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Latinoamérica: política, literatura y exilio
Ivonne Rodríguez Romero
profesional en estudios literarios | ex direCtora revista phoenix universidad naCional de Colombia
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a partir de su desCubrimiento, América Latina se ha constituido en atractivo objeto de estudio, por supuesto, desde múltiples perspectivas teóricas, disciplinarias y/o epistemológicas, fundamentalmente extranjeras, que dan cuenta de determinado momento de su desarrollo. Continuando con esta tendencia, pero desde un punto de vista que se desplaza en el tiempo mas no en el espacio, me intereso particularmente en la literatura correspondiente a la segunda mitad del siglo XX, ya que éste, además de ser el periodo de mayor reconocimiento literario de la América hispánica –gracias al fenómeno denominado Boom–, es también un momento de fuertes pugnas políticas y reestructuraciones sociales que, necesariamente, hacen mella en la producción artística.
Si bien este período de agitación estuvo acompañado por una altísima fecundidad literaria y por el desarrollo de nuevas directrices de pensamiento y líneas de estudio que buscaban liberar al territorio sur y centroamericano de la colonización para adoptar un modelo de vida independiente, también promovió en las sociedades latinoamericanas una serie de fenómenos cuyas consecuencias se erigieron como parte de su identidad y su construcción histórica. La
segunda mitad del siglo XX fue, para el subcontinente, escenario de profundas discrepancias ideológicas, étnicas y de nacionalidad, que desembocaron —en la mayoría de los casos— en guerras por la hegemonía geopolítica, enfrentamientos fronterizos, golpes militares, luchas civiles o en la expulsión de altos contingentes de la población hacia otras tierras en busca de refugio y protección.
Así pues, me enfocaré en esta última consecuencia: el exilio visto desde la perspectiva de la producción literaria de la época ya señalada. Ahora bien, con la intención de establecer la relación que se teje entre política, literatura y exilio particularmente en el subcontinente americano, se hace necesario establecer el devenir que dicho fenómeno tuvo en América latina durante el siglo XX y las estrechas y, si se quiere, paradójicas relaciones que se tejieron primero con las posturas políticas más notables y en segundo lugar con la creación y creadores de obras literarias del momento.
Sin hablar del exilio como un hecho aislado o desconocido en la América Latina de la primera mitad del siglo XX —para esta época se habían formado pequeños núcleos de asilados en distintos países, de origen centroamericano y antillano—, las migraciones políticas procedentes de diversos lugares de Centro y Suramérica a partir de los años 50 se distinguen por su mayor número y frecuencia. Del mismo modo, es en estos años cuando el establecimiento de perseguidos políticos en países distintos al natal deja de ser un suceso transitorio para convertirse en un acontecimiento de más larga duración e incluso de permanencia.
De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hasta mediados de la década de 1960 el exilio de Centro y Suramérica, aunque más significativo para este periodo, no se consideraba como un problema urgente. Al respecto esta organización planteaba:
Los exiliados políticos de antaño pasaron más bien fácilmente a los países latinoamericanos vecinos, donde la cultura, tradición e idioma representan
pocas barreras; además, los exiliados políticos frecuentemente han pertenecido a las clases más ricas, y no se han convertido en un peso para la economía del estado absorbente. (…) Rara vez los exiliados se han visto obligados a cortar todo contacto con sus inversiones y sus propiedades; y el período de alejamiento de su tierra nativa es siempre considerado como temporal. (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 39)
Antes de 1960 el grupo del exilio latinoamericano fue conformado, en su mayoría, por funcionarios de los gobiernos derrocados, académicos, escritores, periodistas, líderes sindicales y políticos, militantes de organizaciones de izquierda y familiares. Sin embargo, posteriormente la represión y la violencia desplegada por los gobiernos militares en casi todo el territorio latinoamericano fue de tal magnitud, que arrastró a muchas más personas a la emigración forzosa, sin pertenecer a ninguna de las categorías enumeradas antes. Así, el exilio y la migración de perseguidos políticos empezó a hacerse un problema urgente después de la diáspora cubana de 1960, pues ésta significó una importante variedad en cuanto a su composición social y, además, se le aunaron en la misma década otros grupos de exiliados (argentinos, chilenos, uruguayos, brasileños, bolivianos, nicaragüenses, haitianos, dominicanos y colombianos, entre otras nacionalidades) que igualmente constituyen un colectivo más variado en cuanto a status económico y social. De hecho, casi todos estos contingentes de exiliados latinoamericanos arribaron a sus países de refugio sin medios económicos o con muy pocos recursos. Se trataba de perseguidos que habían perdido —o tenido que abandonar— su empleo y profesión para salir de manera atropellada de su país; de modo tal que para esta época la falta de medios económicos tocó a casi todos los exilios y a la mayoría de las personas que los integraron, fueran intelectuales, destacados académicos o activistas militantes.
El fenómeno durante esta década aumentó de tal forma que alcanzó a casi todos los países del continente, ya como emisores o receptores de exiliados, lo que significó un gran peso económico y social para los países que daban asilo, pues ya era muy amplio el
número de exiliados que se respaldaban en las contemplaciones de la Convención sobre asilo diplomático —realizada en Caracas durante 1954— la cual establecía que “Al asilado se le considera bajo la total protección del estado asilante, el que le proporcionará un lugar de vivienda provisional, por un plazo no mayor a un mes. Además los gastos de traslado y radicación preventiva corresponden al estado solicitante”. Esto, sumado al continuo ingreso de exiliados en condiciones sumamente vulnerables, graves lesiones físicas y emocionales, teniendo en cuenta que sólo cierta proporción de la población asilada registraba una movilidad socioeconómica ascendente, dejaba en desventaja al número de personas dependientes del estado. Por ello muchas de estas últimas, particularmente de clase obrera, ante la falta de perspectivas económicas decidieron emigrar de nuevo hacia países como Canadá, Inglaterra o Suecia, que reconocían mejores salarios por mano de obra bajo las mismas condiciones de seguridad. De modo que, conforme pasaba el tiempo, el exilio latinoamericano crecía en proporción y adoptaba cada vez matices más populares que mellaban las economías de los países solicitantes, sobre todo latinos.
Ahora bien, si las consecuencias fueron significativas a nivel económico, aún más intensamente lo fueron a nivel social, pues este éxodo, que en principio era un incipiente “goteo”, poco a poco fue ensanchando su caudal hasta contemplar en cada país receptor diversas nacionalidades que significaban constantes choques, ya que cada contingente de exiliados comportaba percepciones, pautas y culturas propias con las cuales se relacionaban y percibían a la sociedad receptora. Esta última, a su vez, los miraba con ojos distintos según la nacionalidad de que se tratara. Pero no era sólo el desencuentro con otra percepción del mundo, el tiempo, también un lugar geográfico distinto, un clima, un olor extraño y la nostalgia del país propio. El exilio se convirtió para varios en una situación inaguantable, asfixiante, percibían a la sociedad receptora con desdén y encontraban en ella una serie de defectos y diferencias, desde su perspectiva, irreconciliables.
La falta de adaptación y el franco cuestionamiento a la sociedad receptora por parte de ciertas fracciones de la población exiliada, respondió, en buena medida, al motivo de su salida. Ellos no habían elegido, para radicarse, el país en el que se encontraban; las circunstancias y las dictaduras habían actuado a favor de ello. Tal sensación ocupó un lugar central en su experiencia de vida en tierras extranjeras; en tanto algunos aceptaron con más resignación y sin demasiado conflicto la emigración forzosa de su tierra de origen (considerando que habían escapado del terror, de la persecución, y que el retorno estaba atiborrado de obstáculos), otros, en cambio, se lamentaron y reprocharon el haber abandonado su país. Enojo, angustia, soledad, inseguridad, desconfianza, resentimiento, fueron los signos de su vida en el exilio.
Por otro lado, sumado al escaso o nulo agrado respecto a la sociedad receptora, otros motivos que hicieron más complicada y tensa la vida para muchos exiliados fueron las discrepancias políticas e ideológicas, las mutuas acusaciones, los reproches por haber emigrado, los diferentes puntos de vista respecto a la forma adecuada de asimilar y encajar en la nueva sociedad y, sobre todo, los desencuentros en lo que concernía a la forma de encarar el conflicto de su país de origen. Esta contrariedad originó la formación de círculos políticos específicos todavía más pequeños, que incrementaban el volumen y la intensidad del conflicto.
Sin embargo, en algunos países como México, que recibió un alto porcentaje de exiliados latinoamericanos, se formaron redes de solidaridad favorecidas por las autoridades políticas del país. Así, organizaciones como Casa Chile, la Casa Argentina, la Comisión Argentina de Solidaridad y la Convergencia Democrática Uruguaya se consolidaron no sólo como agrupaciones de ayuda y solidaridad, sino también como espacios de reunión política, de producción y de difusión cultural. En algunas de ellas se crearon una serie de publicaciones y diarios que relataban los acontecimientos actuales ocurridos tanto en su país como en el extranjero, además de la organización de conferencias, mesas redondas y frecuentes presentaciones de li-
bros. De hecho, de este modo se difundieron entre el público las obras de escritores como Juan Carlos Onetti, Carlos Quijano, Mario Benedetti y Pablo Cárdenas, entre otros. Las variadas y frecuentes actividades que realizaron estas organizaciones del exilio representaron para muchos de sus miembros una forma de seguir la lucha en contra de las dictaduras, un lugar de reunión con compatriotas, a la vez que un sitio de encuentro con otros latinoamericanos. Dichas organizaciones y las tareas que emprendieron sirvieron para palear un poco la nostalgia y el desarraigo que generaba el exilio.
Durante la segunda mitad del siglo XX, el exilio en América Latina dejó de ser un castigo exclusivo, exquisito, aplicado a individuos particulares, y se convirtió en un castigo de comunidades y poblaciones enteras, a menudo como resultado de fuerzas impersonales, que pronto empezó a manifestarse en los escritores “exílicos” (Said, 1996), ahora con la ayuda de organizaciones de apoyo como las mencionadas.
Frecuentemente se cae en el error de pensar que vivir en el exilio es estar totalmente desligado o aislado del lugar de origen, pero para el común de estos escritores el mayor de los problemas fue, precisamente, que el desprendimiento no se dio como un proceso “quirúrgicamente limpio”. De haber sido así, su escritura se hubiera podido convertir en un ejercicio de olvido y reconocimiento de lo nuevo, pero para la literatura del exilio se trató más bien de la recurrencia de los episodios que recordaban el desprendimiento, la cercanía y la imposibilidad de retorno al lugar de origen. El trasiego de la vida diaria les significó el constante contacto con el antiguo lugar y la imposibilidad del tan deseado olvido. El escritor exílico comparte dos referencias culturales, pues en su producción artística cohabitan dos mundos, a ambos añora, de los dos se vale, de modo tal que la literatura del exilio en la segunda mitad del siglo XX se mantiene en un estado intermedio: ni completamente integrada al nuevo ambiente, ni absolutamente desembarazada del antiguo, matizada por identidades a medias y por desprendimientos a medias, nostálgica y sentimental en cierto plano, e inconforme y profundamente política
en otro. En El beso de la mujer araña del argentino Manuel Puig, sólo por mencionar un ejemplo, se hace evidente, teñido por el preciosismo y el dramatismo siempre presentes en su obra, un vuelco absoluto sobre la situación sociopolítica de su país. Puig enfoca todos sus sentidos hacia su lugar de origen, y en medio de un drama que tal vez sólo ha sido superado por Corín Tellado, hace una fuerte crítica a todo el sistema político (restrictivo) de terror que se había instaurado gracias a la dictadura:
[…]- ¿Pero qué pasa?, ¿hay algo que me ocultás? -No, ocultarte no… pero es que… -¿Es que qué? Al salir de acá, vas a estar libre, vas a conocer gente, si querés podés entrar en algún grupo político. - Estás loco, no me van a tener confianza por puto. -Yo te puedo decir a quién ver… -No, por lo que más quieras, nunca, pero nunca, ¿me entendés?, me digas nada de tus compañeros. -¿Por qué?, ¿a quién se le va a ocurrir que vos los veas? -No, me pueden interrogar, lo que sea, y si yo no sé nada no puedo decir nada. -Pero de todos modos, hay muchos grupos de acción política. Y si alguno te convence te podés meter, aunque sean grupos que no hagan más que hablar. -Yo no entiendo nada de eso… -¿Y es cierto que no tenés amigos de verdad, buenos amigos? - Sí, tengo amigas locas como yo, para pasar un rato, para reírnos un poco. Pero en cuanto nos ponemos dramáticas… nos huimos una de la otra. Porque ya te conté cómo es, que una se ve reflejada en la otra y sale espantada. Nos deprimimos como perras, vos no te imaginás. - Las cosas pueden cambiar al salir. -No van a cambiar… (Puig, 1985, 207)
El exilio significa para el escritor estar constantemente marginado en tanto se constituye como “el otro” diferente de su país asilante. Por ello, su obra artística tiende a reinventarse, ya que no puede seguir ninguna senda establecida. Esta reinvención ofrece así mismo
ventajas para el escritor a la hora de materializar su experiencia. Una de ellas es, naturalmente, la posibilidad de sorprenderse: no reconocer, sino descubrir, de no dar nunca nada por asegurado, de acomodarse en circunstancias de inestabilidad que podrían resultar apabuyantes para cualquier otro. Un escritor en el exilio es “como un náufrago que aprende a vivir en cierto sentido con la tierra firme y no sobre ella, no como Robinson Crusoe, cuya meta es colonizar su pequeña isla, sino más bien como Marco Polo, cuyo sentido de lo maravilloso nunca lo abandona, y es siempre un viajero, un huésped provisional” (Said: 70).
La literatura se nutre del exilio y de las condiciones que éste proporciona, además de la doble perspectiva que se genera en función de lo que se ha dejado atrás y de lo nuevo desconocido. Las experiencias nunca resultan aisladas, cada escena o situación que se plantea desde el país de acogida tiene, necesariamente, su contraparte en el país de origen, lo que intelectualmente significa que una idea está siempre yuxtapuesta a otra, haciéndolas aparecer, eventualmente, bajo una luz inesperada. Esta misma contraposición obliga a que las ideas se expongan no como son sino como han llegado a ser, es decir, cada situación se asume como una cadena de opciones históricas con una consecuencia irrepetible.
Ahora bien, en América Latina surge un interesante sobresalto con respecto al fenómeno del exilio. Durante la década del 60, en medio del agitado clima político de derecha que hostigaba al subcontinente, una isla del Caribe determina una importante ruptura. Cuba se erige, entonces, como la única nación socialista que tras una revolución de izquierda, la castrista, pretende dejar atrás una dictadura de abusos y condicionamientos. Se constituye, pues, como el ejemplo a seguir y el paraíso al que todos quieren acceder. Sin embargo, paradójicamente, no está exenta del exilio. En primera medida se puede hablar de la ya mencionada diáspora cubana del 60, que responde al derrocamiento del poder de Fulgencio Batista; pero lo realmente importante aquí es que pocos años después de que el nuevo y primer mandatario socialista, Fidel Castro, toma el poder,
el flujo de emigrantes cubanos empieza a hacerse más frecuente y voluminoso, lo que genera una sensación de desconcierto entre quienes pensaban en la isla como un modelo a seguir y como el lugar más adecuado de convergencia para numerosos refugiados que huían de las persecuciones padecidas en otros países de Latinoamérica. Ante esto, no resulta extraño constatar cómo ciertos exiliados latinoamericanos decidieron apartarse de otros exiliados isleños al defender el poder revolucionario cubano, en lugar de solidarizarse con sus víctimas. Si bien es cierto que países como Uruguay, Argentina o Chile padecieron dictaduras en todo su rigor, también, aunque con criterios opuestos, Cuba las resistió y aún lo hace, y allí el exilio forzado hasta hace muy poco seguía vigente.
El exilio no fue una patria común para los cubanos y los demás “fugitivos” latinoamericanos. El cubano es definitivamente distinto; estuvo siempre signado por la desconfianza en relación con otros fugitivos, en especial si eran compatriotas. Mientras que los exiliados del Cono Sur preferían como destino otros países de Latinoamérica que ofrecieran, además de una condición política más favorable, una cultura más cercana a sus orígenes –como México o Brasil–, los isleños, debido al rechazo e incredulidad que despertaban sus voces entre quienes compartían el destierro, preferían identificarse con aquellos que provenían de Europa Oriental, ya que aunque geográficamente fueran tan lejanos, sus razones políticas les parecían infinitamente más cercanas.
En consecuencia, se puede afirmar la particularidad de una literatura desde el exilio específicamente cubano, y señalar su importancia en relación a lo que se escribe en la isla, y, sobre todo, su diferencia con las demás expresiones de la diáspora latinoamericana. Para empezar, se puede hablar de una literatura rechazada por la crítica y los ambientes universitarios latinoamericanos, por supuesto, más por motivos políticos que intelectuales o académicos. Para 1965, seis años después del triunfo de la revolución, la presión a favor del castrismo era tan significativa que muchos de los escritores cubanos exiliados se vieron obligados a guardar silencio “para no ser objeto
de toda clase de anatemas y para poder publicar su literatura fuera de Cuba” (Machover, 2001, 15). Sin embargo, para este momento, la mayoría de las editoriales estaban identificadas con la causa revolucionaria, haciendo esta empresa cada vez más ardua.
Uno de los ejemplos más claros fue el de la editorial española Seix Barral, cuyo dueño, Carlos Barral, se identificaba profundamente con la revolución y criticó con vehemencia la postura del escritor Guillermo Cabrera Infante, mediante una carta que éste último califica de “torpe. Más que torpe, ebria de celo revolucionario”. Posteriormente, tras ganar el premio Biblioteca Breve, otorgado por la misma editorial, con la novela Tres tristes tigres, Carlos Barral retrasó tres años su publicación, a lo que Cabrera Infante responde: “Tres tristes tigres fue mi primer y último libro para (Seix) Barral, el sentimiento de asco es mutuo. […] Una vez más tiene razón Orwell: «No hay que vivir en un país totalitario para dejarse corromper por el totalitarismo»” (Cabrera Infante, 1999, 44).
Hasta 1971, año en que estalló “El caso Padilla”1, los escritores latinoamericanos, en general, mostraron un apoyo incondicional a la revolución cubana y a las instituciones culturales de la isla. Firmaron innumerables documentos de respaldo hacia el gobierno cubano, y, siguiendo la senda trazada por el filósofo Jean Paul Sartre –quien en su visita a la isla en 1960, además de entregar un certificado de buena conducta a Fidel Castro, declaró que no podía existir una verdadera literatura si no iba acompañada por un compromiso político radical e infranqueable–, asumieron una posición distanciada y hasta escéptica respecto al exilio cubano. La situación en Cuba siempre se les antojaba más deseable que su propia dictadura.
Según Cabrera Infante, quien se exilió desde 1965, “ya bastante difícil se hace todo para un exiliado, y más todavía para un exiliado cubano, y más para un escritor que a la vez es un exiliado y es cubano” (Machover, 229). Ciertamente esta dificultad provenía de la soledad y la percepción del exilio cubano como ilegítimo. La mayoría de exiliados del Cono Sur pretendían estar atentos a lo que
pasaba dentro de la isla, pero siempre confiando más en las proclamas de los dirigentes del régimen que en los intelectuales disidentes del mismo. Además, la alta concentración de cubanos en la península de la Florida no facilitaba la credibilidad de sus declaraciones políticas; a ellos era fácil atribuirles determinada influencia norteamericana que los llevaba a denunciar el régimen cubano en papel de “simples agentes de la CIA” (Machover, 16). Seguramente fue éste el motivo que persuadió a muchos de los escritores exiliados de la isla a establecerse en países europeos o pasar allí largas temporadas: de esta forma su actividad literaria era menos vulnerable y sus planteamientos políticos más admisibles.
Hacia la década de 1980 fueron muchos los escritores suramericanos que se ocuparon en sus obras del tema del exilio de modo muy enfático en cuanto a lo que al cubano respecta y dejando en claro sus propias ilusiones en relación con la situación de la isla. Es el caso, por mencionar sólo dos ejemplos, del uruguayo Mario Benedetti y del chileno Alberto Fuguet. El primero, en su novela corta Primavera con una esquina rota, además de hacer varias referencias a lo paradisíaca que le resulta la isla: “«¿Y a qué viene a Cuba?» «Como turista. Integro una excursión. Estuve ahorrando durante dos años para darme el gustazo de venir una semana a Cuba»” (Benedetti, 1993, 54), hace participar a uno de sus personajes en las manifestaciones de repudio contra los miles de cubanos que se tomaron la embajada peruana en 1980: “…con voz estertórea, y crudo acento montevideano, hacía vibrar una de las consignas que aquella jocunda multitud coreaba “«¡pin, pon, fuera, abajo la gusanera!» (Benedetti, 57).
Por otro lado, en un apartado de la novela Mala onda, de Alberto Fuguet, uno de los personajes se refiere precisamente a Guillermo Cabrera Infante como el mayor de los gusanos:
…—Tienes que leerlo, me fascina el tema del exilio inverso: aquellos que huyeron del comunismo y se instalaron en un seno del capitalismo. Pienso escribir un ensayo para la universidad de Washington, en St Louis. Hay un decano allí
que está muy interesado en el quiebre que eso supuso. También pienso integrar el fenómeno cubano. A Cabrera Infante, por cierto, que es el gusano número uno. Y a Kosinsky. Tú leíste Desde el jardín ¿no?—… (Fuguet, 2000, 251)
Sin embargo, no fue este un estigma sólo de cubanos. Un caso aislado y que merece ser mencionado es el de Jorge Edwards, escritor y diplomático chileno, que en 1970 llegó a La Habana con la importante misión de reanudar las relaciones diplomáticas entre la isla y Chile, donde recién había asumido el poder Salvador Allende; pero al cabo de tres meses, debido a su apoyo a los intelectuales disidentes, fue declarado “persona non grata” por Fidel Castro y salió prácticamente expulsado por el régimen castrista. De esta controvertida experiencia surgió el libro Persona no grata, publicado en 1971, que causó gran polémica, pues en éste Edwards hizo una crítica directa a la política insular y por ello recibió el rechazo de distintos sectores políticos y clases sociales, además de acusaciones como la de Ariel Dorfman que lo tachó de “agente de la CIA”. Frente a ese rechazo implícito, o abierto, a menudo recíproco, los cubanos —o aquellos que repelían el régimen impuesto por la revolución—, preferían identificarse con la problemática de escritores como Joseph Brodsky, o Milan Kundera, con quienes sentían cierta empatía política, temática y formal. Al igual que la de los soviéticos, su literatura se hizo cada vez más radical en la medida en que trascurría el tiempo y la situación en la isla permanecía inmutable.
En el ensayo “Exilio intelectual, expatriados y marginales”, Edward W. Said ilustra la diferencia entre dos posibilidades de exilio que se abrieron para los intelectuales de la diáspora judía. Posibilidades que resultan compatibles con la situación de América Latina en el siglo XX. Primero, el exilio físico, que apunta hacia un desplazamiento en el espacio, responde a una condición real y resulta ser el que atañe a la mayoría de exiliados del Cono Sur; segundo, el exilio como condición metafórica, caracterizado porque quien lo padece está en desacuerdo con la sociedad en que vive, por lo que nunca se considera plenamente adaptado y se siente siempre como algo exterior el mundo familiar de los nativos. Sin embargo, le es imposible exiliarse más que intelectualmente.
En Latinoamérica, para los exiliados cubanos no bastó con lo que Said denomina exilio físico, ellos tuvieron que permanecer constantemente en el exilio metafórico, pues no existió un lugar en el que pudieran establecerse y se convirtieron en una especie de parias permanentes, siempre fuera de su hogar, siempre en desacuerdo con el entorno, inconsolables respecto al pasado y enfadados respecto del presente y del futuro. Se puede decir que aunque para la literatura latinoamericana del exilio resultó una constante hacer de la memoria de un mundo desaparecido su material básico, reivindicando la voluntad del escritor de recuperar aquel universo del que fue expulsado o decidió abandonar, existieron diferencias substanciales, engendradas en la cuna política, que determinaron una partición entre Cuba y el resto de Latinoamérica, trazando caminos diferentes para el desarrollo de su literatura “exílica” y determinando el alcance simbólico y ético de la creación literaria de sus escritores. El exilio, bajo condiciones de distanciamiento ideológico, generó una ruptura en el progreso de una literatura que ni siquiera difería en cuanto al idioma. No obstante, antes que nada, supuso para todos los escritores latinoamericanos que enfrentaron a ese destino, la primera condición para escribir y pensar libremente.
nota
1 El “caso Padilla” empezó en 1970, pero el acto de autocrítica se celebró en la noche del 17 de abril de 1971.
bibliografía Benedetti, Mario. Primavera con una esquina rota. Barcelona: R.B.A. editores, 1993. Cabrera Infante, Guillermo. Mea Cuba. Madrid: Alfaguara, 1999. Fuguet, Alberto. Mala onda. Santiago de Chile: Alfaguara, 2000. Machover, Jacobo. La memoria frente al poder: escritores cubanos del exilio: Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas. Valencia: Univèrsitat de València, 2001. Puig, Manuel. El beso de la mujer araña. Barcelona: Seix Barral, 1985. Said, Edward W. Representaciones del intelectual. Barcelona: Paidós, 1996.