Túnel
EN EL BANQUILLO TEDI LÓPEZ MILLS
Desde la ventana de uno de los departamentos del edificio donde vivo una joven arroja huevos contra el coche estacionado en el zaguán, le sube el volumen a su música y se ríe con sus amigas. Alguien barre los pasillos, se acerca a mi puerta, se aleja de mi puerta. Los ruidos posteriores a los hechos parecen doblajes. Son las nueve de la mañana. No debo confundir las unidades de acción, lugar y tiempo —según dictan las normas canónicas— y tampoco debo suponer que me está ocurriendo a mí lo que percibo, por más difícil que sea fijarle un sitio exacto al matiz: ¿soy yo, somos nosotros o serán ellos? A los gritos de la joven los criba el sonido grave, rugoso de la bomba de agua y el tintineo de la pequeña campana de mi reja. Habrá más ráfagas de viento en la tarde, me avisa el hijo de la portera, “y por favor señora no se lastime con las ramas cuando salga a darse su vuelta”. Invento palabras para mi circunstancia: crimbustis: lesiones en los dedos cuyo origen proviene de delgadísimos cortes en la piel causados por filos metálicos, latas de comestibles, etcétera, aunque el vocablo posee también referentes simbólicos; randrestán: maltrato laboral, gremial, de tipo complejo; su rasgo sobresaliente es una amabilidad extrema e inexplicable (muy común entre mujeres); lebrandúculo: alude a un objeto de superficie opaca, áspera, que no logra sujetarse con las manos (dícese también de las personas sin vínculos nítidos o racionales con el mundo).
Pienso en la costra de la yema escurrida en el cofre del coche o el friso de plumas y polvo en la mancha de aceite junto a los basureros: el arco iris a ras de tierra en las orlas secas. Aún no se incluye la concordia en mi vida nueva, pero oigo las puntualizaciones:
“te preocupas demasiado”, “ya es hora de que retomes tus actividades literarias”, “te estás repitiendo”, “acepta que el don de la poesía se nos da solo a algunas o a algunos”. Ha de ser extraño saber tantas cosas y gozar de tanta suerte. Por lo pronto, suspendo poco a poco mi incredulidad. Cinco adultos mayores en torno a una mesa no fuimos capaces de armar una conversación: ahí despuntaron los primeros síntomas de la melancolía de los atardeceres. “¿A quién podría yo imitar para ser original?” —escribió Rubén Darío en 1896—. “Pues, a todos… Y el caso es que resulté original… Sé tú mismo: ésa es la regla”. Si la identidad es difusa y carece de centro quizá baste con encerrarla para que se defina. Observo el mapa de mis constelaciones, el mirlo de Wallace Stevens, las palomas de Carlos Pellicer, el racimo de fechas contiguas: Renato Leduc y e.e. cummings nacieron en 1894; Xavier Villaurrutia y Lorine Niedecker, en 1903; Salvador Novo y Louis Zukofsky, en 1904; Gilberto Owen y Kenneth Rexroth, en 1905; Octavio Paz y John Berryman, en 1914. “Busque inflexiones, alusiones, claves. Pájarosdorados, alfileres. Evite desencuentros. Instrúyase. Todavía se desconoce quién será usted a solas. Cualquier parodia la pondrá en peligro: cuide las formas”. _
HOMBRE DE CELULOIDE
El arte y la piel
Elevar la piel al estatus del arte es, sin duda, una declaración estética muy radical. Y esto es exactamente lo que ha hecho Wim Delvoye, un artista neoconceptual que comenzó tatuando cerdos y terminó tatuando a un hombre que, a la larga, vendió su espalda por un precio que se calcula entre 150 y 160 mil dólares. Tim Steiner, el hombre que vendió su espalda, sigue siendo el usufructuario del tatuaje que le hizo Delvoye, pero, cuando muera, la imagen colgará con todo y piel en el sitio más macabro que escoja el coleccionista que la compró. Basada en esta historia, la directora y guionista tunecina Kaouther Ben Hania ha producido una obra de arte excepcional, una película que reflexiona en torno a la pertenencia, la migración, el arte y, por supuesto, la piel.
Elhombrequevendiósupiel(disponible en Apple TV y otras plataformas) nos llama a pensar en el sentido de lo terreno, de lo sensible, de lo sexual. “El arte conceptual es como una fiesta: llegas y si te gusta lo que está sonando, lo bailas, no te preguntas ¿es esto música?” Eso me respondió hace mucho un curador con respecto a lo que hoy por hoy significa hacer arte. La directora Ben Hania ha decidido aceptar el reto de Delvoye y bailar con él. En
este sentido, es importante distanciar Elhombrequevendiósupiel de otras películas que denuncian la farsa del arte, como lo hace el cineasta Ruben Östlund en la película Square o el escritor Michel Houellebecq con su novela El mapa y el territorio. La tunecina Ben Hania baila con Delvoye no solo porque el montaje y los cuadros en su obra testifican lo hermoso que puede ser el arte conceptual sino porque ofrece un porqué: “el ser humano”, afirma el artista de la película, “se ha convertido en una mercancía. Yo, al haber convertido a Sam en una mercancía, paradójicamente le estoy devolviendo la humanidad”. ¿Palabras vacías? Me parece que no y creo que, justamente por eso, El hombre que vendió su piel es una obra de arte sorprendente, una película que, alejada ya de la historia real del hombre que vendió un tatuaje que, sin embargo, usufructúa, aprovecha la condición de mujer en un país islámico para hablar de los inmensos prejuicios que existen en Occidente hacia el
mundo musulmán. Y sin embargo lo más poderoso de la película es que el trayecto dramático de Sam (el protagonista ficticio de El hombrequevendiósupiel) lo conduce a través de todos esos prejuicios y de los suyos propios. “Nací en Bélgica, pero tengo nacionalidad estadunidense”, confiesa Jeffrey Godefroi, el artista conceptual de la ficción. Sam responde: “Naciste en el lado correcto del mundo”. Este prejuicio es justamente el que debiera transformarnos a todos los que, sensibles a la tragedia de un migrante sirio que tiene que vender su piel para conseguir una visa que lleva tatuada, hemos llegado a la conclusión de que “el lugar correcto del mundo” es ahí donde está lo que amamos: un paisaje, la infancia, la amante y quizá un atardecer espectacular. Sensible a la propuesta original de un enloquecido artista conceptual, la directora tunecina Kaouther Ben Hania aprovecha para soltar uno o dos puntos en torno al estado del arte en el mundo contemporáneo, pero lo más importante es que consigue de modo mucho más simple y más a flor de piel mostrar a los agradecidos espectadores de esta magnífica película que hay una cosa a la que nadie puede renunciar, a la dignidad de ser humano. Ese que es ojos, oídos y piel. _
Hay una cosa a la que nadie puede renunciar, a la dignidad de ser humanoEl hombre que vendió su piel. Dirección: Kaouther Ben Hania. Túnez, 2020.
Si la identidad es difusa y carece de centro quizá baste con encerrarla para que se defina
ESCOLIOS
Indulto del Sol
Este poema forma parte de un libro en preparación. EX LIBRIS
Inscripciones del mundo
ARMANDO
La escritura es una de las formas más útiles de cooperación e inteligencia social que ha permitido a los humanos subsistir como especie, pero también constituye un acto gratuito y un misterio. En La gran invención. Una historia del mundo en nueve inscripciones (Anagrama, 2022), la filóloga Silvia Ferrara aborda vivazmente, a través de algunas inscripciones célebres, diversas modalidades de escribir y simbolizar que han surgido en el tiempo. Con erudición y amenidad, con una visión actualizada y panorámica del estado de su rama de conocimiento y con una auténtica curiosidad interdisciplinaria (a la manera del abordaje al libro de Irene Vallejo en Elinfinitoenunjunco), la autora traza un colorido fresco histórico de la escritura y sus más conocidas invenciones, funciones, transfiguraciones y enigmas. Para la autora, la invención de la escritura parte de un proceso de azares acumulados y puede hablarse de distintos momentos de iluminación, que llevan a que distintas culturas (Egipto, Mesopotamia, China y Mesoamérica) descubran, cada una por su parte, este entramado simbólico. Aunque en tiempos modernos se decretó la arbitrariedad y orfandad del signo con respecto a las cosas, el lenguaje escrito, sobre todo en sus inicios, tiende a ser icónico y hay un “alfabeto del mundo” que se traspasa a la escritura, imitando los contornos físicos de la naturaleza. Entre lo figurativo y lo abstracto, las escrituras emergen de su cuna y establecen un inventario de signos compartidos con propósitos pragmáticos como establecer leyes, denotar estatus o registrar transacciones. Así, la escritura se asocia a la mayor complejidad social y el surgimiento del Estado, aunque no siempre, pues, como lo refiere la autora, hay importantes civilizaciones sin escritura aparente y, a la vez, hay escrituras deliciosamente ociosas o arbitrarias. Por eso, si bien la escritura se asienta largamente y tiende a responder a un proceso de comunicaciones e interacciones colectivas, también puede florecer enigmáticamente, como en la isla de Pascua, en condiciones de aislamiento. Tampoco puede hablarse de la sencillez o complejidad como determinantes de la evolución de una escritura y sistemas muy complicados, como el chino, se utilizan cotidianamente por millones con pocas variaciones respecto a su concepción original. Por lo demás, la memoria y capacidad de desciframiento no son infalibles y numerosas formas de escritura permanecen sumidas en el secreto. Con este libro afable y alado, con una exacta dosificación de la información y el relato y con una alegra prosa, Ferraro le devuelve la sorpresa y versatilidad a la invención de la escritura y enfatiza su variedad de expresiones y soportes. Lejos de la historia lineal o determinista, Ferrara ofrece una perspectiva de gran alcance y demuestra que la invención de la escritura admite muchas paradojas y derroteros insólitos y puebla, de las maneras más cambiantes e inauditas, el paisaje de nuestras mentes. _
Ciertos días afortunados, cuando convergen en el cielo monóxidos, nubes y ozono, es posible mirar al Sol de frente para declararle: Yo te degrado, compañero, dejas de ser en este instante centro absoluto del sistema. Te libero de tus
La invención de la escritura parte de un proceso de azares acumulados
la Editorial Galaxia Gutenberg, ofrecemos
Los genios
DESCONOCIDO
argas Llosa admiraba tanto a García Márquez que, cuando se mudó a Barcelona con su esposa Patricia y sus hijos Álvaro y Gonzalo, de cuatro y tres años, alquiló un apartamento a media cuadra del piso del escritor colombiano, ochenta metros apenas de distancia: los Vargas Llosa se instalaron en la calle Osio número 50, para estar a tiro de piedra de los García Márquez, quienes llevaban dos años viviendo en la calle Caponata número 6: poco más de cien pasos mediaban entre ambos.
—Gabriel es Dios —le dijo Mario a Patricia—. Quiero vivir cerca de Dios. Quiero verlo todos los días.
García Márquez se levantaba temprano, llevaba a sus hijos caminando al colegio inglés Kensington, en el barrio de Sarrià, a pocas cuadras de su casa, y luego, al volver, se ponía un overol azul, un mono de obrero mecánico, y se sentaba a escribir Elotoñodelpatriarca. No era fácil escribir algo que estuviera a la altura de Cien años de soledad, y a veces pensaba que debía esperar cinco, diez años sin publicar nada, porque temía decepcionar a los lectores y a la crítica, tras haber dejado tan alto el listón. Vargas Llosa le decía que Cien años de soledad era la mejor novela publicada en lengua española en todos los tiempos, mejor incluso que ElQuijote, y por eso acometió con entusiasmo la escritura de un ensayo desbordado de alabanzas sobre aquella novela, titulado Historia de un deicidio.
***
A García Márquez le estaba costando un trabajo brutal escribir un párrafo, dos párrafos cada mañana. Debía igualar o superar su último título y eso lo abrumaba. Cuando se sentaba a escribir Elotoñodelpatriarca, pensaba
tanto, cada mañana, a media
na, con la ilusión de hacer reír homenaje, de decirle que lo
más fantástica y divina ins-
Vprincipalmente en el dictador venezolano Juan Vicente Gómez, pero también en Pérez Jiménez, en Somoza, en Rojas Pinilla: la imagen que más poderosamente lo subyugaba era la de un dictador viejo, decrépito, solo, solísimo, que tenía en el jardín unas jaulas con animales salvajes y otras con sus enemigos políticos, y a todos les daba de comer cada mañana, arrojándoles frutas, carne cruda, pedazos de queso y pan. Mientras tanto, cada mañana, a media cuadra, Vargas Llosa, muy serio, muy concentrado, avanzaba en una novela humorística ambientada en la selva peruana, con la ilusión de hacer reír a García Márquez y a Mercedes, una manera de rendirle homenaje, de decirle que lo consideraba el más grande de sus maestros, aún más que Flaubert o Dumas, su más fantástica y divina inspiración, un Dios con bigotes y mono azul que fumaba marihuana colombiana y cantaba vallenatos a punto de lagrimear.
Nada hacía presagiar que empezarían a distanciarse un año después de la llegada de los Vargas Llosa a Barcelona. Se pelearon por razones políticas, por culpa de la dictadura cubana. Fidel Castro ordenó el arresto en La Habana de un poeta, Heberto Padilla. De paso por París, Vargas Llosa escribió una carta dirigida a Fidel Castro (comenzaba diciendo “Querido Fidel”), en la que decía que “los abajo firmantes, solidarios de los principios y objetivos de la Revolución Cubana”, expresaban su preocupación por el arresto de Padilla, pues pensaban que “los métodos represivos contra los intelectuales y escritores que han ejercido el derecho a la crítica no pueden sino tener una repercusión profundamente negativa entre las fuerzas imperialistas del mundo entero”, para concluir diciendo que en América Latina la revolución cubana era
Por cortesía de
nueva novela del escritor limeño. Narra el primer desencuentro Márquez y Vargas Llosa, preludio al puñetazo que acabaría
Nobel de Literatura en una imagen de de 1967, en Lima.
“un símbolo y una bandera”. Vargas Llosa escribió ese comunicado, dirigido a su “Querido Fidel”, pidiendo la liberación del poeta Padilla. De inmediato lo firmaron, en París, los escritores Juan Goytisolo, Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jorge Semprún, Plinio Apuleyo Mendoza y Carlos Fuentes, así como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Susan Sontag, entre otros. Pero faltaba la firma de García Márquez. Sin ella, la carta estaría coja, incompleta: Gabriel era el gran genio y mago mayor de los escritores latinoamericanos, al punto que la agente Balcells solía decir:
—Vargas Llosa es el primero de la clase, pero Gabo es el genio.
Como García Márquez no contestaba el teléfono (se había ido a Perpiñán con Mercedes y los Feduchi a ver buenas películas que no podían verse en Barcelona, porque eran censuradas por los comisarios de la dictadura franquista), Plinio Apuleyo Mendoza anunció, eufórico, extranjero a toda duda:
—Yo firmo por él. Yo a Gabito lo conozco mejor que su esposa. Yo sé que él firmaría esta carta.
—¡No firmes nada! —le gritó por teléfono Carmen Balcells a Vargas Llosa, al leer la carta—. ¡No te metas en ese lío político! ¡Te recuerdo que eres un escritor, no un político!
—Tengo el deber moral de pronunciarme, Carmen —dijo Vargas Llosa.
—¡Tu deber moral es ser un buen escritor! —lo riñó Balcells—. ¿No te das cuenta de que cuando haces política te haces daño como escritor?
Pero Mario no le hizo caso, firmó la carta y la publicó al día siguiente en un diario francés, firmada también por García Márquez: Plinio Apuleyo Mendoza, su íntimo amigo, con quien había trabajado como reportero en Cartagena, en Barranquilla, en Bogotá, en Caracas, en Nueva York, con quien había recorrido la Europa comunista en un coche desvencijado, firmó también por García Márquez.
—¿Qué carajos has hecho?
—le gritó por teléfono García Márquez a Plinio, al día siguiente, al ver su nombre entre los firmantes de la carta de los intelectuales a Fidel Castro—.
¿Quién te has creído para hacerme firmar esa carta, sin consultarme?
—Pensé que estarías de acuerdo, Gabito —dijo Plinio, azorado—. Perdóname. No tuve mala intención.
—¡Te ordeno que retires mi nombre ahora mismo! —lo reprendió Gabriel—. ¡Y que digas a la prensa que tú firmaste por mí, sin mi consentimiento, y que yo desapruebo
—Perdóname, Gabito. Mil disculpas.
—¡No sabes nada de política, Plinio! ¡Y tampoco de literatura! ¡Qué tristeza verte convertido en adulón de Vargas Llosa!
Plinio se quedó en silencio, avergonzado del modo en que había abusado de su amigo de toda la vida.
—¡Son todos unos imbéciles! —continuó García Márquez, exasperado—.
Si querían que Fidel deje en libertad a Padilla, me hubiesen llamado, y yo hablaba con Fidel y lo convencía de soltarlo. ¡No conocen a Fidel! ¡Ahora no lo soltará ni a cojones! ¡Fidel sabe de política y de literatura más que todos ustedes juntos, los firmantes de esa jodida carta!
Cuando Plinio le contó a Vargas Llosa que García Márquez había estallado en cólera y ordenado retirar su firma, Mario sintió una profunda decepción. Al día siguiente, Plinio y Mario anunciaron que García Márquez no había firmado la carta y borraba expresamente su firma, pues estaba en desacuerdo con ella. También Julio Cortázar, en París, expresó su desavenencia con el comunicado. Desde entonces, Vargas Llosa se distanció de García Márquez y Cortázar. Siguieron siendo amigos, viéndose a menudo en el apartamento de la calle Caponata, pero preferían no hablar de política, pues Gabriel defendía a Fidel y creía que Mario políticamente era cándido, ingenuo, incapaz de matices, binario, maniqueo. Un mes después de la famosa carta, Fidel Castro liberó a Padilla, solo para que este, en una confesión patética, montara en escena un acto de contrición, diciendo que era “un vulgar contrarrevolucionario”, que “he sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual nunca me cansaré de arrepentirme” y que “no he estado a la altura de la revolución”. Entonces, decepcionados, los Vargas Llosa dejaron de ir a La Habana para rendir pleitesía a Fidel Castro, aunque los García Márquez no interrumpieron su pública admiración por el dictador cubano. En privado, Vargas Llosa lamentaba que Gabriel se hubiese convertido en cortesano de Castro, en lacayo de Castro, pero no se lo decía cara a cara al escritor colombiano, de eso preferían no hablar.
Cuando Vargas Llosa, tres años después de aquella carta a Fidel Castro que trazó una línea en la arena y dividió a los escritores hispanoamericanos de un modo que con el tiempo resultaría definitivo, unos todavía apoyando a Castro, invocando razones de amistad, de lealtad, otros condenándolo en público, diciendo que había traicionado los principios de la revolución, anunció que se marchaba con su familia de Barcelona para vivir en Lima, los García Márquez no dudaron en asistir a la fiesta de despedida que organizó Carmen Balcells en la célebre discoteca Bocaccio, que había reunido, en aquellos años espléndidos del boom literario latinoamericano, a las voces más originales, potentes y lujuriosas de la literatura en español, y a sus padrinos y escuderos, incluyendo, por supuesto, a García Márquez y Vargas Llosa, pero también a Carlos Fuentes, a Jorge Edwards, a José Donoso, a los hermanos Juan y Luis Goytisolo, al editor Carlos Barral, a la editora Beatriz de Moura, al editor Jorge Herralde, a Juan Marsé, al poeta del sombrero
Pere Gimferrer, al mítico editor José Manuel Lara, de la editorial Planeta, que les ofrecía millones de pesetas a García Márquez y Balcells si este fichaba con Planeta. Aquella noche en Bocaccio, embriagado y chispeante de beber la mejor champaña, García Márquez le dijo a Vargas Llosa, que solo tomaba un whiskey y solo uno:
—No te vayas a Lima, hermanito. Tú mismo me has dicho que en Lima la gente se acojuda.
Vargas Llosa se rio, desafiante:
—No te preocupes, Gabriel, no me voy a acojudar.
—Si te arrepientes, nos vamos todos a Londres —dijo Gabriel.
—¿Y qué vamos a hacer en Londres? –preguntó Vargas Llosa. —La egipcia y yo nos vamos a Londres en unas semanas —dijo Gabriel—. Es un secreto. Nos vamos a aprender inglés.
—¿Con Rodrigo y Gonzalo? —preguntó Mario. —No, ellos se quedarán acá, con los Feduchi –dijo García Márquez–. No quieren venir a Londres. —Estupendo –dijo Mario–. Si Lima me trata mal, nos veremos en Londres.
Al día siguiente, solo una diezmada población de aquella fiesta en Bocaccio acudió, con severa resaca, al puerto de Barcelona, a despedir con abrazos a los Vargas Llosa, que se marchaban con sus niños, su guagua Morgana y sus libros a vivir en Lima, donde seguramente serían felices con muchas criadas: allí estaban Carmen Balcells, Jorge Edwards y Gabriel García Márquez con su esposa Mercedes. Al abrazar a Mario por última vez, Gabriel le dijo: —No te vayas, hermanito. Tengo una mala premonición. Algo malo va a ocurrir de un momento a otro.
Ya Susana Diez Canseco, la joven modelo, la niña terrible, la niña mala, estaba en el barco: al registrar sus valijas, había divisado a lo lejos a Vargas Llosa y pensado: —Qué divertido viajar con este genio.
—Quédate en Tenerife —siguió García Márquez—. Bájate allí —añadió, pues el barco Rossini, de bandera italiana, haría escala en Santa Cruz de Tenerife, antes de cruzar el Atlántico y dejar en el Callao, puerto de Lima, a los Vargas Llosa.
Olvidando sus diferencias políticas, dejando de lado los reparos éticos que a veces hacía a la conducta pública de García Márquez, pasando por alto el fastidio que a menudo le causaba su amigo colombiano por payasear tanto, Vargas Llosa abrazó en el puerto a García Márquez, al Dios lujurioso del bigote cantinero y las medias de distintos colores, sin saber que aquella sería la última vez que se abrazarían, sin imaginar que, dos años más tarde, en un cine de la capital mexicana, le daría una trompada en la nariz, derribándolo, dejándolo sin conocimiento, al tiempo que le decía, envenado por el rencor: —¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia! _
un fragmento de la desencuentro entre García acabaría con su amistad
Espejismo
Reconocernos en nuestros rostros y cuerpos es una experiencia tan novedosa como la fotografía
El día del descubrimiento, tu hijo jugaba frente al espejo. Súbitamente, entre muecas y piruetas, se detuvo en un instante mudo, con la mirada absorta. Abrió los ojos y entendió, de pronto, que el niño de rizos disparatados al otro lado del cristal no era otro que él mismo. Estalló en carcajadas mientras exploraba su reflejo, y su mente atravesó una misteriosa frontera: había aprendido en qué consiste tener un cuerpo. Acababa de estrenar su imagen y había que bailar para celebrarlo. No era la danza de la lluvia, sino del yo.
Una escena así –inocente, tierna, ególatra– es en realidad un fenómeno reciente. Los espejos de nuestros antepasados estaban hechos de metal bruñido, que se volvía opaco con el paso del tiempo. Apenas reflejaba nada más que sombras y contornos, por eso san Pablo escribió: “Vemos como en un espejo, oscuramente”. En el siglo XIII se inventó el cristal azogado, pero durante muchos siglos fue una posesión cara y prohibitiva, un lujo de ricos cuyas inquietantes imágenes provocaban asombro y extrañeza. Un antiguo relato japonés cuenta la historia de un cestero que acababa de perder a su padre, a quien tanto se parecía físicamente. Un día de feria, su mirada se posó en una mercancía nunca vista: un disco de metal brillante y pulido. El cestero creyó que su padre le sonreía desde el espejo y, maravillado, pagó con sus ahorros la extraña alhaja. Ya en casa, lo escondió en un baúl. Todas las mañanas interrumpía su trabajo y subía al desván a contemplarlo. Cierta vez, su mujer lo siguió hasta el escondite e, intrigada, tomó el objeto, miró y
vio reflejado el rostro de una mujer. Gritó a su marido: “Me engañas, tienes una amante y vienes a mirar su retrato”. “Te equivocas, aquí veo a mi padre otra vez vivo, y eso alivia mi dolor”. “¡Embustero!”, contestó ella. Los dos acusaron al otro de mentir y se hicieron amargos reproches. Una anciana tía quiso interceder en la disputa y juntos subieron al granero. La mediadora contempló el disco metálico y sacudiendo la mano dijo a la esposa: “Bah, no tienes que preocuparte, solo es una vieja”.
Según la leyenda, es difícil mirarse en el espejito, espejito, sin trampas, sin filtros, con todas nuestras fragilidades a cuestas. Allí tendemos a ver no solo la imagen que tenemos, sino la que tememos. Nuestra época, hechizada por la publicidad y deslumbrada por las redes sociales, nos invita a miramos sin pausa: cada día, posamos ante el móvil y compartimos con el mundo más de un millón de autorretratos. Sin embargo, durante los milenios ciegos, antes de los reflejos, de la fotografía, de los videos, la mayoría de los seres humanos ignoraban el aspecto de su propio rostro y los rastros que arañaba el arado del tiempo. Nuestros antepasados apenas podían intuirse
en un estanque, en el fondo brillante de una olla metálica o en un atisbo de cristal. No se conocían, no se veían. En las mansiones de los poderosos, la adulación de los pintores halagaba sus vanidades embelleciendo los retratos. Ahora, rodeados de espejos y cámaras, caemos en la misma tentación de falsear nuestra apariencia con las herramientas de un programa informático o los retoques de una aplicación. La cruda realidad nos asusta y nos disgusta. En la marea veraniega de la obsesión por los cuerpos perfectos, fabricamos espejismos — fuertes, esbeltos, bellos—, quizá porque solo sabemos amarnos cuando somos irreconocibles. Según la mitología clásica, Narciso se enamoró de sí mismo cuando se acercó a beber de un río. Creía que bajo la superficie le sonreía otra persona, pero, cada vez que acercaba la mano para acariciarla, enturbiaba el agua y el deseado rostro se rompía. Insensible al resto del mundo, seducido sin saberlo por su propia imagen, Narciso se dejó morir postrado sobre su reflejo. En el lugar de su muerte brotó una flor, el narciso, con pétalos blancos que aún parecen inclinarse en busca de un espejo para su propia belleza. Hoy, como en la leyenda griega, llevamos la contraria a la máxima bíblica: no amamos al prójimo como a nosotros mismos, sino que nos amamos —y nos fotografiamos— como si fuéramos otro. _
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Los espejos de nuestros antepasados estaban hechos de metal bruñido
NARRATIVA, ENSAYO
Cualquier verano es un final
Rávena
El escritor español narra los veranos y los inviernos de un grupo de personajes al final de la juventud y encallados en las aguas de la proximidad de la muerte, la amistad y el amor. Descubrimos entonces que sus destinos esperan una segunda oportunidad aunque a ratos no crean merecerla. Loriga estremece con su estilo desapegado.
Meditaciones de cine
Javier Cercas
Tusquets México, 2023 752 páginas
El auge del nacionalismo y los populismos, la era de la post verdad, la crisis de la democracia liberal, los muchos rostros del franquismo, la Guerra Civil española y el atractivo irresistible de la literatura son algunos de los temas presentes en este volumen que reúne crónicas, artículos y ensayos escritos entre el año 2000 y 2022.
Terapia literaria, el libro
La especialista en Bizancio emprende un viaje hacia la ciudad que, en el año 402, tras las invasiones godas y normandas que pusieron en jaque la supervivencia del imperio romano de Occidente, sería el bastión de la cultura y la política latinas. Hasta nosotros llega el rumor del triunfo del cristianismo y la aparición del islam.
POESÍA EN SEGUNDOS
John Keats: la debilidad poderosa
VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx
Maura Gómez, Valentina Trava
Aguilar México, 2022 128 páginas
El cineasta discurre sobre sus películas favoritas con una pasión desbordante y un afán de entretenimiento. Su interés mayor: el cine estadunidense de la década de 1970, al que se acercó durante su infancia y al que vuelve una y otra vez. No faltan las confesiones ni el ojo crítico ni el aliento literario ni las lecciones sobre el arte de narrar.
Terapia literaria es un programa quincenal en el que las autoras comparten sus lecturas con el público; ahora, de la pantalla llegan al impreso. Maura es diseñadora gráfica, pero los libros han guiado su vida. Valentina viene del mundo de las letras y se considera una “guerrillera de la literatura”. La frase, en realidad, puede aplicarse a ambas.
Juan
Taurus México, 2023 152 páginas
La descripción que el autor hace del estudio del Derecho —tedioso, formal y fastidioso— y del abogado como alguien gris, solemne y a veces luctuoso, solo aplica al caso mexicano. Estas definiciones caben en lo que Garza Onofre denomina “el estudio derecho del Derecho”; el “estudio chueco” implica ser creativos, críticos e imaginativos.
En nuestros días, la preferencia por la poesía de John Keats, en el ámbito del romanticismo y en el mito de la poesía, parece indiscutible. La reciente publicación del volumen JohnKeats,Poesíacompleta(Berenice, 2022), en traducción de José Luis Rey, confirma de alguna forma la actualidad de la obra del poeta trágico, si vale la expresión enfática. Este es el segundo intento en español. La primera edición de esta naturaleza la realizó Arturo Sánchez (Ediciones 29, 1975) en traducciones menos afortunadas, sin verso. En nuestro idioma, de manera increíble, no contamos con la poesía completa de Wordsworth, Coleridge, Shelley o Byron. Sí están a nuestro alcance una parte de los poemas más importantes, por ejemplo, Lospreludios, Las rimas del anciano marinero, Adonais, El don Juan… y existe un número suficiente de antologías. La mayor parte de las traducciones provienen de autores españoles, pero hay versiones hispanoamericanas, en especial las del editor, traductor y poeta Ricardo SilvaSantisteban, que desde la Academia Peruana de la Lengua ha realizado una labor sorprendente y enorme al ofrecernos Lamúsicadelahumanidad. Antologíapoéticadelromanticismoinglés ¿Por qué Keats permanece tan próximo, por los menos en apariencia, a nosotros? Quizá porque a diferencia de sus contemporáneos Wordsworth, Shelley y Byron, la índole profundamente atribulada de sus composiciones, la pureza intuitiva de su imaginación y la ambigüedad luminosa de sus imágenes, lo ponen dentro de una de las corrientes dominantes de la mejor poesía moderna. Es cierto que podemos ver en Keats no la prefiguración sino la primera expresión consumada de la poesía visionaria que hallaremos, más tarde, en Rimbaud o en Rilke. Aunque los motivos de su poesía (el ruiseñor, la rosa, el Nilo…) son típicamente románticos, Keats crea, en el modo de desplegarlos, una rara identidad entre lo interior y lo exterior. Lo notable es que la idealización de la realidad, en contra de su carácter prosaico, deviene del encuentro con la mismidad de las cosas. Como Rimbaud cuando dijo “mantengo mi lugar en la cumbre de esta angélica escala de sentido común” o Rilke “Yo siento que toda la vida es vivida”, Keats escribió “Conozco esta dulzura/ del Ser, mi fantasía ha llegado a la cima”. Su idealismo lo sumergía en la expansiva quietud de la existencia. Tal vez él está mucho más cerca de Coleridge, por los ensueños compartidos: esa suma de lo ideal y lo real que engendra una naturaleza abierta, pero profundamente íntima (los poemas sobre el ruiseñor de ambos son una muestra de este hecho). La grandeza de Wordsworth, Shelley y Byron ofrece una voluntad demasiado enérgica y posesiva: un principio de actividad persistente, penetrante y único en la caída. En Keats no hallamos esa actividad tenaz, pero sí un abandono lúcido: “Marchitarme a lo lejos, olvidarlo ya todo”. Aunque es una pérdida que la traducción de José Luis Rey cambie y aumente la medida y el número de los versos, su traducción avanza fluida y con hermosura. La ausencia de un índice detallado también es un defecto. No obstante, contar con la Poesíacompleta de Keats es una buena noticia. _
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TOSCANADAS
Pisar callos
Parece que a mucha gente le irritó que la magna empresa comercializadora de libros pretendiera mondar la obra de Roald Dahl.
Y tal parece que el asunto se resolvió bonitamente porque los ablandadores de texto, que no entendían razones de letras, entendieron las de números.
Pero eso de dar gato por liebre es común en el mundo de los libros. Hace algunas décadas, cuando por primera vez visité Italia, comencé mi aprendizaje de italiano memorizando las primeras líneas de Pinocho, de Carlo Collodi. Comienza así: “C’eraunavolta... —Unre!—dirannosubitoimieipiccolilettori.No,ragazzi,avetesbagliato. C'eraunavoltaunpezzodilegno”.
De manera justa, algunas ediciones en español comienzan así: “Había una vez… —¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores. No, chicos, se han equivocado. Había una vez un trozo de madera”.
Pero otras, ostentando a Collodi como
autor, toman el camino de simplificar y torcer el libro para entaradar a los piccolilettori. Pongo cinco de estos inicios.
1. Había una vez un hábil carpintero llamado Geppetto que un día encontró un bonito tronco y decidió hacer un muñeco de madera.
2. La vida de Geppetto, fabricante de marionetas, no era muy alegre. Estaba solo, con la única compañía de un gato y un pez y veía transcurrir los días sin ningún aliciente.
3. Érase una vez un viejo carpintero llamado Gepeto. Un día construyó un muñeco con un trozo de madera y le llamó Pinocho.
4. ¿Alguna vez has oído hablar de Pinocho? Era un títere con capacidades que no tenía casi ningún otro títere del mundo.
5. Esta es la extraña historia de un tronco que se convirtió en un muñeco, que a su vez se convirtió en un chico de carne y hueso. Todo empezó cuando Antonio, el carpintero…
BICHOS Y PARIENTES
Bolívar en prosa
Las independencias sudamericanas son mucho más interesantes que la novohispana. México no tiene ni pensadores ni autores que puedan compararse con Bello, Rodríguez, Miranda o Bolívar. Y no es menospreciar la propia historia. Al contrario: Nueva España vivía en un nivel mucho más alto de cultura y organización política, jurídica, de instituciones, en general, y eso mismo parece haber aletargado el gusto por las cosas modernas. Quizá también explique un poco la rara cosa de una lucha independentista encabezada por sacerdotes.
Como sea, el verdadero pensamiento americano inicia con unos caraqueños cuya formación calculaba el océano y miraba a París y a Londres.
Se repite que, si la pluma es de Andrés Bello, la espada es la de Bolívar.
Mal resumen: olvida a Simón Rodríguez, que inició el contagio liberal, y a Antonio de Miranda, la biografía más extraordinaria de todos los americanos. Por lo que hace a la espada de Bolívar, hay que decir que fue poco usada. Héroe, sí; también estratego, pero no era muy activo como combatiente, cosa en que se regodean sus biografías malquerientes: ni una herida en batalla, porque no estaba en el campo sino como observador, en puesto seguro. Pero mi reclamo a la fama pública no es sobre el Bolívar como hombre de acción sino como hombre de pluma.
Que no quede duda: Bello es el primer gran autor hispanoamericano, pero veo con reticencia, y en contra mía, que hay muchas páginas de Bolívar escritas con mejor suerte.
Y es que hay dos ritmos en la prosa del llamado Libertador: cuando se pone
de autor y cuando está en una pausa entre prisas y bataholas. El autor reflexivo y dado a la pluma es ripioso, lento, engolado y, peor, megalómano. Véase “Mi delirio sobre el Chimborazo”, de 1823, durante una de las muchas cumbres de su carrera. Bolívar discute con el Dios del Tiempo: “¿cómo, ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno con mis manos”. Y el Tiempo le asigna la tarea de guiar a los hombres... Es un Bolívar difícil de tragar, y se halla lejos de sus admiraciones: Plutarco, Maquiavelo, Montesquieu, Rousseau, y los estadunidenses que plagia, sin darles crédito: Jefferson, John Adams.
Es de notar otra diferencia entre Bolívar y Bello, a la hora de citar sus clásicos. Bello, hombre de letras y libros, suele citar con fuente: “Dice Plutarco...”, o “cuenta Virgilio...”, etcétera. En cambio, un hombre culto, pero no de vida contemplativa, como Bolívar, pasa directo al caso: habla de Catón o de Licurgo de modo directo, sin referir a Plutarco. Tiene una cierta cultura clásica, pero no está pensando en lecturas sino en recursos prácticos; no se ve a sí mismo como el autor sino como el personaje, al revés de Bello, que aspira a la estirpe de Cicerón. Bolívar sabe que su
Muchos clásicos vienen en versión vegana, pero la soya no sabe a carne. Algunos traductores o editores tienen el gusto de aligerar las cosas. Hace treinta años que no voy al cine, pero según recuerdo los subtítulos estaban pasados por agua. “Motherfucker” era “pícaro”. Sin citar la fuente, para que un energúmeno no se ponga a insultarme, les doy unos ejemplos que he apuntado en libros traducidos del inglés al español. “Fuckingfeet” traducido como “pies”, “shit” como “chifosca”, “nomorefaggotsin Britishwarmers”, borrado por completo; “fuckingforboogies”, también borrado; “fuckface” como “gatito mío”, y algunas otras linduras. Mas lo cierto es que comento tales cosas como mera curiosidad y no enfermedad, pues dichos ejemplos no son botón que basten para muestra. Después del asunto Roald Dahl, lo que en verdad debemos preguntarnos es ¿cuántos escritores nos pondremos a escribir de puntitas, cuidando de no pisar los callos a nadie? _
singularidad es la de biografiado, no la del biógrafo.
Bello tiene muchísimo más talento literario que Bolívar, pero su prosa (las frases largas, los adjetivos elegantes y abundantes, la conjugación verbal compleja) se ha vuelto un poco antigua, mientras que la escritura veloz, firme, seca, breve en su fraseo y con poca adjetivación de Bolívar ha sobrevivido mejor. No se gasta en formulismos, comienza sus asuntos —cartas, discursos— in medias res, de modo ágil y con esa precisión que solo existe cuando se castiga la economía de palabras. Esa “ausencia de estilo” sobrevive mejor al cambio de gustos de los tiempos. Y pongo un ejemplo, de la “Carta de Jamaica”: “mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte, no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado”.
Sirva para mostrar la agilidad no solo de su escritura sino la complejidad de su pensamiento: los nuevos americanos no son ni indios nativos ni españoles sino otra cosa, que no logran entender los gobernantes populistas ni los papanatas de la “descolonización”. Y luego, la nota oscura: el mejor escritor, el de su prosa ágil y precisa, es el que dicta a sus secretarios. Un autor de primera, el dictador. _
El verdadero pensamiento americano inicia con unos caraqueños