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Wendy Hernández
WendY hernÁndez
iztapaLapa, ciudad de méxico, 1988
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Estudió la Licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. Guionista ganadora del Premio del público (2014) y Premio al mejor uso del personaje (2014 y 2015), en el festival 48hfp, México. Fue seleccionada por sus textos Pausa, El deseo de cumpleaños y Besar la luna, en el Programa Irrepetibles II de Teatro La Capilla (2019) y en su IV edición (2021) con el texto Por si no te vuelvo a ver. Participó en el JAM de dramaturgia, trapos y trastos, Tu texto es mi texto, de Teatro UNAM (2020).
Ojalá que el cielo no se parezca a Puebla
Estos eventos son de lo más conmovedores; no sé qué tienen los entierros que hacen que una, aunque no conozca al difunto, termine en un mar de llanto…
La tía Martha murió ayer. Llevaba muriéndose ocho años y nomás no terminaba de irse; le tenía tanto cariño a la vida que se quedó 95 años. ¿¡Qué haces durante 95 años!? No. ¡¿Qué haces durante 95 años viva y en Puebla?!
Me duele el coño… las nalgas, pues. No se puede manejar durante tres horas seguidas de madrugada, en un carro tuerto que agoniza con más fervor que la tía Martha, rezándole a Chuchito no perder la señal de Internet y quedar varada a mitad de Africam Safari, sin acumular algo de tensión en el culo. ¡Entierros por streaming! Por lo menos hubieran tenido la decencia de activar los comentarios… A esta hora podría estar echa bolita en mi cama recriminándome el no haberme levantado en días, sopesando la latente posibilidad de matarme, concluyendo que no tengo motivo alguno para hacerlo —aunque eso no me quite las ganas— y pidiendo una cubeta de pollo frito para lidiar con mi fútil existencia. ¡Excelente uso del tiempo! En la era del Coronavirus una tiene que ser celosa de su tiempo, no se puede andar por ahí creyendo que vas a seguir viva... Seguro la tía Martha no se preocupaba del tiempo. A los 95 años deben haber preocupaciones de otro tipo como alcanzar a llegar al baño o… seguir haciendo de baño, supongo. ¡No soporto el cuello! Es que no se puede dormir en el asiento trasero de un auto sin que se le tuerza a una el cuello.
¡Todo es culpa de mi mamá! (Soné idéntico que en cualquiera de mis terapias). Las mamás tienen el súper poder de hacer de un día normal y tranquilo, de pandemia, una pesadilla de dolores musculares.
Es que, aferrarse a asistir a un evento donde la protagonista está muerta es una cosa que solo las mamás entienden. No hay nada más creepy que sentarte alrededor de una caja de metal que guarda los restos de una persona y, además, asomarte por una ventanita para ver su rostro petrificado y maquillado con chapitas para que se vea menos muerto, como si alguien decidiera dormirse en un ataúd.
Pero las mamás llegan a una edad en la que ese tipo de reuniones las entusiasman, y en su calendario figuran rosarios y velorios que, cuando se empalman, las ponen en el terrible predicamento de decidir el alma de quién desean salvar. ¿Cuánto tiempo se necesita para cavar un hoyo? Las personas tienen la mala costumbre de dejarlo todo para el final; si ya sabes que tres metros es un chingo, pues te levantas temprano y comienzas dos horas antes, papi.
Con la tía Martha debieron empezar desde que reunió a toda la familia y empezó a despedirse, si lo hubieran hecho ya estaría muerta y enterrada desde el 2002, a mí no me dolería el cuello y no tendría que ver el entierro en streaming. ¡Pero esto es culpa de mi mamá! Yo me hice lo más tonta que pude cuando me dijo, supuse que si ponía cara de tristeza y decía «¡Que Dios la tenga en su santa gloria!», podría zafarme del viaje de tres horas a la hermosa Ciudad de Puebla y así seguir con mis actividades de cuarentena. Subí a mi cuarto con profunda solemnidad y hasta me puse los audífonos para escuchar la nueva de Lady Gaga sin que mi mamá lo notara. Pasaron, no lo sé, tres, quizá cuatro horas y ya me hacía yo triunfante cuando tocó la puerta…
La tía Martha no hubiera notado nuestra ausencia, estoy segura.
Todavía me hice la dormida esperando que mi mamá tuviera piedad de mi pobre cuerpo agotado del encierro y me dejara vivir el duelo en paz, pero si hay algo que las mamás disfrutan más que los velorios, es despertar a los hijos. Debí haber puesto el seguro de la puerta, pero desde el 2017 vivo aterrada de no poder salir. ¡Seis meses de cuarentena! Seis meses estuve saliendo únicamente al mercado, a la tienda, a las tortillas; seis meses desinfectado huevo por huevo, manzana por manzana, lechuga por lechuga; seis meses desnudándome en el patio, tallándome las manos como cirujana del imss, cocinando la comida al vapor para que el Coronavirus estuviera lo más lejos de mi madrecita santa… ¡Seis meses de masturbación para no compartir fluidos! ¡Seis meses!
No, si no son «población de riesgo» por tener sesenta años o por sus enfermedades crónicas, son población de riesgo porque les vale madre el sacrificio de sus hijos y deciden tirar todo a la basura por un velorio.
«Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos, señor Dios nuestro. En nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu santo. Amén»
Intenté hacerla entrar en razón: Mamá, estamos en pandemia, no podemos ir a un velorio; mamá, no puedo llevarte, tengo que dar clase a las seis, sabes que si yo pudiera lo haría; mamá, el carro no aguanta un viaje en carretera, mira que no tiene ni seguro, ¿qué vamos a hacer si nos para una patrulla?
Sentí que había triunfado. La vi salir de mi cuarto en completa resignación, ¡había vencido al sistema!
Dos horas más en completa calma…
La tía Martha era hermana de mi abuelita, media hermana para ser justos. La última vez que se vieron la tía le dijo que era prieta, como su papá, con cara de oaxaqueña… nada que ver con ella que era blanca porque su papá era español. «Tuviste mala suerte, manita». Y mi abuelita, como la fanática religiosa que es,
le leyó un salmito para que Dios la perdonara, pero ahora que se murió no quiso ir al velorio, ¿para qué?, dijo. ¡Mejor que no quiso! Los panteones son como una mirada al futuro.
Intempestivamente se abrió la puerta del cuarto. «Ya pedí mi Uber a la tapo, llega en cinco minutos». Juro que amo a mi madre, pero, bendito Dios, mis ojos no son pistolas. ¡Estamos en pandemia!
Ojalá el camarógrafo se acercará un poco más, ¡le están tapando la toma!, si hubieran activado los comentarios una podría decirles, pero no todo el mundo está familiarizado con los streamings… ¡Tomar un Uber a la tapo! ¡Habrase visto! ¡La mujer no ha puesto un pie en la calle en seis meses, pero quiere viajar en autobús a Puebla!
Son las seis de la tarde, debo conectarme y dar clase porque una no puede morir de hambre en tiempos de covid, la plataforma no jala, los alumnos insisten en marcarme porque ya son las seis y la clase aun no ha empezado… ¿De cuando acá se volvieron tan puntuales? Mi mamá tiene una maleta en la puerta, el cubrebocas mal puesto y el celular en la mano. Suena el teléfono, la puerta, el Uber, los alumnos, la plataforma, un trueno… Comienza a llover como si el cielo conociera a la tía Martha y también lo hubiera llamado prieto. ¡Cancela el servicio! ¡Buenas tardes, muchachos! «¡Miss, no hice la tarea!», «¿Vas a llevarme?», ¡El carro no tiene seguro!, «¡Ya sé lo contraté!» ... ¡Espera!
Las mamás conocen bien a los hijos, siempre supo cómo quebrarme…
Al panteón solo entran veinte personas. En el velorio éramos seis: la muerta, dos de sus ocho hijos, una nieta, mi mamá y yo que no cuento porque mi espíritu estaba en otro lado… como el de la muerta, supongo.
Está bien, te llevo.
La lluvia no baja… Le tengo miedo a la carretera, de niña soñaba con una canasta de frutas en medio de la carretera y me convencí de que era un augurio de mi muerte. No le tengo miedo a mi muerte, pero me da terror que mi madre muera también, por eso hago las compras, por eso limpio los huevos y por eso la traje a Puebla, porque en mi mente infantil puedo cuidar a mi mamá de sí misma.
Mi abuelita hubiera secuestrado el entierro y obligado a la audiencia a repetir el Salmo 23: «El señor es mi pastor, nada me faltará…»
Ojalá bajara el Señor y le dijera a mi mamá que ir a un velorio en medio de una pandemia es un acto suicida.
Mamá, vamos a dar el pésame de lejos, no te puedes quitar el cubrebocas ni andar abrazando a nadie; oye, ¿de qué murió la tía Martha?
En tiempos del Coronavirus es importante mantener la distancia. A mí me parece que 26km es una distancia prudente, así una no tiene que preocuparse de tener una gripa común y que terminen rociándote cloro en la calle; en tiempos del Coronavirus el derecho a enfermarte y ser tratado con dignidad es un lujo que no puedes darte.
Me pica la nariz con el cubrebocas, traigo una comezón de esas que no te dejan pensar; estamos en un cuarto de dos por dos atravesado por un féretro y cuatro cirios; el techo ya se está ahumando, me pica la garganta; nadie lleva puesto el cubrebocas, todo pasa en cámara lenta…
El tío José se ve tristísimo, tiene los ojos aguados y le escurre la nariz; se limpia las lágrimas con la mano, luego los mocos…«Gracias por venir, manita», abraza a mi mamá… No pasa nada, me digo, no pasa nada… «¿Cómo es que somos familia?», pregunta.
Desde antes del Coronavirus ya teníamos harta distancia. «Soy la nuera de la Señora Luz, la hermana de la tía Martha». Lo que
mi mamá trata de decir es que en realidad no son de su familia, pero da lo mismo porque ella esta ahí, arriesgando la vida aunque mi papá nos haya dejado hace 15 años.
Ya empezaron los desmayos. Si te desmayas en un entierro, seguro también eras el niño que se desmayaba en la ceremonia.
Todos han sido muy amables. Si llegaran un par de desconocidas a las tres de la mañana a mi casa jurando que son familia, no les abriría la puerta así tuvieran la misma cara del difunto en cuestión.
Salí a fumarme un cigarro, a rascarme la nariz, a toser un poco sin ser juzgada, a respirar… Seis meses de confinamiento y ahora estaba fumándome un cigarro en Puebla. ¡Soy una malagradecida! Estuve clamando en casa por un poco de libertad y ahora me estoy quejando, pensé. ¡Qué chula es Puebla! Con sus iglesias y sus… iglesias. Apagué mi cigarro y volví, renovada, dispuesta a escuchar las historias de bondad de la difunta y acompañar a los dolientes. Entré a la habitación y allí estaba mi mamá, comiéndose un pan con singular alegría, tomando café y riendo a carcajadas. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Saqué el gel antibacterial y me froté las manos tan fuerte que casi genero fuego.
El tío José contaba que un día su mamá estaba comiendo carne y él le pidió un poco, ella lo miró con desprecio, cortó un centímetro de su carne y le dijo «toma y deja de estar chingando». Todos en el cuarto reían. Otra de las hijas hablaba de su mamá con amor, contaba que le enseñó a cocinar y a mantener la casa, la cuidó durante sus partos y la ayudó a criar a sus hijos. Bueno, siempre hay dos lados de la historia, pensé. La quería mucho la tía Martha, le dije. «No, mi suegra, es que como me robaron a los 14 yo le digo mamá a mi suegra. Mi mamá mamá, se desentendió de mí desde que me robaron, era muy difícil mi madrecita».
Tengo ganas de ir al baño, he visto que hay que atravesar la
habitación contigua para llegar, me levanto de mi asiento y escucho que alguien está escupiendo un pulmón por la boca en la habitación de al lado; mis ojos saltan, miro a mi mamá sin cubrebocas y con el pan, miro al tío José limpiarse los mocos, a la tía María chuparse los dedos, a la tía Martha más muerta que la sana distancia y no resisto, salgo corriendo de la habitación, me arranco el cubrebocas y respiro agitada, creo que voy a vomitar.
No deja de llover, me meto al carro con la esperanza de regresar el tiempo y estar en mi cama en pijama y sin ánimos de levantarme. Solo es tos, es el humo, es la muerte, es… ¡Necesito un plan de contingencia! Me planteo todos los escenarios posibles: a) Entro por mi mamá, le quitó el pan de la boca, la saco a rastras del lugar, manejo de regreso a casa a las seis de la mañana con un carro tuerto y la lluvia… b) Llamo a la policía, le digo que hay un velorio que no respeta la sana distancia para que llegue la guardia nacional, de un portazo tire la puerta y les cancelen el evento… c) Resignación…
Abrazo mi almohada y me acuesto.
Soñé que viajaba a China y conocía la muralla. Ahí estaba yo, contemplando la inmensidad, sintiéndome diminuta, respirando el aire que rebota en los muros y genera una sinfonía, agradeciendo a la vida la oportunidad de recorrer el mundo…
Un chinito se me acercaba, se veía tan simpático con su sombrero redondo y sus ojos de raya; me hablaba, en lo que yo supongo era chino, y yo fingía entender lo que me estaba diciendo. Shì, shì, yes, yes, Xièxiè, wonderful, Xièxiè. De su bolsa sacaba un pequeño murciélago bebé que me miraba con los ojos más dulces de todo el mundo, lo colocaba en mis manos y el murciélago sonreía. El chinito salía corriendo. ¡Olvidaste tu murciélago!, le grité, pero pronto se desvaneció en el horizonte. El murciélago era de lo más educado, lo coloqué sobre mi hombro y me acompañó el resto del viaje. Era momento de volver y se me partía el corazón de solo
pensar que Ricardo —así nombré al murciélago— y yo habríamos de separarnos; lo escondí en mi maleta y viajamos 12 818km.
Cuando llegamos a México descubrí que Ricardo no estaba. Lloré de camino a casa, pero me consolaba pensar que a mitad del viaje salió volando del avión y se fue a recorrer el mundo.
Si en este momento tiraran la caja, y la tía Martha saliera volando, seguro se hacían virales. ¡Qué ganas de gastar en pendejadas! Si «polvo eres y en polvo te convertirás» la caja viene sobrando. Deberían enterrarnos en bolas, plantar un árbol de papayas y cosechar.
Me desperté con el inconfundible sonido de un claxon mentando madres. ¡Más respeto para la difunta!, pensé. Ya era de mañana y si la mujer tosiendo tenía coronavirus, estábamos viviendo nuestros últimos momentos. ¡Qué jodido pasar tus últimas horas en un velorio y en Puebla! Ya comprendo el carácter de la tía Martha, yo también sería una culera si hubiera vivido 95 años aquí.
El lugar estaba repleto. Cantaban las típicas canciones de velorio en el cuarto de dos por dos, por supuesto mi mamá lideraba el cántico. Ni hablar de los cubrebocas, igual ya estamos condenados. ¡Por fin reconocí a alguien! La tía Patricia me saludaba dándome un beso húmedo en la mejilla... ¡Ya!, una no puede luchar sola contra el sistema.
Mi vejiga me estaba odiando, eran las diez de la mañana y no había logrado vaciarla. Armé un nuevo plan; me escurriría entra la gente conteniendo la respiración hasta llegar al baño, haría pipí en 15 segundos, a presión, en chinga, no me lavaría las manos para agilizar, ya luego me pondría gel; saldría del baño y regresaría al exterior, todo en máximo un minuto. Podía hacerlo.
Me preparé, entré a la habitación sin aspirar una sola molécula de oxígeno, atravesé a la gente y llegué al baño… ocupado. Un minuto parece eterno cuando no respiras, quizá a eso se refieren cuando mueres, la vida eterna no es más que un chingo de tiempo
sin respirar. Salió del baño una viejecita que daba los pasos más lentos de la existencia. «Espérame a que le eche agua», me dijo. Apenas dio un paso fuera del baño y me metí. 40 segundos, todavía puedo lograrlo. Hice pipí a presión, 50 segundos; mis tripas comenzaron a bailar y todos sabemos lo que significa… ¡Qué más da! Liberé un murciélago en medio del Pacífico que, para estas alturas, ya visitó el mundo entero… Abrí la boca y aspiré la bocanada de aire más grande de la historia, liberé mi intestino, salí del baño para buscar el agua y hasta me detuve a cantar «Más allá del sol».
La tía Martha es tan cabrona que se esperó 95 años para morirse y, aun muerta, se aseguró de que nos cargara la chingada a todos.
Cuarenta personas en un autobús de pasajeros. La dueña de la tos que, ahora sé, también es mi tía, viene hasta adelante. Dicen que tose porque está loca. Yo digo que los locos somos nosotros por estar aquí con ella. Mi mamá ya está organizando los rosarios; en algún momento de la noche se volvió el alma del velorio y ya tiene nuevos amigos.
Llegamos al panteón, la reja está cerrada y hay un letrero que advierte: «Solo cortejos fúnebres de máximo 20 personas». Como en barata de Liverpool las personas se amotinan en la reja. Alguien grita: «¡Nosotros llegamos primero!» ¡No, señor! ¡Si alguien llegó primero fuimos nosotras! Mira que apañar lugar cuando yo dormí en el asiento trasero de mi auto en las «segurísimas» calles de Puebla para poder entrar, ¡eso es descaro!
Mi mamá se hace a un lado y dice: «vamos a dejar que pase la familia». ¡Ora!, ¿no dijiste que había que venir al velorio porque es familia? ¡Nadie nos va a robar el lugar!, a eso vinimos, ¿no? Debo agradecer a una vida tratando de abordar el metro en Pantitlán, la maestría con la que logré colocarnos hasta el frente de la reja.
«Nada más que por disposición oficial no pueden pasar mayores de 60». ¡No chingue, poli, la difunta tenía 95, ¿cuántos años
cree que tienen sus hijos?! ¡Igual denos chance que aquí ya todos somos clientes potenciales!, grité.
Bendito Dios, los ojos de la gente no son pistolas. Mi mamá apenadísima, la tía Patricia llorando desconsolada, el tío José sorbiendo los mocos, la tía María preguntando: «¿quién es esa niña?» ¡Ahora sí no me conoce, vieja payasa! ¡Como si no supieran que ya todos estamos condenados! ¡Aquí nadie se lava las manos, traen el cubrebocas mal puesto y ni hablar de la baba que escupen cada que abren el hocico! ¡Mejor vayan checando qué tumba les acomoda!
Y bueno, no me dejaron pasar… La única menor de 60 años se quedó fuera…
Ahora sí, como dicen, «¡que Dios la tenga en su santa gloria!» Ojalá en el cielo separen a los blancos de los prietos, haya mucha carne y, por lo que más quieran, que el lugar no se parezca a Puebla.