VOLADAS
Año 3, nº 8
VOLADAS
A ño 3, nº 8
Voladas Año 3, Nº 8
Voces, palabras, miradas… VOLADAS sigue su andadura, sirviendo de velero a quienes, hace ya casi dos veranos, nos atrevimos a soltar amarras y dejar que el viento llenara las velas de esta pequeña embarcación de páginas impresas. Nos agarramos a las palabras como quien no suelta un madero en un naufragio, porque forman parte de lo que fuimos y porque nos salvan la vida. Pendientes de los astros y de antiguos mapas y portulanos para que marquen nuestro rumbo, somos viajantes a través de los signos, soñadores de mundos, a veces, no tan lejanos. Y, como náufragos, mandamos señales para encontrar otros seres en otras islas y continentes en esta pequeña botella que, cada tres meses, enviamos al proceloso mar de los lectores. En esta travesía, reman con nosotros en Volazadas: José Luis Morante (Ávila, 1956), poeta y crítico literario, cultiva diversos géneros como el microrrelato, la entrevista literaria y los aforismos. Ha dirigido varias revistas como Luna Llena o Prima Littera. Su obra poética ha recibido prestigiosos premios como el Luis Cernuda, el Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz o el Premio Espadaña. Nos honra con la reseña que cierra Voladas. Gema Estudillo (Cádiz, 1972), poeta y traductora, profesora de secundaria, lectora de español en Francia y Alemania, correctora y redactora de la editorial Könemann. Ha publicado en varias revistas y tiene reciente la plaquette, Estudio de la materia. Manuel González (San Sebastián, 1971), poeta afincado en Valladolid donde empezó a publicar en diversas revistas literarias. Su primer libro Eslabón roto sale en 2011, le siguen Diario de una tristeza, Interiores (premio nacional de poesía Treciembre) y Cicatrices en los Tobillos. Manuel Ruiz-Mateos, Manuel Rota (Rota, 1964), dibujante hiperrealista con lápiz de grafito. Autodidacta, ha realizado varias exposiciones, con una galería personal en Coctelería-Café Dardo. El reto de las siete palabras tiene pequeño regalo gráfico de Sergio Moreno Domínguez para la sección: amanecer, bucanero, cable, conjetura, doblar, entelequia y ojos. Los seleccionados han sido María Ascensión Marcelino Díaz, Gerardo Venteo, Feliciano Castaño Villar y Alejandro Coronas. Enhorabuena, y gracias a la veintena de autores que han participado en el concurso.
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BLANCA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ Sobrevivir a mis circunstancias ME he levantado temprano, apenas despuntaba el alba. Una noche insomne me ha llevado a una jornada insumisa. Desde luego no ha sido uno de mis mejores días a pesar de que ha venido mi hermana a verme. También temprano me senté frente al papel, con urgencia, con frenesí, como si me fuera la vida en ello. Recuerdos felices de la infancia, que se hicieron presentes con una nitidez rayana en la locura, han empañado aún más este día difícil. Fui una niña alegre, con toda clase de oportunidades y opciones, con la esperanza en mis manos. Desde que era muy jovencita creía firmemente que una buena educación sería la base de la felicidad y del triunfo. Lo creía firmemente y pasé muchos años de mi vida dedicada al estudio. Me convertí en una mujer culta, con una formación sólida. Incluso aprendí a tocar el piano, a cantar, pero ahora, en mi madurez, y a pesar de que seguramente sea una de las mujeres más preparadas de mi tiempo, tengo que confesar que no soy feliz. No al menos en la medida que esperaba. Ni las Ciencias ni las Letras me han ayudado a gobernar mis inquietudes. A menudo me siento triste, desconsolada, como si una sombra me envolviera, un oscuro vestido tapara mi cuerpo. Y me apena que mis padres sufran por ello. No comprenden mi actitud y les duele que, cada vez con más frecuencia, me recluya en mi habitación, rehúse bajar a comer o a saludar a nuestros invitados. Sé que soy desagradecida y me atormenta mi absurdo [2]
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comportamiento pues ellos me han proporcionado esta vida confortable. Y, aunque procuro ser buena hija, cada vez estoy más lejos de conseguirlo y, muy a mi pesar, una nube apaga mi sonrisa. Actualmente solo me consuela confiar mis penas al papel. Con desesperación, con prisa voy vaciando mi mente y mis sentimientos. Es una pasión enloquecida, más irracional que otra cosa, pero me alivia abrir de par en par mi corazón. Soy sincera porque sé que solo unos pocos de estos poemas verán la luz. Solo Susan, mi maestro y algunos amigos cercanos conocerán mi lado más íntimo, la terrible melancolía que me aqueja, los anhelos imposibles, la incertidumbre del más allá, ese amor inalcanzable… Con mi fiel perro Carlo a mi lado, sentada frente a la ventana que da al pequeño patio, he estado llorando. Echaba de menos el mar y salpicarme de su espuma blanca, conocer de primera mano el lamento del agua. Echaba de menos un mar que no me pertenece ni conozco, pero del que me hablan los campos de trigo cuando un viento suave mece los tallos. Y he visto los ojos de los brezos y sé lo que las olas deben ser… Esta tarde subió Vinnie a mi cuarto. Estuvimos hablando de nuestras cosas. Está preocupada y me lo ha hecho saber. Mi madre debe haberle comentado mi negativa de ayer de acompañarla a la iglesia. Quizás parezca imperdonable, un pecado de difícil absolución, pero sé que todavía no podía enfrentarme a la ausencia del reverendo Charles. Hemos hablado largo y tendido de la vida y de la muerte y, aunque mi hermana me quiere de corazón, a veces tampoco comprende mis rarezas, pero su visita siempre me hace sentir bien. Le he dicho que mi vida es demasiado sencilla y austera como para molestar a nadie, pero no cree que sea suficiente. Hemos paseado por el jardín y le he mostrado orgullosa el nuevo macizo de flores que he plantado en la [3]
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parte trasera de la casa. Le he prometido enmendarme un poco, salir de mi aislamiento. Me ha pedido que vayamos juntas de compras. Detesta que haya empezado a vestirme exclusivamente de blanco. Nos hemos despedido con lágrimas en los ojos. A su partida he seguido llorando. Me duele profundamente la marcha del pastor a Filadelfia. Confieso que para mí, él es el átomo que prefiero entre toda la arcilla de que están hechos los hombres; él es una oscura joya, nacida de las aguas tormentosas y extraviadas en alguna cresta baja. Hoy no se ha acercado Susan. ¡Y deseaba tanto su visita! Ella no solo es mi cuñada, mi amiga, mi consejera. Es mucho más. No podría vivir sin su comprensión, sin su cariño, sin su ayuda, sin ella… Estoy abrumada…Quizás mañana escriba a Clara. Así no me sentiré, aunque sea por un momento, tan sola. Y sé que no cuestiona mi actitud, pues mi prima es una de las personas más comprensiva y tierna que conozco. A ella puedo abrirme con honestidad. Aprecia sin reserva mis poemas y son muy acertadas algunas de sus sugerencias, que siempre acepto complacida. Ha anochecido. Se acaba este día que achicó un poco más mi corazón. Sé que quizás debiera complacer a mis padres y mostrarme menos huraña, más razonable. No sé si podré hacerlo. El dolor, la impotencia me amarran a esta casa y a esta habitación. Quisiera liberarme, desprenderme de los convencionalismos que me impiden sentirme libre y volar a mis anchas, pero ya he roto demasiadas amarras, corre el año de gracia de 1880 y soy una mujer soltera. Me llamo Emily. De apellido, Dickinson y un amor imposible nubla mis sentidos, me rompe el corazón.
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El miedo no envejece EL miedo no envejece ni se agota. Como el alba, renace cada día, renueva su repertorio y busca un refugio en la sangre para recorrer con nosotros las horas desde el principio. Profeta del mal, maestro del engaño, mercadea con nuestras desdichas, hace girar los sueños, destiñe la realidad. Nos clava la astilla en el corazón. Dueño de nuestros secretos, nos hace temblar como niños perdidos. A veces nuestra conciencia, hastiada de su voz imperfecta, enfría su aliento y lo pone en su lugar: la mazmorra de la memoria bajo siete capas de olvido. El tiempo, o quizás una herida, abrirá la puerta. Y de nuevo la desconfianza. Condenados a vivir como huidos, con su violenta sombra persiguiéndonos. [5]
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Luna estéril UNA luna inhóspita se estremece tras las nubes. Su frialdad atenaza mi inquieto corazón con mano de hierro. Qué nebulosos latidos esconde esta frívola esfera y qué difícil me resulta caminar por las horas de esta noche tan glacial y vacía como el disco de plata que me abrasa desde el cielo. Me adentro en sus segundos con las entrañas sucias y revueltas. Derrotada, bajo a lo más profundo, al último límite de las sombras, y respiro tinieblas que destrozan con firmeza los sueños de mis sueños. ¡Cómo me enloquece el rostro marchito de esta agorera ciega que me impone una oscuridad tan helada y cruel!
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Regreso a aquel paisaje A Belén, Manolo y Carlos A veces regreso al lugar de entonces y aunque nada permanece en su sitio no veo ni percibo lo que hay ahora. Mis ojos viven el viejo paisaje. El campo ha impuesto una nueva maleza, un yerbazal, árboles… pero los años no han robado al aire el perfume de aquella higuera sobria ni el sabor de las manzanas del cerro. Por un momento, hay idénticas nubes, me rodea el mismo ambiente lozano, soy la niña feliz de aquellos días. En ese universo me siento libre. Como si la eternidad me alcanzara y un cántico abriera mi corazón. Es allí la vida frescura y amparo. Escucho como late la alegría y un chorro de inocencia, una caricia, me traspasa la piel. Por un momento.
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Atravesar las sombras LOS colores del anochecer caen sobre nuestra memoria como un mar de fuego que agota y limita el ánimo. Y se suceden las horas con un talante diferente, tumultuosas en esencia, en otra dimensión. El tiempo nos exige seguir adelante, atravesar el reino de las sombras. Cada uno traza su camino y quema la noche confinado en sí mismo. Se aferra a sus ficciones y reescribe la propia página de miedos y tempestades. Avanzamos a tientas, como por una habitación a oscuras, con los sentidos embridados y ojos sonámbulos. No hay rosas en la noche. Alejados de la luz, los espectros asfixian nuestros sueños y las tinieblas apuran su dominio mientras el cuerpo se encoge. La Luna aporta segundos grises que atraviesan el oscuro feudo con corazón apátrida y rostro deforme. [8]
Voladas Año 3, Nº 8
Epílogo DE repente, qué urgencia recorre el aire. Sin apenas crédito, compras de fiado en el almacén de la vida, recorres los estantes con mirada ansiosa y gesto indeciso. Qué temblor en la sección de fracasos, que ajetreo en el rincón de oportunidades, qué caos en el apartado de deseos incumplidos. Regresas silencioso y maltrecho de estas rebajas con escaso stock.
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De un día para otro DE un día para otro notas arrugas en la memoria y en la sangre. El cuerpo se acobarda y es como si de repente, sin apenas darte cuenta, porque es un segundo el lapso que te separa de la juventud, hubieras traspasado la última puerta. El tiempo ha anotado tu nombre en el tablón de los desperfectos y tu propia sombra, agorera, brinda por tu salud. Se rompen cien mil cristales ante tus ojos y esa será la música que en el futuro te acompañe.
BLANCA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
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CONCHI CASTELLANO GARCÍA Silencioso atardecer LA luz de la tarde reverbera en un vértigo de agua y susurra sus silencios sobre las rocas. El viento ha traído tantas veces tu nombre mezclado con la marea y tantas veces ha cruzado los límites de las piedras, que el aire se ha hecho dueño de él y vierte sobre mí su peso. El silencio aviva la voz del mar y, sin embargo, nada brota de mis labios.
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Pronto ha venido la noche PRONTO ha venido la noche. Tampoco hoy el día ha conseguido dar esquinazo a su satírico negrero y sobre el cielo mengua su única pupila. En la mesilla alguien colocó recuerdos que un día fueron de carne y hueso, ahora solo son fósiles de una memoria desagradecida. Los miro y finjo haber sido la protagonista de aquellos tiempos igual que finjo vivir el día a día mientras me aferro a mis miedos. Y no sé cómo hacer que la angustia no haga de mí un fantasma. No sé cómo dejar de vivir apagada mientras las horas pasan de largo. No, no sé cómo; pero un día tendré que dejar de llorar por mí.
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Saltar sobre la página en blanco AÚN queda luz en esta tarde para que mis pies dibujen sobre la acera un refugio. Mis pies son tan minúsculos que caben en un pañuelo, como todo lo simple, como todo lo que está hecho de un material caduco. Me pregunto si desaparecerían también tras los árboles. A punto de saltar sobre la página en blanco, dice Wislawa mientras busco un punto fijo fuera de mi alcance, para sacar los pies del pañuelo y saltar, por fin, sobre mi página en blanco.
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Loca por él ¡ES a mí a quién él está hablando! Sé que es a mí porque me mira y me sonríe, porque veo sus labios moverse, porque los gestos de sus manos y de su cuerpo se abren inequívocamente abrazando mi espacio. Me siento flotar en el aire y es que llevo tanto tiempo intentando que se fije en mí, que no puedo creer que esté hablando conmigo. Porque me habla a mí, a mí que soy tan pequeñita y tan insignificante como un insecto. Pero estoy tan emocionada que apenas me doy cuenta de lo que me está diciendo. Su imagen no deja de pasearse por mi cabeza entre nubes de colores y mariposas, cientos de mariposas. ¡Por Dios, me ha preguntado algo y yo sin enterarme de nada de lo que me ha dicho!, pero digo que sí. Diría que sí a cualquier cosa que me preguntara, me da igual lo que sea. Digo que sí. Creo... que he dicho que sí, pero algo debe pasar porque me mira como si ahora fuera él el que no se enterara de nada. ― Sí, sí ―dije sonriendo como una boba. ― ¿Entonces me dejas coger mi jersey?, es que... estás sentada encima.
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Invadir tu espacio INVADIR tu espacio es difícil, porque tienes un espacio solo para ti y lo guardas con celo, como un precioso tesoro. Tienes un espacio dentro del espacio infinito de un mundo que te es indiferente. Demasiado grande para tenerlo en cuenta, demasiado grande para que importe. Fuera de él nada existe, ni días ni noches ni horas. Dentro, el tiempo tiene un cómputo distinto, como más lento e impreciso. Es tu realidad alternativa y privada; impecable utopía en la que te enfundas, cada día, rehuyendo de ese sol al que ya ni siquiera admiras.
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Inspiración huida SOBRE el papel en blanco intento escribir palabras que no llegan. Una niebla pertinaz e indolente cubre mi entendimiento. Busco en lo cotidiano, en ese pequeño espacio que ciñe mi existencia, en los instantes que se alejan. Pero toda idea ha huido, solo me queda contemplar la tarde entreabierta y esperar, con paciencia, que vuelvan todas mis palabras arrebatadas.
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La imposibilidad de descifrar palabras IMPOSIBLE se hace, a veces, descifrar palabras cuando la miseria mete baza y mancilla cada nombre con su tizne. Se hace entonces, la palabra, una brisa impertinente que se cuela lenta, pero lastimosa y rompe el alma como si fuera un cristal quebradizo. Y es ahora cuando sabes que sus susurros no son más que unos cuantos acordes extraviados de esa música que se oye, constantemente, de fondo.
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Entre el sueño y la vigilia ALGO queda siempre al alba, algo que no despierta del todo, algo que se hace eterno en las arrugas de la noche. Los días amanecen iguales unos a otros, todos en estática e invariable apariencia. Y sin embargo, una sublime diferencia -ignorada a simple vistahace que cada día inserte su propia semilla, tan minúscula e imperceptible como el mismo instante que vaga entre el sueño y la vigilia.
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Dueña de nada DUEÑA de calles vacías soy, de unos zapatos que llevan en sus suelas la lentitud del laberinto. Dueña de nada. Nada me pertenece salvo esa nostalgia que se arremolina a mis pies como las hojas amarillentas se arremolinan ante la desesperanza del árbol. Nada salvo esos fantasmas furtivos huéspedes eternos de mis días. De nada soy dueña porque nada ha de ser mío.
CONCHI CASTELLANO GARCÍA
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JAVIER GALLEGO DUEÑAS Carpe diem SENTIREMOS el paso de los días como el triste abandono de una tarde, como marea súbita y terrible que revuelca la espuma por la arena. Viviremos, no obstante, inconscientes, esperando, en el mar gris e infinito, respirar bocanadas de aire puro y volver a la intensa turbulencia, hundidos, sin remedio, en el remanso oscuro, hondo, pausado, del abismo.
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Las sombras del día NO autoriza sombras el sol antes de nacer: asombroso momento mágico de claridad infinita antes que los objetos se alarguen en ecos negrísimos. Nítidas siluetas se pliegan bajo los voladizos y los toldos. Se nos oculta el sol de mediodía mientras inunda de luz, tan intensa, tan urgente que nos ciega tanta luz, tanta. La tarde perezosa riega sombras que se escurren reptando por los suelos, huyendo, atadas por un elástico prodigioso. Se alzan entonces las tinieblas, hasta que tintan, impregnan, supuran, tiñen de negro todo el paisaje. Llega la noche como un negro telón. Luego vendrán las falsas sombras artificiales, sombras que se multiplican, una misma farola, un mismo banco del parque, nosotros mismos, surgidos con infinitas sombras hijas de las luces que nos rodean. [21]
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Un buen plan CORROMPER con saña el contenido de una copa de vino – tú, que no acostumbras a beber vino–, alimentar el azufre sintético del discurso, prevenir las veredas, soliviantar caracolas, trazar rutas alternativas, mejorar con tino los camuflajes y gritar bajo el agua. Apuntar en la lista de la compra los tréboles de la suerte, un análisis de sangre, aceite de girasol y pan de molde. Y dejar pasar la tarde, de seis a diez, disimulando ante los escaparates.
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La memoria del río A lo que no es un río llamas río. La esencia de los ríos no se encuentra en el agua que fluye, en la sombra o en el brillo, que entre juncos se esconde. Su materia se escapa aunque se perpetúen sus riberas. Aguas fieras o mansas la balada de Heráclito recitan sin parar, un murmullo, grito, salmodia, un cántico sin fin. La memoria del río es su surco ahogado, eterna herida abierta que recuerda que sólo quedarán las cicatrices, que acaso todos somos ríos secos sepultados de lodo, cegados por el brillo de la luz.
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El largo camino del adiós EL largo camino del adiós se retuerce en lentos meandros echando la vista atrás. Y el paisaje se transforma delante de tus ojos y vuelve el mapa del pasado a tu presente. No escaparemos nunca al eterno retorno del ayer, que no podemos despedir, que deja mensajes en el contestador de los insomnes, que olvida efectos personales, que cambia los libros de sitio que tararea tus melodías más queridas
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Perdón TODO habría salido distinto y no hubiera sido siquiera necesario romper las cadenas que atan los planetas, ni despegar las nubes de los árboles, ni siquiera cambiar los muebles de sitio. Todo habría salido distinto si hubiese mirado con atención de orfebre los lentos amaneceres de los lunares de tu cuello, si hubiese callado y gritado, si se hubieran escapado los vencejos que anuncian las primaveras. Todo habría salido distinto sin los cálculos, sin los premios, dejando libre las páginas del libro que tú y yo convertimos en diario.
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No son inocentes los inicios NO son inocentes los inicios, perpetúan crímenes, todas las miserias y los traumas escondidos en una maleta de viaje con las mudas limpias. En los bolsillos, como resguardos arrugados, traicionan los besos más puros, degüellan las purpurinas de las tarjetas de San Valentín. Frases como disparos, cicatrices como medallas al deshonor, de no haber conseguido una cápsula de cristal, un invernadero donde respiremos juntos.
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Considerando CONSIDERANDO los hechos delictivos que la acusación diligentemente enumera considerando la felicidad como un delito de traición sedición rebelión deserción considerando el tráfico de drogas adrenalina endorfina dopamina serotonina gonadotropina oxitocina prolactina considerando la alevosía y nocturnidad de muchos actos considerando el delito de belleza de unas manos considerando la hermosa rotundidad de unos ojos de una larga lista que anexa se enumera considerando probadas las denuncias Considerando el agravante de insistir en el empeño de seguir viva considerando el agravante de cohecho [27]
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y traer tres nuevas vidas considerando la prevaricación de hacer sentir la vida considerando el atenuante de prisión preventiva de incomunicación de trabajos forzados de destierro considerando el eximente del paraíso que promete Considerando que de los hechos la acusada se declara inocente considerando la nula voluntad de dolo o daño Levántese la acusada La condena es a cumplir años
JAVIER GALLEGO DUEÑAS
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GEMA ESTUDILLO 00.50 AM NO recuerdo el dolor, que debió de ser tremendo a juzgar por las marcas. Estaba oscuro y sólo recuerdo el frío. Yo temblaba. Era mucho el dolor sí, pero eso no lo recuerdo como si fuera mío, míos eran la oscuridad y el miedo hasta que tú llegaste, la luz del quirófano, el olor aséptico y atrapado entre mis piernas, el universo del tiempo. Y tú, metiendo la cabeza en el mundo, abriéndote paso en la luz con tus grandes e inmensos ojos que luchaban por ver parpadeantes. Y yo, que apenas sí tenía voz para recibirte en mis brazos con un susurro.
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Restos SIGUE allí varado, en el puerto, el esqueleto de aquel barco encallado en la otra orilla y el foco de luna iluminando el cristal de plata del río. He paseado hoy por aquel lugar y el viejo edificio es hoy menos viejo pero continúan esparcidos los labios hambrientos de otros labios por el suelo, Las guirnaldas de luces que titilan sobre el río, el aire denso impregnado en sal, los restos jóvenes de los abrazos, los cadáveres abandonados de los primeros besos, corazones oxidados por las promesas y anclas roídas por el tiempo. Continúan allí los restos todos exquisitos del festín.
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Aire SE fue. Y por el hueco que dejó su forma en el aire entra hoy una luz nueva enmarañada con el viento. El sur perfuma ahora de sal fresca los rincones de esta casa. Todo es sal cuando me beso. Que entre también la lluvia. Quemaré el libro de cuentas entre las acacias.
GEMA ESTUDILLO
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MANUEL GONZÁLEZ Zapatos viejos NUNCA lo tuve fácil. Insomnio era palabra llegada desde lenguas vivas. Miro los zapatos viejos y cansados que me llevaron hasta ti. Las aceras de tu calle se volvieron orilla. Celebro el día de mi llegada al mundo bautizado en tus ojos, y brindo por ese octubre de ramas desnudas. Necesito detenerme en la respiración de sudores sin secretos, renacer del misterio del fuego, besarte muy alto y seguir caminando en la vida vestido de andar por casa.
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Especial ‘Siete palabras’
GERARDO VENTEO Entretanto DEJÓ que sonara. Lentamente, dobló el pico de la página y aplazó la lectura, la abandonó sin conciencia aún de lo que estaba ocurriendo. Al oír el mensaje, se desplomó en la butaca, la mano enredada en el cable del teléfono, los ojos suspendidos, desasistidos de la voluntad consciente. Aquella certeza se solidificaba tomando cuerpo como nada antes había logrado imponerse. Alguna vez soñó con volver a Marruecos, volver con Él a aquel espacio que ya pertenecía al lugar de sus sueños. Él formaba parte de aquel sueño, una entelequia sepultada por el azar y su propia incapacidad para tomar decisiones. Encendió el cigarrillo y apuró la botella de Capitán Bucanero, ese ron añejo con el que apaciguaba su naturaleza fantasiosa. Ahora se daba cuenta; toda su vida había sido una conjetura de propósitos sin intención, una fantasía incapaz de transgredir las fronteras de la realidad y tomar asiento. Cada mañana, al amanecer, sus deseos se diluían atomizados como la purpurina crepitante del polvo en suspensión atravesando el haz de luz que penetraba el cristal de la ventana. Una parálisis consciente lo anclaba al sitio que ya no sabía si alguna vez perteneció. Ahora, la realidad se imponía, implacable. Conmocionado por la noticia, ni siquiera supo arrepentirse de no haber tomado la decisión en el momento oportuno. La certeza del tiempo, de repente cercenado, lo desamparó. Pasado y presente se [33]
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revelaban deshechos en aquel istmo fatal. Su tiempo se había detenido sin propósito en aquel lugar que se vaciaba de contenido. Ya no podía volver atrás, pero tampoco sabía cómo andar los pasos siguientes. No fue capaz de pronunciar ni una sola lágrima. El extremo se había impuesto. Enajenado, inmovilizado por la noticia, se dejó vencer por la nada. No tuvo conciencia de cuánto tiempo estuvo absorto en aquel vacío. El teléfono sonaba impaciente. Alarmado, se apresuró a descolgarlo, una voz dijo su nombre pero no era Él. No respondió. Sonámbulo, sus pasos lo condujeron fuera de la habitación. Pero no más allá.
GERARDO VENTEO
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Especial ‘Siete palabras’
MARÍA ASCENSIÓN MARCELINO DÍAZ Siete palabras DICEN que todo está escrito, que el mar de la poesía está infestado de botes salvavidas y de botellas de oxígeno, pero cuando abro las ventanas, los aires destilan conjeturas que ponen en duda un paisaje agotado, transido de hastío, de trillado trigo, de versos que no son versos, de máscaras y configuraciones que sestean a la sombra de vaguedades y lugares comunes. En el moscardón que vuela alrededor de mi sombrilla, o en la cuerda tercera de un concierto de alas batidas de violines invernales, descubro la respuesta a la pregunta que cada día enlazo a mis intuiciones: si no hay dios qué hay sino esta tierra que me inunda y ésta agua a la que me lanzo hecha de líneas atemporales concéntricas a un punto que puede ser tu risa, mi pecho, o el tiraje intercostal que me provoca tu mirada atenta. Mi palabra nace hablada, sus significantes pespuntean en mi lengua pugnando por parirse en el amanecer de una nueva idea y cosquillean el paladar cuando doblan sus raíces en significados que juegan con la luna y con tus manos. En el lugar de los ojos de la inteligencia, allí donde las miro, absorta en la entelequia de sus cuerpos móviles, descubro nuevas verdades, océanos de signos transcritos en voces que como pájaros revolotean frenéticas alrededor de un cielo siempre nuevo.
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Voladas Año 3, Nº 8
Yo no soy mundo, no soy pez, soy ave plateada, bucanera sin barco, sol y sombra de mi propia luz, exploradora de recuerdos que tiendan un puente entre el ayer y el mañana, para lanzar el cable que me lleve a mis flores, al bosque de mi niñez, a las calles, a la nieve sucia de mis primeros gritos, de mis primeros juegos, a las cuestas que llevan a más cuestas, al rubio de tu pelo liso, a la vejez de la anciana rosa. Siete palabras, cantadas, acariciadas, mecidas en la garganta para que surjan sanas, sedosas, siete razones para tejer mallas, coger lombrices y pescar atunes, saborear el vino bebido de tu boca, y seguir construyendo buques, surcar espacios infinitos y esperar que la metáfora transforme mis brazos en alas. Dicen.
MARÍA ASCENSIÓN MARCELINO DÍAZ
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Especial ‘Siete palabras’
FELICIANO CASTAÑO VILLAR Pero vuelve a amanecer otro día AL principio quieres descubrir el mundo, después sientes todo lo que agarra y no acaricia, entonces, desde la necesidad o el deseo te esfuerzas en comprender el mundo y hacerlo algo más amable, hermoso, sin entelequias ni conjeturas. La inteligencia y sensibilidad puesta en las manos, con el arte-sano de la escucha y el paso a paso cuidado. Sin saberlo, unos ojos predadores reparan en tu empeño, y tu carne se hace humana, frágil, lastimándose contra el muro. Es la hora de recordarte que no eres [37]
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ese bucanero que se enfrenta a cualquiera; sudas, sangras, supuras. Una voz te dice: No has de volver a vivir con los escombros del pasado. Y aunque pasen los años no te conformas con dejar el tabaco, comer equilibradamente o hacer ejercicio cada día. Eso sí, ya no guardas cada entrada de cine, pase de teatro o concierto, ya no coleccionas esas dobladas servilletas de bares, ni escribes aquellas cartas escritas a pulso en el calor de los Sures. Pero vuelve a amanecer otro día: así de previsible y así de fortuito. Antes del mediodía respiras el aire nuevo, paseando con demora por lo que eres; no somos nada, te dices, pero sabes que esa nada es todo, e imaginas una vida más viva, y lo esculpes sin quererlo en el cuerpo.
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Una voz te dice: En ti y en nosotros está el futuro, no hay vosotros, “en ti y en no-so-tros”. Y aunque pasen los años no te conformas con celebrar la felicidad de los tuyos o cerrar los pagos sin deudas. Eso sí, ya gastaste toda esperanza con el gobierno, y como el cable de tu teléfono resistes tenaz a no acristalarte en una ruina de número y autobombo. Te afirmas descentrándote cada día, cediendo la palabra, el gesto, abandonas al sujeto de enunciación favorecida. Joven ensayas en otros lugares, también tuyos, viejo con convencimiento. No aguardas la espera de nadie, tu casa está abierta y en la noche el descanso es silencio. Pero vuelve a amanecer otro día: así de previsible y así de fortuito.
FELICIANO CASTAÑO VILLAR [39]
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Especial ‘Siete palabras’
ALEJANDRO CABRERA CORONAS La sinceridad de Eros HOY aspiro a una asunción de tu piel casi dormida. No me guían presunción ni decadencias: simplemente me remito a la indecencia de pretender ser hermoso bucanero de tu almohada, a fin de robarte el alma (no te la debo rogar: pertenece en exclusiva a tu breve biografía). Ni pirata, ni corsario, ni acaso filibustero: sólo un vulgar pendenciero de ultramar, velero herido. El deseo se hace niebla ante tus ojos agotados de esperar en desespero una canción, unos versos que te hablen de un amor que no poseo: es este mi corazón para ti, mi sinrazón, una entelequia dormida, un duermevela bebido, una mentira piadosa, [40]
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un sueño que nunca llega. Yo no puedo replegar ni doblar después las velas, cuidadoso, de mi nave ingobernable tras mis largas travesías (atrapado por la carne en rebeldía, nunca arriban a puertos bien ordenados -amaneceres ansiados o piedades pretendidas-). No te agarres, pues, al cable de una vieja telaraña que es de todos, según rezan, y que a nadie pertenece (certifico esta verdad). Lanzo un beso sin amor a los laureles: la libertad no conoce precio, ni lo necesita, y a ella doy mástil y día. Tu embeleso es aventura improcedente: Soy el chófer de mi propio pasajero, capitán, y patrón, y grumete de una gris tripulación que conjetura con la sal y las medusas nunca vivas y que, aspirante a vivir, se conforma con tu cuerpo que aún respira.
ALEJANDRO CABRERA CORONAS [41]
Voladas Año 3, Nº 8
JUAN JOSÉ GONZÁLEZ CASTELLANOS A mi teléfono móvil le asquea mi mal aliento, mis sarnosas manos de araña y mi oreja caliente de burro. Se niega constantemente al manoseo del WhatsApp y se vuelve quejumbroso por una tarifa insustancial. Reclama la atención, insatisfecho por el trato recibido, negándose a responder con la presteza que se le presupone a tanta tecnología. Olvidado, retumba malhumorado con un pitido insistente que lo agota para morir en las postrimerías de sus últimas energías acumuladas. Revive al calor del cordón umbilical USB que le da fuerzas para hacerlo renacer como a un tal Lázaro. Se convierte en un laberinto de nombres extraños que un día fueron conocidos y, ahora, se ocultan en supuestas claves. Tanta tecnología impide encontrar a mis amigos entre sus entresijos de microchip. He sufrido varios conatos de su rebeldía, indisponiéndose insolente. Sin discusiones, él solo me retira la palabra con un enfado de enamorada, fastidiándome con el silencio del olvido. Si se precipita de mis manazas cae de forma curiosa y se desmonta como un tente. Destripado, reparte sus entrañas en mil pedazos. Escupe la cubierta, vomita la batería y enseña las vísceras en un ataque epiléptico sufrido por el dolor del golpe. Odia el roce indecoroso de las llaves que arañan su cara de príncipe digital. Y quiere denunciarme por las continuas violaciones sufridas en el bolsillo de mis pantalones. Para mimarlo, le he comprado una bonita funda plastificada que lo viste como a un pirulí. Le sienta bien el cariño, como a todos. Hace tiempo que dejó de ser admirado por su tecnología de vanguardia para pasar a ser un chico más del barrio, nuevo, pero obsoleto. Su creador lo fabricó para que su vida fuera finita, asesinando [42]
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su tecnología justo en los albores de su juventud. Subsiste a la publicidad de cuerpos mejores, con su brillo y su inteligencia mediocre. Ante tanto reclamo, solo pienso en su jubilación. Aunque, mejor lo conservo si llegamos a un acuerdo de mínimos desvinculándome de su sometimiento tóxico. Que se olvide de mí, que no sea ese amor dañino que me hace saltar de las siestas con voz de sudamericana para venderme la ilusión. Le he propuesto unos horarios dignos de mis antiguos tiempos, donde solo existía el ring del viejo teléfono de salón. Un tiempo en el que era libre de su esclavitud. ¡Cómo añoro aquellas máquinas con sus ruedas de triquitraque!
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Un montón de nadas Semana Santa MORIRÁN los cirios de semana santa. Obsoletos, serán suplidos por máquinas de luz con temporizador. El humo tóxico del incienso dará paso a los vaporizadores con olor a Rocío grande y Semana Santa en Jerusalén. Las lágrimas de cera derramadas por el dolor ante el populacho festivo serán barridas por el abandono de otro año más en capilla entre el incienso, la plata, el oro y los rezos de las viejas.
Flor plástico LAS flores de plástico son aberraciones verdes nacidas del petróleo. En sus hojas se produce una extraña fotosíntesis, pues estas pierden su brillo clorofílico con la fuerza del sol. En el interior, permanecen relucientes al astro de la luz artificial. Son seres en una travesía desértica que solo necesitan la revitalización de un paño húmedo para sacudirse el polvo acumulado durante meses. Frescas e imperturbables se muestran inmortales.
Deserción Las casas han desertado de los velatorios para dejar de lado al pésame y las sillas de alquiler.
Gaviotas LAS gaviotas son indios volando en círculos, escuadrones de aviones grises. [44]
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Asesino EL médico dictaminó que mi falta de empatía se debía a que sufría de locura heredada. El tratamiento de maniático se asomaba sobre la mesa de la cocina a la espera de que, por arte de birlibirloque, se me pasara el trastorno. En vida de mi madre caminé con buen pie. Cuando ella se extinguió, el mundo gritó que yo la había matado de sufrimiento. Con su desaparición, pasé a ser un espectro andrajoso que se confundía con el crepúsculo. Mi padre, a su vez, descubrió su aislamiento de hombre y se casó de nuevo. Su mujer se negó a tratarme como a una persona y dejó de entrar en mi cuarto porque yo andaba como Adán, para su espanto. En casa, a solas, me distraía la colección de muñecas de mi madrastra. Se dejaban desvestir mansas e impersonales. Para humanizarlas, me dedicaba a pintarles con rotulador un delicado vello púbico y unos pechos dislocados. El trabajo de sastre me duró poco tiempo, pues, bajo la vigilancia de aquella mujer fría, tuve que asear a todas las ultrajadas hasta que quedaron de nuevo inmaculadas. Mi padre me buscó el cariño de un cuarto de alquiler y, alejado del amor de mi familia, ahondé en la soledad de mi esquizofrenia y en la tristeza que se incrementaban con los días de encierro. A mi mesa no tardaron en sentarse tipos que salían de los cuartos o aparecían de la nada. Se metían en mi cabeza y se negaban a abandonarme, aunque les gritara que se fueran. Era imposible huir de su insistencia machacona. Me envenenaban las comidas e intentaban apuñalarme por la espalda. — ¿Por qué me habéis tenido que elegir a mí y no a otro? Con resignación los asimilé haciéndolos parte de mí. Un viejo americano aficionado al alcohol fue el único que me comprendió. Borrachos, pintábamos sobre las paredes dibujos de [45]
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ángeles hasta que la tajada lo reventaba sobre el suelo. Lo arrastraba al catre para dejarlo caer entre la ropa sucia y los trapos viejos. En uno de los cuartos fue donde pintamos a Dios concebido Hombre, un Cristo que se descuelga de la pared gris como el color de los sueños para llenarme la cabeza de grillos y musarañas; una imagen que tira de mí, lenta e inexorablemente, sin que pueda ofrecer demasiada resistencia y que se ha convertido en la llama de un fuego del que no puedo apartarme. Al pasar por la puerta del cuarto, el Hijo del Padre está allí entre rejas. Quisiera olvidarlo, quisiera que él se olvidara de mí. Al guiri hace tiempo que lo encontré muerto. — ¿Por qué no voy a ser una persona normal? Esta semana la casa se ha llenado de agitación. Desde una distancia prudencial observo las carreras, los sobresaltos y los discursos del sacristán. Formo parte de la muchedumbre que, en procesión, se agolpaba sobre la puerta, pero me niego a entrar porque sé que en el cuarto estará esperándome Él. Cuando la noche se desploma, me acerco a la mesa para escuchar lo que la gente habla. Confusos, comentan que las hermanas del sacristán han visto a un Cristo. Por fin hay otra persona a las que Él se les ha aparecido. He dejado de comer y el tumulto de la aparición no cesa en mi cabeza. El olor de la enfermedad se agolpa por mi casa en una procesión inacabable de creyentes y enfermos hasta altas horas de la madrugada para entregarse a la imagen. Solo el alcohol me serena y me hace olvidar con su pesado sueño. Al despertar me siento convulsionado con la dura realidad de su invocación. Miles de veces me sorprendo dando un brinco, buscando su voz a mis espaldas, giro con rapidez para descubrir que no hay nadie e incluso siento el roce incesante de sus manos que no me dejan tranquilo. Vuelvo al salón un día y otro, a guardar fila para entrar a verlo hasta que hoy, por fin, me he decidido. [46]
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El Cristo está allí esperando en el cuarto. Reluce a la lumbre de las velas escoltado por las dos mujeres. Me siento paralizado hasta que Martín, el sacristán, aparece de entre la bruma de los cirios y me ofrece la cruz para que la bese. El Hijo del Padre se me acerca invisible para otros, me toma de la mano y salimos de la vivienda. Se dirige a mí ineludible. —Te salvaré de tu dolor. Ejecutarás una misión divina, serás mi brazo contra el mal. Limpiarás la tierra de depravados, prostitutas, locos y maleantes. Esto curará tu desgracia, te convertirás en un Ángel. Asiento feliz ante su encomienda y se aleja con paso tranquilo hacia su habitación. Un sentido a la vida, una obra por realizar es lo que él me ha ordenado. Para reforzar mi espíritu rezo a diario. —Padre, mantenme fuerte, grande e indestructible ante mi labor. Salgo a impartir justicia. En la calle persigo a un chico hasta que se reúne con sus amigos. Se abandona tirado sobre unos cartones fumando porros y bebiendo hasta ahogarse. La partida va desapareciendo a medida que avanza la madrugada, al igual que el fuego que se va reduciendo, agotado sin nadie que lo alimente. Solo se ha quedado dormido al calor de la hoguera. Rebusco entre los escombros hasta encontrar una gavilla de hierro. En silencio me coloco sobre el durmiente y, con la fuerza del peso de la vara, se la incrusto a la altura de su corazón. El acero, al clavarse, se queda encallado como si el cuerpo lo quisiera abrazar. Bajo su piel ya no late la vida, se le escapa con un tembleque de muerte que se abre paso desde su interior. Lo arrastro hacia unos eucaliptos cercanos y lo deposito en una pequeña zanja. Cubierto de arena, tapo la fosa con maleza, trozos de palos y forraje. Pude leer en un informe médico encontrado en mi casa y en el que decía que llevaba muerto aproximadamente tres semanas, que lo habían [47]
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matado de una inmensa puñalada que le rompió el corazón con una fuerza inhumana. — ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¡Fuera, salid de aquí! Al día siguiente me vi persiguiendo a un drogadicto que se inyectaba su dosis dejado caer sobre las ruedas de un coche abandonado en el descampado de las vacas. El efecto de la heroína domaba su cuerpo intranquilo, esparciendo una mueca de satisfacción. Me acerco mirándole directamente a los ojos, realizo una señal de absolución y él me ofrece un cigarrillo sin temor. De pie, a su lado, fumo esperando el momento. Siento como va cerrando los ojos para dormitar entonces, con la fuerza que mi Dios me ha dado, saco el cuchillo. La cuchillada mortal le entra por debajo de la oreja, me sorprende la muerte y el sonido de la vida al sucumbir. Queda mirando al frente, al más allá; su alma va a encontrase con el más grande. Él le impondrá las penitencias, mi trabajo ha sido cumplido. Extraigo el cuchillo y lo limpio sobre sus ropajes. Postrándome de rodillas ante su cuerpo extinto, rezo un padrenuestro para que mi Dios sea piadoso. Lo meto en la parte trasera del coche y lo dejo cubierto de mantas viejas, plásticos y cartones. Las autoridades pensaran que los asesinatos son realizados por alguna secta satánica. Se inventarán pentagramas, misas negras, altares demoniacos y rituales satánicos. Me siento deprimido después de cada ataque y nervioso me lanzo a la calle armado de un palo. Ahora, todos se han convertido en una amenaza e intentan destruirme. Se van apartando asustados a mi paso, atrancando puertas y ventanas. Corro huyendo de ellos hasta llegar a mi casa. Les grito que se vayan, pero como no me atienden desde la azotea comienzo a tirarles muebles y sillas. No tarda en llegar la policía que me acorrala. Les amenazo con la daga asesina, apilo el sofá en la entrada, ya que sabía que vendrían a por mí. En un cazo pongo a hervir [48]
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aceite y monto una pira de trapos para que el fuego termine con todos ellos. Un hombre se acerca a la ventana para que me entregue, habla mansamente, como queriendo convencerme de algo. Me dice que salga, que no tengo nada que temer; pero yo sé que es un policía de la secreta. Le digo que yo no he cometido ningún crimen que todos los había provocado el aparecido que se apoderó de mí. Él, conciliador, dice que ya lo sabe pero, aprovechando que acerca su cuerpo a la ventana, lo rocío con aceite hirviendo. El policía empieza a maldecir con gritos de dolor y a quitarse ropa, escaldado, mientras corre dando saltos como un arlequín. El aceite le ha quemado la mano y un poco el cuello. Grita a los otros policías que actúen. Para que salga de mi escondite lanzan un bote de humo. Yo había visto en las películas cómo se ahoga el humo en un cubo de agua, así que, nada más entrar el artefacto, lo cojo con unos guantes y lo meto en el agua que tenía preparada para la circunstancia, extinguiendo el humo. A su vez prendo la pira para quemarme con todos ellos antes de que me capturen. El fuego crece rápidamente. Desde dentro siento el brío del ariete usado por los policías. El portón cede y, en su caída, sofoca las llamas que yo había prendido. Con mucho ímpetu entran unos cuantos hombres que me reducen bajo un silencio sepulcral, me ponen una camisa de fuerza para inmovilizarme y, aun así, intento embestirlos a mordiscos. Uno de ellos me administra una inyección que consigue tranquilizar mi furia. A mi alrededor, todo se va apagando entre las preguntas de unos y otros, hasta que quedo dormido con el fin de emisión. Al despertar, estoy amarrado con unas correas a la cama de un hospital. El olor a desinfección parece ocultar otros olores que vagan libres. Alguien me había afeitado e incluso yo mismo me veo diferente. Mi padre y su mujer se sientan a mi lado, mirándome preocupados con [49]
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caras de circunstancia, como si yo les importara para algo. No tenemos nada que decirnos. Él, no sabe nada de mi vida, ni conoce a toda esa gente con la que he convivido durante tanto tiempo en la soledad de mi casa de alquiler. Atado al hospital psiquiátrico van pasando los días y la fuerza de las visitas de mi padre se van acortando. Durante todo ese tiempo no conseguimos mantener una conversación decente de padre a hijo sin el recuerdo del abandono. Yo me siento y soy culpable, cumpliendo con mi deber, he matado a aquellos chavales de forma dramática. Me hago de buenos amigos allí. Uno de los mozos que nos da conversación en el patio se ríe cuando yo, en secreto, le cuento las historias de mi Cristo. Quiere convencerme de que todo surge de mi imaginación esquizofrénica, que nadie sabe nada, que no había habido asesinatos, que yo no estaba allí para que se juzgara mi causa, que no existía ningún tipo de investigación, que no había caso ni había una vía muerta. Todos ríen, pero yo no canto. Ni había sacristán, ni siquiera saben de la existencia de una familia y menos de un aparecido, solo había un garabato en la pared pintado con muy malas hechuras. Dicen que yo estoy majareta perdido. Me he quedado interno en el hospital psiquiátrico del Puerto de Santa María. Creen que estoy zumbado y aquí, en Los Pinitos, paso mis días en espera de que me suelten para volver con mi Cristo. Al fin y al cabo, según ellos, yo no he hecho nada. Pues no sé entonces por qué me retienen, si yo no estoy loco.
JUAN JOSÉ GONZÁLEZ CASTELLANOS
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MARÍA DEL CARMEN DOMÍNGUEZ DOMÍNGUEZ
Mercedes, “la de los grifos” o el Carnaval Roteño ¿QUÉ te dio el carnaval, Mercedes, que no te entraba ni hambre en febrero? ¿No sabían que eras un corazón libre y llevabas en la sangre de tus venas papelillos de colores? No pudieron contigo ni tu fiesta, la más pagana, la más gentil. Ni la guardia civil, ni el ayuntamiento lograron encerrar tu arte. ¡Qué poco necesitabas para salir a la calle! – ¿De qué vas Mercedes? –te preguntaban. Y tú respondías: – De mamarracho. Todo te venía bien para disfrazarte: de una cortina hacías una falda, de tapones de detergentes, los botones; tus zapatos los cubrías con ese mimo de ganchillo, con el que pasabas las tardes sentada a la puerta de tu casa. Los chiquillos te esperaban, los vecinos reían, todos te seguían calle Calvario abajo. Todo el pueblo lo sabía: “Ya ha salido disfrazada Mercedes, la de los Grifos”, se oían voces en las casas y las vecinas se apresuraban a dejar sus quehaceres, para verte pasar cada año. ¡No faltaste ninguno, abuela! Hasta cuando estuviste en el hospital, con medio cuerpo paralizado, el gusanillo del carnaval se coló por la ventana y un rayo de sol, de febrerillo loco, te grito al oído que ya era carnaval. Tu cuerpo se agitó con fuerza y recuerdo aquella tarde cuando te visité antes de irme para Cádiz, con mímica me indicaste: [51]
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–Vete a mi casa y tráeme unos calcetines blancos, el de las dos rayitas de colores que está en la cómoda, mi peluca amarilla con dos trenzas y una barra de labios roja. Al día siguiente, cuando fueron a tomarte la tensión, pediste un gorrito de esos que llevaban las enfermeras, te pusiste tus dos “parchetones coloraos”, la ropa que te llevé y paseaste por todo el hospital en silla de ruedas, con tu disfraz de mamarracho, haciendo vibrar a todos en sus habitaciones y sacando sonrisas por los pasillos. No creo que ni los enfermos, ni el cuerpo sanitario, esperasen eso de una mujer medio inválida, pero tu espíritu “carnavalero” era grande, vivo, y pudo más que tu debilidad. Eso era el carnaval para ti, Mercedes, una fiesta de ilusión, de ganas de vivir, de salir a la calle y divertir divirtiéndote. Gracias por tu legado, por dejarnos a la Familia de los Grifos en nuestras venas y por febrero, la sangre hirviendo con papelillos de colores.
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Símil africano de una revolución RODEADOS de animales crueles y peligrosos, vivimos en una selva inhóspita, donde el riesgo acecha por todos lados. Mil precauciones son pocas, el león ruge sin rejas que le arrinconen, la pantera da un salto en silencio, el elefante acecha con sus colmillos moviéndose al ritmo que le marca el día, pisoteando todo lo que encuentra a su paso. Para vivir en esta sociedad de hoy, todos quieren pactar entre bambalinas para que nada sepa la sociedad que les votó. Mil hormigas devoran a un saltamontes herido, una mantis mata a su macho después de la cópula, dos orugas quejumbrosas ondulan su marcha al pasear entre hojas como si estuviesen espiando. Dos mirlos asoman entre las ramas del árbol con un trozo de pan en la boca, la gaviota que se fue del mar por culpa del viento intempestivo, ahora ladrona, se les echa encima. ¿Dónde está la revolución, esa de la que tanto se habla y que necesitamos para cambiar el sino de la vida? ¿Nos hemos vuelto cobardes, nos hemos metido en las casas y solo criticamos entre amigos? ¿Nos hemos acostumbrado a vivir en soledad? Menos mal que hoy amanecía con colores africanos, y es esa magia del cielo la que nos tiene siempre mirando hacia arriba. Las tonalidades de la sabana embriagan por la pupila, llegando al corazón. Hoy la revolución llenó los corazones de valentía, hoy todos en la calle gritaban de nuevo libertad. ¡Humanos libres, humanos de nuevo unidos en la calle!
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Ella lo intuyó desde que te vio apostado en la esquina de la calle. Sabía que me esperabas y te vio aquella cara de cruel sádico que yo jamás noté. Al día siguiente todos en mi funeral querían quitarle esa culpabilidad que no supo esconder llorando delante de mi ataúd. Su imagen bonita le seguía gustando, solo cuando quitaba la foto pegada al espejo asomaba la cruda realidad. ¿Tiembla la casa de frío, o es mi cuerpo doliente el que se está congelando? El cazador lloraba cuando vio su escopeta de caza en manos del indígena, este le apuntaba sin saber que ese disparo le mataría. Ella solía mirarme de frente, muy sensual, acariciando todo mi cuerpo con su mirada de romántica novata. Yo jamás le hice ni puñetero caso, el amor de mi vida dormía a mi lado cada noche. Con un papel en blanco, a veces pienso que puedo escribir, aunque se me olvida que el tintero de mi mente está vacío en este momento. Vi su rostro triste, la mirada perdida, unos ojos fijos sin pestañear a punto de llorar y, en sus labios, una sonrisa al verme a su lado. Lamenté la pérdida tan súbita de aquella mañana. Padre, jamás dejé de amarte. El cielo tiene formas curiosas, acaba de abrirse una puerta en una nube y se ha colado un gato. Mi pueblo sólo sale entero a la calle al sonido de un tambor y una corneta, huele a incienso. El resto del año se lo pasa lamentándose porque sus gentes se van a otras localidades a gastarse el dinero. Armas y drogas, la codicia del poderoso. Muerte y desolación, la desdicha del resto de la humanidad. [54]
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Desde que nos mudamos ya nadie viene a visitarnos, incluso en los días de primavera cuando todo se llena de flores. Ni siquiera el día de difuntos, cuando este lugar parece una feria. Sería mejor contarle lo ocurrido hace unos minutos a su hermana en el aeropuerto de Bruselas, aunque viéndola tan guapa hay que tener sangre de hielo para darle tan mala noticia. Se nos ha roto el corazón al ver la amargura en su rostro. A tientas en la caverna, la oscuridad se hacía eco de mi desamparo, mi corazón ya no latía, aunque no sabía muy bien cómo podía seguir oyendo el trino de los pájaros. Era sospechoso de amar a escondidas, a su amante no le dijo nada y nunca se lo dijo a su mujer. Tenía ganas de llegar, de sobra sabía que la estarían esperando en el arcén de la estación. El acomodador pasó una vez más por su vagón escrutando a los nuevos viajeros. Ella iba sin equipaje, aunque sabía que se quedaría el resto de su vida allí. Cuando paró el tren, no encontró a nadie para recibirla. Una vez más los pesticidas habían arrasado con todas las abejas de la zona. Ella sorprendía con su belleza y estilo a eruditos de la literatura contemporánea, sus servicios se cotizaban muy alto, sobre todo en aquellos que cultivaban el género de literatura erótica. Siempre se habían amado con tanta pasión que la noche nupcial les deparo un sueño reparador. Tener siempre reservas en casa, única premisa para morir sin hambre.
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Vida en Las Almenas Pasado LAS sales yodadas del mar acariciaban con su vaivén mi rostro al paso del viento. En esta calle de Las Almenas que dio origen a mi vida, se rompían con falsa monotonía los días de mi infancia inquieta. En la casa de mi nacimiento, me miraron muchos ojos, me amaron y aprendí a dar mis primeros pasos, fue aquí donde empecé a garabatear mi letra primitiva, donde exploré y sobreviví los días intensos de mi existencia incipiente. Fue allí donde me alimenté del viento, de pescados frescos traídos por “Chasquito”, aquellos que saltaban de las cajas al llegar al patio porque aún tenían un hálito de vida; de pan recién hecho que dejaba a mediodía su aroma; aquí supe que el verdugo de la existencia tiene manos muy largas y sus huellas se dejaron ver varias veces pegadas en las espaldas famélicas de algunas familias vecinas. Aquí conocí, con mi vecino el pescador, cuán duro es el trabajo de la mar, ese que se impone por mareas y no por el cronómetro de un reloj. Era ese tiempo de mendigar a la madrugada hurgando entre las olas para sacar el alimento que otros comerían y, con sus ganancias, poder pagar los costes de aquel vivir de familia numerosa. Aquí sufrí por primera vez la agonía de las clases sociales, ese maltrato en cadena donde los que medianamente podían cambiaban un vidrio vacío por un globo y los que no, se fabricaban juguetes con huesos de nísperos y una caja de zapatos vieja. Eso sí, eran los que tenían los corazones más grandes y ese amor rozaba los quicios de todas las puertas de nuestro patio de vecinos. Yo aprendí a amar así, jugando. Aquí jugué por primera vez con soldados de plástico, esos que, metidos en bolsas, sacaban los chiquillos y con los [56]
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que jugábamos todos, niños y niñas, imaginándonos fronteras falsas para conquistar escaleras, rincones y tramos de macetas de las vecinas que vivíamos en aquella casa. Guerras en la que no se mataba a nadie, guerras en las que los mismos soldados, al día siguiente, volvían a formar trincheras para atacar y ganar de nuevo otra contienda imaginaria. Aquí aprendí que no hace falta saber pescar, que de nada sirve una caña, si te presentan al pez en bandeja de plata. Solo había una calle de diferencia entre las clases sociales y así aprendí que el amor es puro y grande cuando la complicidad de la bondad se une a causas comunes. Este es el pueblo que amo, en estos rincones con olor a sal marina y estiércol mayeto, supe que para ser considerada persona hay que tener corazón de tierra, de mar y de fuego. Que destacar por alguna razón no convencional no ayudaba a conseguir medallas, que regalar muñecas a otras niñas amigas por lápices y pizarrones, no hacían sino empeorar otras amistades de rango superior. Pero, ¡qué me importaban a mí aquellas amigas cicateras, empobrecidas en sus riquezas! Aquellas que, por rango social, creían que sus muñecas de rizos dorados valían más que los lapiceros y libros que otras recibían como los regalos más preciados y que usábamos en nuestros trueques de niñas. Yo tenía dos grupos definidos de amigas, las del barrio y las de “Octopus”, estas amigas del colegio con las que viví aventuras que nos dejaron huellas imborrables para el resto de nuestras vidas. No me hacían falta más amistades. Todas, salvo alguna excepción por culpa de la distancia causada por la muerte, seguimos juntas hoy día, apoyándonos en los momentos más críticos, como en familia, esa que sin ser de sangre, se tiene y se quiere también para siempre. Durante años, viajé, viví otros mundos, otros paisajes, otras personas, dejé atrás otros ojos, otros amores, otras huellas abandonadas en caminos recorridos, dejé mis escritos esparcidos al viento, pero ya [57]
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retorné a mi pueblo, éste donde vivo y del que jamás querré marcharme. Presente Hoy, con los años echados en una mochila a la espalda, por no perder mis recuerdos y con cierta sorpresa, aguardo la jungla de lo incierto, resignada a que de nada sirve la alternativa social del límite, cansada de intolerantes y corruptos, de vanidosos y necios, de políticos de ocasión y oligarcas renacidos en los tiempos de crisis. Hastiada de la luminiscencia de los devenidos en señores que se esconden detrás de unas siglas y venden cunas de terciopelo imaginario hechas de humo y eclipses totales, señores que luchan por el lucro personal pidiendo votos a diestro y siniestro en cada llamada a las urnas. La política se ha transformado en pura prensa amarilla que chirría tras las cámaras o asoma en artículos comprados de noticias pestilentes. Sé que habrá otros suelos con mejores parajes, mejores mares, mayores árboles, otras personas, mas no sé cómo arrancaré mi corazón, ni quiero, de esta tierra de afectos y ambrosía. Solo ha llegado la hora de partir hacia el futuro incierto, el tiempo de reflexionar por un deseo de paz, de imaginar versos de nuevo, de hacer de las palabras un camino para vivir en armonía e, incluso, seguir con la protesta si es necesario. Es tiempo de tomar el rumbo y su senda, es tiempo de retomar la ambición y su torpeza, es tiempo de vivir intensamente. Es la hora de permanecer en estas calles, en mi pueblo, viviendo. Aunque ya es hora de cruzar los torrentes de las necesidades, de dejarse caer en los agujeros secretos de los placeres otoñales y proclamar al aire los vicios sociales compartidos, también es el momento de violar las angustias y desmadejar la escoria de mi vida para hacerla escombros. [58]
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Es hora de escapar del falso humanismo procedente de cadáveres efímeros, hay que volver a la vida donde proliferan las almas gemelas, me hace falta llegar hasta donde la paz afianza el placer de una tarde y donde la soledad afirme que la existencia es breve pero intensa. Sí, ya es hora de partir, de inyectar luz nueva y penetrante en mis venas, arrancarles ese dolor sucio que huele a tristeza; sí, es hora de despegar a jirones la esfera inmutable, empacharme de amor por la vida culta, relajada y de ensueño. Dolerá tirar de la flecha de Aquiles y saber que parte de la familia jamás volverá, dolerán aquellos amigos que, en su caminar, se alejen del mío, pero son mis serpientes más letales las que serpentean dirigiendo mis pasos, dejando mi tejido neuronal ultrajado, sin libertad de movimientos. Tendré que sostenerme del vértigo, de la fatiga y del enigma del himen del futuro, de ese desconocido caminar que me aguarda en la vida, esa bahía de cumbres ondulantes y esa costa pura de aguas frescas hacia donde se dirigen mis pasos. Iré en busca de la cuerda perdida que saque del pozo mi alma desorientada de entre estas calles vacías. Volveré a aquellas donde fui feliz como las golondrinas cada primavera, unos segundos, unos instantes, por momentos, toda una vida. Una nueva razón me espera, solo pido perdón si, por mi ignorancia, torpeza o celeridad en vivir, pequé devorando momentos que podían habernos hecho aún más felices, incluyendo a todos los que en algún momento estuvieron a mi lado. Solo quise coexistir intensamente, mordiendo sigilosa la vida que se me ofrecía a diario, disfrutando siempre la compañía y el buen hacer de la amistad compartida; puede que vendase mis sentidos a veces para disfrutar aún más si podía, pisoteando sin querer en el camino alguna huella que debiera haber dejado marcada o vivida pausadamente. Mi vida ha destacado por la entrega de mi alma a esas personas que supieron quererme, [59]
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acompañaron mi sufrimiento y quisieron conocerme de dentro a afuera. En los pliegues de mi piel, quedan recuerdos de los constantes cambios vividos, aquellos donde pisoteábamos la violencia, incitábamos la cultura, aprendíamos con esa sabiduría de charlas interminables, donde la complicidad nos llevaba al amanecer entre besos y abrazos y donde, si había reproches, éstos terminaban convirtiéndose en risas. No he sido mujer entregada a la sinrazón del poder y la avaricia, ya que nunca entendí su existencia. Ya es hora de avenirse, de culminar un nuevo ciclo en mi vida, de llevar bajo mi cuerpo la defensa de mi quimera, de obtener la libertad que me da cargar, si fuese necesario, con los fríos y los miedos venideros, donde inventar una luz nueva y que sea el germen de la nueva clorofila que llene de intensos verdes mis jornadas. Que, a sabiendas, dejaré sentadas a la rutina y a la hipocresía en el banco del silencio, donde la vida sacudirá a los mal intencionados, aquellos que no confían en que se pueda vivir creando un mundo cada día, donde sin duendes de cuentos, los deseos llenarán mi existencia, donde, como en cada primavera, sonará de nuevo el trino de los pájaros, donde, alumbrándome con lámparas de miel, los sueños regeneren sentimientos cálidos para vivir en armonía. Ya es el momento de sacar a relucir los indicios que mi memoria lleva queriendo extraer desde que los reveses y las tristezas se petrificaron en la piel marchita de mi pasado. Son las calles de mi pueblo las que piso. Ya no duele vivir, ya es mi hora.
MARÍA DEL CARMEN DOMÍNGUEZ DOMÍNGUEZ
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MARÍA DEL MAR REYES FUENTES Mami, ya sabes que te quiero COMO cada tarde después de comer, se recostó en la cama. Estaba cansada, pues se levantaba muy temprano para asistir a sus clases en el instituto y ese pequeño intervalo de tiempo que dedicaba a mirar fotos o vídeos en el móvil la relajaban. Más tarde debería ocuparse de sus tareas y de repasar un poco, cosas que la estresaban y aburrían sólo de pensarlo. El teléfono descansaba sobre la mesa, pero, para variar, el soniquete del WhatssApp no le interesaba en absoluto. Se sentía apática sin ninguna razón. Hacía tiempo que Virginia no se encontraba bien con ella misma. Notaba que su cuerpo y, también, su mente habían cambiado y no se gustaba; no se veía definida y al mirarse al espejo solo veían los malditos granitos que no dejaban de salir en su piel. ¿Y su carácter? En ocasiones tenía ganas de reír, pues se sentía feliz y con ganas de estudiar, de salir; sin embargo, otras veces, le embargaba la tristeza, quería llorar y esconderse en su habitación, su mundo privado, su inexpugnable torre de cristal y marfil donde nadie podía dañarla ni herirla. ¿O sí? Porque aquella torre era constantemente asediada por un dragón con rostro de madre que todas las tardes saltaba el foso, cruzaba el puente e irrumpía en su espacio. Al dragón sólo le interesaba que sus estudios fuesen bien, lo demás era perder el tiempo. ¡No la soportaba! Había olvidado aquel tiempo en el que aún no se había convertido en este monstruo y le canturreaba hasta que se dormía, y es que, ya no necesitaba sus besos como bálsamo a sus [61]
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lágrimas, tampoco necesitaba que le contase cuentos hasta que la niebla del sueño la envolviera. Ahora estaba harta de escuchar no hagas y haz martilleando su cabeza como una eterna letanía. ¿Qué había ocurrido entre ellas? ¿Cuándo se rompió el encanto? ¿Cuándo se dio cuenta de que su madre no era la maga que sacaba conejos de la chistera? ¿Cuándo esa perfecta mujer dejó de ser su ídolo para convertirse en el malvado leviatán? Aquella tarde estaba apenada de veras. Había mantenido la enésima discusión del mes. Virginia había gritado. Había dicho palabras hirientes que sabía, dañarían a su madre; pero ¿por qué había actuado de esa forma tan agresiva? Ni ella misma lo entendía; sabía que su actitud no era la adecuada, pero su madre era experta en sacarla de sus casillas y en sacar lo peor de ella. De pronto la puerta se abrió y asomó su cuerpo abatido para apoyarse en el marco, para mirarla con ojos tristes; pero su boca se abrió y, de nuevo, dejó ver al dragón cansino e intolerante que había en ella. —Virginia, ¿has empezado ya tus tareas? —Mamá, por favor, no empieces. —No sé cómo puedes ser tan vaga, papá y yo siempre … —Mamá, ¡déjalo ya! —Si sigues con esa actitud, no saldrás este fin de semana —Ok — ¡Hablo en serio! —Ok, ¿puedes salir de mi habitación y cerrar la puerta? — ¡Este es mi dormitorio, que yo te cedo a ti, en mi casa! — ¡Ah!, ¿puedes entonces salir de tu habitación y dejarme en paz? —Yo de pequeña no era así... —Mamá, acaba ya el rollo de niña buena, que no me interesa.
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—Ya sé que sólo te interesas por ti y que si vives aquí es porque tienes agua caliente, comida y ropa limpia. —Así es, y además no tengo la edad para irme si no, ya me hubiese largado. La madre la miró y una lágrima apareció en su mejilla. Virginia, la observó conmovida y, sin saber cómo, se oyó decir: —Mamá lo siento, no quise decir eso, pero es que a veces te pones muy pesada. Quiero intimidad. En ocasiones no me siento bien y necesito la soledad de mi habitación. A veces, me da la impresión de que sólo te interesan mis estudios... —Virginia, tú sabes que todo lo que hacemos papá y yo es por tu bien, aunque hoy seas joven para entenderlo, pero quiero que sepas que tu padre y yo siempre estaremos contigo. Los ojos de Virginia tampoco pudieron soportar la emoción y extendió los brazos hacia su madre. —Anda ven y abrázame mami, ya sabes que te quiero. Después de todo, puede que aún necesite una pequeña dosis de ese bálsamo que solo su madre podía darle.
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Amor extraño APARCÓ el coche en el borde del camino, aún le quedaba media hora para la cita con el empleado de la inmobiliaria, pero quería ojear por sí mismo aquel lugar sin ser molestado por nadie. A través de la ventanilla del vehículo, se desparramó ante sí una vasta extensión verde que se prolongaba hasta donde la vista le alcanzaba. Al fondo, las montañas parecían sacadas de una postal y, como remate, al final del pequeño camino se levantaba la majestuosa casa blanca de cal con ventanas en color pastel, como si de un cuento de hadas se tratara. La verdad es que el paisaje no podía ser más idílico. Días atrás mientras paseaba por las calles de la ciudad sin rumbo fijo vio la foto de la casa en una agencia inmobiliaria que parecía observarle desde el escaparate. Su mente andaba perdida dándole vueltas a la conversación con su editor que lo atosigaba para que abandonara, de una vez por todas, su más que largo año sabático y a las amenazas de dejarlo si no se ponía a escribir. Así que no lo pensó y entró, no perdía nada con recluirse en un lugar así. Quizás allí llegara la inspiración en forma de las nuevas ideas que necesitaba para libro. Bajó del coche y se dirigió hacia la casa. En los bordes del camino, unos enanos de piedra parecían saludarlo al pasar hasta llegar a una fuente callada. Rodeó la vivienda atisbando con curiosidad a través de las ventanas, pero los pesados cortinajes impedían cualquier visión. En la parte posterior de la construcción observó un camino semejante al de la entrada, pero casi cubierto por frondosos árboles que daban sombra a unos bancos de piedra que, taciturnos, esperaban a que alguien los ocupasen. Se sentó en uno y observó el lugar, pero pronto salió de su ensimismamiento con gran sobresalto. El agente de la inmobiliaria lo saludaba con excesiva efusividad y, tras unas [64]
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insustanciales palabras, le hizo seguirlo hasta la casa. Frente a la puerta dio unas cuantas vueltas a su manojo de llaves hasta que encontró la correcta. La estancia era amplia y luminosa, lo cual era un punto a su favor para llevar a cabo su cometido. Pero algo le llamó la atención: en el pasillo, el polvo había formado las huellas de unos pies tan pequeños como los de una mujer. Tampoco lo pensó demasiado, quizás el empleado había enseñado la casa hacía poco, aunque lo extraño era que solo se dibujaban un par de pies. El empleado se despidió después de mostrarle toda la finca y emplazarlo a pasar por la agencia para firmar los papeles pertinentes. Luego, ya a solas, inspeccionó las habitaciones con detenimiento. Todo estaba polvoriento y necesitaba una buena limpieza con urgencia, por lo demás la casa estaba en buenas condiciones. Al día siguiente iría a la ciudad para comprar alimentos y productos de limpieza, y se pondría manos a la obra. Así en los días sucesivos se dedicó a ordenar armarios, distribuir muebles a su gusto y, al atardecer, sentarse en uno de los bancos para anotar las impresiones del día. Una tarde llevaba allí un buen rato leyendo su cuaderno cuando notó una presencia cercana. Era como si algo se colocara junto a él. Experimentó primero un escalofrío y luego miedo. Dio un respingo cuando ese algo le rozó la mejilla. Su tacto era frío, pero agradable a la vez; luego un olor a flores embriagó el ambiente y los árboles en su charla parecieron susurrarle. Él habló, pero no recibió respuesta. Corrió hacia la casa y cerró la puerta tras de sí, mientras el corazón le latía con fuerza y el vello de la piel se le erizaba. La noche se hizo larga y se vio obligado a recurrir a sus pastillas para dormir. Antes de que el sueño llegara notó de nuevo la presencia [65]
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junto a él. El miedo primitivo volvió, un pavor ilógico se apoderaba de sus entrañas, pero en un instante las pastillas hicieron su trabajo y todo se hizo negro. En los días posteriores las visitas de lo que él creía que era el espíritu de una mujer se hicieron más constantes. Dejó de sentir miedo y, poco a poco, se habituó a ella. A veces, hubiera jurado que mientras cenaba, la silla colocada frente a él se deslizaba con suavidad. Otras, al mirar hacia la ventana, algo ensombrecía la luz que entraba por ella. Un día comenzó a hablarle: al principio cosas sin importancia, más tarde de sus proyectos, de su vida… Entre tanto la inspiración pareció llegar. Las páginas sacadas de la máquina de escribir aumentaron en el transcurso de los días, lo que le hizo sentirse feliz. Por las noches ella se acercaba y se tumbaba junto a su cuerpo y él se sorprendía levantando su brazo para apoyarlo sobre no sabía qué o quién. Llegó a pensar que estaba sufriendo una especie de enamoramiento y eso no podía ser. Y ¿por qué no? ¡Quien dijo que el amor tuviera que ser convencional o que pudiera elegirse! Al fin y al cabo, la felicidad lo había llenado de nuevo y eso era lo que importaba. Una tarde volvió un malestar antiguo. Al editor no le había gustado que cambiara el tema del libro. Era cierto que tenían un pacto, pero no quiso escuchar sus motivos y en un arrebato de ira tomó los papales y los lanzó a la papelera uno por uno. Además la historia se le atascaba así que decidió que era mejor parar. Salió al camino y la llamó. La sintió al instante —como siempre—, pero ese día necesitaba algo más; quería que lo consolase, que le dijese que todo iría bien y que el libro sería el éxito que anhelaba y lo único que percibió fue el mismo soplo frío rozando su brazo, que aquel día le pareció más helado que nunca. No pudo más y gritó: — ¡Manifiéstate maldita sea!, ¡Háblame, dime algo! ¡Eres ese [66]
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ánima siempre dispuesto a ocupar mi mesa y mi cama, pero nunca a ayudarme cuando de veras lo necesito! Aquella noche ella no apareció y el profundo desamparo que hacía meses que no ocupaba su vida, ocupó toda la casa. En los días que siguieron la soledad fue de mal en peor. El silencio lo seguía en cada cosa que hacía, hasta que la echó tanto de menos que volvió a gritar, pero esta vez en forma de súplica. No apareció. Y cuando el sol se perdía en el horizonte y su luz dorada lo bañaba en el banco, le imploró de forma tranquila y triste. Sabía que le había hecho daño. Sabía que su amor tenía limitaciones, pues no era parecido a ninguno conocido. Meditó en que había matrimonios que se hablan, pero cada uno en un idioma distinto y es que, a veces, solo piensan en sí mismos y no en el otro. En cambio, ellos se entendían; no hacían falta palabras, pues en el silencio había comodidad, y en sus caricias y besos callados, ternura. Ella se sentó junto a él envolviéndolo en ese susurro que conocía tan bien, con sus frías caricias y sus gentiles besos, sin embargo algo era distinto, pues en sus formas percibió el adiós. Al día siguiente se levantó temprano. Con su libro acabado bajo el brazo cerró la puerta despacio, con la cabeza agachada. No quería mirar atrás, sobraban las despedidas. Con igual gesto cruzó el pequeño camino de piedras bordeado de enanos y entró en el coche. Una vez en el interior puso el manuscrito sobre el asiento de al lado, Amor extraño. ¿Había existido todo aquello o solo se trataba de la trama de su libro? ¿Había vivido aquella experiencia o más bien habría querido vivirla? No pudo reprimir una última mirada hacia la ventana. Quiso ver que las cortinas se abrían y, en un gesto irreflexivo, envió un beso prometiéndose volver algún día.
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Veredicto de culpabilidad CERRÓ el libro y apagó la luz. Sus músculos se aflojaron poco a poco y el sueño prometió llegar de un momento a otro. Le gustaba aquella sensación en la que parecía escapar de su cuerpo mientras el sopor le ayudaba a huir de la realidad, esa que en los últimos días amenazaba con asfixiarlo. Las pasadas semanas habían sido un infierno. Preguntas y más preguntas, acusaciones, palabras hirientes, las lágrimas de su madre... El veredicto: culpable. Las consecuencias: estar acostado en una cama de un centro de menores, intentando conciliar el sueño. Como si de una película se tratase, por sus ojos cerrados, pasaban una serie de imágenes que iban y venían como flashes de una maldita cámara de fotos que no quería parar y que taladraban sus más hermosos recuerdos. Tenía 14 años. Sus estudios habían sido excelentes, lo que le granjearon las felicitaciones de sus padres y profesores, pero también la envidia de sus compañeros de aula. Lo que más le preocupaba era la pandilla de matones que se sentaba en las bancas de atrás y que hacía de aquel lugar su cuartel de maniobras. Él había sido, en muchas ocasiones, el receptor de sus insultos en los recreos, la presa de todos los desvaríos de aquellos energúmenos. Por ello solo podía pensar en cómo ganarse un puesto entre ellos y dejar así de ser la diana de sus improperios. Y una mañana le salió, por sorpresa, una chulería de adolescente hacia el profesor de turno, con la que, al fin, se ganó las simpatías de los de las últimas bancas. No fue la última bobada que hizo, después vinieron más y entonces fueron sus estudios los que ocuparon los últimos lugares del aula. Así fue también cómo su
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felicidad se le escapó entre las páginas de los libros cerrados y ya nunca volvió a ser el mismo. Los porros iban de mano en mano, las risas se volvieron ficticias y veía su vida a través de una espesa nebulosa, pero no le importaba pues se había vuelto viejo siendo joven, defraudado por el sistema y, al final, los chicos que se pavoneaban por los pasillos y las aulas, haciendo del instituto su cuartel de logística y maniobras, consiguieron que él, un chico tímido e inseguro, sucumbiera ante sus maliciosas pretensiones. Aquella tarde se citaron, como siempre, en el parque para fumar, beber y preparar sus próximos golpes en el instituto. Después de un buen rato, la mala fortuna quiso que pasara por allí la presa del día: el empollón de la clase, el niño mimado de los profesores, el bobalicón niñito de papá. Primero fueron las risas y las burlas; luego, el ambiente se fue enturbiando y las palabras dieron paso a los golpes. Él hubiera querido correr y defender a su compañero, pero sus pies parecían pegados al suelo. Sus movimientos se realizaban a cámara lenta. Quería gritar que parasen, que le dejaran en paz, pero su garganta estaba pastosa. Su lengua parecía haber aumentado de tamaño y no se movía con la celeridad que la situación requería. Cuando pudo reaccionar ya era demasiado tarde y su compañero yacía inerte en el suelo. Los acontecimientos se sucedieron rápido en los días posteriores y él lo vivió como si fuera un observador pasivo, como si las escenas pasaran delante de él por la pantalla de un gran televisor mientras estaba sentado en el sofá de su casa. Fue acusado de cómplice de homicidio. ¿Cómplice?, ¡si él quiso gritar, correr! No quería que esto hubiese ocurrido porque también él había estado en la otra parte, en el lugar de los buenos. Pero ya nada importaba, ahora estaba acostado en aquel maldito centro de menores mirando al techo y deseando con todas sus fuerzas [69]
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recibir un beso o una caricia de su madre mientras le dice que durmiese tranquilo, que no pasaba nada, que el día llegaría pronto y luego brillaría de nuevo el sol. No escribí su nombre, ¡ni maldita la falta que hace! Son muchos los nombres escondidos en un pupitre de instituto viviendo su timidez en silencio junto con sus miedos e inseguridades, esperando que seas tú quien le pongas voz a su historia y, sobre todo, un nombre.
MARÍA DEL MAR REYES FUENTES
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MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL Hora del óbito A las diez y media aproximadamente se situó la hora de la muerte, causa: estrangulamiento. La víctima fue sorprendida en el cuarto de baño, de espaldas a la puerta, mirando a la ventana. El marido la descubrió al llegar a la hora de comer. Al parecer, la víctima estaba depilándose las cejas. Tendría sujeto en una mano el pequeño espejo de aumento, que aparece roto en el suelo. A poca distancia se encontró la pinza que llevaría en la otra mano, pequeña y negra, de esas que usan las señoras para esos cuidados. Estaba en bata y sin síntomas de violencia, como si la víctima apenas hubiera luchado en su desesperación por respirar. En principio, se desconoce el motivo del asesinato, hay varias hipótesis. El marido se encontraba en el trabajo a esas horas, había fichado su hora de entrada a las nueve y media. Algunos compañeros confirman haberlo visto entrar y dirigirse al puesto de trabajo. Todos los conocidos los consideraban una pareja más que perfecta, excepcional. El esposo era muy atento y comentan que se les veía muy unidos y enamorados. A pesar de llevar veinticinco años de casados, parecía estar aún el amor fresco y vivo. Pasados los primeros días, todavía se encuentra en estado de shock, no habla, sólo llora y la nombra y a veces queda inexpresivo con una mueca extraña en la boca y un brillo particular en la mirada. A la víctima no se le conocían otras actividades que no fueran sus tareas de la casa y, aunque tenían algunos conocidos y amigos, por lo general, salían muy poco. Cuando lo hacían, eso sí, iban siempre juntos. El inspector trabaja tres tesis: la primera está enfocada a un simple [71]
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robo, quizás el ladrón, al verse descubierto, la atacara, ocasionándole la muerte, aunque, sospecha que, al principio, no llevara esa intención. Suele ocurrir en muchos casos que, sorprendidos, prefieran eliminar pruebas. Incluso el temor de ser reconocido después por la víctima les pone nerviosos y cegados de tal modo que cometen un delito mayor, como este atroz crimen. La segunda se orienta hacía un posible amante y esta hipótesis tiene dos vertientes: a) que fuera un admirador secreto obsesionado por ella. Esta tiene una fisura de inicio, porque la víctima no era una persona atractiva ni de costumbres ligeras o maneras seductoras: podría considerarse, simplemente, normal. En el trato con la gente no tenía una actitud provocativa ni modos que diera pie a nadie, a pensar en ella de ese modo. Tampoco se le conocía amistad con ningún vecino, ni siquiera solía tener visitas en casa. Quedaría esta premisa abierta porque siempre puede existir un admirador desquiciado y que, al no obtener respuesta, pierda el juicio del todo, atacando el objeto de su deseo. Pero tenemos que recordar que la víctima fue sorprendida, y no luchó contra su atacante, como si la aceptación del drama fuera asumida sin resistencia o todo lo contrario, por inesperado quedó paralizada. b) Otra versión sería que ese amante fuera consentido. En este caso, ¿por qué tendría la necesidad de matarla? Una explicación serían los celos, tal vez, ella no quisiera abandonar al esposo o quizás el conflicto partiera de ella, acabarían con una bronca, desembocando en ese trágico final. Pero nadie escuchó gritos, ni voces en la casa. La vivienda es de poca calidad y suelen oírse a los vecinos en sus conversaciones. Aunque no se distinga lo que dicen, se nota perfectamente el tono de éstas. Pero allí no hubo gritos, ni la voz de nadie mezclada con la de ella. El vecino de al lado no pudo ofrecer información al respecto puesto que a esa hora no se hallaba en casa. Hay un detalle comprobado que podría confundir esta conclusión última y es que la víctima estaba escuchando música, por lo que alguna [72]
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discusión pudo ser anulada. De este modo, la tesis del ladrón sería factible, y la de no escucharse alguna discusión, también. El volumen estaba más bien alto, y la voz de un hombre, un grito y, mucho menos una simple conversación, podrían haberse camuflado entre el sonido de las canciones. La tercera y última hipótesis es la culpabilidad del esposo, pero éste tiene coartada perfecta y además todos los comentarios e informaciones contradicen esta tesitura. Nada hace sospechar de él, aunque, como es natural, estará también en el punto de mira. Por desgracia, sólo se han encontrado huellas de la pareja, ninguna en la víctima que pueda inculpar. El inspector supone que la fallecida tuvo que ver a su verdugo. Aunque situada de espaldas a la puerta, el espejo le daba la perspectiva del fondo, de modo que lo vería entrar. Sólo ella podría reconocer al culpable, pero inevitablemente, ya no puede decir nada. El inspector baraja estas vertientes posibles. La más creíble sería la de un intento de robo, pero el hecho de que no falte nada en la casa, según el esposo, dirige el motivo hacia la argumentación del amante. Esta hipótesis destrozará al marido, pero, con seguridad, faltando otras pruebas, será la concluyente. El proceso se iniciará preguntando en el contexto más cercano. Una vecina menciona que vio entrar a un chico un día en la casa, pero que ella no sabe nada más que eso. Otro ha comentado la relación más cercana con el vecino de al lado. Después de interrogarlo, aunque no tiene coartada para justificar dónde se encontraba a esa hora, el inspector no tiene argumentos suficientes para acusarle. Él asegura que estaba en una pequeña parcela que tiene a las afueras. Dice estar allí toda la mañana, desde las ocho que salió de casa, porque suele ir siempre que no trabaja para atender algunas gallinas que tiene, cuidar de la tierra y regar lo cultivado. Nadie por la zona puede corroborar esta respuesta, de modo que el inspector se agarra a esta persona para conducir todas las pesquisas en esta dirección. [73]
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Elena había desayunado con su marido aquella mañana, él entraba un poco más tarde ese día. Conversaron, como de costumbre, de política o cualquier otra noticia de la actualidad, sin más motivo que dar voz a esas cuestiones de la vida, donde pensar y debatir te sitúa en el mundo, más por uno mismo, que para demostrar o justificar nada. Se llevaban bien, se querían con la tranquilidad que una relación ya establecida otorga a las parejas; una intimidad donde cada uno conoce las virtudes y debilidades del otro, sus gustos y sus costumbres. Aquella mañana, como en cada despedida, se dieron un beso y fueron recíprocos sus buenos deseos para la rutina de la día, hasta la hora del almuerzo cuando volvieran a verse. Al rato de marchar, ella fue al cuarto de baño para lavarse la cara y vestirse, pero advirtió que tenía algunos pelillos que quitar de las cejas. Cogió el espejo de aumento, que estaba roto en tres trozos. Como no era supersticiosa aún lo conservaba y le bastaba uno de los laterales salvados del estropicio para quitarse el vello. Andaba ocupada en esto cuando vio en el reflejo del espejo la imagen de su marido. No pudo reaccionar, sólo pudo ver partidas las imágenes de él y ella en el espejo, mientras aún conservaba un hálito de vida y unos ojos sorprendidos, perdidos en su infinita confusión. Aquella mañana, cuando él salió de casa, iba escuchando música con los auriculares. Caminó durante unos quince minutos, tiempo que fue suficiente para tomar aquella decisión. Cuántas veces lo había pensado, no existían motivos, simplemente era un idea que le rondaba la cabeza, que iba dibujándola con detalles, escogiendo los momentos, recreándose en la desidia para llevarla a cabo. Sin prisas, sabía que un día lo haría, no programó tal o cual. Y hoy, precisamente hoy, que lucía un sol espléndido, grandioso y exuberante, se contagió su ánimo hasta tal punto que, con certeza, la idea ya tenía día y hora. Fue fácil entrar por una puerta y salir por otra. Dicen que una casa con dos puertas es mala de guardar y el edificio donde trabajaba [74]
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estaba diseñado para su propósito: entrada triunfal, saludando a todo el mundo que se encontraba y, pocos minutos después, salir clandestino por la puerta de atrás, casi siempre abierta, que el conserje utilizaba para sacar la basura y que olvidaba cerrar. La confianza de sus movimientos, despreocupado de ser descubierto, le otorgaba, quizás, mayor libertad. La suerte del que, sin perseguirla, se le ofrece por entero. Ahora lloraba porque una voz decía: pobrecilla, está muerta, pero ante el espejo su boca sonreía con satisfacción. Entonces otra voz distinta llenaba el espacio de su consciencia: por fin lo he hecho, celebrándolo con la alegría del reto conseguido. ¿Por qué lo hizo? La verdad es que no sabría bien contestar a esa pregunta de habérsela hecho alguien, cosa que no pasó. Era una idea como otra cualquiera, imaginaba rodear con sus manos aquel hermoso cuello tantas veces besado y nada más. Quería comprobar esa sensación y ya está. Ver cuánta fuerza hay que poner en apretar y cuánto tiempo es necesario. Y, sobre todo, el goce en la visión de ese pajarillo poco a poco rindiéndose a su poder, la caída del cuerpo lánguido al suelo, quitarle el espejo suavemente de su mano y depositarlo junta a ella, recreando una escena cinematográfica. El cuerpo cayendo y el espejo roto como una vida. Se rio. – ¡Oh, qué maravilla, qué excitante ver su mirada extrañada! ¡Cómo iba a sospechar nunca esto! En fin, también para ella ha tenido que ser un placer inmenso, una experiencia gloriosa. Me da igual ser descubierto, pero no voy a darles pistas, me gustaría ver como se parte los cuernos ese estúpido inspector. Menudo ignorante gilipollas que se atreve a decir que mi dócil y entregada Elena me fue infiel, ofender a ese ser tan maravilloso y puro. Y los malditos vecinos injuriándola y manchando su nombre... ¿Eh? Quizás… ¡Sería un buen entretenimiento! Debo pensar sobre este asunto, dejaré un tiempo volar y…, de nuevo a jugar con el destino de alguno de ellos.
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Aforismos LOS sueños se pierden al abrir los ojos. EL tiempo es un vuelo que no va a ninguna parte. SI te preguntas que habrá tras la montaña, la respuesta es: la otra ladera. EN la distancia los árboles parecen matojos. EN la cercanía se desenfoca la belleza. SI el mundo fuera al revés, andaríamos sobre las nubes. LA luz es razón y conocimiento, pero también locura y ceguera. EN unos ojos negros, puedes encontrar la noche más estrellada. SI no miras, no ves. LA diferencia entre hombres y dioses es la palabra incontrolable: aquellos luchan contra ella, estos la crean (son su esencia). HORA corta, hora larga, no hay reloj que la contenga. GRITAR al viento auxilio y no responder ni el eco. SEPARAR las aguas de un mar rojo, de muertos sin sangre, bañados en sal. VIVIR cada día sin parar y no pensar, porque si te detienes ves la inutilidad de ir cada día sin parar. [76]
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Muertes sin causa LA calle está desierta, pero hay cuarenta ojos que ven tras los visillos de las ventanas, a través del resquicio entreabierto de la puerta. Un filo mínimo apenas perceptible protege un rostro oculto entre la sombras del zaguán. En los cierros se insinúa algún perfil, una cortina se descorre sutilmente en uno de sus extremos. Camina esposada, sólo se escucha su miedo y el terror de unas botas, retumbando su paso marcial, sobre los adoquines. Lleva la detenida la cabeza alta pero la obligan a agacharla de un golpe. Un niño va detrás, con los labios apretados y el sollozo contenido. Ya recibió dos bofetadas como si gritara un nombre ofensivo ¿Esa perra es tu madre?, dijeron y le cruzaron la cara. La madre se reveló contra su prisión y recibió un culatazo en la espalda y un golpe seco en el pecho. Ahora el niño va tras ella en silencio, teme que le hagan daño de nuevo. Espera que en comisaría todo quede aclarado y vuelvan pronto, juntos, a casa. Madre es una mujer buena, madre sólo trabaja duro para darnos de comer. Es todo mentira, esas horribles cosas de las que la acusan. Él la conoce, sabe de su tierno amor, de sus cuidados, de sus canciones y cuentos que lo adormecen. Cómo lucha cada día para ponernos sobre la mesa, un plato de comida. Duerme poco porque queda hasta tarde realizando lo que de día no puede hacer y debe salir al campo muy temprano, antes que el sol despunte por el horizonte. Pero, ya antes, ha dejado preparada sobre la mesa de la cocina la comida para la escuela y la ropa limpia sobre la cama. Padre tuvo que marcharse, ella nos cuenta bonitas historias sobre él, nos dice cuánto nos quiere y que lucha por nuestro bienestar, para que el día de mañana seamos alguien de provecho. Siempre dice que estemos muy orgullosos de padre y que no hagamos caso de las habladurías, la gente rumorea sin saber. Madre es buena, el señor juez verá el error. Él no entiende esta [77]
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injusticia, reza a su dios, el que tiene un rostro amable y le sonríe desde las páginas de su catecismo. Casi a empujones, la introducen en las dependencias y cierran la puerta dejándolo desamparado en la calle. Aporrea pidiendo que le dejen entrar. Sale el sargento, lo agarra por los hombros y con una mirada fría y penetrante le dice: si no quieres empeorar las cosas, vete para casa y no vuelvas por aquí. Aquella noche lloraron todos en la casa vacía por la ausencia de la madre, nadie vino, no hubo ganas de comer, al final rindieron el sueño apretujado en el suelo. Por la mañana llamaron a la puerta, unas mujeres que no conocían les dieron de comer y dijeron que madre no volvería jamás. Desde su corta edad, supo comprender, pataleó, gritó y quiso zafarse de aquellos brazos extraños, salir en su busca, salvarla de aquellos carceleros. Al final se rindió sin fuerzas. Al atardecer cuando, sentados al lado del fuego, las mujeres oscuras atendían a sus hermanos más pequeños, sintió de pronto un escalofrío, el cielo comenzaba a tornar su azul en tonos anaranjados y malvas, parecía anunciar una desgracia. Entre el murmullo de aquellas mujeres, llegaron los sonidos secos de unos disparos que parecían venir de la plaza del ayuntamiento. Las mujeres se miraron y el lloró contra la almohada. Una tarde jugaba con unos amigos, habían pasado algunos meses desde aquel día fatídico, señalado para siempre en su calendario. Rodaba el aro cuando vio con desasosiego, en el muro del mercado, dibujados sobre la cal desconchada, unos profundos agujeros y una mancha que alguien había tratado de limpiar, sin conseguirlo del todo. Desde entonces dejó de creer en dios, aunque el lugar fue sagrado para él. Hoy sus manos arrugadas tocan lo que queda de aquel santuario, una parte del muro aún se conserva, una cristalera brillante lo ignora con su aspecto modernizado. Los carteles anuncian sus ofertas con rostros sonrientes. Del banco salen unos tipos enchaquetados, él sigue su camino, va cabizbajo. [78]
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Sólo septiembre tiene un catorce de febrero EL verano dejó el infierno entre la arena vacía de cuerpos. Un ansiado tranquilo otoño era soñado, melancólica esperanza de un tiempo mejor, recreo de la tristeza sin lágrimas, un olor tibio de flores y un aroma de algas intenso. La mar se revuelve en un verde esmeralda antes que sus aguas se tiñan de un añil helado. Fue el final de la película el comienzo de todo. El zoom despide, abrazados, dos cuerpos y unas manos tímidas rozaban otras manos, un cuello erizado rompiendo en cataratas bravas al fondo de un hermoso estanque. No esperábamos ni uno ni otro que el hado nos ofreciera este premio. No olvida la piel un primer beso después tantas veces imitado. Y alcanzamos ese nuevo mundo que hoy juntos recorremos como se camina un paisaje reconocido, sin miedos de enemigos ignorados, sin tener que reclamar al otro un beso que acuda presto a una boca, porque, antes que pronuncie el deseo, han caído sobre los míos tus labios.
MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL [79]
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Reseña de Re-generación. Antología de poesía española (2000-2015). Selección de José Luis Morante. Valparaíso. Granada. 2016 Tenemos aquí un volumen que recopila una veintena larga de autores nacidos entre 1980 y 1993 que comenzaron a publicar sus primeros libros a partir del 2000. Quince años pueden formar ya la heterogénea primera generación del siglo XXI. El encargado de la edición es el poeta y crítico José Luis Morante quien, desde su blog “Puentes de Papel”, ha seguido de manera muy cercana la aparición de estos autores. Más de dos años de trabajo específico para seleccionar, primero de entre más del centenar de poetas de difusión, a menudo, muy limitada por pequeñas editoriales. El contacto con jóvenes autores es fundamental, no sólo para hacerlos accesibles, también para que los inéditos sirvan de adelanto de su evolución. La regeneración del título (sugerencia del editor, J. Bozalongo) hace referencia precisamente al germinar de nuevas voces. Se incluyen cinco poemas de cada uno de los autores antologados ordenados por estricto orden de edad: Fernando Valverde, Rubén Martín Díaz, Pablo Núñez, Francisco José Martínez Morán, Alejandra Vanessa, Javier Vela, Verónica Aranda, José Alcaraz, María Alcantarilla, Ben Clark, Pablo Fidalgo Lareo, Elena Medel, Javier Vicedo Alós, Constantino Molina Monteagudo, Martha Asunción Alonso, Aitor Francos, Rodrigo Olay, Luna Miguel, Diego Álvarez Miguel, Paula Bozalongo, Javier Temprado Blanquer, Miguel Floriano, Elvira Sastre y Xaime Martínez. José Luis Morante consigue en pocos trazos presentarlos biografía y estéticamente. Los criterios para la selección se asientan en la relevancia que van alcanzando en editoriales, premios, revistas y suplementos de prestigio. Y su característica fundamental es la falta de uniformidad en el estilo e intereses: “se han superado monopolios estéticos, no hay camisas de fuerza ni limitaciones programáticas”, nos explica José Luis Morante. Sin embargo, sí que podemos rastrear algunos rasgos comunes. Para empezar, la importancia que internet y las redes sociales han tenido en su socialización como poetas. Todos son nativos digitales y han utilizado estas herramientas para darse a conocer. Comparte, lógicamente, unos [80]
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condicionamientos sociales esta generación, enormemente preparada pero abocada a seguir en la inseguridad vital. El caso de Fernando Valverde, con tres licenciaturas y un doctorado, una nominación al Grammy y dando clases de poesía en una de las universidades más prestigiosas del mundo, es paradigmático. Sin embargo no abundan poemas de contenido social en la antología salvo algunos de Elvira Sastre (Un país de poetas) o Luna Miguel. El compromiso social se advierte quizás más en el compromiso personal que traduce la actividad poética. El acervo cultural que llevan a cuestas en esta generación se traduce en referencias más o menos culturalistas a la tradición literaria (Píndaro, Borges, Jane Bowles, Ángel González, de Ory, Carver, d'Ors, Piquero, L. A. de Cuenca, Botas…), artes plásticas (Turner, Veermer, Boticelli, Hopper…) tanto como a la cultura más pop (Jeff Tweedy, Joaquín Sabina…). Ejemplo es la salmodia de Luna Miguel Museo de Cánceres. Ha pasado, desde luego, el despliegue enciclopédico de los algunos de los Novísimos con el mundo clásico. Llama también la atención la continuidad que estos poetas presentan con la tradición, no hay una clara vocación rupturista, aunque es cierto que autores como Luna Miguel, Alejandra Vanessa o Aitor Francos tiendan hacia formas más experimentales. Muchos de estos autores simultanean la poesía con otras artes, como Elvira Sastre con la música, María Alcantarilla con la poesía visual o Pablo Fidalgo Lareo y Javier Vicedo Alós con las artes escénicas. En cuanto a la temática, es irremediable que poetas jóvenes reflexionen sobre el fin de la infancia y las decepciones de la madurez: “Madurar / era esto: / no caer al suelo, chocar contra el suelo, contemplar el / pudrise de la piel / igual que un fruto antiguo” (Estamos realizando obras en el exterior. No utilizar esta puerta excepto en caso de emergencia, de Elena Medel). Las primeras pérdidas, los primeros fracasos, los errores, algunos lo toman con cierto distanciamiento cínico. Su expresión sabe jugar con el tono conversacional y el lenguaje no propiamente poético, con una expresividad no previsible, conjugando tradiciones clásicas, académicas, de cultura popular y tecnología. Esta antología nos regala una elegante colección de buenos poemas de unos valores destinados a afianzarse en el panorama nacional.
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Reseña de Paco Ramos Torrejón: El aprendizaje del miedo. Lápices de Luna, 2015 El gaditano Paco Ramos es un conocido activista de la escena cultural y literaria. Además de autoeditarse dos libros de relatos (El fontanero del mar, 2008 y Onironáutico, 2010) y una novela (El viaje del héroe, 2013) sólo había publicado poesía en revistas y antologías. Es muy valiente que el debut editorial haya preferido realizarlo con un volumen centrado en un tema, en lugar de recopilar, acaso a modo de antología, su obra anterior. El aprendizaje del miedo es un libro de duelo. Una especie de diario en verso que transita por el dolor y el miedo ante la muerte de un ser querido. Comienza con una hermosa cita de Rosario Troncoso que marca el tono: “Cómo se atreve el día a amanecer si ti”. Pero, en realidad, el origen del libro está en una cita de Felipe Benítez Reyes: “El miedo no requiere aprendizaje”. Al final de su lectura sabremos que, aunque no es necesario una preparación previa para sentir su punzada, se aprende la respuesta ante el miedo y, sobre todo, se aprende del miedo. Por eso retoma la cita de Jaime Sabines, no es un poemario, es algo mucho más íntimo y real. Todo el proceso de duelo, desde la ira, la negociación y la aceptación, se encuentra reflejado en los distintos pasos en forma de poema. El aprendizaje del miedo es una elegía, enfrentada con un indudable espíritu vital que desde el prólogo señala Guillermina RoyoVillanova en Paco Ramos. Hay ecos de Auden y de Miguel Hernández: las dentelladas del dolor y la muerte, las referencias poéticas a la muerte como amor, como madre: “Acaso la muerte es la gran madre / nadie le conoce huérfanos” (Despedidas). El autor quiere que sea, sobre todo, un canto a la vida, más allá de la aceptación de la muerte. Amor a la vida a pesar del dolor, aprendiendo a convivir con él, a gestionarlo, a dosificarlo para no caer en la desesperación: “Lo ortodoxo es aprender / a convivir / con la desgracia” (Oficio de poeta). Es consciente de que el mundo sigue ajeno al sufrimiento propio. “Que nadie llore mi pena” (Compasión). El poeta reclama la radicalidad del dolor cuando golpea, que ridiculiza todos los dolores fingidos, las lánguidas penas de amor, el malditismo de pose. En el primer poema, Los [82]
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poetas del dolor, que funciona a modo de prólogo, acusa la impostura romántica y de algunos postulados de cierta poesía en la que el poeta crea su propio personaje. Reclama Paco Ramos la atención hacia el sentimiento verdadero. Con reminiscencias a Bataille, ni el sexo se libra de la tragedia: “El arte de los ahorcados” (La colina mortuoria). Predomina el tono imperativo en Los poetas del dolor, con un romanticismo, algo épico, en una especie de paráfrasis del celebérrimo No volveré a ser joven, de Gil de Biedma. Encontramos también ecos de Pavese, de Pessoa, de Luna Miguel en Los estómagos y, sobre todo de Sabines. Las referencias a la cultura clásica, a diferencia del alarde de culturalismo de los poetas de los 70, ayudan a dar un distanciamiento. El espíritu de Heidegger, el ser para la muerte, impregna todo el volumen con un hálito de existencialismo y estoicismo, con una pérdida de la esperanza sin llegar a la desesperación: “Nada teme perder quien lo sabe todo perdido” (Metamorfosis). Frases cortas y cortantes dan la sensación de fragilidad y de soledad. Descripciones minuciosas, aunque metafóricas: “el veneno goteante anticipa el frío del mármol” (Continuidad de la ventana), hay un gusto por las metáforas lingüísticas: “el futuro es sólo un verbo sin conjugación” (Carpe diem), “convertid su ritual en imperativo de futuro” (Los poetas del dolor). Refugio contradictorio del poeta: “La muerte es tan precisa / que no requiere metáforas” (Oficio de poeta II). Sobre el cáncer, versos cortos, contundentes, “Un cangrejo”, otros van más largos, con un cambio de la musicalidad. Si el dolor se acerca, poco a poco se va conviviendo con él: “Lo difícil es el silencio pétreo de las cenizas, / la costumbre de que tu vida sea un recuerdo” (Lo difícil). Por último, la aceptación, que no el consuelo, llega al final de este breve poemario: “Habremos de ventilar las orillas del dolor” (Fin). Y se recupera, como epílogo, una nueva recapitulación. No quiere, sin embargo, que el tono sea lastimero, la lección que se aprende, el coraje de decidir amar la vida: Por eso ha decidido vengarme de la muerte, celebrar el sol, la lluvia, los días de frío, el otoño que viste las aceras. Festejar esta historia de fracasos eligiendo mi derrota (Pregunta retórica)
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Reseña de José Mateos: Un año en la otra vida. Editorial Pre-Textos. Valencia. 2015 Las páginas autobiográficas de Un año en la otra vida contradicen desde el título la condición objetivista y testamentaria del diario. Aquí no se trata de sembrar contingencias hilvanadas en el acontecer existencial, sino, más bien, de crear un clima emotivo. Y ese espacio sentimental no tiene límites concretos; es el lindero ambiguo de lo que sucede entre la realidad y el sueño: el lugar imposible. De ahí el sentir poético de muchas anotaciones y el levitar de la memoria entre la incertidumbre de un estar donde resulta posible el diálogo entre presencias y ausencias, o todavía más complejo: el compartir sitio entre vivos y muertos. José Mateos pone en nota previa su advertencia al lector: “Desde el dolor o desde la alegría, yo solo he escrito aquí de lo que amo, que es como decir que he escrito de lo que ignoro. Y he escrito de lo que amo para poder amarlo más, en cada sílaba de su nombre. He escrito de una amiga muerta, del mar o de unos membrillos por el puro gusto de nombrarlos, nada más, porque al nombrar lo que se ama se recrea uno en lo que ama.” La voz narrativa deja su rastro desde una implicación afectiva máxima y ello condiciona la naturaleza de esta tarea que emparenta con el quehacer poético. Quien vuelve la mirada hacia atrás se busca a sí mismo, se siente extraño en otro tiempo y desanda recuerdos sabiendo que el pasado no es una opción de vida imposible sino un hábitat recuperable, en el que permanecen asentadas e inalterables las cosas de siempre. La escritura permite volver a ser, recuperar el estado de inocencia, cruzar umbrales y entrar en las casas donde viven los ausentes, como si el yo tuviese una identidad de niebla que le permitiese caminar por el otro lado de la vida. Esa naturaleza de ser [84]
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fronterizo hace que el yo real desaparezca y que pierda la opacidad de su materia para ubicarse en una nueva dimensión con otro sentido. Las anotaciones entrelazan asuntos en los que se va gestando el núcleo de obsesiones esenciales del autor; en Un año en la otra vida sorprende la afirmación continua de la muerte; es una constante que afecta a vivencias a distinta distancia: está la muerte de una anciana entrevista en algún viaje, que formaba parte de un paisaje estático y cobijado en la rutina, o la del viejo maestro que abrió sendas para percibir la belleza del mundo; y están esas muertes que abrieron hendiduras que nunca se cerraron porque con ellas cambió la epidermis de la conciencia para ser más transparente y frágil. Los textos de estas páginas autobiográficas de José Mateos tienen mucho de alacena atemporal, de mueble preservado de la prisa insolente de los calendarios. Incluso cuando sus sentidos se ponen a conversar sobre lo tangible, como ante la cercanía de las formas duras del membrillo, prefieren la inmersión: esa fruta es luz, y un olor persistente, y una estela que traza en la memoria la mirada del tiempo y la quemadura de lo transitorio. Porque las cosas nacen para agostarse y someten a quien las mira a una ensoñación reflexiva, a repetir el gesto callado de quien sopla sobre el rescoldo y la ceniza.
JOSÉ LUIS MORANTE http://puentesdepapel56.blogspot.com
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ÍNDICE Blanca Fernández Sánchez ………………………………..….. Conchi Castellano García ……………………………..………. Javier Gallego Dueñas …………………………………..……..
2 11 20
Volazadas Gema Estudillo ……....………………….……………….. Manuel González …..………………...…………………..
29 32
Especial Concurso “Siete palabras” Gerardo Venteo ……...……..……………………………. María Ascensión Marcelino Díaz ...…………………….. Feliciano Castaño Villar ….……………………………... Alejandro Cabrera Coronas ………… …………………..
33 35 37 40
Juan José González Castellanos ……………………………….. María del Carmen Domínguez Domínguez …………..…….. María del Mar Reyes Fuentes ………………………...……… Mercedes Márquez Bernal …………………………..………...
41 51 61 71
Reseñas Re-Generación, edición de José Luis Morante……….. El aprendizaje del miedo, de Paco Ramos Torrejón … Un año en la otra vida, de José Mateos … por José Luis Morante ……………………………………………
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