Revista Odradek N.12

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Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Preocupaciones de un padre de familia

Franz Kafka

N.12

Revista Odradek

© Odeadek, noviembre de 2022. Primera edición 100 ejemplares

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

Imagen portada: Antonia Fazio www.odradek.cl editorialodradek@gmail.com

ANTONIA FAZIO

noviembre

N.12 Santiago Chile

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Ensayo

Lola Larra

Cuidadoras del arte

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Ensayo

Mariano Sánchez

Una breve historia de ajusticiamiento

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Justo Pastor Mellado

Tinta

Ensayo Irma Sepúlveda

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Poesía

Claudia Donoso

Judith

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31 Claudia Donoso Ficción Bramadero

Arte odradek.cl

Actos fallidos. Texto de Javiera Gómez

Constanza Michelson Ensayo Gente normal (loca)

Texto publicado en La eterna juventud

Editorial Saposcat

ANTONIA FAZIO
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CUIDADORAS DEL ARTE

LOLA LARRA

Las dificultades que han tenido las mujeres para poder ser creadoras en el arte y la literatura han sido siempre muchas y variadas: la censura, la burla, el trabajo doméstico, la crianza, el cuidado de otros, la prohibición de firmar sus obras, la invisibilización. Pero entre muchos ejemplos desasosegantes que ilustran esos obstáculos, hay también historias un poco más luminosas. Como la de Lavinia Fontana, una de las más importantes y prolíficas pintoras del Renacimiento. En 2020 el Museo del Prado de Madrid inauguró una muy completa retrospectiva suya, y no es frecuente que se coserven tantas obras de una pintora de esa época —en su caso, más de un centenar.

Lavinia Fontana tuvo la suerte de nacer en Bolonia, una ciudad tolerante y culta desde la Edad Media. Ese entorno más liberal, así como un padre que apoyaba su carrera, permitió que Lavinia pudiera trabajar, tener encargos y, sobre todo, firmar sus cuadros y llegar a ser reconocida. Fue la primera mujer que tuvo su propio taller, y la primera (que se sepa) en pintar desnudos, aunque fueran mitos, que era lo único permitido entonces, como en su atrevida pintura de Marte y Venus, en la que el dios de la guerra posa la mano en el culo de la diosa.

Se dice que el mayor obstáculo en el reconocimiento de las mujeres artistas a lo largo de la historia es que nunca tuvieron a una

esposa que cuidara de ellas. Pero Lavinia encontró algo parecido. Gian Paolo Zappi, su marido, dejó su carrera como pintor para ocuparse de la de su mujer. Era como su manager, su representante. Además, la ayudaba a pintar los marcos y los fondos de los lienzos.

A principios de los años 2000 trabajé en un “portal” de internet, que era como se llamaban entonces las webs. Al alero del departamento de comunicación de la FNAC, dirigido entonces por Miguel Barroso y Cristina Alovisetti (que lograron infiltrar cultura en una tienda por departamentos), una redacción entera de siete personas nos dedicábamos a hacer “páginas oficiales” de reconocidos directores de cine, escritores, dibujantes, fotógrafos y músicos, hombres en su mayoría. Nuestra labor era convencer a los artistas de que teníamos la capacidad de poner en línea su vida y obra. Todos los redactores éramos muy amables, cultos, leídos, pulcros, jovencitos con mucho ánimo y curiosidad, y estábamos a su entera disposición. Listos para bucear en sus archivos, catalogar sus libros y sus discos y sus películas, elegir fotografías e ilustraciones, programar y diseñar una casa virtual que los complaciera y a través de la cual pudieran comunicarse con sus lectores, sus espectadores, su público, de manera inmediata y directa. El cineasta Pedro Almodóvar lo destacaba en una nota al principio de su web: el agrado de no tener que verse obligado a tratar con mediadores (es decir,

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con periodistas, entrevistadores) para difundir y promocionar su trabajo. Ahora suena normal, porque cualquier celebridad se entiende a través de las redes, pero entonces era completamente novedoso y revolucionario llegar directamente al público, a esos que ahora se llaman seguidores.

“Tener una página web en la red no es lo mismo que tener una calle en tu pueblo, pero también por la página web, como por la calle de tu pueblo, se pasea la gente y comenta la calidad del empedrado, la belleza de las fachadas, la originalidad del mobiliario urbano”, decía el escritor Juan José Millás en la bienvenida a su web.

Aunque esos artistas no usaran internet, ni mail, o ni siquiera tuvieran computadora (Carlos Fuentes nos enviaba faxes con instrucciones escritas a mano, en una hermosa caligrafía decimonónica), nosotros les asegurábamos esa interacción, esa interactividad, ese nicho de bits y ese despliegue de vanidad. Éramos más o menos como los community managers de ahora, pero éramos sobre todo archivistas que además de sobar egos intentábamos descubrirle a los lectores facetas desconocidas de los creadores. Autorretratos que Roberto Bolaño dibujaba con paint brush en su vieja computadora, unas caricaturas de Eduardo Mendoza, diarios de rodaje de Almodóvar o diarios de viaje de Bigas Luna, recomendaciones literarias de Fernando Trueba, críticas de cine de Vargas Llosa, relatos inéditos de Gonzalo Suárez, la buena noticia del día de Alejandro Jodorowsky, story-boards de Álex de la Iglesia hermosos y abigarrados cuadernos de dibujos de Guillermo del Toro, una novela por entregas de Jesús Ferrero, las ediciones más curiosas de Quino, puzzles de Maitena, crónicas de Isabel Coixet, un tablón de denuncias de Rosa Montero. En esa labor de archivo tuvimos acceso a cosas extraordinarias y pudimos escuchar a mentes brillantes. Como intrusos, nos adentramos en las casas, en los estudios, en los archivos y en

las bibliotecas de muchos de nuestros escritores favoritos y de cineastas que admirábamos. Vivos o muertos. También hacíamos páginas post mortem. Recuerdo con estremecimiento un viaje a Blanes para desenterrar cajas y hasta el disco duro de la computadora de Bolaño. Hacía dos años que había muerto y Carolina López, su viuda, nos permitió hojear decenas de libretas, tocar y leer sus diarios, sus cuadernos de apuntes, sus manuscritos, sus fotografías. De una de sus libretas copié un poema suyo: “No te mires en el espejo / de la muerte. /Mírate en el espejo de / los hombres y las mujeres. /Esto es lo que eres, / esto es lo que dejarás de ser. / ¡Y qué! / A todos nos llega la hora. / Todos tenemos que salir algún día. / ¡Y qué! / Tú no te mires / en el espejo de la muerte. /Mírate en el espejo de tu cuarto / de baño. / Ese eres tú. El que baila /y mira el Mediterráneo. /Fantástico. / Sin miedo. / Sin miedo”. (El poema, “La muerte”, aparece en algunas revistas pero no en su Poesía reunida). En ese trabajo, que también tenía mucho de relaciones públicas, debíamos entendernos con varias esposas de artistas. Aquellas que velaban por sus carreras, las cuidadoras que permitían a sus maridos crear (y las que a veces lo tiranizaban para que no pararan de hacerlo). Algunas eran oficialmente sus managers, como Alicia Colombo, la esposa de Quino. Otras muchas eran representantes sin título, y creo que el papel no las hacía demasiado felices. La caricaturista argentina Maitena era la excepción: como Lavinia, tenía un marido que había sido manager de bandas de rock y que así mismo manejaba y animaba la carrera de su mujer, como la rock star que era en esos días. Algunos pocos, los menos, se hacían cargo de ellos mismos; pero la mayoría de esos hombres notables necesitabande cuidadoras. Incluso los que ya habían muerto. Inclusomuertos los artistas dan trabajo a sus mujeres (o ex mujeres, oviudas). Aurora Bernárdez era menuda y sumamente elegante, con trajes de chaqueta y falda corta muy Chanel. La visité en un hermoso

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La eterna juventud Crónicas de una vida libresca Lola Larra 180 páginas Editorial Saposcat 10

y sombrío departamento en París para recabar documentos para la web de Julio Cortázar. Traductora, secas ó con Cortázar en 1954 y aunque se separaron, ella lo cuidó cuando enfermó y él le encargó su legado literario. No podría decir que estuviera complacida de llevar aquel peso.

Todas esas esposas, viudas, hermanas, hijas, han sido calificadas por algunos biógrafos como “hembras valiosas en la sombra”, “mujeres dedicadas, devotas, entregadas, sacrificadas”. Personas que abandonan sus propias pasiones para acompañar, mecanografiar, traducir, editar textos, cocinar, llevar las cuentas, hacer malabares con el dinero, cobrar las regalías, hacer de chofer y decenas de otras tareas que Zenobia Camprubí, feminista y traductora, casada con Juan Ramón Jiménez, se preocupó de anotar pulcramente en una lista antes de morir, para así orientar a quien tuviera que cuidar del poeta cuando ella no estuviera. Sería interminable hacer una lista de las “abnegadas esposas” de escritores, de Véra Nabokov a Sofía Behrs, esposade Tolstói, quien después de copiar siete veces a mano Guerray pazescribió en su diario: “Tengo que empezar a hacer algo para mí misma si no quiero que se me marchite el alma”. Resultaría más corto enumerar aquellas esposas que se quejaron de hacer de ghost writers para sus maridos, como Colette o Zelda Fitzgerald. Y breve también las que escribieron su propia versión de los hechos, como Kathryn Chetkovich, esposa de Jonathan Franzen, que desplegó su descontento en un ensayo titulado Envidia. En 2017, con el hashtag #ThanksforTyping, Bruce Holsinger, un académico norteamericano, comenzó a compartir en twitter fotos de agradecimientos y dedicatorias en las que escritores reconocían a sus esposas (sin siquiera poner sus nombres propios) por mecanografiar sus trabajos. La ola de respuestas engrosando la lista de ejemplos no se hizo esperar.

Como decía un amigo poeta, “con los años uno

aprende algunas cosas: escribir dedicatorias y agradecimientos es un oficio muy imprudente”. Cuando en 2010 Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de Literatura, al final de un nutrido discurso dedicó unas palabras a la que entonces era su mujer: “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. (...) Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”. Suponemos que, tras dejarla, su nueva mujer se hace cargo del peruano laureado y que Patricia al fin descansa. Poco más de una década después, a nadie se le ocurriría agradecer en público a su pareja por hacerle las maletas. La percepción del artista como una persona con características especiales que no le permiten estar en el mundo y lidiar con el mundo, como debemos hacer todos, ya no convive bien con los tiempos. Se celebran parejas de autores, ambos aplaudidos, ambos amables, sonrientes con los niños en los brazos entre viajes y ponencias compartidas. De todas formas, aún no aparece claro un horizonte sin mujeres que se hagan cargo. O maridos, como Gian Paolo. Sin duda que los Fontana deben haber tenido criadas, eran una familia burguesa, acomodada. Así que, en el fondo, no solo a Gian Paolo, es también a ellas, a las criadas, a las que habría que agradecer las pinturas de Lavinia. No nos han llegado sus nombres. Nadie registró los nombres de esas cuidadoras que fregaban los suelos, cocinaban y criaban a once hijos para que Lavinia pudiera pintar. Cuando el artista necesita que otra se ocupe de él y sus circunstancias mundanas para poder crear, el arte puede trepar por torcidas ramas de opresión.

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Tinta

No dejó nada en el tintero. Roberto Merino terminó la columna que debía entregar y cerró el computador. El Tavelli, nuestra oficina complementaria, volvió a convertirse en el lugar de un seminario permanente. Ahí tienes el tema, señaló: no dejar nada en el tintero. Hacer el duelo por la infancia perdida y recobrada en el trabajo de una escritura que se va por las ramas. Ya fui acusado por estudiantes de no ajustarme a pasar el programa. Resultaba curioso que estudiantes de arte contemporáneo fuesen absolutamente ignorantes en historia contemporánea. Me preguntaba yo, ¿cómo podrían comprender el efecto del premio de Rauschenberg en la Bienal de Venecia sin saber de la segunda guerra y de la guerra fría en su primera fase? Algunos de ellos pensaban que debía proporcionarles recetas para hacer obras que se parecieran a las obras que unas señoras y señores, artistas-profesores, les enseñaban de acuerdo a un protocolo estricto. A veces, enviados por otros colegas, los estudiantes hacían de la delación una parte constitutiva de su formación. Se esforzaban para ser vistos haciendo trabajo de vigilancia, sin saber todavía cual era el tronco del árbol. Solo debían proporcionar la prueba de que nos íbamos por las ramas, porque esta ya estaba escrita por anticipado.

En otra ocasión he señalado que lo central de la crítica chilena tiene lugar en los consejos académicos, en que se arrebatan cursos para demostrar que el individuo señalado no es necesario para el

desarrollo de la escuela. El programa pre-escrito corresponde a la neurosis de inscripción fallida que resulta de la frustración docente. ¿Y en qué consistiría el programa sino en un pacto de gobernanza académica? No hay que buscar un desafío epistemológico, sino reconstruir un acuerdo de administración para conservar condiciones de sobrevivencia laboral.

No dejar nada en el tintero es practicar la ilusión de haber empleado toda la tinta posible; es decir, haberla hecho correr a destajo. Pero eso es imposible, a menos que se dé vuelta el tintero y se derrame toda la tinta sobre la cubierta del escritorio. Los artistas chilenos lloran sobre la tinta derramada. Se escribe, a veces, de acuerdo con este fantasma, sabiendo que la metáfora se basa en una experiencia inexacta, porque ya no se tiene conciencia de lo que significa agotar la tinta de tanto poner la pluma, y tocar con ella el borde para dejar caer la gota de sobrecarga. Ya nadie usa pluma con porta-pluma, a menos que sea para dejar en evidencia los tropiezos gráficos elementales. Se escribe teniendo en mente la amenaza del papel secante. Hay quienes escriben con estilográfica y descubren que están determinados por la capacidad de retención del pequeño cilindro de émbolo (o de goma). Finalmente, la ciencia moderna ha resuelto el problema, haciendo fabricar unos cartuchos que igualan la posesión de una lapicera a la de un arma de fuego. Benjamin

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Peret acusaba a David Alfaro Siqueiros de haber cambiado el pincel por el revólver. Eso, mis estudiantes no querían saberlo. Y no lo supieron.

No dejar nada en el tintero no quiere decir que se ha escrito todo lo que se debía decir. No existe el todo-decir. Pero se refiere, más bien, a que se está en posesión de un arma cargada. El temor que produce no reside tanto en lo escrito como en lo que amenaza con ser escrito. De este modo, seríamos portadores de dispositivos de carga que podrían ser activados mediante un mecanismo cercano a la acción pentecostal. La escritura automática sería, más bien, cercana a la eyaculación precoz. No dejar nada en el tintero tendría una nueva acepción. En cambio, la escritura retentiva sería propia del cálculo que determinaría el destino de la última gota. La corrección de escritura está animada por una condena de la masturbación, con el consiguiente encubrimiento del efecto gráfico de la polución nocturna. En un antiquísimo filme de Bertrand Tavernier –“Et que la fête commence”hay una escena que causa revuelo en la corte. El futuro Luis XV ha dejado una mancha en la sábana. Las damas de cámara advierten jocosamente que el delfín ha hecho un mapa de Francia. Esta ha sido la más exacta definición de poder absoluto que he encontrado. La sabana ha recogido el escurrimiento crítico de un cuerpo cuyo enunciado seminal es homologado con la producción del cuerpo (político) del reino. Eso lo entendió perfectamente Lenin, que definió las condiciones de eficacia de la escritura en todas las insurrecciones del último siglo: no dejar nada en el tintero.

En la portada del primer número del pan-

fleto político “Réplica” (octubre 2021) he reproducido en grano grueso una fotografía de Lenin, sentado sobre un soporte de fortuna, escribiendo en unos papeles dispuestos sobre un escritorio portátil, lo que debiera ser un ejemplar de la ciencia de la consigna. Él no dejaba nada en el tintero, porque todo efecto de tinta se traducía en acción programática. Hoy día, nuestras autoridades políticas no escriben; ya están escritas. Estoy siendo lo más estructuralista que hay.

San Isidoro de Sevilla consideraba que la pluma era masculina y femenina a la vez. Al ser cargada sobre el papel dejaba una huella seminal, al mismo tiempo que al abrir sus partes como si fueran dos piernas, dejaba caer la tinta inscriptiva, atribuyendo a la escritura una procedencia menstrual. Pero esto conduce invariablemente a los versos de Georges Bataille, “Bebo en tu desgarradura / Separo tus piernas desnudas / Las abro como a un libro, / donde leo lo que me mata”.

Beber en la desgarradura es como dejar nada en el tintero. Algunas traducciones de esos versos emplean la palabra hendidura. No es lo mismo. La hendidura viene con el cuerpo. El desgarro es infligido desde fuera. La tasa de poeticidad estaría determinada por la conversión de la hendidura en desgarradura. No dejar nada en el tintero nos remite, en la escena interna de arte, a los efectos de lectura del famoso capítulo de Ronald Kay escrito para anticipar la obra de Eugenio Dittborn, “el cuerpo que mancha” (1979), en que homologa el color rosa pálido nacarado de las encías con el color del pliego de papel secante, disponible para eliminar los excesos de tinta. Es decir, activar la aparición del fantasma

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absorbente que ha procedido a la desertificación en pintura.

Toda la pintura chilena, desde 1970 a la fecha, ha vivido una guerra entre la tinta seca convertida en grumo portador del sentido de la Historia y la higienización de una performatividad de servicio que introduce el detergente como acelerador de limpieza. En este sentido, nunca ha habido una guerra más encubierta que esta, entre las obras de Eugenio Dittborn y Gonzalo Díaz. La tinta no ha escurrido. Se trata de una guerra de aniquilación frustrada. Ninguna de las dos fuerzas beligerantes posee el poder suficiente para aniquilar a la otra.

Sin embargo, los referentes de cada portador están semánticamente cargados. Gonzalo Díaz considera que los impresos de Dittborn regulan la distribución simbólica del piñén en el imaginario facial chileno. En 1982, Díaz no soporta la depresión cromática animista de Dittborn. El piñén, sin ir más lejos, es una materia que ha adquirido derecho de ciudadanía en el ejercicio de una representación, en la que diversos elementos de aglutinación protegen la costra que da forma a la pose del desfallecimiento.

He abandonado, buscando mi estricta conveniencia, el campo de las ensoñaciones estilográficas, para deslizarme hacia el campo de las tinturas. A Dittborn se le ha preguntado por el procedimiento en su obra y ha respondido “yo no pinto, imprimo”. Lo cual no es estrictamente así, porque partió entintando. Toda su obra de dibujo de entre 1973 y 1977 es realizada en tinta, con rapidograph. Lo que representa un trabajo de chino. Sin embargo, la polisemia china conduce hacia una

trampa semántica. Dittborn sería como el gran maoísta del arte chileno. En ese sentido, estaría determinado por la ruralidad. Pienso en los grabados de estampas populares de la guerra revolucionaria que estaban impresos en un libro que Siqueiros tenía en su biblioteca y que los estudiantes a los que me he referido nunca pudieron conocer. De ahí que el maoísmo dittborniano fuera un destilado de la vanguardia política vinculada al grupo Ranquil. Deseaba convertir a la plástica chilena en una pradera de la vieja China, pero tuvo que rendirse a la videncia de la gráfica alemana postindustrial y someterse al conceptualismo implícito en los insumos del gabinete de dibujo técnico, sometido a la ideología del normógrafo. Es curioso: su punto de partida es un dibujo deudor del surrealismo caricatural, para terminar, haciendo retratos gracias a la combinación de tramas, obtenidas de su férrea observación de los trabajos de diseño en una mesa de arquitectura. No hay que olvidar que el proto-conceptualismo chileno, en Leppe y en Dittborn y en Dávila, es de procedencia surrealista. Debería darles vergüenza por haber ocultado tanto tiempo sus procedencias. Lo importante no es saber hacia donde se va, sino de done se viene. Solo después de 1977, el dispositivo de interpretación se modifica, gracias a los resúmenes didácticos que la crítica canónica hace de los textos canónicos de Kristeva.

No ha corrido tinta suficiente respecto de la subordinación de la visualidad de Leppe y de Dittborn a los resúmenes y apuntes que hacen unos operadores de signos cuya filiación omiten. He estado estudiando el fenómeno de la marxistización acelerada de los becarios chilenos que van a París y Lovaina en los años 1965-1968.

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Resulta conmovedor constatar que la precariedad de las transferencias del marxismo no comunista local de entre 1969 y 1973 proviene de resúmenes y tomas de apuntes de textos que inevitablemente omiten sus contextos de producción. Es lo que ocurre con la sobrecarga de información recolectada en tan poco tiempo. Situación, por lo demás, normal, que define el universo becario del marxismo marmicoc.

En las artes visuales ocurre un fenómeno dogmático bastante curioso. Operadores textuales que provienen del campo literario, habiendo tenido estudios formales e informales, escogen las artes visuales como terreno de caza porque se presenta como el campo más desguarnecido de las ciencias sociales. Se arma, de este modo, un repertorio de temas y de formas que atravesará la década, demostrando de qué modo el imaginario chileno depende de la réplica determinante, con el agravante que se avergüenza de ello. En este terreno, falta tinta para encubrir los relatos de blanqueo de las operaciones de vitalismo fundacional. En relación al CADA, la vulgaridad teórica es solo comparable a la dimensión que adquiere el chamanismo ejemplarizante que sustituye el dolor de la derrota. Cuando falla la política, la izquierda recurre a la poesía. Al menos, se ha instalado la idea de que la historia comienza con nosotros. Es decir, corregiremos los errores e inconsecuencias de las generaciones precedentes, que pactaron lo in/pactable, deslegitimando la transición democrática. Me fui por las ramas. Para regresar será preciso pasar por la tintorería.

Habrá que pensar en la fascinación pictórica por los servicios domésticos. Lo

curioso es que se trata de servicios que involucran la apostura de los caballeros: costura, lavado, planchado, limpieza al vapor, tintorería. Hay unas pinturas de Berni y de Spilimbergo que son clásicas, en que la madre cosiendo a máquina ocupa el primer lugar de la escena, así como una planchadora, haciendo su trabajo sobre las arrugas en la superficie, marcando los pliegues. Pero son pintores argentinos. En la pintura chilena no tenemos costureras ni planchadoras. No deja de ser curioso. Cuando se trata de interiores, la tendencia es a la depresión clase-mediana. Hay que pensar en los interiores de interiores de Couve, con esos platos de ribetes azules y una palta bastante pasada, dispuesto sobre una mesa oceánica. Puede ser, también, un huevo cocido, flotando sobre una nata cromática desfalleciente.

Regreso a la tintura. Es decir, al manto sagrado con que se encubren las citas. Lo primero que hay que esconder en el arte chileno es de donde vienen las cosas. Esto proviene de la costumbre de cubrir las imágenes en las iglesias durante la semana santa. El arte chileno es un asunto de iglesias, por no decir, de sectas catecúmenas. Pero mejor queda la palabra tribu. Imagínense ustedes la escena chilena como yanomami. Imposible. No existe semejante ductilidad arquitectónica para exhibir las condiciones de recomposición ecológica de un shabono, que era la utopía que buscaba Juan Downey. Recientemente, he trabajado sobre unas aguafuertes de Downey, realizadas entre 1963 y 1972. Todas ellas pertenecen a la Colección Pedro Montes. En éstas, Downey expone sus diversas concepciones de la corporalidad. En verdad, es una sola concepción relativa a diversas enso-

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Libro Por las ramas de Roberto Merino

ñaciones. Cuando Downey viaja a Paris en 1961 piensa en la intestinalidad de los sentimientos, y en ese sentido es un fiel seguidor de la volcanicidad eyaculatoria de Matta. ¿Será posible hablar de este modo? ¿Sentimientos? Habría que pensar, más bien, en las percepciones. En la imaginación percipiente. En la existenciaridad. Lo que supondría atribuir a los arquitectos una sabiduría que no poseerían. Digamos: sabiduría dominante para diseñar un ministerio de la vivienda. Siempre he sostenido que se puede admirar la cerámica popular después de regresar de la cerámica inglesa. Es la rama de pensamiento que permite pensar que es solo desde la completud europea que se puede valorizar la máscara africana, como faltante predeterminado de las vanguardias que se sabe, Downey, en cambio, adquiere dicha sabiduría en el momento en que se traslada desde París a Nueva York. Sin embargo, permanece en él, el sentido impresivo aprendido en el Atelier 17. Lo lleva consigo como una marca, porque jamás abandona la determinación significante de las tintas.

Hay algo en lo que no había pensado al estudiar a Downey. Todo se refiere a Matta, en demasía. Matta es magmático. Está convencido de la homologación entre eyaculatividad y eruptividad de lava volcánica. Downey recupera los residuos ya enfriados de la lava del mismo volcán y con ellos inventa el universo intestinal que complementa la frase sartreana que leía en el curso de mis primeros estudios: “el la comía con los ojos”. Lo cual explica su fascinación por el valor del alquitrán para la ejecución del bloqueo a nivel de la placa mordida. La excavación sígnica va a depender de la acción del ácido. La tinta

se alojará en el fondo de dicha trinchera generadora de trazo. En eso consiste la tecnología de la marca reparatoria que se hace portadora de un inconsciente sismográfico. Downey será la reversión de Matta. En cambio, Eugenio Téllez será su devolución, al revisar la dialéctica viscosa de las tintas.

Roberto Merino me obsequió un ejemplar de Por las ramas y cuando leí el prefacio pensé que había sido escrito para hablar de mi trabajo. ¿De qué se trata? De un problema literario al que me introdujo la invención pictórica del “tema mínimo”, del que siempre me habló Gracia Barrios. Toda su pintura no es más que una sucesión de temas mínimos, hilvanados por unas hilachas que se amarraban como significantes flotantes. La portada me resultaba familiar. Sobre las ramas, había pájaros, distribuidos como sílabas negras. Eso viene de una canción que cantaba Eduardo Falú (Las golondrinas). La familiaridad me conducía a reconocer el dibujo del “hombre de los lobos”.

En términos estrictos, ese debía ser el árbol de referencia que sostenía mi atención flotante.

Una vez llevé a una modista al curso para que enseñara a tomar medidas, a dibujar unos moldes, a recortar unas telas, para coser lo más parecido a un jumper. Recién, en el 2021, pude colgar un jumper en una exposición. Había que recuperar el hilo. Debía ser el homenaje a un cierto espíritu de época escondido en el diseño de los bloques de edificios 1010 y 1020, que era la denominación con que se conoce un tipo de vivienda social de fines de los años sesenta. Esa prenda era

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un molde que definía la tolerancia escolar de los cuerpos. La inducción uniforme del contorno hacía que la silueta reprodujera la sombra fugitiva del deseo. Era lo más próximo a unos seres de tinta que se autorizaban para ejercer su dominio en la frontera de la tintorería, que conducía, por lo demás, hacia la leve sustitución letrista –duchampiana– que solo en francés permite pasar de teinture a peinture. De ahí que, la verdadera vocación de no pocos pintores chilenos proviniera del oficio del tintureros, en la medida que ponía de manifiesto la vieja premisa de la escuela de bellas artes, donde lo que primero que se aprendía era que los blancos se empastan y que los negros se entintan. La pintura desfalleciente adquirió su certificado de pintura materialista fijando el remanente sedimentario de la costra ontológica.

Semejante mecanismo de conservación de la tradición pictórica debía ser rebatido por una fregona, declarada madonna de la pintura chilena, a título de sustituto de lo que la virgen del Carmen es para las fuerzas armadas. Será bajada del altar para realizar labores de limpieza como una servidora que, trapo en mano, aplicará el detergente a toda la tradición corta del grumo impreso. La travesura consistirá en limpiar la acumulación de aceite quemado de auto, atribuyendo a la pintura una función sanitaria.

Sin embargo, el empeño puesto en obtener resultados reparatorios de la la figura de la sirvienta impresa en el envase de KLENZO, no fue suficiente. La madonna proviene de una pintura en cuyo centro había un espejo convexo que reproducía en miniatura la amplificación de la habitación en la que posaba una pareja. Durante los últimos setenta años se ha pensado que era el retrato de unos esposos y que la pin-

tura en cuestión era como un certificado de matrimonio. La firma del pintor acreditaba su condición de testigo. Sin embargo, últimos estudios han permitido validar otras hipótesis. Al parecer, se trataría del homenaje de un personaje a su mujer fallecida en el parto.

En el empleo de la figura impresa en el paquete de detergente, que sostiene en su mano la imagen de una mujer vestida con la misma ropa, exhibiendo la imagen de una mujer vestida con la misma ropa, y así sucesivamente, se levanta el recurso de la puesta en abismo, sugerida por el espejo convexo pintado en la obra del primitivo flamenco en 1434. Esto quiere decir que un recurso de esta naturaleza busca constituirse en un momento reflexivo radical en el seno de la pintura chilena.

Más aún, cuando la imagen de la sirvienta aparece impresa bajo una franja en que dos vacas pastan en un campo dividido de color. Lo cierto es que la asociación inmediata con la vaca holandesa parece fortalecer, tanto una búsqueda de limpieza de origen como de dependencia materna, nuevamente convertida en una ofensiva parodia. Pero sin duda es, también, una mención a los Países Bajos, lugar originario del óleo en pintura y que será el médium empleado principalmente por los primitivos flamencos, entre 1430 y 1560, a lo menos.

No dejar nada en el tintero implica redoblar la exhaustividad iconológica e iconográfica sobre un episodio, en que la degradación del carácter marial de la pintura chilena es puesto en evidencia mediante una operación crítica ejercida sobre las determinaciones católicas de un debate sin fin.

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Verde Óleo sobre tela 40 x 41 cm 2021

Actos fallidos

Apuntes sobre la pintura de Irma Sepúlveda

I. Entre los años 1330 y 1332 el monje bonzo Kenko Yoshida se dedicó a escribir en doscientos treinta y cuatro trozos de papel que se fueron apilando en su cabaña. En estos fragmentos, el monje depositó ocurrencias, pensamientos y reflexiones sobre el día a día, sobre la sociedad, sobre la muerte y sobre la trascendencia. Hay quienes dicen que escribía por mandato del príncipe Kuninaga, mientras que otros afirman que lo hacía por una necesidad personal. Yoshida, en el fragmento 19 del Tsurezuregusa escribe: “(…) si no expresara lo que aflora en mi mente creo que se me inflamaría el vientre de irritación y de cólera. Así que prefiero dar rienda suelta a mi pluma; faena inútil y digna de lástima”. Como explica su traductor al español, Justino Rodriguez, el monje Kenko disfruta de rodearse de lo efímero y de ser un observador lejano que observa con paciencia el pasar de las estaciones mientras bebe unas copitas de vino y reflexiona, escribiendo, sobre la inconsistencia y la fragilidad de las cosas. En ese arrojo por escribir, por plasmar las ideas que van y vienen, él entiende que la importancia de su hacer no radica en el reconocimiento que éste puede otorgarle, sino que lo que otorga valor a su trabajo es el intento por mantener en el tiempo momentos y cosas que no tienen sentido, que nadie más valora o que en definitiva, nadie más ve.

Hay otros escritores y artistas que también se han convertido en receptores de esas frecuencias menores, las que muchas veces son difíciles de identificar y plasmar. Han sabido cómo dar valor, a través de gestos materiales, las experiencias cotidianas, imágenes transitorias y rasgos sencillos que tienden a ser pasados por alto.

Las pinturas de Irma Sepúlveda (Santiago, 1990) aparecen en mi recuerdo como una constelación fragmentaria de telas que cuelgan dispersas a lo largo y ancho de muros blancos. Acto seguido imagino la cabaña del monje con sus cientos de papeles desplegándose en el espacio de manera similar. En las oportunidades en las que me he podido enfrentar directamente a las pinturas de la artista, siempre me ha llamado la atención la manera en la que los soportes son dispuestos en el espacio: heterogéneos y dispares, las obras varían en formato, en montaje y en color. Las pinturas de Sepúlveda, en su mayoría óleos sobre tela, escapan de la clásica impostura académica del lienzo sobre bastidor. Ese que cuelga con clínica perfección sobre los muros blancos de un determinado espacio artístico, emanando la presencia rígida y compuesta de una obra que se presenta como terminada. Al contrario, es lo ecléctico de las obras, sus temas y sus soluciones pictóricas, lo que demuestra el carácter y el arro-

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tII, Óleo sobre tela 197 x 142 cm 2022

jo que proyecta la artista al momento de trabajar. Y que la intención, sobre todo –y de manera similar a la escritura de Yoshida–, es poder pintar.

II. Para bajar mis recuerdos a algo concreto, abro un documento donde están recolectadas imágenes de su obra. Abro el archivo y reviso, una tras otra, las diferentes imágenes que la artista agrupó bajo el nombre “pinturas”, y que muestra cómo se ha ido desarrollando su trabajo desde el año 2012 a la actualidad. Mientras me deslizo por el archivo, las páginas avanzan mostrando obras con nombres que exhiben que la manera de denominar las imágenes se balancea entre polos que van de lo ambiguo (“WW”, 2018) a lo concreto (“Helena Blavatsky”, 2016), haciendo referencia a la naturaleza (“Caballo blanco”, 2018) y a lo digital (“Img_0003”, 2015), pasando por una gran variedad de obras sin título que muestran a hombres, paisajes, gatos, o planos de color denominándolos por igual. A pesar de lo variado de los nombres y del tipo de imágenes que son plasmadas en obras de la artista, se identifica en todas ellas un intento de captura rápida que parece emular un pestañeo, un flashazo o un pantallazo que se ve reforzado por el gesto formal con el que se arma la imagen. Las aguadas y los brochazos que conforman las pinturas muestran que hay una búsqueda por armar volúmenes que se plasman en los lienzos con la mayor economía posible, como si la tarea hubiera sido modelar una imagen sin pestañear. En este intento aparecen imágenes que son elaboradas más de una vez. En “The Fellas” versión 1 y 2 (2015) se aprecia cómo la artista no borra, pone o quita más pintura cuando quiere volver a trabajar la imagen, sino que la vuelve a hacer, en un lienzo aparte. Aparecen versiones como negativos en donde se iluminan otros sectores y se dejan entrever otros deta-

lles. Borrón y cuenta nueva: aquí vamos de nuevo. La imagen que da origen a “Ya es de noche” tiene cuatro versiones, una de 2016 y otras tres realizadas en 2019, y en todas el resultado es diferente, en los intentos se ve que la certeza, las ganas o el tiempo dedicado a conformar la imagen no fueron las mismas. De cada versión emanan distintas atmósferas. Sin embargo, aquí no hay errores o bocetos, hay solo versiones de una misma captura de origen a la que no tenemos acceso y sólo podemos llegar a inferirlas a través de los fragmentos que la artista comparte con nosotros.

El teórico alemán Hans Belting plantea que los medios visuales surgen a partir de la propia experiencia corporal, como una manera de superar las limitaciones del cuerpo físico. Así mismo, la artista parece traspasar esta búsqueda por captar imágenes que la memoria no será capaz de mantener en el tiempo, a través de lienzos pintados que se vuelven una expresión material de las imágenes que aparecen por un momento frente a los ojos. Siguiendo esta proposición, las obras desplegadas en el espacio se vuelven extensiones de su cuerpo, que exceden sus ojos y su memoria, como una constelación de retazos con el cual se va trazando un recorrido de lo visto y lo vivido, y que luego es presentado frente a nosotros como un archivo personal que nos permite ver lo que se vio. Ponernos en el lugar de sus ojos, al menos hasta pestañear.

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Img_1 Óleo sobre tela 198 x 130 cm 2022 24

III. Del archivo desperdigado de telas y papeles pintados, dibujados y manchados a la recolección en digital compuesto por láminas blancas, detalladas y comprimidas. Pongo atención a este desplazamiento de lo análogo a lo electrónico, ya que éste último –el PDF– se presenta como una versión más rigurosa del laberinto mental que permite que una espectadora lejana entienda un recorrido visual y mental que no es evidente. Las obras de Irma me parecen fascinantes precisamente porque no siguen la secuencialidad lógica, estructurada y formularia que al arte tanto parece gustarle. Se ha escrito mucho sobre cómo la cultura visual contemporánea nos bombardea con imágenes y estímulos disímiles a través de los distintos medios que nos rodean, y que nos generan pastiches de imágenes, sonidos y sensaciones de todo tipo que hacen difícil navegar a través de la experiencia cotidiana. Sin embargo, se continúa exigiendo rigurosidad y certeza, incluso una suerte de limpieza al momento de transmitir estas experiencias con las imágenes a los demás y hacer un acto de traducción comprensible de ese entorno hiper-mediado que nos sobreestimula. Me parece que en el trabajo de la artista hay un método para ralentizar el caótico proceso de bajar a lo concreto el vertiginoso entorno que nos rodea. Las pinturas fragmentarias sirven como piedras para fijar un punto del trayecto y seguir adelante, conforman un rastro que permite ir y volver. Recolección en donde todo tiene proyección para volverse obra: bocetos, ensayos y errores. Meme, foto familiar, conejo, captura de Youtube, cinearte, concierto popular, esquela, caballo, hombre, cantante, actriz, mano, pelo, flor. Porque todo es concepto, imagen, y luego, nada. Luego mancha y pintura que cuelga de dos o tres clavos. Luego pintura que viaja por correo a través del internet convertida en bits de información. Luego palabras que se convierten en conceptos, imagen, bits y así sucesivamente.

Lo que nos rodea tiene ese potencial de ser transformado una y mil veces en diferentes materialidades que intentamos capturar y compartir. Hay

manos que logran capturar, recoger, seleccionar y trabajar las formas para entregarnos una pausa del tiempo. No se trata de elaborar elevadas o complejas estructuras para decodificar lenguajes secretos, se trata más bien de otorgar valor a lo que puede ser evidente y a lo que nos genera emociones, a lo que pasamos por alto y luego tendemos a olvidar. Todo a través de un gesto rápido pero eficiente, libre de contornos agresivos y de esa traducción pedagógica que no deja espacio para la imaginación personal. Aquí hay mucho de juego, del poder ser y del poder hacer también. En sus obras se evidencia el disfrute y el tedio del acto de pintar, del intento muchas veces fallido de dar con algo concreto y certero, algo que sea legible por los ojos ajenos. Pero aquí no hay revelaciones, no hay trucos repentinos mediante los cuales las obras se completan. Hay, por sobre todo, variados intentos de desarmar las imágenes, despliegues de obsesiones personales, aceptación del fracaso como método y pretextos para enriquecer y enfatizar ciertos momentos y sucesos que conforman la realidad a través del acto de pintar.

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Img_2 Óleo sobre tela 145 x 218 cm 2016 26
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Pájaro Óleo sobre tela 90 x 103 cm 2019
Santiagueño Óleo sobre tela 61x 54 cm 2022 29
Brother Óleo sobre tela 200x89 cm 2022 30
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BRAMADERO

Ninguna otra concursante la supera en la monta del toro. Con los senos al descubierto y acoplada al animal salvaje, la joven circunvala la pista en aterrante carrera. Gira sobre sí misma como una peonza rematando sus destrezas con brincos de un costado al otro del animal.

La multitud ovaciona a la hija del tabernero reclamando para ella la gran corona de laurel mientras en los palcos las damas minoicas especulan con risillas soeces sobre las malas artes empleadas por la joven para que el toro le obedezca.

Un muchacho de nombre Catreo, corre galerías abajo para acercarse a la campeona. Advierte un raro promontorio en su tabique nasal y distingue inmediatamente en esa imperfección la particularidad que hace que la belleza supere a la belleza.

Encargado de ejecutar los murales de Cnosos y Heraklion, el joven Catreo decide seguir a la joven donde quiera que vaya para dibujarla y perpetuar su nariz fabulosa. Helo ahí sentado en la taberna donde los viejos cretenses se reúnen con sus flautas y mandolinas a tocar melodías anteriores a la letra escrita. El joven espía a la atleta con ojos ávidos, ella lo advierte identificándolo como el artesano más connotado de la isla. A medida que avanza el día hacia la noche, los músicos se alternan variando ritmos y cantos para encender los ánimos de la concurrencia. Los hombres inician las danzas a las que luego se suman las mujeres abrazadas hombro con hombro, enfrentándolos.

Secundada por sus primos y primas, la hija del tabernero escancia el vino circulando de un lado a otro de la sala atenta a los pedidos. Ubicado sobre

una tarima, su padre vigila y espabila a los encargados de las mesas y la cocina.

De pronto los bailarines la rodean envolviéndola en una trenza a la que Catreo se suma. Una vez finalizada la ronda, los músicos descansan y en uno de esos momentos de inesperado silencio, a lo lejos se escucha un lamento desgarrado. La joven se agita y sale por una puerta lateral hacia la calle. Seguida por Catreo enrumba hacia las lindes de la ciudad donde se emplaza el bramadero y se deleita con el sigilo del hombre que se ha convertido en su sombra.

Bajo la límpida atmósfera de luna clara, las súplicas del toro reverberan bajo el parpadeo de las estrellas en el suelo.

Catreo se detiene cuando la muchacha traspone las puertas de la empalizada. Le parece sacrílego seguirla hacia el interior del recinto en el que se aparean los vacunos. La luna moldea el contorno de los cuerpos sobre un fondo de oscuridad donde se distinguen las figuras proyectadas la atleta y el animal que con la cabeza gacha golpea el suelo con la pezuña. En el reproche de la bestia no hay enojo ni rabia. Hay sufrimiento.

Su dueña se le abraza al cuello, le habla al oído, le acaricia el hocico y lo vuelve a abrazar. Robusta es la espalda del hombruno animal ahora erguido sobre sus patas traseras.

Su aliento es cálido, áspera su lengua y el vacuno desciende con sus rizos negros a lamerle el humedal. Catreo avanza por el laberinto y asiste al apareo mientras la joven le entrega su perfil inmortal.

FICCIÓN 33
Antonio Soto

Una breve historia de ajusticiamiento

No hay ningún otro documento que asegure que esta fotografía fue tomada ni que la figura que ahí se encuentra es la del anarquista Antonio Soto más que la propia fotografía aquí reproducida.

Según el novelista inglés Bruce Chatwin, todavía a fines de los años 70s, algunos gauchos y peones propagados por la Patagonia argentina recordaban a un “gallego pelirrojo” que vociferaba por las calles de los poblados de la provincia de Santa Cruz frases inspiradas en las lecciones de Bakunin y Kropotkin. Se decía que había aprendido las ideas básicas del anarquismo con José María Borrero, un conocido abogado y orador español de los puertos australes. Se dice que ambos se conocieron en enero de 1920 en la localidad de Río Gallegos. En ese entonces, Antonio Soto se desempeñaba como tramoyista de la compañía teatral itinerante López-García, una pequeña asociación andaluza que pululaba dentro del extremo sur argentino interpretando obras de Lope de Vega en teatros y salas de corte popular.

Cuando la compañía se encontraba montando El perro del hortelano en una hemeroteca de la Sociedad Obrera de Río Gallegos, uno de los focos que colgaban del escenario por poco cae encima de una de las actrices. Con el fin de esclarecer las causas que provocaron este incidente, buscaron al encargado de las luces para que respondiera unas cuantas preguntas de protocolo. Dicha supervisión fue interpretada por Antonio Soto como un ataque contra su persona perpetrado por los jefes

de la compañía. El acusado se defendió diciendo que no era culpa suya que a los actores les gustara ponerse debajo de los focos.

Sentado en las butacas del fondo la sala, hundido en un abrigo de paño negro, se encontraba José María Borrero. El alboroto hizo emerger en sí una rara certeza. Estaba en ese momento de la vida en que la novedad es un animal poco común. Como resultado del paso del tiempo, su voz había perdido autoridad, su esqueleto postura y su mirada convencimiento. Además, una prominente barriga que le nacía a flor del estómago, acusaba su debilidad por la bebida y la buena mesa. En definitiva, estaba cada vez más lejos de la imagen que quería proyectar de sí mismo. Pensó, entonces, que Soto podía ser un buen soporte para vehiculizar sus ideas. Soto era la voz que podía interceptar los pensamientos que estaba escribiendo. Soto tenía la contextura suficiente para soportar y difundir las ideas subversivas que quería poner en marcha.

Los señores López-García aceptaron de buen modo la renuncia del gallego, que subió las escaleras del subterráneo a los gritos. Dicen que la compañía se disolvió en 1925 debido a un torpe accidente que involucraba una cuerda, un zapato y diez kilos de carbón.

Antonio Soto tenía una tendencia natural a persuadir. Había convencido a todos sus colegas de haber nacido con dientes, lo que le impidió ser amamantado por su madre. Decía que tuvo que

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rajarle las tetas a la responsable de haberlo traído a este valle de lágrimas. Al poco tiempo de reunirse con Borrego, aprendió lo que le faltaba saber de anarquismo. Si bien ambos nombres son vistos por muchos como una “mera curiosidad de la historia de la clase obrera argentina”, en los eriales yermos patagónicos al gallego Soto se le recuerda por ser el dirigente sindical que organizó a las proles rurales y las llevó a levantar las armas contra los “sucios explotadores”.

Sus discursos hacían énfasis en que la clase trabajadora debe ser “el primer testigo de la opresión”. A Soto se le hacía evidente la necesidad de dar un paso hacia atrás para distinguir “la prepotente verdad de la explotación” de “las falsas promesas del trabajo asalariado”. Durante su labor, reunió en un solo sindicato a los estancieros, los cargadores y los carreteros, los albañiles, los maquinistas y los petroleros. Todos estos gremios sufrían las precarias condiciones laborales que tanto la industria ganadera como la de los combustibles ponían en práctica. Al principio, el gallego Soto exhortaba a sus compañeros a dejar el trabajo y declarar la huelga con el motivo de subir los jornales que recibían al final de cada día; estrategia que no prosperó tal como él lo imaginaba. A medida que su figura política crecía, radicalizó sus tácticas y le declaró la guerra a la propiedad privada. Junto a un grupo que no tenía nada que perder, algunas fincas de importantes figuras del comercio ovejero y petrolero fueron tomadas por la fuerza. Así como la garganta que ha acumulado un grito demasiado estridente como para que salga por la boca no logra articular un sonido, también la expropiación de facto es demasiado contundente para el entorno desprovisto de preocupaciones que en el que vivía el capital.

La clase dirigente de Río Gallegos era el resultado de varios cruces generacionales entre las familias descendientes de colonos septentrionales del sec-

tor y los capitales extranjeros que venían a explotar el espacio o las materias primas que ofrecía la Patagonia. A comienzos del siglo XX, los ingleses allegados se sentían profundamente argentinos y los argentinos de bien profundamente británicos.

Un año después de iniciadas las huelgas, las principales fortunas del medio vieron sus ganancias reducidas. El alguacil y el cuerpo de seguridad de Río Gallegos se vieron sobrepasados en su intento por recuperar y mantener el orden público. Fue el propio Hipólito Yrigoyen quien tomó la decisión de enviar las tropas del 10º Regimiento de Caballería con el propósito de pacificar la zona. El presidente designó al mismísimo teniente coronel Héctor Benigno Varela, un hombre descrito por sus compañeros como un militar de radical patriotismo, la misión de “ir a la Patagonia, ver lo que estaba ocurriendo y tomar las medidas que su deber le sugiriera”. Diversos cronistas de la época de todas las tendencias políticas describen al teniente coronel Varela como un hombre de baja estatura. Algunos historiadores actuales especulan, a partir de la medición de los trajes que se encuentran en el Museo Histórico del Ejército Argentino, que Varela no superaba el metro cincuenta y cinco de estatura. Sin embargo, de lo que también dan cuenta las crónicas y el desenvolvimiento que tuvo en la campaña de pacificación, es del profundo terror que inspiraba dentro del 10º Regimiento de Caballería.

Doscientos soldados y ciento cincuenta caballos zarparon desde Buenos Aires en el transporte de la Guardia Nacional rumbo a Santa Cruz. Cuando llegaron a Río Gallegos, los hombres de Varela consiguieron romper la huelga y desarmar a los rebeldes en poco tiempo. En pocas ocasiones fue necesario recurrir a las armas de fuego. Sin embargo, a las pocas semanas, un segundo estallido se gestaba con mayor fuerza y convicción. El comercio cerró sus puertas y los latifundistas tapiaron las ven-

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tanas de sus casas. La desobediencia de los obreros hizo irritar al teniente coronel Varela. Se prometió a sí mismo que no volvería a ser tan indulgente y que se haría de todos los medios posibles a su alcance para ponerle fin a este asunto.

Los anhelos de Antonio Soto fueron sepultados en la estancia La Anita. Una cortina de militares rodeó a la última escuadra que se mantenía fiel a sus ideales. Seiscientos camaradas argentinos y chilenos, todos parias, obreros y campesinos, se enfrentaban a un ejército profesional armados con guadañas, palos y unas pocas escopetas que habían sacado de la casa patronal. Dos jóvenes chilotes se acercaron a parlamentar la rendición flameando una polera que hacía de bandera blanca a modo de súplica. Cuatro balas les atravesaron el estómago, haciendo estallar la sangre y los pálidos huesos de sus costillas. El resto de los amotinados, levantaron la vista en búsqueda del gallego Soto para ver qué se le ocurría. Pero éste, al saber que se encontraban a merced de sus verdugos, junto con otros doce muchachos, ensillaron unos caballos que pastaban en el establo y escaparon de la inminente masacre. Algunos dicen que llevaba un rosario entre los dedos y que se puso a rezar a pesar de su ateísmo recalcitrante.

Una vez terminada su labor, Varela y los oficiales fueron celebrados por la comunidad argento-británica en el salón principal del Hotel Progreso de Santa Cruz. Los ensombrerados señores, vestidos para la ocasión con su mejor traje de etiqueta, agradecían al teniente coronel por haber extirpado el cáncer anarquista de sus vastas llanuras. Inspirados en la vestimenta decimonónica (el glamour llegaba siempre con un desfase de dos décadas a la Patagonia), estaban metidos dentro de hermosos sacos grises. Desde los hombros, bajando por las costillas, las chaquetas se iban estrechando hacia atrás a partir de la cintura, formando un par de faldones que les tapaban las posaderas. Con la

mano izquierda, sostenían un ancho vaso de cristal servido hasta el tope con un whisky espeso como el petróleo. Con la mano derecha, se llevaban a la boca, entre trago y trago, un ancho y alargado puro de contrabando. A medida que avanzaba la noche brotaban, en la nariz de un estanciero gordo y prepotente, los rojizos y dilatados vasos capitales que se ramificaban desde las mejillas como una frutilla venérea. Esa noche a los patrones no les importaba manchar la camisa blanca de lino recién planchada o derramar gruesas cenizas sobre el pantalón de franela a rayas comprado para la ocasión. Incluso uno de los estancieros más sofisticados, que al comienzo de la noche llevaba una corbata negra de cachemira abrochada a la camisa con un sujetador de plata traído directamente desde Potosí, ahora discutía con los botones de su chaleco para que no dejaran al descubierto sus prominente barriga. Sin distinción alguna, todos los magnates mantenían los ojos como dos ranuras arqueadas por la felicidad. Este despilfarro nocturno incomodaba a Varela, acostumbrado a las austeras formas del ejército. Algunos camareros que sirvieron las bebidas esa noche, cuentan que se limitó a beber jugo de grosella y se retiró a sus aposentos antes de la media noche.

La venganza disfruta de la simetría. Un año después de finalizada la campaña, el 27 de enero de 1923, Kurt Gustav Wilckens, un anarquista alemán de Bad Bramstead, asesinó al teniente coronel Varela en la intersección de las calles Fritz Roy y Santa Fe, en Buenos Aires. Los relatos varían, pero la mayoría coincide en que Wilckens lanzó una bomba al interior del auto de Varela y luego le descargó cuatro balazos a quema ropa. Cinco meses después, una vez apresado y trasladado a la cárcel metropolitana, el entonces famoso reivindicador fue, a su vez, asesinado por Jorge Ernesto Pérez Millán, un miembro fanático de la Liga Patriótica de Argentina que consiguió infiltrar al interior del recinto un revólver cargado.

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Bruce Chatwin en la Patagonia en la decada de los 40.
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Esteban Lucich Dubrovnik, 1883 - Buenos Aires, 1955

Pérez Millán, buscando evadir la cárcel, fingió ciertos signos de desequilibrio metal y fue declarado interdicto. En el juicio se dictaminó que fuese trasladado al Hospicio Vieytes, un hospital psiquiátrico ubicado a las afueras del conurbano. Una vez instalado en el pabellón destinado al tratamiento de pacientes con primer brote, gozaba del privilegio de mantener correspondencia con otros miembros de la Liga.

En el ala norte del mismo edificio, en el pabellón de internos psicóticos, el yugoslavo Esteban Lulich entablaba amistad con el profesor Boris Vladimirovich, un anarquista soviético recién trasladado al hospital desde la cárcel más austral del mundo. Nunca se han aclarado del todo las razones por las cuales Vladimirovich pasó de ser un convicto a un paciente psiquiátrico. Algunos especulan que fue algo tan trivial y afortunado como un alcance de nombres lo que originó el traspaso. Lo cierto es que, a lo largo de una semana, Vladimirovich le fue narrando, poco a poco, a su compañero de habitación Lulich, la trágica historia de sus compañeros de lucha en la Patagonia. “Un asesino abandona el sistema moral de valores. Un revolucionario lo exacerba” solía decir Vladimirovich. Para una fracción de la izquierda, el rigor moral del revolucionario, que puede alcanzar una arrogancia subjetiva, incluso presuntuosa, es a la vez la condición previa que tiene el izquierdista para superar los escrúpulos que emergen cuando se trata de matar a una persona. “Uno ve la perversión moral del sistema capitalista”, dictaminaba Vladimirovich. “Uno ve las personas que actúan perversamente en este sistema y tiene el deber de juzgarlas, condenarlas. Sólo esa condena moral es la que puede poner en marcha la imagen del capitalista como la personificación del mal. Nadie ignora de que hay personas que deben pagar por lo que le hicieron al pueblo. La culpa personal y personificada juega un papel importante en esa materia. Y si la muerte del capitalista es necesaria para la liberación, es por

ende justificable aniquilar ese mal, esté donde esté personificado. Es necesario aniquilar personas. ¿Por qué crees que existen tantos obreros, tantos campesinos que apoyan nuestra causa, Lilich? Yo te diré por qué: porque hay un punto de partida común, y ese es la indignación general sobre la actual situación social que cruzamos… es la rabia de haber sido perseguidos, de que el Estado haya asesinado, de que haya exterminado a obreros y campesinos. Todo esto tiene causas sociales que todavía están presentes y que aún no se ven reflejadas en acciones políticas de ningún bando”. Paulatinamente, como un aljibe que destila gota a gota una botella de ginebra, Vladimirovich logró convencer a Lilich que asesinar a Pérez Millán era un acto de justicia.

La mañana del 9 de noviembre de 1925 Lilich, impulsado por el fulgor que inyecta la sangre de certeza, caminó por los oscuros recovecos que llevaban al pabellón de primer brote. Al interior de una hogaza de pan, escondió una pistola de 9mm cargada hasta el tope. El pulso errático de Lulich, síntoma no poco recurrente en los primeros pacientes con tratamiento de neurolépticos, provocó que la mitad de las balas no dieran con su objetivo. Las últimas cuatro municiones le atravesaron el pecho a Pérez Millán. Sin embargo, debido a la gruesa contextura que había adquirido en el Hospicio, el plomo no alcanzó a dar con ningún órgano vital. Al parecer era tan pequeño el corazón del reaccionario que dicha mezquindad fisiológica le salvó de una muerte expedita. La larga agonía por la que tuvo que atravesar le permitió ser titular de la prensa oficialista por casi una semana de corrido. El día de su fallecimiento, el Estado rindió los homenajes que están reservados a los soldados caídos en el campo de batalla. Dicen los diarios de la época que detrás de la pompa fúnebre, venía un camión de mudanzas en el que se podía leer “las pertenencias de Jorge Ernesto Pérez Millán”.

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El fardo Claudia Donoso

Durante los años 2015 y 2017 la escritora Claudia Donoso reunió una serie de fotografías que ponen en evidencia su fijación por los avisos de Yapo en el rubro de viviendas, vestuario y empleo.

Las fotos que acompañan el texto fueron tomadas con su celular y sin un propósito definido.

Atados

Ropita de guagua de segunda mano. Vestido de gala.

Set de corbatas.

Vestido manga globo.

Al abrir el fardo revientan los atuendos por lucir.

Se arman los atados, los conjuntos.

El jumper sigue arriba de la cama.

Las chaquetas todavía no se van.

Acostados en el pasto, en las gradas, desinfectados, lavados, planchados, colgados de las perchas.

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Las novias cumplen su sueño. Nos arropamos o desarropamos según el clima.

Yo andaba poco arropada para tan mal tiempo.

No tenía vestuario apropiado para la ocasión.

Cuidado con los traficantes de réplicas.

Eres lo mejor de tu ropero.

Tu esencia es extracto individual de ninguna otra que tú.

Puede una persona ponerse una cuerda al cuello.

Yo me allego a la chenille. La chenille es sosegada. La chenille gusta de la calma.

Bodys. Tops, crops.

Vestido full brillo, prendas dama full tendencia a sufrir dolores de cabeza, de espalda, de pies.

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Muchas veces me dejan esperando algo con lo que contaba y no llega.

Vestido de graduación.

Mangas de mariposa, la sisa hay que adaptarla.

Falda tubo elasticada para señoras que no desean pasar desapercibidas pero tampoco pasarse de la raya.

Cuidado con la blusa mangas de murciélago.

La ropa sucia se lava en casa.

En las fotografías en blanco y negro, el gris es rojo sangre.

Disparo a quemarropa.

Me imagino que me están grabando. No hay que meterse en camisa de once varas.

Escondo el rostro, doy la espalda, me corto la cabeza.

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Soy boliviana, venezolana, peruana, colombiana con papeles al día.

Ruana étnica maravillosa, aseo profundo integral.

Traje de huaso elegante, vestido auténtico de niña mapuche, inventarios, soy chilena de Chillán.

Ofrezco clases particulares de guitarra.

Busco de cajera, aseo profundo, atención al cliente, aseo, lavado, planchado.

Busco de secretaria, relaciones públicas.

Puntual, respetuosa, carismática.

Soy dermoconsejera.

He sido embajadora de una conocida marca de champán.

Buena estatura, calzo 40.

Busco de recepcionista, experiencia en inventarios, preparación de tragos en coctelera.

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Dicción, personalidad.

Delgada, dentadura perfecta, siempre de punta en blanco. No masajes, no amistades, solo pega.

Me ofrezco para cuidar casas, disponibilidad para trabajar de Santiago hasta Punta Arenas.

Ojos verdes, ordenada, pelo corto. Honesta, morena, tranquila, necesito trabajar ya que tengo un hijo.

Polifuncional, busco de repostera, garzona, secretaria, vendedora, atención al cliente.

Experiencia en retail y en crear contenidos para pequeños emprendimientos y marcas personales.

Abierta a cualquier oportunidad laboral, con ganas de pertenecer a un equipo alegre y responsable.

Robusta, compacta, organizada, proactiva…

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ANTONIA FAZIO 52

Gente normal (loca)

I.C. a los doce años escribió un cuento, lo escribió en un tiempo en que la invadió un sufrimiento abrupto. La historia iba de un par de orejas que eran felices en un grado aceptable. Pero un día un zumbido impertinente, que les venía de adentro, les impidió escucharse más. El problema de un rumor en la oreja, como cualquier otro malestar cuya proveniencia interna es una evidencia indiscutible de que el ruido y el mal no siempre son culpa del vecino, puede provocar un colapso nervioso.

Los nervios son la señal de que se es humano: un mamífero que en un momento de su vida se da cuenta de que un día no estará más. Eso lo separa de sí para siempre (salvo en circunstancias maníacas, narcóticas o egóticas). A veces los niños hacen preguntas que generan extrañamiento en los adultos, quienes ya olvidaron que, en realidad, sobre los esencial, no saben nada. Nabokov dice que la conciencia de muerte le llegó cuando tuvo un episodio de cronofobia (vio una película casera antes de su nacimiento: vio el mundo sin él). Escribió: la cuna se mece sobre el abismo.

No obstante muchos digan hoy (con justa razón) –contra del humanismo– que el ser humano no es distinto de las otras especies; no lo creo. Un dinosaurio, una rosa, una jirafa o una mascota humanizada no tienen Abismo. Si la crítica es que no somos superiores, podemos estar de acuerdo: somos más inteligentes pero también más suicidas, una cosa anula a la otra, así que les daremos el punto a los críticos; pero lo que no tranzaremos es la idea

de que nuestra diferencia –¿trágica?– es que sobre nuestros fundamentos no sabemos nada, las otras especies tampoco, pero nosotros sabemos que no lo sabemos. ¿De dónde venimos? Somos animales huérfanos, que inventan orígenes para no flotar tanto. Hay quienes son capaces de escuchar ese silencio, otros hacen ruido para no saber nada de eso, como sea, sobre lo que cada quien hace con lo imposible no es pertinente andar opinando.

I.C. ante el enigma de sus nervios, resolvió que debía buscar la Verdad, esa que sus orejas interrumpidas impedían. Pero ni los ojos la tenían, aunque la prometían –siempre podían llegarle imágenes espectaculares como zumbidos que se incrustan adentro–, tampoco la nariz, la que ante la imposibilidad de clausurarse y seguir respirando a la vez, puede sufrir invasiones odoríficas (cuando algo está podrido, como ocurrió según Hamlet en Dinamarca, la respuesta puede ser la locura). Su decisión narrativa fue declarar que la boca salvaría el día. Solo si estaba dispuesta a probar, entrecerrarse y, decir después, solo después, algo así como una verdad discreta, parcial, transitoria, a medias. Una verdad a medio camino. El problema es que se requiere cierta madurez de espíritu para aceptar ciertas cuotas de desengaño, una ligera melancolía vital para concebir que las cosas pueden ser un sí y un no a la vez.

Cuando se le preguntó a I.C. de qué se trata su historia, dijo que de las neurosis (quien escribe acá nunca pudo definir de modo escueto qué significa esa palabra. Sabe que algo tiene que ver con los ner-

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vios y el Abismo, ese que no tienen las jirafas ni las mascotas humanizadas). Se interroga a I.C.: ¿qué es una neurosis?

Su boca escribe en el aire: sentirse mal sin estar enferma.

Una hermana miró a la otra y le dijo que estaba inflamada. La segunda hermana, a quien llamaremos C.G. no lo podía creer, habría preferido la palabra gorda. Ofensa corta, nítida, clásica. Pero luego descubrió que la mayor tenía razón, una experta en nutrición le dijo que hoy se habla de inflamación como un estado entre la salud y la enfermedad, y ella, estaba oficialmente inflamada. C.G. no tiene hambre en las mañanas, ama las mañanas y el café. Su problema, que no alcanza, según dice la experta, a ser una enfermedad, es por las tardes. Picotea, aunque sabe que “no se debe comer a deshora”, pero en su defensa diremos que hay demasiadas cosas que sabemos, pero que no entran. Hay verdades que son como zumbidos de mosca. Saber y escuchar no son lo mismo.

C.G. experimenta el Abismo de distintas formas am que pm. En las mañanas es liviana. Cada mañana es la esperanza. Cuando el sol se ubica en su punto más alto, la perspectiva cambia y las cosas aparecen como verdades groseras, sin sombra ni variaciones. Un desierto de aburrimiento latigudo (¿el oasis es el horror?). La tarde, cuando aún faltan varias horas para el atardecer, se le vuelve un estado en que algo acaba, pero nada empieza; queda suspendida entre un mundo y otro, como esos tiempos en que salen cosas inflamadas como los monstruos y los fascismos. En este caso, su terrorismo oral (suena parecido a fanatismo moral. No es casualidad). Se siente a ratos como una delincuente menor, mediocre. Comer así, sin hambre, con una boca aburrida, nihilista, ni saludable ni enferma, hace de su boca una que no salva nada, solo repite un picoteo ratonil, compulsivo; como esas personas a quienes

no les sale nada nuevo de la boca, no se nutren ni nutren a nadie. Pequeñas adicciones para pasar la tarde... una tarde como un zumbido que viene de adentro. Las tardes no son decepción sino un aburrimiento grave. Es hablar como si se hablara. Una sociabilidad para desertar. Como un animal neurotizado, que se come su caca. Un animal que pierde su belleza.

Siglos de aburrimiento fueron profetizados tras la colonización de la sociedad de consumo. Occidente de posguerra se llenó de cosas, y ¿qué más se quiere cuando se quieren cosas? Más cosas: zapatillas, sexo, deporte aventura, agrandar la bebida. Da igual. Pero el aburrimiento no cesa con el vicio. ¿Será entonces que la sacudida del horror podría ser una respuesta adecuada al aburrimiento mórbido? Es posible. Aunque también lo es que el horror quede deshorrorizado, y que su cotidianidad no genere ningún efecto más que un diagnóstico de inflamación, cuyo tratamiento no pase de un cambio de dieta.

Cada época tiene su tarde. 3

Hay una tarde especialmente larga, cuando el sol alcanza su posición más alta en el cielo, al quedar la Tierra inclinada hacia la estrella en 23º27´. El solsticio de verano, (palabra que viene de sol y de quieto) tiene el magnetismo de las verdades grandes y quietas. Un par de días después del solsticio de verano del año 1922, en Alemania ocurrió un incidente que, si bien indicaba ciertos grados de inflamación social, aún no se podía predecir lo que acontecería una década más tarde. Walther Rathenau, Ministro del exterior de la República de Weimar, salió de su casa como siempre al lugar de siempre, la calle Whilhelmstrasse. Un auto se le adelantó y Erwin Kern le disparó con un subfusil MP18 a corta distancia, pero eso no fue todo,

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Hermann Fischer le lanzó una granada. Uno de los asesinos declaró algo inquietante: se habría tratado de un asesinato sacrificial, ofrecido al dios sol de la antigua religión germánica.

Hay ruiditos que comienzan despacito, que nadie sabe bien como pasan de ser unos balbuceos, unos gruñidos sueltos, a transformarse en un delirio; que como todo delirio, es un argumento perfecto. Una Verdad. Lo que comenzó años antes del asesinato, fue la revitalización de un nacionalismo romántico nacido como resistencia a las guerras napoleónicas del siglo XIX: el Völkisch. Una especie de religioncilla que se resistía a los valores de la modernidad, que tomó impulso tras la ruina económica y moral de la Alemania post Primera Guerra. La inflación, la deuda, un duelo inacabado, pueden ser motores de una rumiación tanática. Pero cobró peligrosidad cuando pasó de ser un coqueteo de quienes se sentían más amenazados por el capitalismo moderno, artesanos y pequeños comerciantes –no la clase obrera industrial que en su organización marxista era moderna e internacionalista– a expandirse a las clases medias y los círculos intelectuales. La locura se vuelve catástrofe cuando se le ponen razones. No olvidar: los promotores de la caza de brujas fueron los eruditos y juristas de la época. Algunos grupos tomaron el antiguo símbolo solar, la esvástica y resurgió la vieja costumbre de celebrar el solsticio. Los grupos racistas y esotéricos se multiplicaron, entre ellos la Liga Cultural por la política, los que además presentaban un particular fanatismo por un nuevo tipo de pan integral.

El pecado de Rathenau no era solo ser judío (aunque él se consideraba, en primer lugar, alemán) sino que opinaba que su país debía pagar la deuda estipulada en los tratados de post guerra.

algo, que ella no quiso, como sea, salió de la casa, no podía ir lejos. No cuerda al menos. Movió un pie, soltó la cadera y las rodillas, seguro se soltó el pelo y masajeo su cuello con un movimiento de ola y se puso a bailar. En la calle, a vista de sus vecinos. Se desmayó y siguió bailando. Bailó una semana, se le sumaron unas treinta personas. Pensaron que estaba poseída, algunos creen que era una forma de humillar al marido. La llevaron a la capilla de San Vito y le hicieron un exorcismo o quien sabe qué. Pero a esa altura, julio de 1518, el baile desenfrenado era ya una epidemia de coreomanía en Estrasburgo. Un mes después de que la señora Troffea comenzara a mover sus carnes, eran aproximadamente 400 bailarines en la ciudad. Las autoridades pensaron que calentar la sangre de los danzantes los haría detenerse, por lo tanto, pusieron una tarima donde los músicos tocarían hasta que este nuevo vicio encontrara orilla. Pero no solo no se detuvieron, sino que el baile se intensificó. Comenzaron a quebrarse, y a morir de infartos y derrames.

Un día Frau Troffea salió de su casa. Desertó. Dicen que estaba enojada con el marido, que él le pidió

Esta no fue la única epidemia de baile en Europa, se habla de varias entre los siglos XIII y XVI. Se cree que otro de los brotes, el de 1237, en que un grupo de niños habría dejado la ciudad Erfurt hacia Arnstadt bailando, habría inspirado el cuento del Flautista de Hamelín. Pero hay otras versiones más sobre ese cuento. Algunas hablan del trauma de un pueblo: una tragedia sufrida por lo hijos por culpa de sus ancestros, quienes alguna deuda no pagaron. Los crímenes de los padres los pagan los hijos. Esa es otra locura de la especie: no basta solo nacer, por alguna razón ser animales de Abismo, les hace inventar la necesidad de filiación: unas personas heredan algo para que luego abran paso a los hijos y a los hijos de los hijos. Cuando una sociedad no cumple con sus obligaciones, la falta de una generación también es pagada por los hijos y los hijos de los hijos. A veces una generación completa prefiere morir bailando, y puede que esa deserción sea el síntoma de secretos y negligencias pasadas.

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Existe la hipótesis de que estos episodios pudieron ser causados por el cornezuelo, hongo que, a causa de mucha lluvia, puede aparecer en los cereales. Se trata de una especie de LSD de nuestros antepasados. Pero esta tesis ha sido descartada, porque sus efectos sobre el cuerpo se parecen más a las contorciones de una crisis epiléptica que a las del cha cha cha. Hay cierto consenso de que se trató de casos de histeria colectiva; por cierto, otro fenómeno posible en el animal humano, cuya falta de fundamento, es decir presentes a su Abismo, les hace ser miméticos, altamente copiones, influenciables. El segundo consenso es que estas epidemias ocurrieron en tiempos de inflación, peste, hambre y desesperación. Un se día acabaron. Eso se dice. Pero podríamos dudar de ello. Cada tanto, el plan es morir bajo el manto de un sentimiento oceánico y narcótico. Las autoridades, tal como las de los pueblos medievales, quedan consternadas sin saber que hacer. Incluso los especialistas, como los músicos de Estrasburgo, pueden intensificar la locura.

Si la salud social es ligeramente melancólica –acepta cuotas de desengaño– la locura algo tiene que ver con la Verdad. La melancolía extrema sabe que la cuna se mece sobre el abismo, y sin esperanza, se suicida mentalmente. La manía cree que puede cabalgar el Abismo, como jinete del Apocalipsis; mientras que la paranoia se casa con una híper idea que encuentran causalidades y enemigos por todas partes. En todos los casos se trata de palabras desamparadas que no protegen, alfabetos incomprensibles, que buscan su Verdad. Loca, como toda verdad escrita así. Y cuya misión es la evitación máxima de la casualidad, la risa y la mediocridad (la aceptación que por más alto que alguien se siente, siempre se sienta sobre su culo).

pre insatisfechos. En el Tíbet dicen que el alma humana es como el camello: cuando lo quieren guiar, tira en diez direcciones distintas, pero cuando lo dejan en paz, ni siquiera se mueve. La lógica del espíritu es paradójica, porque la lógica de la existencia es paradójica, hecha de verdades parciales, transitorias. Pero es justamente ese desajuste lo que permite otras locuras interesantes: no se sabe cómo ni para qué, pero el animal de Abismo usa palabras como promesas, contrae deudas con las palabras. También las puede usar para esa locura que es el perdón, justamente de lo imperdonable (el único perdón). Y algo más. Hay una cualidad asombrosa que a veces toman las palabras: cambia la cualidad de lo que toca y, por ejemplo, puede traer a un cuerpo a la comunidad humana.

Una última locura (cosas que la boca puede hacer: poner un nombre):

En 2003 Aurora –quien aún no se llamaba así, en rigor, no se llamaba– fue arrojada en el vertedero Lagunitas de Puerto Montt. Era una recién nacida y no se sabe si alcanzó a respirar, por lo tanto, jurídicamente, no se podía considerar persona. Su segundo destino, tras ser hallada, sería terminar otra vez en la basura. Bernarda Gallardo escuchó la noticia y se le vino algo al cuerpo y a la cabeza. Se le ocurrió dar una extenuante pelea burocrática para que esa criatura tuviera un nombre y un funeral. No paró ahí. Lo hizo varias veces más. Son sus hijos póstumos dijo.

La carne humana es triste. Y lo es porque desea. Condenados como especie a buscar siempre, siem-

Su gesto no es una pedagogía. La compasión no se puede enseñar como se enseñan las matemáticas. Lo suyo es un testimonio, que, como todo testimonio, no es sobre ella, sino por los ausentes, por los que no pueden dar testimonio y paradójicamente, son ellos, los hundidos, antes que los salvados, lo únicos que saben que ser humano no es algo garantizado por la especie. Los salvados, los que testimonian, saben de su deuda, usan su boca con el respeto que el Abismo merece.

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