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Linda Acosta

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J. R. Spinoza

J. R. Spinoza

Linda acosta

ViLLahermosa, tabasco

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Entre la selva y el mar, Linda Acosta nació en Villahermosa. Cosmopolita, nómada. Socióloga por la UAM-Xochimilco, Máster en Relaciones internacionales por la URJC-Madrid. Cursando el posgrado de Escrituras con FLACSO-Argentina. Vivió 18 años en Madrid, reside en Inglaterra. Viajera, sorora, ecologista, anarquista, cocinera, taróloga, amante del arte, las letras y de la naturaleza. Escritora y poeta para viajar entre mundos. Comparte reflexión por libre elección y responsabilidad.

Aislamiento azucarado

Casa redonda tenía de redonda soledad

Pita Amor

Maniquí, ausencia presente. El escaparate de la tienda donde trabajo luce un vestido del verano pasado. Es abril de 2021, hace ya más de un año de pandemia. Cuarentena obligada para muchos comerciantes. Mi madre y yo nos comunicamos cada semana a través de una videoconferencia. El vestido del escaparate luce descolorido, según pasan los meses, por los efectos del sol. Mi madre ha sido vacunada, y ha sido paciente a sus setenta y seis años.

Vivo sola, a las afueras de un pueblo, dejé a mi marido porque nada más nos unía, fuera de la compra de víveres, los pagos de facturas y alguno que otro viaje en vacaciones comunes, para solventar los gastos a medias, claro. Vida aburrida, compañía innecesaria, para entonces.

Mi madre sigue en México, yo estoy a hora y media de Londres, más cerca de Oxford. En el país del azúcar, aquí se encuentra la fábrica más grande del mundo. Un destino construido entre la piratería, esclavitud, monopolio, el ron, campos de caña de azúcar, mesas y mantelería delicada, vajilla de porcelana, repostería y panadería fina.

Es la soledad mi compañía, la que me cobija en su silencio repelente. Una abeja se posa sobre mi té darjeeling, dos terrones de azúcar. Una lágrima sobre mi libro de poesía. Extraño una

capirotada o la cajeta de membrillo. Nací el veintidós de octubre, en Hidalgo del Parral. La virgen de la Soledad fue coronada canónicamente ese día, treinta años antes de mi nacimiento. Viste de negro, de luto impecable, solloza por la pérdida de su hijo. Nos parecemos; perdí a un bebé por aborto natural. No estaba en mi destino ser madre, nunca volví a intentarlo. La abeja vuela hacia el pastel de zanahoria que dejé a la mitad antes de mi añoranza; no sabe que estoy a punto de meter la cuchara muy cerca de ella, la dejo estar unos segundos más. Intuye, quizá, vuela en el momento en que mis manos aprietan la cucharita. ¿Sabré lo qué es perder un hijo que ni siquiera nació? Me lo pregunto tantas veces, y evito el luto. Soy devota de la virgen, por tradición, quizá por empatía, muy poco por el entendimiento religioso. Evito el luto, es un decir, cada día mueren personas, me duele y lo acepto. Ahora, en pandemia, todo el mundo se llena de pérdidas; aislamientos necesarios, camas de hospital sin familiares que puedan tomarles las manos. Mi historia no fue fácil, mas es una historia personal en el río de la vida, aquí donde navegamos a un punto sorpresivo, el mismo destino para todos.

Mi madre, en nuestra última videoconferencia, me recalcó que debía usar colores más alegres. Uso negro porqué me gusta. Me es práctico, y me evita tener que realizar combinaciones al azar. Tengo faldas, pantalones, blusas y camisetas todas de color negro. Botas, sandalias, mocasines, todo el calzado negro. Llevo recogido el cabello para atrás, y uso un pañuelo para ocultar las canas pasado el primer mes de tinte. Aprendí a vivir la muerte; la de otros, quizá la propia. ¿Colores más alegres? No estoy triste, solamente estoy sola. Hago una rutina, mi desayuno lo abre un café oscuro sin azúcar, seguido por redondas galletitas, y lo cierra un trozo pequeño de chocolate negro.

Recibo una ayuda económica por parte del gobierno británico. No es mucho, pero me es suficiente para solventar mis gastos, y

armarme de dulces durante esta cuarentena. Por mi mente suceden varias imágenes, algunas más dolorosas que otras. Y una que es constante es la del maniquí, con su ropa descolorida. Nadie ha entrado a la tienda desde que empezó la pandemia. Nos mantenemos a raya y con el subsidio, pendientes de que la situación mejoré. Mi padre murió en una mina, no fue accidente, fue un paro cardíaco; desde aquella vez mi madre empezó a decir «pendiente de que la situación mejore». Estoy heredando sus dichos, además de su nariz chata y su gusto por las golosinas. A los cinco años me enseñó a no temerle a la cocina. — Lupita, vamos a preparar ‹sopaipillas› juntas. — Sí mamita, me gusta apretar la masa con las manos. — Y comer una que otra antes de la merienda.

Con la situación actual he apretado montones de masa para sopaipillas, me mantiene relajada extender la masa con el rodillo, y apretar suavemente antes de cortar y freír. Extraño la compañía de alguien; no se trata solo del abrazo necesario, sino de la presencia y la escucha. He sido buena conversadora toda mi vida, educada en buenos colegios, buenas notas escolares, gané una beca para un posgrado en la Universidad de Oxford; hubiera vuelto a Chihuahua, pero me enamoré.

Dominique, un francés que estudiaba la Maestría en Estudios Ingleses y Americanos, igual que yo. Coincidimos en la misma mesa de la biblioteca, en la cafetería, o en los pasillos; nos fuimos conociendo poco a poco, así que pensé que podría ser el «amor de mi vida», nos casamos un verano, raramente caluroso, muy discretamente en una capilla anglicana de Oxford; un mes después viajamos a ver a sus padres a Burdeos, y en las navidades de ese año a visitar a mi madre en Chihuahua. Decidimos quedarnos en Inglaterra, para no ponernos en confrontación con nuestros respectivos terruños. Burdeos con sus esponjosos canelés y sus crujientes macarons, una delicia, sí, mas volar de Francia a Méxi-

co sería más complejo y más costoso. Dominique no era feliz en Inglaterra, se le hizo comida mi compañía, hasta que una mañana desperté y lo vi comerse el último croissant sin dejarme siquiera la mitad, lo dejé y nos divorciamos. Él volvió a Francia, donde da clases de inglés. Yo tuve que entrar a la tienda de moda para compensar mis gastos, junto con las clases privadas que doy por las noches a través de internet; me mantengo.

No dejo de pensar en el maniquí, tengo la llave de la tienda, soy la gerente. Tengo el código de seguridad y conozco la discreta puerta de atrás. Está noche voy a buscarle, solo será un préstamo de cuarentena. Hay otro maniquí al interior, sin facciones, impersonal, el cual podría poner en el aparador para no dejar hueco en la vitrina. No estoy loca, necesito compartir el azúcar con alguien más, como los juegos de té para las niñas. Sentadas la muñeca y yo. Podría prestarle un vestido negro, ambas soledades de frente, con un pastel victoriano: bizcocho relleno de mermelada de fresa y crema batida, de forma redonda, como el círculo vicioso de mi ansiedad. ¡Necesito volver a ser niña! ¡Quiero volver a Chihuahua con mamá!

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