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Carlos Peña, Un yogui y hombre de familia

Por: Andrea Peña

Carlos Peña, mi papá, nació en Guayaquil en el seno de una familia católica, apostólica y cuencana. Su niñez se desarrolló entre los sacerdotes jesuitas del colegio San José y las vacaciones que pasaba con sus abuelos en Cuenca. A pesar de las enseñanzas de los curitas jesuitas, que continuaron en su adolescencia en el colegio Javier, Carlos le restaba importancia al concepto de Dios, y se revelaba ante la figura dominante de una iglesia dogmática que no le permitía cuestionar nada. Él necesitaba cuestionar.

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Foto: Carlos Peña junto a su maestro espiritual, el Padre César Dávila.

Carlos lo cuestionaba todo. Enloquecía a los curitas con sus desafiantes preguntas y su falta de interés en las lecciones escolares. Sus intereses estaban en otro lado y a eso dirigía su tiempo y atención.

Desde joven sentía mucha curiosidad por temas esotéricos e investigaba constantemente sobre la vida en otros planetas. Los extraterrestres se volvieron su tema de mayor interés en la juventud y buscaba ávidamente personas con quien conversar de este y otros temas metafísicos. Tenía la mente abierta y estaba dispuesto a entretener todas las teorías de otros curiosos como él. Sin embargo, se sentía limitado en sus investigaciones por la poca información que encontraba disponible. Además, le era difícil conseguir con quién conversar y desarrollar estos temas en su círculo y la mayoría de sus amigos no tomaban sus inquietudes en serio. Él necesitaba más y estaba invariablemente dispuesto a seguir en la búsqueda.

“Cuando el alumno está listo, el maestro llega” dice un proverbio oriental, y aunque mi papá no era consciente de aquello, el momento de conocer a su maestro había llegado.

Carlos tenía 30 años y la convergencia se dio de la forma más casual. Mi abuela fue invitada a una charla que dictaba un sacerdote en casa de una de sus amigas cuencanas que también vivía en Guayaquil. Imposible para una fiel feligresa como ella decir que no a un sacerdote; ella asistiría.

Mi abuela no manejaba, así que le pidió a mi mamá que la lleve y, como la amiga vivía lejos, mi mamá se quedó a la charla para poder traer a mi abuela de regreso a la casa.

Ya en la reunión, mi mamá supo que quien organizaba la charla era un chico cuencano llamado Pablo Jaramillo. Al final de la plática, Pablo se presentó con mi mamá para contarle que él recordaba con cariño a mi papá, de cuando pasaba sus vacaciones en Cuenca de niño. Mi mamá pensó que sería genial que mi papá se reencontrara con su viejo amigo y lo invitó a cenar esa misma noche. –“Por favor, que el Padrecito también acepte esta invitación. A Carlos le encantará conocer a un hombre tan interesante”, -requirió ella. Pues resultaba que este sacerdote era un gran conocedor de las filosofías orientales y temas ocultistas que tanto le llamaban la atención. Y así, esa noche mi papá conoció al hombre que cambiaría su vida, su maestro, el Padre César Dávila.

La conversación de la noche fue extremadamente cautivadora, como siempre lo era cuando el Padrecito estaba de por medio. Sin ninguna consideración por el pobre curita, entre varios cigarrillos y whiskies con hielo, mi papá preguntó lo que quería al respecto del conocimiento esotérico, el viaje astral y la vida en otros planetas.

El Padre contestó todas sus preguntas con paciencia mientras pedía que abrieran un poco la ventana para dejar salir el denso humo de la habitación donde estaban reunidos. Como era su tema favorito, mi papá también trató de impresionar al Padre con su conocimiento. ¡Cuánto ego el de la juventud! El Padre lo escuchó con esa humildad tan característica suya pero al final de la noche le dijo –“Carlitos, usted en verdad no sabe ni entiende nada.” - ¡Zas! Golpe al ego- “Lea la Autobiografía de un Yogui y allí va a entender. Y también le digo, cuando empiece a entender dejará de fumar.” –

“Si yo no quiero dejar de fumar”-pensó furioso mi papá. Pero no se atrevió a refutar, quizás por no recibir más palo.

En esos días la empresa de mi papá estaba en proceso de liquidación y él no tenía cabeza para nada más. El estrés de la situación lo consumía y evidentemente no había dinero para comprar nada…. Menos aún un libro del que nadie había escuchado antes. Sin embargo, al llegar su cumpleaños mi mamá decidió que era mejor no comer unos días -a ver si de paso adelgazaban algopara regalarle aquel libro recomendado por un sacerdote en cuya conversación no habían dejado de pensar.

El libro se sentó en su velador unos meses -durante los cuales mi papá fumaba día tras día y noche tras noche- mientras el abogado entraba y salía de la oficina en que se había convertido su casa por el tiempo en que se terminaba de liquidar la empresa. La preocupación era tanta que la vida le pasaba de largo. Sin embargo, una vez cerrado el proceso de liquidación, desempleado, con tiempo en sus manos, y quizás empujado por esa mella en su ego, agarró el libro y ya no pudo parar de leer.

Lo encontró fascinante, leía los mismos párrafos una y otra vez intentando descifrar la profundidad de la lectura. Anotaba en el margen del libro lo que entendía y subrayaba las frases que le impactaban. Un día, mientras lo leía, sintió por unos segundos como si su cuerpo se elevara en un ascensor de alta velocidad provocándole una dicha enorme e intuyó que si se dedicaba firmemente a la práctica del yoga volvería a experimentar esa hermosa sensación. Todo esfuerzo valía la pena para lograrlo. Lo primero que debía practicar eran los pranayamas, y un fumador jamás lograría conquistar las técnicas de respiración. Entonces, Carlos dejó de fumar y se cumplió así el augurio del Padre. Pocos meses más tarde, Pablo Jaramillo volvió a llamar a Carlos para invitarlo a Baños a un fin de semana con el Padre Dávila. Ni lo pensó, en dos segundos metió 4 cosas en un bolso y salió volando.

En aquel entonces los grupos que se reunían eran muy pequeños y esa vez eran 6 o 7. Ese fin de semana fue mágico. Siendo tan pocos, Carlos pudo preguntar todo lo que quiso sobre lo que había leído en la Autobiografía de un Yogui, sobre los dogmas e incongruencias de la Iglesia que tanto rechazo le causaban, sobre la muerte. Con cada explicación del Padre Dávila percibía que caía de su mente un velo y entendía que todos los aspectos metafísicos que siempre lo habían atraído, tenían que ver con un desarrollo espiritual del cual él no conocía nada pero que ahora anhelaba experimentar.

Desde ahí no hubo más que decir, se había convertido instantáneamente en un discípulo del Padrecito y en adelante donde fuera el Padre, iría él.

Así iban entonces, Carlos y Martha, mi mamá, de Baños a Cuenca, de Cuenca a Playas, de Playas a Quito y otra vez a Baños. Si el Padre los llevaba a bañarse en las aguas termales de El Salado, ahí estaba él a las 6h00 aunque se estremeciera del olor a azufre de esas piscinas amarillas que un “aniñado” como él jamás había visto.

Si había que meterse en la cascada de San Marcelo en el más pleno frío de Baños en junio, se lanzaba de cabeza aunque se le congelara la respiración. Si le tocaba organizar grupos, hacer de chofer, tender camas o lavar platos, bienvenidas eran todas las tareas que nunca había tenido que hacer antes, si de ellas dependía estar en presencia del Padre.

El Padre Dávila le enseñó disciplina, humildad, tolerancia, compasión. Con el Padre, Carlos vivió experiencias transformadoras, de otro mundo. Pronto entendió que la voz del Padre canalizaba la palabra de Dios y a través de sus enseñanzas aprendió también a vivir a Dios entendiendo que hay mil diferentes formas de hacerlo y respetándolas todas.

Mi papá siempre dijo que lo mejor que le había pasado en esta encarnación era haber conocido al Padrecito, pero yo estoy segura que su encuentro no fue casualidad; mi papá vino siguiéndolo, persiguiendo la oportunidad de evolucionar.

Enamorado del Padre, mi papá quería compartir sus enseñanzas con todo el que estuviera dispuesto a escucharlas. La única forma era tener un lugar donde reunirse para poder enseñarlas. Eran pocos, pero todos estaban dispuestos a cooperar como pudieran para lograr el objetivo. El primer lugar fue el gimnasio de la casa de Gloria Urgellés, la misma señora que organizó la reunión donde mi mamá conoció al Padrecito. Pronto el espacio quedó pequeño y alquilaron un departamentito en la calle Bálsamos y luego una casita en la calle Guayacanes. Las dificultades económicas eran muchas y no era fácil conseguir el arriendo todos los meses. Cuando pensaban que iban a tener que separarse porque no podían manejar la carga financiera, una de las estudiantes ofreció el anexo de su casa que ella hasta ese momento tenía alquilado. El inquilino justo la desocupaba en esos días; esa sería su contribución al grupo. Cada vez que una dificultad se resolvía, mi papá se convencía más de que este era el camino, pues la mano de Dios se veía en cada solución. Así, por muchos años el grupo de AEA

Guayaquil se reunió en la calle Circunvalación en casa de Panchita de Chiriboga organizados en diferentes responsabilidades, desde dictar cursos hasta armar mingas de limpieza, para poder seguir adelante con el proyecto. Durante esos años, mi papá fue de AEA director, profesor, secretario. Mi mamá, igualmente discípula del Padre Dávila, apoyaba a mi papá en todas las actividades y entregaba también su tiempo para mantener la organización viva. Ella hacía labores de tesorería y entre todas las señoras se inventaban actividades para recaudar fondos y solventar los gastos. En mis recuerdos quedan varias obras de teatro infantil -donde alguna vez representé hasta un perro-, ventas de dulces -que no me daban permiso de comer- y noches de cine -donde me tocaba vender el canguil y las golosinas. No sólo yo, los otros niños de AEA también participaban. Había trabajo para todos y todos queríamos formar parte. La Asociación Escuela de Autorrealización era un proyecto familiar.

Por muchos años AEA Guayaquil se instaló en sedes alquiladas. Iban de un lado a otro buscando un lugar que lograra acomodar a un creciente grupo de personas, pero que calzara en un ajustado presupuesto. Era el sueño de todos tener una sede propia, que los representara y de donde no tuvieran que salir nunca más.

Finalmente ese sueño se cumplió a inicios de los 90 cuando se construyó el ashram de la vía a Samborondón. Conseguir esa sede fue un peregrinar que se resolvió con el esfuerzo de muchos y la intervención divina. Pero esa es una historia que a otros les toca contar.

Ya en el nuevo centro mi papá se dedicó principalmente a sus labores de profesor. Le gustaba más que nada dar los niveles avanzados de ese curso que tantos años antes desarrollara el Padre Dávila como guía para AEA y que hasta hoy dirige los pasos de sus estudiantes.

Decía que conversar con los estudiantes de esos niveles le permitía escuchar para aprender. Él estaba dispuesto a sostener cualquier tema de conversación con quien quisiera tenerla y a explorar los cuestionamientos o planteamientos más inverosímiles. Sus alumnos lo querían por esta apertura y por su espíritu ligero incapaz de juzgar a nadie por sus creencias. Era un gran profesor porque veía las necesidades de sus alumnos más allá de lo intelectual y tenía la habilidad de ser firme y cariñoso a la vez. Una vez cuando tomé sus clases, él se valió de su rol de profesor para darme varios golpes al ego – que yo francamente necesitaba. La dulzura y humor con que lo hizo me enseñó la lección sin resentimientos. Yo le quedo agradecida porque lección aprendida con amor es lección bien aprendida.

Además de los niveles que dictaba, él desarrolló su propio curso de la Autobiografía de un Yogui; ese libro que inició su despertar y que habrá leído probablemente unas 13 veces. Su primera copia de ese libro, aquella que descansara por meses en su velador antes de convertirse en su faro, tenía tantas notas en los márgenes que ya sólo hacían sentido para él.

Ahora descansa nuevamente en su velador y es el libro de cabecera de mi mamá. Espero yo que algún día sea el mío. Yo heredé de él una copia, estimo que la tercera o cuarta que comprara, y aunque sus notas al margen no siempre las entienda, me encanta saber lo que él pensaba en ese momento aunque sus conclusiones seguro cambiaran después. “Puedes leer este libro varias veces, pues en cada lectura encontrarás lecciones distintas. Este libro es un aprendizaje constante”, -me dijo en repetidas ocasiones.

Después de la muerte del Padre Dávila en 1999, mi papá se dedicó más que antes a la meditación y a la investigación de temas filosóficos que se volvían más y más profundos con el pasar de los años. Durante sus últimos 10 años de vida, los temas a explorar estaban más allá de mi capacidad de comprensión y solo me dedicaba a escucharlo con la esperanza de que algún rayo de luz me golpeara -pero así como con un bate- y me quedará grabada, aunque sea en el inconsciente, la lección que estaba intentando enseñarme.

Alrededor del 2014, nuestra amiga Mónica Reynoso inició un espacio de conversación y exploración de todo tipo de temas esotéricos donde mi papá se sentía muy a gusto.

Aquí coincidió con un grupo de curiosos investigadores como él, cada cual con diferentes intereses, pero todos abiertos a contemplar las ideas y pensamientos de los demás. Ahí consiguió gente con quien hablar de aquellos temas que lo sacudían y conocía nuevas teorías a investigar. No obstante, su sendero siempre fue espiritual y en todo lo que investigaba, él encontraba sólo mayor profundidad de ese mismo rumbo. Dios, la Madre Divina, era siempre la meta final y todo lo demás, únicamente el camino.

Fue siempre fiel a su maestro y trabajó activamente en AEA hasta los últimos días de su vida.

Mi papá se fue cuando se quiso ir, aprovechando la oportunidad de una gripe mundana. Antes de la decisión final, hasta tuvo la lucidez de preguntarle a mi mamá, -“¿Tú crees que puedes sobrevivir sola?” –“Sí, siempre y cuando tú me ayudes.” -le dijo ella aunque hubiera preferido que se quede. Él cerró los ojos y asintió. Después de eso, permaneció lo suficiente para que le pudiéramos decir cuánto lo queríamos, por nosotros más que por él mismo, y luego partió. Seguro el Padrecito lo esperaba a su llegada.

Mi papá encarnó con el Padrecito para su evolución, pero yo encarné con él para la mía. Las almas afines para la evolución de un espíritu encarnan juntas, esa es la verdad.

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