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Nitz Lerasmo

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J. R. Spinoza

J. R. Spinoza

nitz Lerasmo

ciudad de méxico, 1994

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Estudió la licenciatura en filosofía en la UNAM. Algunos de sus escritos han sido publicados en revistas literarias de México, Canadá y España. Forma parte de las antologías de cuento Exploraciones quiméricas Vol. I (Grupo Editorial Lectio, 2019) y Tercera Antología de Escritoras Mexicanas (El nido del fénix, 2020). Autora de la plaquette Instantáneas (Ediciones Awen, 2021).

Instrucciones para lavar cubrebocas en víspera de Año Nuevo

Te abstienes de meter los cubrebocas a la lavadora para iniciar el ciclo de lavado. Tú prefieres el camino de la desesperanza y por eso optas por lavarlos a mano. Porque lavar a mano te da un tiempo, una pausa, para pensar en el oscuro porvenir que se alza sobre ti como un castillo en ruinas. Has aprendido a acariciar tus infortunios al igual que los niños acarician con ternura a un cachorro. Por eso te abandonas a tus pensamientos, a ese recorrer perezoso de tu mente que solo presta atención a las catástrofes que te rodean.

Entonces, para sortear la angustia, comienzas a divagar y reparas en los distintos modelos de cubrebocas que han de abundar en las calles. Máscaras que esconden el rostro de la gente y reparten —quizás democráticamente— el anonimato de los bandidos: cubrebocas KN95, cubrebocas como máscaras de luchador, con sonrisa de calavera, cubrebocas bordados, con lentejuelas, con decorados navideños, cubrebocas que brillan en la oscuridad dentro de un antro clandestino en el centro de la Ciudad de México.

A pesar de los diferentes y coloridos estampados, has preferido que los tuyos, tus bozales, sean blancos y simples. Pones jabón en los cubrebocas y tallas con tus manos hasta producir espuma. Quisieras imaginar que es espuma de mar, de un mar verde que no has visto en mucho tiempo, pero en realidad aquella espuma, densa y viscosa, te recuerda a la saliva que brota de los labios de un epiléptico durante un ataque.

Como si también quisieras limpiar la desazón de tus pensamientos, enjuagas meticulosamente los cubrebocas bajo un fino chorro de agua recordando el desastre ecológico del que eres parte, recordando que el agua ya comenzó a cotizarse en la bolsa de valores, teniendo presente que no toda la población mundial tiene el acceso privilegiado al agua que corre por el grifo como una diminuta cascada. Mientras reflexionas en ello, involuntariamente te rascas la barbilla y sientes los granitos que te han salido por usar tanto tiempo el cubrebocas. Un mal menor —dices en voz alta para convencerte— porque al menos tienes dónde dormir y tienes comida y tienes agua mientras que en otras partes del mundo hay gente que no posee nada de nada, ni siquiera la certeza de que al morir alguien depositará piadosamente un puñado de tierra sobre su cadáver.

Rememoras cuando, hace unos meses, cumpliste un cuarto de siglo en medio de un año pandémico. Tuviste el impulso de soplar las velas del pastel pero entonces recordaste que no debías hacerlo, que eso equivaldría a esparcir tu saliva por el pastel y con ello exponer a un posible contagio a los tres invitados que rodeaban tu mesa. Así que te abstuviste de soplar, volviste a ponerte el cubrebocas y sonreíste para la foto, sonreíste tonta e inútilmente porque nadie pudo ver tu sonrisa.

Imaginas que cuando termine el confinamiento, la gente querrá recuperar las calles. Habrá transcurrido mucho tiempo desde la última vez que las personas salieron al exterior. Tímidamente la gente se atreverá a salir de sus hogares. Pero a la intemperie, el polen les hará estornudar, el sol y el césped les provocarán urticaria en la piel, y los molestos mosquitos los perseguirán a donde vayan. Desilusionados, volverán a encerrarse en sus casas. Estarán tan acostumbrados a mirar el mundo a través de pantallas que el exterior no les parecerá ingrato si solo lo consumen por el filtro de los pixeles.

Con la punta de los dedos tomas el cubrebocas desde los resortes y jalas de ellos, extiendes el cubrebocas como si fuera las alas de un murciélago, el estigmatizado murciélago que otrora remitía a Drácula y ahora simboliza la casi mítica transmisión de un virus. Cuelgas tus cubrebocas en el tendedero durante un día soleado. Con un par de pinzas descoloridas los sujetas a la cuerda para que el viento no se los lleve. Mientras cuelgas los cubrebocas piensas que el sol sale para todos pero no en 2020. No en este año que se ha deslizado como una serpiente que huye después de morder a su víctima. Año de desalojo por no pagar la renta. Año en el que se agregaron más portarretratos a la ofrenda del día de muertos.

Es verdad que finaliza el fatal año. Sin embargo, de nada te sirve la súplica, la fe que no tienes, la esperanza. El nuevo año se avecina pero el parecido que tiene con su predecesor te mortifica. Una vez más, tu planeta completó su órbita alrededor del sol pero eso no garantiza que las cosas mejoren, que tus pesadillas se vuelvan irrisorias, que la desgracia no te persiga. Te falta el optimismo y la ingenuidad de quienes creen que con un año nuevo hay una nueva oportunidad para cumplir los sueños.

Tú, en cambio, te sientes al borde de la derrota, de la claudicación. Bajo un cielo cobalto, el viento balancea los cubrebocas e imaginas que cada uno de ellos conforma la bandera blanca de tu rendición. Alzas las manos como un criminal que se presume inerme y te ofreces indefenso a la adversidad. Los cubrebocas no te salvarán de nada. Tú, con tu miseria, tampoco salvarás a nadie. Pero tienes los brazos alzados y comienzas a balancearte como si bailaras bajo el influjo de una música interior. Porque quizá es lo único que te queda, bailar en la hoguera de tu inmolación, con las llamas acariciándote los tobillos. Como si fueras un pagano que festejara la llegada de un nuevo ciclo sabiendo que todo es cíclico, que las catástrofes se repetirán otra vez, que el dolor es inagotable y su imagen se replicará en un espejo infinito. Al menos —te dices

como consuelo— posees la certeza de que tendrás el rostro sereno si el cielo se cae a pedazos frente a ti.

Exhausto, terminas de bailar. El sol se ha puesto y enrojece las nubes del poniente. La luz del crepúsculo ilumina los cubrebocas que ya se han secado. Hoy, no lo has olvidado, es Nochevieja.

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