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Angélica Labrada
angéLica Labrada
tiJuana, baJa caLiFornia, 1975
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Egresada de la Lic. En Comunicación en la UABC. Participa en 2016 con su primera obra de cuentos titulada Bifurcados en la Colección Editorial del Centro Cultural Tijuana y es seleccionada para publicación en 2017.
Autopublica en 2020 Las hijas de la cerveza, su primera novela.
Las cartas
Desde que se desató la pandemia, Martha supo que iba a morir. No solo lo presentía en las noches de insomnio que se volvieron recurrentes, se lo susurraba el fondo de sus entrañas que le trajo un dolorcillo casi imperceptible, constante, como si tuviera miedo encajado en el estómago, y hasta se le figuraba que la línea de la vida en la palma de su mano empezaba a desaparecer.
Todo estaba en su contra, incluso su nombre que le había traído mal agüero desde siempre: —Afligida, ¿cómo se les ocurrió ponerme un nombre con ese significado?
Era culpa de sus padres por la estúpida idea de perpetuar el nombre de una tía abuela que ni siquiera conoció, pero que cuentan, era muy inteligente; inteligencia que le sirvió para ser una ama de casa como cualquier otra y no dejarse quitar el marido que, en sus épocas, fue el hombre de mejor bonanza en el pueblo. Su madre creyó que, al heredarle el nombre, también caería sobre la niñita, con el agua bendita el día del bautismo, la misma buena fortuna de la tía. —Las cartas, me faltan un par de cartas—. Se repetía entre un quehacer y otro. Porque en su lista de pendientes para morir tranquila cuando el virus la invadiera, no solo era explicar lo inexplicable a la única heredera, su ángel, su todo: esa niñita que seguro la iba a extrañar a pesar de sus más de veinte años y un matrimonio reciente, porque bien sabía ella que las hijas extrañan a las madres sobre todo en las noches de lluvia, en los días de su periodo y cuando estuviera próxima a parir.
La carta debía explicarle cómo fajarse para que no le colgara la piel. Cómo elaborar esa agua milagrosa que ayudaría a desinflamarle el vientre, a liberar los gases y su cuerpo volviera a su talla anterior, y el marido, no la viera con desprecio. Esa carta era la más importante, no, más bien, era la más invaluable porque revelaría secretos de vida, anticiparía en ella toda la sabiduría acumulada de su propia experiencia como mujer. Su hija, su pequeña hija se iba a quedar sin ella, y ella tenía que asegurarse de que, con esa carta, la sintiera cerca a pesar de su ausencia. Por eso la escribiría al final; primero, necesitaba enlistar cada uno de los temas que iba a incluir. También necesitaba dejar instrucciones póstumas, porque nada en esa casa se movía sin ella, ni siquiera la escoba.
Había otras cartas necesarias: dos hermanas que fueron amigas en la infancia, enemigas en la adolescencia, como primas lejanas en la juventud y ya en la madurez, se volvieron inseparables, sobre todo en los días en que necesitaban recordar el pasado, o cuando una fecha especial las hacía reunirse y tomarse un café juntas.
La carta de la tía, la única tía, la que fue su madre sustituta desde el día de su orfandad; su madre la encargó con ella en el lecho de muerte y, las mujeres de antes eso hacían: llevar a cabo las últimas voluntades de los difuntos. Por eso era importante dejar bien descritas las indicaciones, y garantizar el bien de los suyos en ese futuro incierto en el que no iba a estar. —Pinche virus, maldito virus. Esa canción que cantaba mi hija cuando se enamoró de su marido: tantos mundos, tanto espacio… ¡y venir a chingar aquí conmigo! ¿Por qué?, ¿porque estoy gorda? Me voy a morir antes que los demás, nosotros y los hipertensos, eso dicen las noticias, pero no es mi culpa, no es mi culpa y nunca será mi culpa, cuando sé que todo aquello que sí era mi culpa lo calmaba con comida, pues ¿de qué otra manera se llenan los huecos en la panza con los problemas del día si no es con comida? ¿Acaso no han escuchado «las penas con pan son menos»?
Se le iba el día yendo de un lado para el otro. No quería que cuando estuvieran sus deudos en pleno funeral, la tacharan de desordenada, sucia u holgazana, ella que no paraba desde que salía el sol hasta entrada la noche, haciendo rendir sus minutos para tener todo reluciente, porque el polvo, a pesar de sus esfuerzos, se metía sin aviso por entre esas ventanas viejas y se revolvía sobre las cortinas y el mantel como si hubiera sido invitado a quedarse. Se enojaba, sí, pero el polvo era desde siempre el visitante incómodo, porque ni siquiera había calle de asfalto, mucho menos de concreto, y con tantos años había aprendido que la única manera de deshacerse de él, era con esas jornadas exhaustivas en las que limpiaba varias veces. —Pero si apenas barrí hace un rato, y mira nomás, sale basura hasta de las piedras, y no termino para sentarme a escribir con calma—. Se decía por lo menos, dos a tres veces por la mañana, y otras dos o tres por la noche.
Le hubiera gustado un funeral concurrido, pero ya escuchaba las noticias que no se aconsejaban reuniones de más de diez personas, y seguramente, algo que no imaginó nunca, sus restos serían cremados. Ese pensamiento le trajo una preocupación adicional a la que ya traía y que le redujo el hambre a pesar de lo mucho que necesitaba echarle al estómago para sentirse saciada, en ese volumen que no podía contener. Eso de derretirse, aunque estuviera muerta, no le hacía ninguna gracia. Pensó que quizá el virus le daba el tiempo suficiente para planear otro final que no incluyera el fuego.
Mientras su cuerpo siguiera sintiéndose bien, tenía que avanzar en sus planes. Para la carta de su marido también iba a necesitar sentarse con calma, porque con él, nunca sabía por dónde empezar; solo que como se iba a trabajar por temporadas a los Estados Unidos, y no había fecha de regreso y la frontera estaba cerrada, tampoco le urgía tanto como la de la comadre, que podía ser rá-
pida, apenas unas líneas de cortesía y quizá una que otra para vecinos de tantos años, con mucha pena por adelantárseles, pero así era la vida: injusta. Así era el virus: letal. Así era ella: de alto riesgo. Así era la muerte: inevitable.
Pantalones, no. Pijama, tampoco. ¿Qué será bueno? —Se preguntaba mientras doblaba la ropa que recién había descolgado del tendedero. Su imaginación se había ido lejos y le supuso un complicado panorama si la fueran a meter en ataúd con pantalones, aunque solo fuera a estar ahí unas horas, y para qué darle el mismo destino chamuscado a una prenda que nunca usaba y podía regalar con sus últimas voluntades. Tampoco podía permitir que esos que maniobrarían su cuerpo la vieran tan descuidada en ropa de dormir. Otra angustia gracias a su nombre, otro pendiente que debía atender: dejar lista la ropa para su propio funeral.
Esa misma noche, empezaron las fatalidades. Primero la de la tienda, la señora de la que no recordaba el nombre porque todos la llamaban de la misma manera. El alboroto nocturno la obligó a asomarse cuando la ambulancia se detuvo frente a ese lugar al final de la calle; después de varios minutos, gritos, llanto, alboroto generalizado y hasta ladridos de perros, la ambulancia se fue con la sirena apagada.
A la mañana siguiente, se enteró por una de las vecinas mientras barría su pedazo de calle que la mujer tenía varios días con calentura, que había ido al médico sin mucho éxito. —Espere a que, así como llegó, se le vaya el malestar. Le dijo el hombre al recetarle unas pastillas, sin esmero ni preocupación, porque todos los pacientes que le habían llegado esos días, traían los mismos síntomas, y él, sabía por las noticias y por su formación que una pandemia no discrimina: agarra parejo, sin límite geográfico, sin aviso ni concesiones. ¿Quién era él para intentar detenerla cuando sabe que esos virus no se detienen? El destino de la mujer de la tienda no tomó por sorpresa a Martha que estaba segura que ella también se iría.
La muerte le había dado algo de tiempo para escribir sus cartas y terminar sus pendientes. Eso creyó después de que salieron a rezar el rosario por el descanso de la mujer de la tienda. No creía que la huesuda anduviera por ahí en ese rato; seguro se había ido a otra calle o a otra colonia, y eso le daba un ligero descanso. Cada vecino salió al frente de la casa; cada uno rezaba desde su puerta; cada uno miraba de reojo al de al lado para asegurarse que los murmullos que escuchaban podían entenderse como padres nuestros y aves marías. Después de un rato, volvieron a meterse a casa con su pesar por delante, porque ya decían las noticias que se quedaran dentro, que no salieran, que no estuvieran cerca de otras personas y, sobre todo, que no se acercaran a los enfermos. Martha no sabía si el último suspiro de la mujer de la tienda, tendría virus suficientes para esparcirse por la calle y mezclarse con ese polvo que se paseaba entre una casa y otra, y si se metería por debajo de su puerta.
Un dolor de cabeza que empezó un viernes, no le trajo preocupaciones. Hacía lo mismo de todos los días: comía con ansiedad, veía sus telenovelas y en la noche las noticias. El dolor permanecía constante, pero cuando se le fue el sueño por completo, sintió que agonizaba. —¿Será que ya me voy a morir? Ya es martes, pinche dolor que no se me quita. Y ni cómo ir al doctor, si ahorita dicen que ahí, justamente ahí es donde todo mundo se está infectando. Las cartas, ¿a qué hora me siento a escribir las cartas?
Prometió avanzar esa noche. Quizá la muerte no fuera tan benévola de dejarle tantos días. Sí, se había ido, pero seguro iba a volver por ella que era más gorda que la señora de la tienda.
Preparó su mesa como si fuera un escritorio. Puso cerca el retrato de su boda, el de su hija, y uno donde había varios familiares y del que no recordaba si había sido el cumpleaños de alguien, pero ahí andaba, feliz, con la sonrisa tan amplia como su cuerpo,
cuando no imaginaba que por culpa de ese sobrepeso se iba a morir antes que ellos. Acercó papel y pluma, un café y hasta una velita aromática para escribir tranquila, con el corazón y también con la cabeza, sin mucho rodeo ni palabras innecesarias, directo a lo que era importante dejar dicho. —Sería bueno escribir mi testamento—. Pensó de pronto, y antes de empezar con las tan postergadas cartas, hizo una lista de bienes y otra de posibles herederos. Sabía que solo aquellos que sobrevivieran la pandemia podrían reclamar su herencia. La curiosidad de saber quiénes serían, la hizo lamentarse de irse tan joven, tan llena de vida, con tantas ganas de seguir en un mundo tan injusto, pero tan acostumbrada a esas injusticias.
Enlistó con detalle sus pertenencias: desde los zapatos hasta los aretes, los platos y las sábanas, y al final, su humilde casita con todo ese terreno donde siempre pensó que construiría varios cuartos para rentar y ganarse un dinero en esa vejez que se le había escapado. A todos sus conocidos les dejó algo. Desde una cuchara hasta una blusa. A todo lo heredado le tenía cariño. Pensó que para que su regalo fuera más apreciado, era conveniente escribir cómo ese objeto había ido a parar con ella antes de ponerlo en su testamento. Le gustó la idea de perpetuar la historia de esas cosas que amaba al contar su origen.
Y entonces, después de nombrar en su testamento a más de cuarenta personas, entre familiares cercanos y lejanos, amigos y vecinos, empezó a escribir sobre esas cucharas que compró en su viaje de bodas en un pueblecito remoto cerca de una playa. Luego, de esas blusas que aprendió a coser nada más siguiendo un patrón, por eso valían más que las que compraba en el tianguis, porque tenían algo de sus manos, de su tiempo y de su esfuerzo.
Sus cartas, otra vez, quedaron pendientes. Se dedicó toda la semana a dejar unas palabras para que acompañara cada regalo. Lástima que no estaría en la entrega. Le hubiera gustado ver su
funeral, ver quién la lloraba, quién citaría su vida como ejemplo, entregar ahí cuanto había acumulado, pero así eran las cosas. No podía cambiar el destino. No podía detener esos números grandes y negros que le presentaba la televisión en las noticias, donde desfilaban hospitales y cementerios por igual. Sabía que las cosas estaban empeorando. Sintió una amargura nueva que le quitó el sentido del gusto en lo poco que se obligaba a comer.
El dolor de cabeza no se disipó nunca, al contrario, se esparció por el resto del cuerpo y le dio la seguridad de que el final, ahora sí, era inminente.
Amanecía frente al televisor mordiéndose las uñas, sin concentrarse en las benditas cartas que se volvían a quedar en hojas en blanco. Tenía miedo. Diarrea. Un salpullido extraño que le empezó en los pies y le subió hasta el cuero cabelludo donde le daba comezón, y después de rascarse y rascarse, se asomó un rojo pálido en las puntas de sus dedos.
Leyó por milésima vez los síntomas indiscutibles del bicho que se había llevado ese día a mil cristianos más, entre ellos a esa tía a la que no alcanzó a escribirle la carta donde iba a agradecerle su maternal apoyo cuando quedó huérfana. No, no tenía los síntomas que eran señalados en la lista: ni fiebre y ni falta de aire al respirar, pero igual se fue y supuso que podía ajustar la repartición de bienes; esa tía se había ganado unos aretes de plata que pertenecieron a su abuela. El rosario para la tía no sería posible porque la picazón de todo el cuerpo no la dejaba estar quieta. —¿Por qué a los gordos? —Se escuchó preguntarse, olvidando que aceptó de inmediato su destino cuando supo que el sobre peso era un pase preferencial.
Ahora tenía miedo. Su mano y la pluma le temblaban al escribir en la hoja que después sujetó con un alfiler a ese vestido negro. Pidió en la nota que, por amor y por piedad, cumplieran su deseo y la vistieran con él antes de llevarla al crematorio, porque era la
prenda que mejor sentaba a las desproporciones de su cuerpo, y aunque muerta, no quería causar mala impresión. —Querida hija de mis entrañas—, era el inicio de la carta que pensó dejar al final y que decidió escribir primero por si no alcanzaba a esquivar ese destino que ya le había arrebatado la tranquilidad. Sus ideas eran muchas y solo le salía la misma frase a través de la tinta azul que le pareció muy informal para una despedida tan sentida, sin embargo, no encontró una pluma de color negro.
El cabello se le empezó a caer cuando murió otro vecino. —No, no estaba enfermo—, dijo su mujer, —solo asustado, igual que todos, de tanto ver las noticias el corazón le explotó de preocupaciones. Ni siquiera llegó la ambulancia. Bien clarito dijeron que las unidades y el personal estaban saturados, y ni para qué distraerlos en una vuelta donde ya nadie podía ayudar.
Las ojeras se le marcaron en el rostro y le dieron un aspecto cadavérico que la hizo asustarse ante su propio reflejo; —una calavera gorda— pensó mientras se peinaba y los mechones de cabello se soltaron, siguieron al cepillo como hipnotizados, dóciles, uno detrás del otro, y Martha se escuchó decir: —una calavera gorda y pelona.
Casi cuatro semanas de desatada la pandemia, Martha y su angustia, la que llevaba en el nombre y la que la gobernaba, sufrían por ese momento desconocido. Ya no podía esperarlo. No a costa de ir perdiendo el aliento poco a poquito, porque eso era una agonía que podía durar más de lo que se imaginó. Quizá pasó algo que postergó su partida, no pudo imaginarse qué, pero debió haberse ido antes de esa señora de la tienda.
Sus nuevos días eran peores a los que tuvo antes: llena de temor, sin dormir, ni comer y sin concentrarse en una simple carta. Su vida, ya no era vida. —Querida hija de mis entrañas, fue de nuevo la línea primera
para una hoja a la que solo le agregó un escueto: —te encargo a tu padre.
Todo estaba dicho desde el principio. La línea de la vida en la palma de su mano se había borrado por completo. Quizá debió ponerse al mando antes de que esas ojeras y esa alopecia la hicieran parecer una calavera desquiciada, ¿qué iban a pensar los del crematorio? ¿cómo la iban a arreglar lo suficiente como para que el fuego no quisiera huir de ella?
Descolgó su vestido negro y lo puso a la vista. Fue al patio, justo a la esquina donde guardaba de todo un poco y tomó el frasco. Era lo que usaba cuando era necesario, cuando los roedores dejaban de respetar la sana distancia y, sin permiso, se metían a su cocina y a veces a sus cajones de ropa interior en busca de comida.
Vació una porción del líquido en una coca cola, la mezcló con el dedo antes de darle un sorbo. —Cadavérica, gorda y pelona, ¡vaya final el mío! — Empezó a reír como no lo había hecho en las últimas semanas.
Se terminó la bebida y por fin se sintió tranquila desde que supo que se iba a morir por culpa de su gordura.