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Un artista del hambre

Las tres edades de la mirada en artista del hambre

de Franz Kafka

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Carlos Orlando Fino Gómez

estudios literarios | universidad naCional de Colombia

en el siguiente artíCulo el leCtor se encontrará con una interpretación experimental del cuento Un artista del hambre, de Franz Kafka, observado desde la óptica del teórico Régis Debray en su texto Vida y muerte de la imagen. La intención, después de reseñar brevemente algunas ideas de Debray, es observar cómo Kafka pone en crisis varias temporalidades, entendidas como las edades de la mirada, y complejiza la situación en que se encuentra el “ayunador”, siguiendo varias pistas en la escritura del cuento que tratarán de hacerse conscientes en este ensayo. Aparecerán varias ideas, tanto de Benjamin como de Lipovetsky, que tratarán de complejizar algunas relaciones entabladas en el cuento, no sólo para proponer diferentes

horizontes de lectura, sino diferentes lecturas del tránsito que se conoce como la caída de la modernidad y el inicio de la posmodernidad en la relación obra de arte-público.

una anéCdota textual

Según Rafael Hernández, traductor de la edición de Cuentos completos de Kafka,

Una mención del relato en los Diarios permite datarlo alrededor del 23 de mayo de 1922. Fue un periodo especialmente crítico en la vida de Kafka; no sólo la enfermedad que avanzaba inexorable sin que la estancia en sanatorios ejerciese un efecto positivo, sino la ruptura de las relaciones con Milena Jesenskà, afectó decisivamente su estado de ánimo. Comenzó la novela El castillo, que interrumpió para escribir “Un artista del hambre”. Fue publicado por primera vez en la revista Die Schmiede. (…) Ingresado en el sanatorio Kierling, donde fallecería el 3 de junio de 1924, emprendió la corrección de Un artista del hambre. Según su amigo, Robert Klopstock, cuando terminó las correcciones, lo que debió de suponer un esfuerzo anímico extraordinario, el rostro de Kafka, un hombre parco en la exteriorización de sus sentimientos, estaba bañado en lágrimas (Hernández, 445).

una referenCia teóriCa

Régis Debray coloca en crisis las diferentes periodizaciones realizadas a las artes, donde propone un andamiaje teórico con el que se pueda aproximar al tiempo de las imágenes. “La historia del ojo no se ajusta a la historia de las instituciones, de la economía o del armamento. Tiene derecho, aunque sea sólo en Occidente, a una temporalidad propia y más radical” (Debray, 175). La construcción de tres mediasferas basadas en los medios de difusión de las tres edades establecerán las fronteras:

“A logosfera correspondería la era de los ídolos en sentido amplio, se entiende desde la invención de la escritura hasta la imprenta” (Debray, 176). El ídolo está presente en su imagen. La imagen

viva. El sacerdote, brujo o chamán, representa el traductor del Dios fuente de todo conocimiento. La facultad es la creencia, no se duda del conocimiento divino ni de Dios. La fuente de iluminación del objeto es interna, aura propia. En el ídolo no está la representación sino la deidad misma. No existe un artista como tal, el oficio es el del artesano que hace las veces de imaginero, el cual, así como el artesano, no coloca el nombre en la imagen. Los intereses son colectivos. La imagen es protectora, a ella se le reza. El objeto de la mirada en esta esfera es visionaria: a “través de ella”, la videncia transita. Es el campo de lo sobrenatural (Dios). El hombre está de paso, tránsito hacia el cielo u otras formas de eternidad. Nos movemos en el campo de lo mítico.

“A grafosfera, la era del arte. Su época se extiende desde la imprenta hasta la televisión a color” (Debray, 176). La imagen es una “cosa”, existencia física. La forma de adquirir el conocimiento es la duda. Aparece el método científico, la deducción y la demostración. La fuente de iluminación es solar, externa al objeto, el aura ya no es propia, es reflejada. El fin del arte es la contemplación, el deleite, la imagen cautiva. El horizonte temporal es la inmortalidad. El territorio del arte es lo bello y se apropia conceptualmente por medio de la estética que afirma una autonomía frente a la esfera religiosa (Hegel). Aparece la figura del autor con su autógrafo, el genio con su verdad. El artista presenta una interpretación del mundo mediada por su yo, por lo tanto la relativización de las ideas del mundo se convierte en algo presente. Es el campo de lo real (la naturaleza). El hombre llegó para quedarse y apropiarse del mundo. Nos movemos en el campo de lo bello.

“A videosfera, la era de lo visual” (Debray, 176). El juego de lo virtual se desprende del conocimiento y pasa a la información, lo puntual. La fuente de iluminación es eléctrica, ondas cerebrales o corriente eléctricas, el aura es inexistente. El horizonte temporal es la actualidad. Aparece el hombre de negocios, el logo y la marca. El determinante de los productos es el mercado, no sólo los productos comunes, también el arte. El objeto de culto es lo nuevo, ya no lo

bello, la imagen entretiene. El territorio de lo visual son los medios y se apropia conceptualmente por medio de la publicidad y la comunicación, que establece una relación viciosa y morbosa con la esfera del arte, lo utiliza. El visionado controla, se enfoca y se muestra de la manera más conveniente. Se pasa de la obsesión artística a la esquizofrenia mediática. El dinero determina. Es el campo de lo virtual. El hombre es efímero, se pierde en el tiempo. Nos movemos en el campo de lo cotidiano.

Así mismo las velocidades de los tiempos se alteran, y con ellas los ritmos vitales: “El ídolo es la imagen de un tiempo inmóvil, síncope de la eternidad, corte vertical en el infinito inmovilizado de lo divino. El arte es lento, pero muestra ya figuras en movimiento. Nuestro visual está en rotación constante, ritmo puro, obsesionado con la velocidad” (Debray, 177).

Las disciplinas también tienen sus momentos, la teología, la estética, la economía: “En la era 1, el ídolo no es objeto estético sino religioso, con propósito directamente político. Objeto de creencia. En la era 2 el arte conquista su autonomía con relación a la religión, permaneciendo subordinado al poder político. En la era 3, la esfera económica decide por sí sola el valor y su distribución. Cuestión de capacidad de compra” (Debray, 181).

La última consideración para iniciar el juego interpretativo: las mediasferas no aparecen ni desaparecen, unas en contra de otras; es fácil notar que en nuestra contemporaneidad existen espaciotiempos en donde perviven estas esferas. En la cotidianeidad aparece lo visual, la televisión y el Facebook entre semana. El fin de semana puede ser el espacio del ocio o el de ir al museo, lo artístico. Y aunque no es muy común, el domingo en la mañana es el tiempo de la liturgia, lo divino. Las esferas también dialogan, se revierten y se pervierten: dentro de la televisión podemos ver la liturgia, un especial en Film & Arts sobre Velásquez, el noticiero y las propagandas, el hombre efímero que se pierde con su información.

“un artista del hambre”, ConfrontaCión de temporalidades

Antes de pasar a un análisis del cuento de Kafka, debemos ubicarlo como autor dentro de nuestro andamiaje teórico: Kafka vive entre 1883 y 1924, es una época transitoria entre lo que denominamos grafosfera y videosfera, “la caída” de la modernidad y el surgimiento de lo efímero. La escritura de Kafka, como lo notábamos en El proceso, obedece a una poética de la ensoñación. Los espacios transitados sólo pueden ser conectados por los caminos del sueño y no tienen un referente o un marco lógico situado en la realidad (la naturaleza) que permita una sucesión espacio-temporal. La velocidad con que cabalgan las imágenes en la obra, sucesión incesante y dislocación de las mismas, pertenece a un tipo de lenguaje narrativo cercano al audiovisual. La fractura del “yo” moderno y el surgimiento de una multiplicidad de máscaras en la narración, un narrador incomprendido, son evidencia de la caída del sujeto moderno (cartesiano y kantiano). Es lo que llamaríamos la crisis del espíritu, la cual inicia teóricamente con Nietzsche y se reafirma en los filósofos y novelistas del siglo XX. En este contexto que aparentemente resulta muy pequeño, siendo en realidad mucho más complejo, se puede ubicar la escritura kafkiana.

Desde el inicio del cuento el narrador se queja de un cambio de época: “En los últimos años, el interés por los ayunadores profesionales ha disminuido mucho. Mientras que antes merecía la pena realizar ese tipo de representaciones por cuenta propia, hoy es completamente imposible, eran otros tiempos” (Kafka, 2000a, 333). Pero la pregunta es ¿cuáles son los tiempos?, o ¿qué ha cambiado en estos tiempos? De esta manera habrá que identificar el tiempo propio del ayunador, el tiempo propio del empresario y el tiempo del público que vive una oscilación, un cambio.

El ayunador estará ubicado en la esfera del ícono, logosfera. “El honor de la profesión se lo prohibía” (Kafka, 334). El narrador llama al ayunador “un profesional”, una denominación moderna para un partícipe del rito, el que se sacrifica. El narrador hace parte de las

personas que no entienden al ayunador, aunque explica muy bien los motivos del disgusto y sufre su incomprensión, está ubicado en un discurso histórico y con él en un tiempo que hacen imposible descifrar su carácter ritual. La condición heideggeriana, de arrojo en el mundo, desconecta al hombre de un relato de origen, el narrador no conoce su génesis y mucho menos la noción participativa del rito. De esta misma manera el lector sentirá el disgusto y la incomprensión pero no será consciente de los motivos y las condiciones que producen este disgusto.

Nadie estaba dispuesto a permanecer como vigilante todos los días y todas las noches, ininterrumpidamente, con el ayunador, nadie, por consiguiente, podía saber por propia experiencia si realmente había ayunado de un modo continuo y sin faltas; sólo el ayunador profesional podía saberlo, sólo él, por tanto, era al mismo tiempo el espectador más satisfecho de su ayuno (Kafka, 335).

El ayunador se encuentra en una perspectiva de tiempo cíclico, tiempo propio del mito. El placer del ayunador consiste en ayunar, en el acto en sí, no tiene un fin práctico; sin embargo, con este acto de redentor, autoflagelante, se afilia a la tradición del sacrificio por una colectividad. En todos los momentos la contemplación propia revitaliza el acto, lo hace más fuerte y resistente, y al mismo tiempo divino. El ayunador se inscribe dentro de lo sobrenatural, un hombre que vive sin comer, que a la vez encarna una fuerza mayor que le permite estar con vida, como una posesión o un encantamiento, su horizonte temporal es la eternidad. El ayunador es “aura” viva, presente en todos los instantes. Gandhi decía que un día de ayuno era un día de descanso para el planeta. Sin embargo, para no ir tan lejos, el ayuno es una de las formas para llegar a Dios, en la Semana Santa se ayuna, y en muchas de las culturas amerindias el ayuno es la preparación y el sacrificio para un ritual mayor. El ayuno tiene connotaciones rituales, connotaciones que están perdidas para la época de nuestro ayunador. Está desubicado en el tiempo, vive el trauma del Quijote.

El empresario se circunscribe en la videosfera, lo efímero, el instante; su motivación, el dinero, la acumulación de capital: el mercado determina el valor del espectáculo y su distribución, así como su duración:

El periodo del ayuno había sido fijado por el empresario en cuarenta días, a partir de ese límite ya no dejaba que nadie ayunase, tampoco en las grandes capitales del mundo, y por un buen motivo. Según la experiencia, durante cuarenta días se podía ir incrementado el interés de la ciudad por medio de una campaña publicitaria que se iba intensificando paulatinamente; pero, transcurrido ese número de días, el público comenzaba a fallar, se podía contabilizar una reducción significativa del número de visitantes. (Kafka, 335)

Los motivos son sencillos: la existencia y perdurabilidad del espectáculo resultan sometidos a lo que en economía keynesiana se llamaría “la propensión marginal al consumo”, ni siquiera está en función de la propensión marginal de la salud del ayunador. El empresario es un canalla, los valores del dinero se hacen presentes, hay una prevalencia de lo monetario frente a lo humano. Al empresario le preocupa la competencia y esta relación coloca el ritmo dándole un nivel de significancia a la vida. “La iglesia ha administrado a Dios y la salvación, las cortes principescas, el poder y la gloria, las burguesías, la Nación y el progreso, las empresas multinacionales el beneficio económico y el crecimiento” (Debray, 202).

En la evolución de la tensión ayunador-público podemos observar un cambio en las preferencias y los gustos y, análogamente, un cambio en las ideologías y los sistemas de valores del público receptor. “¿Por qué esa multitud tenía tan poca paciencia con él? Si él podía soportar seguir ayunando” (Kafka, 336). La velocidad del público hace parte de lo visual, ritmo puro. El ayunador descubre con cada minuto el tiempo de la eternidad. La satisfacción del ayunador está en el ayuno en sí, no en la marca temporal, número de días que durará el ayuno. La satisfacción del empresario está dentro del tiempo relativo, el tiempo en donde el ayunador sea óptimamente productivo. Para el empresario la finalidad del ayuno es el dinero

y el poder, para el ayunador no hay finalidad, ya que su “arte” se encierra en el no tiempo, la eternidad. Al ayunador le molesta que exista un afán del público en el rito (eternidad), y este afán es nosincronización, celeridades diferentes y por ende, miradas diferentes. No hay nada de sagrado en la mirada del público. La novedad mantiene la expectativa, el nuevo ayunador que llegó al pueblo. Cuando el pueblo conoce al ayunador y se ha hablado de él, se agota el tema, se olvida: “pasa de moda”, la relación público-ayunador toma el carácter de lo efímero.

La furia del ayunador no es por el hambre sino por la incomprensión de su oficio. “Para horror de todos, comenzase a sacudir las rejas como un animal” (Kafka, 337). Se devela una imposibilidad, uno de los huecos más grandes de la humanidad. La incomprensión se debe a que el público está sumido en la temporalidad de la historia, el empresario en la del mercado y el ayunador en la del ícono, en la eternidad. “Ya hemos visto, con el ídolo, lo que podía ser una mirada sin sujeto. Ahora veremos, con lo visual, lo que es una visión sin mirada” (Debray, 197). El espectador (visual) ve al ayunador con el ánimo de entretenerse, y aunque quedan rasgos de lo sublime y lo extraordinario, la experiencia visual tiene el trasfondo de lo efímero, lo que se desvanece y no se recuerda. En este sentido se acentúa la noción trágica del ayunador: “Luchar contra esa incomprensión, contra ese mundo de la incomprensión era imposible” (Kafka, 337), incomprensión que se puede traducir en la pérdida de lo sagrado: la muerte de Dios ya no adquiere grandes consecuencias para los espectadores, en los cuales domina la indiferencia emocional.

Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo, ésta es la alegre novedad, ése es el límite de diagnóstico de Nietzsche respecto del oscurecimiento europeo. El vacío del sentido, el hundimiento de los ideales no han llevado, como cabía esperar, a más angustia, más absurdo, más pesimismo. Esa visión todavía religiosa y trágica se contradice con el aumento de la apatía de las masas, la cual no puede analizarse con categorías de esplendor y decadencia, de afirmación y negación, de

salud y enfermedad. Incluso el nihilismo “in-completo” con sus sucedáneos de ideales laicos ha llegado a su fin y nuestra bulimia de sensaciones, de sexo, de placer, no esconde nada, y aún menos el abismo de sentido abierto por la muerte de Dios. La indiferencia, pero no la angustia metafísica. El ideal ascético ya no es figura dominante del capitalismo moderno; el consumo, los placeres, la permisividad, ya no tiene nada que ver con las grandes operaciones de la mediación sacerdotal, hipnotización-estivación de la vida, crispación de las sensibilidades por medio de actividades maquinales y obediencias estrictas, intensificación de las emociones aguijoneadas por las nociones de pecado y culpabilidad (…) El relajamiento posmoderno liquida la desidia, el enmascaramiento o desdoblamiento nihilista, la relajación elimina la fijación ascética. Desconectando los deseos de los dispositivos colectivos, movilizando las energías, temperando los entusiasmos e indagaciones relacionadas con lo social, el sistema invita al descanso, al descompromiso emocional (Lipovetsky, 37).

En el tiempo de los espectadores, lo efímero toma prevalencia, se cambia de ícono como se cambia de canal. Recordemos que es el tiempo de las vanguardias, que cambia rápidamente, luego será el de las tendencias que acrecienta el ritmo y ahora podemos ver el de la moda que no deja que trascurra la estación: “En todo caso, un día el mimado ayunador profesional se vio abandonado por una multitud, ansiosa de diversiones, que prefería acudir a otros espectáculos” (Kafka, 337). La pérdida de valor de los grandes sacrificios humanos se relaciona con un proceso de desacralización continua de las artes. El espectador no se ve identificado en un sacrificio, el vínculo comunicativo entre colectividad y ayunador ha desaparecido. Aparece lo monologal: “la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor” (Lipovetsky, 15). Al espectador le interesa distraerse y construye una explicación del mundo que concuerde con sus necesidades inmediatas y dialoga con la obra, a través del vacío y lo efímero; lo mismo hace el ayunador, quien mediante el ayuno, monologa con su cuerpo y en cada momento aparece una ratificación del acto, lo mítico y lo eterno. No hay comunicación entre el público y el ayunador, pero sí en su interior. Aparece triunfante el monologo interior, síntoma del

vacío discursivo de la representación. El empresario, que tampoco entiende al ayunador, se aprovecha de este vacío para llenarlo con discursos publicitarios y así buscar su finalidad: el dinero.

Benjamin explica el cambio en la relación público-obra, desde la perspectiva de la reproducción: “Por primera vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en el ritual” (Benjamin, 7). El arte ya no se pregunta por lo auténtico. Pero de otro lado, o leyendo al revés la relación, podemos de la misma manera decir que la reproductibilidad de sensaciones explotada por las industrias culturales ha cegado a los espectadores en la búsqueda de lo autentico, sumergiéndose en un placer más inmediato. En nuestro caso, el ayunador no pierde su aura, son los espectadores los que pierden la capacidad de percibirla. “Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible” (Benjamin, 6).

La seducción, discurso fruitivo de la publicidad, aparece como mediador en el vacío: “Lejos de circunscribirse a las relaciones interpersonales, la seducción se ha convertido en el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres” (Lipovetsky, 17). El ayunador ya no seduce al público. Han cambiado los objetos que provocan seducción, y en este sentido la comunicación público-ayunador queda anulada. Los nuevos mecanismos de seducción están orientados a placeres más inmediatos, menos eternos. No se convierte en seductor explorar los límites del cuerpo. El efecto es contrario, una negación. Algo que en nuestra época no se quiere ver. Los muertos por desnutrición son millones y no salen en las noticias, y tal vez no aparecen, no porque no sean importantes en sí, sino porque ya no seducen al espectador. “A saber, cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se dislocan en el público la actitud crítica y la fruitiva” (Benjamin, 17). No hay crítica ni fruición, mucho menos seducción del nuevo público hacia el ayunador. La relación ayunador-público

revela otra faceta en el tránsito del cuerpo como objeto de culto al cuerpo como lugar de seducción:

El cuerpo ya no designa una abyección o una máquina, designa nuestra identidad profunda de la que ya no cabe avergonzarse y puede exhibirse desnudo en las playas o en los espectáculos, en su verdad natural. En tanto que persona, el cuerpo gana dignidad; debemos respetarlo, es decir vigilar constantemente su buen funcionamiento, luchar contra la obsolescencia, combatir los signos de su degradación por medio de un reciclaje permanente quirúrgico, deportivo, dietético: la decrepitud física se ha convertido en una infancia (Lipovetsky, 61).

La huida de la muerte en la sociedad contemporánea se manifiesta alargando el tiempo de vida y ocultando los rasgos de la muerte. El cuerpo para el ayunador es motivo de orgullo, son los estigmas, los rastros del sufrimiento que deja el rito en ejecución y a la vez la prueba que reitera el límite de la muerte en donde se vive. Para el nuevo público, no lo explicita Kafka pero sí Lipovetsky, el cuerpo del ayunador representa una cercanía de la muerte que se elude constantemente, una dejación personal que nada tiene que ver con el neo-narcisismo contemporáneo. Para el público, las marcas del cuerpo no representan motivos de orgullo. “Liberar el cuerpo de los tabúes y sujeciones arcaicas y hacerlo de este modo permeable a las normas sociales, esa es la tarea del narcisismo” (Lipovetsky, 63).

El ayunador va al circo. La insostenibilidad del espectáculo es lo que produce el tránsito del ayunador como “artista independiente” a “artista de la compañía”. Hoy en día es una característica de lo visual, el artista es absorbido por un colectivo, una compañía o una multinacional. Del cine resalta el director, pero hay una cantidad de creadores invisibles, perdidos entre los créditos. En la publicidad, la marca y el concepto. No vemos a Marcel Marceau sino al Cirque du soleil. El circo se puede entender como otra manifestación del narciso colectivo: “Nos juntamos porque nos parecemos, porque estamos directamente sensibilizados por los mismos objetos

existenciales” (Lipovetsky, 14). Los integrantes del circo se suscriben a este narcisismo colectivo, pero el ayunador entra como accesorio a esta esfera. A pesar que es otro “fenómeno” y hace parte de lo extraordinario, no lo motivan los mismos objetos existenciales. Tienen finalidades diferentes.

Cuando el público, durante las pausas de la función, se apresuraba para llegar a los establos y ver allí a los animales, era casi inevitable pasar por la jaula del ayunador y quedarse un rato ante él: probablemente hubiera permanecido allí más tiempo, si los que venían de atrás por el estrecho corredor, que no comprendían esa parada en el camino hacia los anhelados establos, no hubiesen impedido una contemplación más prolongada y reposada. (Kafka, 339).

Paso de la galería a lo visual, una imagen se borra con otra, la imagen del ayunador se olvidaba accidentalmente con el deseo de seguir adelante hacía la exuberancia de los animales. El tiempo de lo efímero, de la transgresión se hace evidente, impidiendo cualquier posibilidad de eternidad. La celeridad del público es análoga con la celeridad de los ritmos vitales y al mismo tiempo con las imágenes. Una imagen se olvida tras otra, y el ayunador como imagen queda atrás, listo a desaparecer:

Un pequeño estorbo, es cierto, pero cada vez más pequeño (…) cuando pasaba un ocioso por su lado, se paraba y se reía de la cifra en la tabla y hablaba de fraude, era la mentira más necia que la indiferencia y la maldad innata podían inventar, pues no era el ayunador el que estafaba, sino el mundo que lo estafaba a él (Kafka, 340).

“Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil” (Benjamin, 6). Podemos decir que el suicidio del ayunador se produce por la extirpación de su aura, extirpación producida por la indiferencia de su público.

El sentido trágico del cuento puede ser configurado a partir de la relación cambiante entre el que ejercita el rito, el actor de teatro y el actor de cine:

El actor de cine, escribe Pirandello, se siente como en el exilio. Exiliado no sólo de la escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar percibe el vacío inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad, de su vida, de su voz y de los ruidos que produce al moverse, transformándose entonces en una imagen muda que tiembla en la pantalla un instante y que desaparece enseguida quedamente (…) por primera vez –y esto es obra del cine- llega el hombre a la situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero renunciando a su aura (Benjamin, 11-12).

El ayunador instala su posición política al no ceder en la renuncia del aura. El aura dentro del ritual lo es todo, y es lo único que justifica el sacrificio, pero las exigencias del nuevo público buscan experiencias menos eternas y con mayor facilidad para la reproducción. Mientras el cuerpo del ayunador se desvanece, su aura se acrecienta, pero cuando esta aura no es correspondida el elemento desencadenante de la tragedia se activa.

El ayunador no muere de hambre, muere de tristeza, tristeza efecto de la incomprensión. El final es desolador, queda como algo abierto la afirmación: nuestros tiempos son incomprensibles no porque no se puedan comprender sino porque el tiempo de la comprensión ha quedado atrás. Vivimos en el tiempo de la producción. Comprensión al servicio de la producción: tecnicidad macabra. “La sociedad posmoderna no tiene ni ídolo, ni tabú, ni tan solo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis” (Lipovetsky, 10). La muerte del ayunador es un suceso trágico en sí, pero no representa tragedia alguna para el público ni para la compañía. “La sociedad posmoderna es aquella en que reina la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de reiteración

y estancamiento en que la autonomía privada no se discute” (Lipovetsky, 9). El ayunador muere de hambre y nadie hace nada.

El cuento de Kafka, como las obras de arte, funciona como signo. Me refiero a la capacidad de la obra de significar una época, de interpretarla y presentarla. Así mismo este ensayo buscó no sólo colaborar con los horizontes de lectura, sino rescatar la noción sígnica de la obra, lo que quiere decir que a través de la interpretación de la obra podemos llegar a una interpretación de la época, que nos lleva a preguntarnos por las cambiantes relaciones público-obra de arte. En este sentido Kafka observa, en este pequeño cuento, como estas relaciones inician su mediación gracias al mercado, y es tal vez el inicio de una serie de reflexiones que se concretarían en las teorías culturales de la escuela de Frankfurt. Kafka, análogamente a Benjamin, hace hincapié en el cambio de la mirada por parte del público, contrariamente a la relación que plantea Benjamin en donde no cambia el público pero si la naturaleza de la obra en la época de la reproductibilidad técnica. Debemos ser conscientes que un proceso no resta al otro, sino lo contrario, son dos actos simultáneos, tanto la fuga del aura de la obra debido a la copia, reproductibilidad técnica, como el cambio en la mirada del público, marcaran algunos de los derroteros que tendrá en cuenta teóricos como Lipovetsky para configurar lo que se llamaría “la era del vacío”, la segunda revolución de la individualidad, o la época posmoderna.

Bibliografía -Adorno, Theodor. Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires: Sur, 1970. _______________.Teoría estética. Madrid: Akal, 2004. -Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Buenos Aires: Taurus, 1989. -Debray, Régis. Vida y muerte de la imagen. Buenos Aires: Paidós, 2002. -Kafka, Franz. Cuentos completos. Madrid: Valdemar, 2000a. ____________.El castillo. Madrid: Cátedra, 2000b. ____________.El proceso. México: Tomo, 2006. -Lipovetsky, Gilles. La era del vacío. Barcelona: Anagrama, 1998.

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