la que había que mirar de frente para no perderla. El estudio de la literatura (una de las tramas subyacentes a la serie y a mi vida) presentaba un panorama diferente al creado por los estados o los sistemas económicos y se ajustaba a ese destino incierto del amor. Los que pisábamos la universidad ardiendo en sensibilidad y experiencias, no sabíamos en lo que nos ganaríamos la vida, pero eso generaba cierta valentía en el interior del corazón. Algunos nos ganamos el pan escribiendo y con la mayor de las suertes conmoviendo a los lectores. A otros les tocó renunciar a ser paseantes y vistieron la corbata económica con la mayor dignidad posible. El amor tiene muchas fisonomías, encuentros y libertades. Tal vez el mejor gesto amoroso sea abrir la Alameda definitiva a ese que conoció cada calle de tu fisonomía y no la utilizó a su favor ni lo hará nunca. Vida y muerte se cruzan en un relato compartido, la tragedia de los cuerpos que dejaron de amarse permanece. Queremos ser felices sin saber por qué. Queremos al otro y despreciamos la propia vida antes de ser adultos. ¿Quién quiere aventurarse al verdadero placer? No tengo respuesta para eso. Soy el nuevo intento de ese enigma de los veinte años, la protagonista rara y depresiva que leía a Alejandra Pizarnik y escuchaba a Radiohead. ¿Me llevaré mi historia conmigo cuando deje el mundo? ¿Moriré al pasado en esta vida como la mosca que deja de luchar? Las respuestas están medidas por el sistema que nos aglutina, por la suma de las realidades que el conocimiento nos ofrece. Mañana será otro día, decía mi abuela. El día de las personas normales tal vez.
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CUALQUIER COSA IVANNA DONOSO
Me gustaría ver todas las películas de Jodorowsky y leer al grupo Mandrágora porque quiero grabar una película surrealista. Un relato sin narrativa, con pura improvisación. Igual no más me van a querer hacer cagar por fresca, pero no me importa. Solo necesito unos referentes. Lo siento como una especie de reencuentro: como si nos conociéramos de antes. A veces con los libros me pasa lo contrario, me aburren, y pareciera que no hay nada nuevo, que todo lo que pasa en el mundo llega a morir a un libro. Entonces pienso que no tengo nada nuevo que decir. Necesito aprender nuevas formas y olvidar las que ya sé. Aprovechar que aún tengo ansiedad por descubrir nuevos lenguajes. Pero no tengo tiempo para gozar de los placeres del estudio, porque tengo que conseguir dinero. Quizás en un escenario iluso escribir este libro sería la solución a mis problemas económicos, y a hacerme cargo del pasaje que compré en un instinto suicida con una tarjeta de crédito prestada. Aunque es para cuatro meses más, me desarmé. Nunca antes me había proyectado tanto tiempo. El máximo tiempo de proyección era de una semana y ahora tengo cuatro meses para vivir con un Excel en la mochila, y pensar todo en euros. No tengo tiempo para escribir, dejar que una idea me inocule, y desplegar mi universo en un texto es muy difícil. Tengo que trabajar todos los días, trasladarme, leer otras cosas, ir a limpiar unos talleres, y dejar tiempo para… no sé, un poquito que sea para distenderme. Dejé de trabajar en las fiestas porque soy muy buena pa los after, los que trabajan en la fiesta deben hacerse una al final y esa termina como a las siete del otro día. El problema es que soy demasiado entusiasta; cuando era adolescente, mi papá siempre me decía: “¡A ti te gusta la jarana!” y es cierto, iba a la Blondie a las fiestas y lo pasaba bacán bailando y trasnochando. 50
Unos cigarros y vodka naranja en el bandejón central. En la calle libertad imprimías tu web flyer para que la entrada te saliera más barata. Llegaba muchas veces a las ocho o nueve del domingo, pero igual tenía que sentarme al almuerzo, nada de irme a dormir, todos en la mesa, y ¡puta la cariitaaaa po! Si había pasado una 210 de ida y vuelta, la micro buena onda que cruza casi todo santiago, tomaba la micro en la vereda sur de Ula, ahí había un cajero del Banco Estado que los más desesperados abrían para aislarse del frío o hasta que abriera el metro. Pongo un mixtape y bailo en el living, puedo pegar en cualquier parte. Pero los amigos y la situación social se extrañan. Bailar al frente del parlante. Es terrible no poder disponer libremente de mi tiempo, aunque igual las últimas semanas he podido hacer cosas que me entretienen y no “son rentables”, como encurtir verduras, coser mi ropa, jardinear y hacer cosmética natural. Si no logro escribir este libro debo conseguir dinero como sea; necesito un millón como diría Bacilos, mi primer millón. Cada vez que todo se va a la mierda y los números no se ajustan, tengo que ajustarlos y eso significa jugar fuera de la ley, hacer trampa: tácticas de guerra. Estoy a punto de tirar la toalla porque todo se transforma en un problema: el pasaporte, el pasaje, Barcelona, Berlín. A mí nunca me interesó ir al Continente Viejo, pero el pasaje de ida y regreso ya existe y lo terminé de pagar hace poco, así que debo hacerme cargo. Quiero estar en Grecia, en el Olimpo, supongo que comparado con una montaña o la cordillera vendría siendo algo así como un cerrito, aunque eso es un detalle. Ahí estaban asentados los dioses griegos por lo que vale la pena, es importante. Generalmente me gasto la plata que gano en la fiestas en hueveo, cuando hay que festejar se festeja sin ataos. Me cuesta ahorrar, aunque igual tengo una alcancía de monedas de quinientos, y cuando la llene me iré a pasear a alguna parte. Extraño a mi gente de la noche, pero me conozco tanto que sé que no debo salir en un rato para concentrarme. En algún momento todo se va a equilibrar. Por ahora quiero hacer las cosas bien. Me cuesta, soy mi peor enemigo. Solo espero no autoboicotearme. Es un trabajo realmente riguroso escribir una página decente al día, aunque sea una sola. El fin de semana pasado estuve en una feria de libros en el MAC como vendedora. Fue una talla buena. O, no sé. La cosa es que estaba ahí, en esa sala tan grande y fría, tan limpia y fome, con toda esa gente pretenciosa mirando los libros, cuando me pregunté: ¿cuántos escritores han vendido libros? 51
Hartos, imagino, pero solo veía algunos paseándose volados o curados, sapeando la movida. Algunos (los que me conocían) se acercaban para preguntar: “¿Cuándo sale tu libro?”, a lo que respondía: “No sé, yo solo los vendo”. Unos cigarros y vodka naranja en el bandejón central. En la calle libertad imprimías tu web flyer para que la entrada te saliera más barata. Llegaba muchas veces a las ocho o nueve del domingo, pero igual tenía que sentarme al almuerzo, nada de irme a dormir, todos en la mesa, y ¡puta la cariitaaaa po! Si había pasado una 210 de ida y vuelta, la micro buena onda que cruza casi todo santiago, tomaba la micro en la vereda sur de Ula, ahí había un cajero del Banco Estado que los más desesperados abrían para aislarse del frío o hasta que abriera el metro. Pongo un mixtape y bailo en el living, puedo pegar en cualquier parte. Pero los amigos y la situación social se extrañan. Bailar al frente del parlante. Es terrible no poder disponer libremente de mi tiempo, aunque igual las últimas semanas he podido hacer cosas que me entretienen y no “son rentables”, como encurtir verduras, coser mi ropa, jardinear y hacer cosmética natural. Si no logro escribir este libro debo conseguir dinero como sea; necesito un millón como diría Bacilos, mi primer millón. Cada vez que todo se va a la mierda y los números no se ajustan, tengo que ajustarlos y eso significa jugar fuera de la ley, hacer trampa: tácticas de guerra. Estoy a punto de tirar la toalla porque todo se transforma en un problema: el pasaporte, el pasaje, Barcelona, Berlín. A mí nunca me interesó ir al Continente Viejo, pero el pasaje de ida y regreso ya existe y lo terminé de pagar hace poco, así que debo hacerme cargo. Quiero estar en Grecia, en el Olimpo, supongo que comparado con una montaña o la cordillera vendría siendo algo así como un cerrito, aunque eso es un detalle. Ahí estaban asentados los dioses griegos por lo que vale la pena, es importante. Generalmente me gasto la plata que gano en la fiestas en hueveo, cuando hay que festejar se festeja sin ataos. Me cuesta ahorrar, aunque igual tengo una alcancía de monedas de quinientos, y cuando la llene me iré a pasear a alguna parte. Extraño a mi gente de la noche, pero me conozco tanto que sé que no debo salir en un rato para concentrarme. En algún momento todo se va a equilibrar. Por ahora quiero hacer las cosas bien. Me cuesta, soy mi peor enemigo. Solo espero no autoboicotearme. Es un trabajo realmente riguroso escribir una página decente al día, aunque sea una sola. El fin de semana pasado estuve en una feria de libros en el MAC como vendedora. Fue una talla buena. O, no sé. 52
La cosa es que estaba ahí, en esa sala tan grande y fría, tan limpia y fome, con toda esa gente pretenciosa mirando los libros, cuando me pregunté: ¿cuántos escritores han vendido libros? Hartos, imagino, pero solo veía algunos paseándose volados o curados, sapeando la movida. Algunos (los que me conocían) se acercaban para preguntar: “¿Cuándo sale tu libro?”, a lo que respondía: “No sé, yo solo los vendo”. En el Drugstore aprendí a manejar una máquina de expreso; fue toda una aventura, dominarla para no salir quemada con agua caliente. En ese tiempo acompañaba a una amiga a una tostaduría de café en Einstein, maravillándome por la ciencia y arte del café, las distintas maneras de filtrar (kalita, v60, chemex) todas made in Japan y con números perfectos. No tengo certificado de barista profesional, pero si los amateurs son los que realmente aman las cosas, no hay para qué ser profesional, ¿no? En todo caso, mi vida antes de aprender todo esto estaba basada en abrir un tarro de Nescafé, ponerle dos cucharadas, un poco de azúcar, un chorrito de agua y comenzar a batir por largo rato. Luego el agua hasta llenar la taza y… vualá: una especie de cappuccino casero, entretenido de preparar, art attack. En mi casa tengo una prensa francesa porque tiene más control en la infusión; no me gusta mucho la italiana, siento que se quema y para hacerlo bien hay que estar presente. La verdad es que casi nunca tengo tiempo. Nunca tengo tiempo para nada, salvo para drogarme. Y me gusta drogarme con café, para seguir trabajando.
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CARTAS AL PADRE KRASNA VUKASOVIC
Primera carta: Otoño de 2009 Padre, Comienzo estas notas con el amargo saber de que te has ido y que una vez más nos hemos abandonado. Fue en la tarde cuando supe que habrías de partir muy lejos, a un lugar que nunca has nombrado, pero que a juzgar por tu actitud es un lugar que causa en ti desolación y melancolía. Sin embargo, yo no pude evitar sentirme celosa por tu partida: ¿quién más que yo desearía volar? También yo mantengo en mis ojos el brillo de la esperanza. Pero a mí ello no me ha sido otorgado; ¿acaso dejarás algo para el resto que te admira? Padre, una vez más, agradezco tu partida.
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Segunda carta:
Sin fecha
Querido Padre: Cuánta fue mi calma y cuánta fue mi emoción al verte cruzar la puerta: estabas luminoso, agitabas tus manos –ya te he dicho que es en ti la alegría de un niño–, almendrabas los ojos. ¡Dicha! Allí venías y de pronto me llené de gracia. En tu abrazo encontré contención.
Tercera carta:
Primavera de 2013
Padre: Te escribo esta carta para decirte que me has fallado de tal manera que me has avergonzado frente a todo mi curso. Se supone que debíamos bailar la cueca de fin de año y ¿sabes quién no bailó? Te imaginarás ahora por qué no quise recibir tu regalo, que además estaba muy mal empaquetado (se nota que lo hiciste a la rápida). Fue tan penoso, que otro papá me ofreció bailar, pero le dije que no porque todos se iban a reír de mí e iban a comentar que era la pobrecita bailando con otro papá. Te digo altiro que no voy a ir a tu asado del 18, estoy muy enojada y sentida, además que me carga esa fecha. Claro, a ti te encanta la patria y sobarle el lomo a los tíos. Te aviso altiro también que no me mandes nada con la mami porque lo voy a botar apenas me lo pase.Y pásame mis fotos del viaje.
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Quinta carta:
Julio de 2018
Padre,
Ha llovido toda la noche y me temo que pasaré mi cumpleaños con lluvia también. En estos días ha crecido mi angustia, ya te escribí hace unas semanas que me siento completamente inútil aquí, con una impotencia que crece y crece a medida que pasan los días. Anoche tuve menos fiebre, pero todavía me parece oírte, aunque estoy convencida que es delirio febril. Ya nadie me mira, pero ¡oh!, ¿acaso murmuran algo como un himno?. Te he extrañado y necesitado, a veces proyecto una sombra en la puerta, una sombra como la tuya, una silueta: la tuya, te has hecho de pronto mi sombra. El invierno es muy oscuro y apenas alcanza a verse el sol; este clima me recuerda que tengo que buscar una respuesta: pero no quiero. Padre, si regreso, ¿me tomarás de la mano? Desconfío de la distancia entre nosotros y temo que ya no me quieras. Te prometo que estaré a la altura y conseguiré recuperarme, aunque sea el tamaño de esta piedra inconmensurable: me llamarán Sísifa. El retorno hoy es un espejismo: agua de la cual no puedo beber. Es maldita, y parece que mientras más camino recorro, más lejos se ubica. Estoy inquieta y pienso que nadie me espera de vuelta, o si lo hacen, buscarán mirarme con ojos inquisitivos. Padre, ¿por qué no me enseñaste lo pesada de esta cruz? ¿por qué en vez de tesoros no compartiste conmigo la eterna promesa del alma?
Padre, ¿ya me has abandonado?”
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UN ANGELITO JOSESKO
Llaman a la puerta. Es un niño de unos siete años, de rizos rubios platinados; la boquita es un punto de fresa, las mejillas rubicundas. Un querubín. Va descalzo y en la mano izquierda lleva el enorme mango de una espada láser. Guarda la distancia social de dos metros. –Manda decir el señor Thomas Bernhard –dice el niño– que como no bajes la música techno que suena hace horas, accionará por control remoto la espada que llevo en mi manita de angelito renacentista y a continuación hará incrustar los haces de energía de plasma, que brotarán verticales, en el epicentro de tu puto culo de una forma tan frenéticamente violenta que no solo removerá tus interioridades físicas, glándula prostática incluida, sino también las sicológicas, con lo cual tus certezas heteronormativas de macho autosatisfecho y activo quedarán pulverizadas; tu brújula identitaria, extraviada; tu estructura yoica, fisurada, y rogarás sin remisión saber quién eres, cómo eras y qué serás en adelante; más allá de que el amplio campo de reflexión que a continuación se abra en tu vida no significará sino la constatación, a partir de la muy poco simbólica penetración laseril, del rumbo autocensurado y mediocre que le has dado a tu ser los últimos cincuenta años, o sea toda tu vida, o cuando menos la casi totalidad de tu anal retentiva existencia.
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Y será tan verista la puesta en escena, tan cargada de punibilidad social y material, que devendrá una suerte de álbum, en el pabellón de tu amígdala cerebral, de multitud de imágenes alimentadas por un pasado estreñido y un desgastado presente hecho de Pornhub, porros y litronas de Mahou; de modo que –dice el señor–, los haces de luz láser no serán sino el símil de una suerte de gang bang africano y de un fist-fucking gótico que tendrán de real y de imaginario lo que tenga un golpe de puño en la mesa de los desquites, con la diferencia de que la mesa no será aquí una mesa, sino -como quedó dicho- tu tacaño conducto. Y sin malos rollos todo. Eso te manda decir, textualmente, el señor Bernhard, que vive en el sótano del edificio. –Sí. Claro –le contesto–. Dile que por supuesto. Que faltaría más, por favor. El niño asiente, da media vuelta y enfila escaleras abajo. Vuelvo a mi sala; voy hasta el equipo de sonido, un Pioneer X-EM16, de la vieja escuela, y veo que el marcador digital del volumen, de luces azules, está en 57. Bastante para un martes de siesta, la verdad. Lo subo a 94. A continuación, me deposito en el sofá verde –decúbito ventral–, cubierto con finas mantas de encajes andinos. Un rooibos de canela en la mesa. Cinco veces espero. Cinco minutos después llaman a la puerta. De nuevo el querubín. –Manda decir el señor Bernhard que ni lo sueñes –dice el niño–, y se va. Sus piecitos descalzos parecen no tocar el suelo. Como flotando se pira.
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Relatos Selección de autores chilenos contemporáneos
fotografía maximiliano magnano y luciano contreras
Pinturas de Krasna Vukasovic y Francisca Feuerhake
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