OPINIÓN
EL HILO ROJO Por: Javier Barbero
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Para los japoneses, las relaciones humanas están predestinadas por un hilo rojo que los dioses atan a los dedos meñiques de aquellos que se encontrarán en la vida. De acuerdo a la leyenda, las dos personas conectadas por este hilo tendrán una historia importante, sin importar el lugar, el tiempo o las circunstancias. El hilo rojo se puede enredar, contraer y estirar, como seguramente a menudo ocurre en la vida. Pero nunca se puede romper. Esta leyenda surge cuando se descubre que la arteria cubital conecta el corazón con el dedo meñique (que es la misma razón por la que en tantas culturas se cierran promesas al entrelazar este dedo con el de otra persona). El delgado vaso que va del corazón a la mano se extiende por el mundo invisible para terminar su curso en el corazón de alguna otra persona. Ciertamente hay un hijo rojo muy especial al que estamos destinados y es ese que nos une con nuestra madre. Mamá biológica o de crianza. La sola palabra mamá tiene el poder de un conjuro antiguo. Al decir mamá no hay nudo imposible de superar. Lo bendito es poder mirar a nuestra mamá bien humana, falible, capaz de ser imperfecta. Y que no nos importe. Porque de ella venimos. Y nunca dejamos de pertenecer. Somos con una madre un vínculo más. Somos además una deuda eterna porque los hijos jamás podremos igualar el hecho de que nos haya dado la vida, la biológica y/o la del alma. También debemos comprender que nuestra madre hizo lo mejor que pudo y eso es perfecto. Y que la mejor manera de honrarle es hacer con nuestra vida lo mejor que podamos. Que el hijo rojo nos enrede por muchos años más en conversaciones largas, viajes a lugares perdidos y plenitudes sencillas. Y si ya no estamos juntos, que nos conecte. Que sigamos contándonos secretos. Sintiéndonos más allá del tiempo. Más allá de todo.
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